La desconocida estancia de Baroja y Azorín en la Sierra de Segura

A los biógrafos se les escapan muchos detalles. La mayor parte de la vida cotidiana de escritores suele quedar oculta tras sus ediciones, presentaciones, fracasos y éxitos. Para muchos biógrafos de escritores solamente cuenta lo que llaman crítica literaria.

Por eso, no es extraño que una corta estancia de Pío Baroja y Azorín en la Sierra de Segura, en los confines orientales de la provincia de Jaén, haya quedado oculta durante mucho tiempo. El hermano de Azorín, don Ramón Martínez Ruiz, ejercía de médico en La Puerta de Segura y estaba encargado del Dispensario Antipalúdico. Recibía revistas, periódicos y muchos libros que le enviaba su hermano cuando ya los había leído. Don Ramón pasaba largas veladas leyendo en su gabinete, alejado del ruido doméstico; su cultura era un secreto para sus familiares políticos, parientes de su mujer, doña Carlota, con los que sólo hablaba de medicina, vida saludable, alimentos sanos y la moderación que debía presidir las dietas de todos aquellos señores rurales. Los demás sólo hablaban de aceituna, aceite, capachos y ovejas. No siempre consiguió que siguieran una dieta correcta, aceptable, pues muchos abusaban del cerdo, la caza y las fuertes salsas con que se aderezan los platos serranos. Así, mi abuelo, su concuñado, terminaría con gota, otros tendrían problemas de azúcar y algunos estuvieron tosiendo por el tabaco hasta morir.

Quiero ahora consignar un hecho que tuvo lugar en la Sierra de Segura, donde nunca ha sucedido nada muy notable. Antes de la República, en los años veinte, don Ramón invitó a su hermano a pasar unos días de junio en la Casería de Santa Matilde, un cortijo umbroso, fresco, que se eleva sobre una colina entre olivares y montes de pinos, con un ancho panorama sobre las primeras estribaciones de la sierra. Allí estaría también su otro hermano, don Amancio, y tendrían asegurado el sosiego para leer y escribir, que eran sus ocupaciones principales. Al caer la tarde, con la fresca, pasearían despacio por los senderos que suben hacia la vieja ruina del castillo de la Espinareda, o irían en el Chevrolet hasta La Capellanía, en las faldas del Yelmo, por aquella carretera de macadam.

Azorín le pidió que invitase también a su cercano amigo, Pío Baroja. Esto aseguraba interesantes tertulias y conversaciones en las tibias veladas bajo el denso parral. Aquel año, la primavera había sido lluviosa y las noches eran muy agradables. Del jardín, presidido por el viejo júpiter (lagerstroemia indica) plantado por la gran señora doña Matilde Aguilar, suegra de don Ramón, se elevaban perfumes de flores, de tierra mojada y jugosa, fruto del trabajo de Tirso, el encargado fiel. La paz del campo, las comidas agradables y no pesadas, garantizaban a los escritores un solaz lejos de Madrid.

Don Ramón fue a recogerlos a la estación Baeza con su mecánico, almorzaron en Úbeda y en dos horas y media estaban en el cortijo. Para Pío Baroja el paisaje fue una revelación pues su experiencia andaluza era principalmente de la campiña cordobesa. Sus ideas sobre los andaluces se le hicieron añicos en aquella sierra jiennense, más murciana y levantina que andaluza, o incluso, en algunos pueblos, casi manchega. El había expuesto sus impresiones, con gracia y algo deshilachadas como siempre, en La Feria de los discretos, en 1905. Desde entonces, no había vuelto a tocar el tema andaluz, a pesar de que su padre había trabajado en la provincia de Huelva, en las minas de Río Tinto.

Don Ramón, detallista, nos ha dejado, en una de sus agendas médicas, bien encuadernadas, que le ofrecía anualmente Bailly-Baillière, unas breves notas de aquellos días de junio. Sólo ochenta años más tarde, hojeando sus papeles las he encontrado en una carpeta que, quizás, para que nadie las consultase, había rotulado en lápiz grueso rojo, ‘Yo, enfermo’. Además de las recetas y cartas de sus colegas a los que había consultado sobre sus achaques, estaba esa agenda. Creo que se había limitado a reseñar algunas frases, impresiones, de don Pío y de su hermano que se le quedaron grabadas. No es en absoluto un diario sino una especie de lista como una de esas de recados y de gastos que don Ramón solía guardar.

Es el registro telegráfico de aquellas veladas de verano de aquellos cuatro solitarios, pues aunque don Ramón y Azorín estaban casados con Carlota y Julia, sus vidas eran independientes, solitarias y ellas no compartían nada de sus inquietudes ni gustos. Ambas parejas eran perfectamente asépticas. De Pío Baroja no hace falta decir nada, gran solterón, en sus títulos ya se adivina, desde Las horas solitarias (1918) hasta Paseos de un solitario (1955). Don Amancio, más que un solitario, fue un hombre solo, muy solo, al que con cariño acogió muchas veces su hermano Ramón en la casería. Pero eran éstas, soledades creativas, no apesadumbradas, aunque a la mayoría la soledad voluntaria les parezca casi una enfermedad, una anomalía, sobre todo en una sociedad tan gregaria como la española.

He aquí algunas de sus anotaciones:

PB, “con las sombras del anochecer, parece un paisaje más nórdico que andaluz”,

Pepe (su hermano, Azorín), “las casas del pueblo son más levantinas que andaluzas, se parecen más a la del Collado…”.

PB “aquí no enjalbegan las casas, no es esto muy andaluz”.

Se refiere al Collado de Salinas, cerca de Monóvar, que era la casa de campo de los Martínez Ruiz. Es verdad que muchas casas se dejaban con piedra vista, serranas, otras con ladrillo sin enlucir, como a medio terminar, en todos estos pueblos, aún hoy, sin que los alcaldes hagan nada. A otras se les echan fachadas pardas, amarillentas, ocres, nada andaluzas, como si pintarlas de blanco fuera de pobres.

PB, “¿nadie ha querido estudiar los orígenes de estos castillos y esas torres?”

R (don Ramón) “dicen algunos que por aquí anduvo Prim”.

PB “no puede ser, y además no hay un solo papel, ya me gustaría encontrar datos para escribir una de las aventuras de don Eugenio” (Aviraneta).

Para don Pío, Andalucía era la tierra de los señoritos calaveras, de los caballos briosos, de gritos y cantes flamencos. Una tarde, don Ramón parece que hizo venir a Antonio y Domingo con sus laúdes, pues anota después,

PB “es curioso, que aquí no toquen la guitarra y en cambio haya tantos que sepan tocar el laúd”.

“aquí ni boleros ni fandangos”

“¡y jotas!”

La jota serrana despertaría la curiosidad de don Pío, que siempre ha dejado en sus libros, sobre todo los de ambiente vasco, transcripciones de cantares en euskera o en castellano, hoy ya perdidos. Ya no se canta en los campos, hay demasiado ruido de maquinaria. Su curiosidad por la antropología la heredó, sin duda, su sobrino, don Julio Caro Baroja (a quien recuerdo ver en la desaparecida librería Miessner, en la calle Ortega y Gasset, donde era recibido con mucho respeto y afecto; iba con su pajarita y hablaba bajo, con voz algo atiplada y como con una cierta timidez).

PB, pintura, Sorolla, Rembrandt.

Debieron hablar de pintura, algo que tanto a Azorín como a Baroja les interesaba mucho. Ya sabemos que a este último, el cubismo le parecía una sandez y un producto de los intelectuales bien situados. A don Ramón, el anfitrión, toda esta conversación le dejaría algo frío pues en su casa no había casi cuadros, sólo algunas estampas enmarcadas y una reproducción de la Mona Lisa que tuvieron que descolgar después de la guerra porque el párroco, un ultramontano especialmente zafio, dijo en un sermón que era una inmoralidad. Luego resultó que este cura del pueblo vivía abarraganado con una que decía que era una sobrina huérfana.

PB, “mucha gente con ojos azules”.

Efectivamente, hay por estos pueblos y aldeas muchos con ojos azules, no sabemos si restos de visigodos perdidos o de celtas. Baroja, gran observador, se dio cuenta inmediatamente. La misma mujer de don Ramón, Carlota, tenía unos bellos ojos azules.

PB “¿no hay ni un libro sobre la historia de estas sierras?”

PB rastacuero, ramplonería, pragmatistas.

Don Ramón sin duda anotó palabras que Baroja usaba a menudo en su conversación y que le llamaron la atención.

Debieron también hablar en esas veladas de viajes y países porque hay apuntes en la agenda:

Tánger, Basilea.

Hablarían de medicina, de fisionomía, pues Baroja era, no hay que olvidarlo, médico, aunque ejerció poco. Hablarían del paludismo, de las charcas insalubres junto al Guadalimar, de lo poco que hacía el Estado por aquel rincón de España.

Don Ramón no había salido todavía de España, con excepción, si se puede decir así, de un viaje con su mujer a Tánger, entonces Protectorado español. Más tarde iría a París, recorriendo muchos de los lugares que su hermano le había recomendado. De hecho, estuvieron en el mismo hotel de la Chaussée d’Antin en la que estuvo Azorín con doña Julia, su mujer.

Y hablaron, cómo no, de escritores, que don Ramón apuntó con esmero: Ibsen, Pedro Antonio de Alarcón, Goethe, Larra, Freud … y hay unas notas crípticas, ‘curas, misas, lecturas’.

Luego he leído en Baroja esa frase contundente que explica lo que conversaron los cuatro una noche:

“Cuando alguna vez las luces eléctricas del pueblo se apagan, yo siempre lo achaco al catolicismo. Los que me oyen creen que hablo en broma: pero no, lo creo así. En un pueblo de dos a tres mil almas debía haber, por lo menos, quince, veinte, treinta personas que leyeran de noche y otras tantas que estuvieran en un casino, y todas ellas tendrían interés grande en que no se apagara la luz.

Si se piensa por qué no hay esas personas que les gusta leer, se verá que una de las causas principales, la principal quizá, es el catolicismo, que proscribe todos los libros.”

He de decir que en esos años no había luz eléctrica más arriba de La Puerta de Segura y los cortijos y aldeas solamente empezaron a tener luz eléctrica, algunos, a partir de 1963. La carretera se asfaltó en 1967 o 68. En cuanto al catolicismo, por lo que sé, don Ramón no era practicante. Creo que ninguno de los cuatro contertulios lo era; don Ramón muy influenciado por la Institución Libre de Enseñanza y el que menos Baroja, claramente anticlerical. Sus charlas, amenas, a la luz de los candiles, debían estar preñadas de segundos sentidos cuando se referían a la iglesia, al poder del cura en los pueblos y de cómo tenía dominadas a todas las mujeres (que, como decía otro tío mío, preferían decirle las cosas al confesor que a su propio marido).

Respecto a la referencia a Freud, que el doctor Martínez Ruiz consigna, hay que recordar la aversión de Pío Baroja al psicologismo.

Otra de esas notas breves dice PB ‘tiempo, lluvia, cosechas’. Sabemos que a Baroja le interesaban mucho el clima, los cambios de estación, las lluvias y las sequías. Sin duda se interesó por los olivos, los viejos olivos centenarios que rodean la Casería. Se paraba seguramente a hablar con los peones que encontraba y les preguntaría por los hortales, por las diferentes clases de aceitunas. Entonces había mucho ganado, muchas bestias, burros y mulos sobre todo, y todas las labores se hacían a fuerza de sangre.

Contrariamente a don Ramón Martínez Ruiz, que anotaba todo, Baroja no llevaba un cuaderno de notas, preguntaba, escuchaba, miraba el paisaje y seguramente sacaría sus propias conclusiones, que no conocemos pues no ha dejado nada escrito sobre aquellos días.

A Baroja le extrañó el vacío cultural, histórico, literario, de la Sierra de Segura, algo que siempre ha sido -y es aún hoy- dramático, sin parangón con los demás rincones de España, que han tenido sus escritores, sus historiadores, poetas y hasta pintores. Sólo muchos años más tarde don Genaro Navarro y Emilio de la Cruz Aguilar paliarían en parte ese hueco del que nadie se ha preocupado ni se ocupa (para la autonomía andaluza la Sierra de Segura no representa muchos votos, es inane, sea cual sea el partido que domine la Junta, le da igual). Es un enigma cómo estos valles, llenos de castillos y torres árabes, o probablemente anteriores, cartaginesas, que tuvieron una densidad militar y por tanto histórica, se hayan convertido en el desierto cultural que son hoy. El abandono por el Estado, el desinterés de los políticos de todo borde y condición por estas tierras no explica esa decadencia, esa postración actual. Es una zona prácticamente incomunicada en la que, menos el aceite de oliva, cuya mayor parte se vende a granel a envasadores y comercializadores que se llevan la plusvalía, no ha creado industria ni empresa singular alguna.

Quiero pensar que si Pío Baroja hubiera encontrado algún dato histórico, verificable, habría dedicado un volumen de Las memorias de un hombre de acción a esta sierra. Los de allí sólo recordaban vagamente las historias del ‘Diablo’, al parecer un carlista sanguinario que hasta herró al revés su caballo para despistar a sus perseguidores.

Tengo la duda de si Azorín escribió algo allí, pues algunos de sus relatos están fechados en La Puerta (¿de Segura?), pero no se refieren a la sierra. En las notas de su hermano hay pocas referencias a ‘Pepe’, como le llamaba, quizás porque sabía de memoria lo que sus hermanos, Azorín y el otro, don Amancio, pensaban.

En aquellos años había dos centros en el pueblo para discutir, el Casino y La Peña. En ambos se recibían los principales periódicos, entre ellos El Sol y el ABC, y revistas como La Esfera y Blanco y Negro. En ellas escribía Azorín. Los socios, las fuerzas vivas de la localidad, desde los republicanos moderados como mi abuelo, a los monárquicos liberales, el médico, el boticario, el veterinario, el ebanista, el juez de Paz, entre otros, hablaban de política, de libros y de acontecimientos internacionales. Todo eso ya no existe desde que acabó la guerra y luego la televisión y la emigración desertizaron este pueblo, todos los pueblos, acabando con un modo de vida que, si pobre, tenía su dignidad y sabiduría antiguas. Con la postguerra y el desarrollismo de los sesenta, estas tierras sucumbieron a la apatía, la resignación y el subsidio.

Don Ramón, que había promovido al homenaje a Ramón y Cajal, que ejercía de fuerza viva a pesar de ser muy circunspecto y de pocas palabras, las justas, llevó seguramente a Baroja y Azorín al Casino de La Puerta. No era como el Casino de Monóvar, tan querido y tan elogiado por el escritor, pero en aquellos años de antes de la guerra era un pequeño puerto de abrigo para hablar de algo más que de las cosechas de aceituna y el precio de los jornales (que eran de subsistencia, por no decir de hambre).

Mientras, las mujeres de la Casería de Santa Matilde, con un profundo respeto por estos cuatro personajes, educados, discretos, se harían invisibles; doña Carlota rezaba el rosario con las muchachas y alguna sobrina, las criadas garantizaban la pulcritud de los cuartos, de las sábanas, colchas y el aseo de los señores, así como las refecciones puntuales y el acomodo de esos ilustres invitados que nunca volverían.

Es una pena que ni don Pío Baroja ni Azorín hayan registrado aquellas dos semanas de estío en la hospitalidad de don Ramón y su esposa. Pero ese ha sido el sempiterno destino de esta sierra, que todos han ido de paso y los que se quedan son menospreciados por los políticos provinciales, reducidos al ostracismo. Aún hoy no consigue que escritores, pintores o músicos echen allí raíces aunque hay bibliotecarios municipales diligentes y con ganas de enseñar y difundir la cultura, hay algún pintor, algún artesano, quedan músicos y personas que bailan bien aquellas jotas serranas. Las pequeñas brasas aún podrían alumbrar.

Pasaron muchos años, llegó la República, la guerra, la siniestra postguerra[1]. Don Ramón vio poco a su hermano Pepe, que vivía en Madrid, en la calle Zorrilla. Don Amancio siguió viniendo al cortijo en los veranos. A Baroja nunca más lo vería -pienso que ésta sería probablemente su última estancia en tierras andaluzas-. Pero su hermano y don Pío siguieron siendo amigos y daban algunos paseos juntos, con sus gabanes, uno con boina, el otro con sombrero, casi sin hablar, acercándose Azorín a la calle Ruiz de Alarcón a encontrar a su viejo amigo, y subiendo hasta el Retiro. Pero de todo eso hace ya mucho tiempo, luego se hicieron muy viejos y ya los paseos no eran posibles, quedaron recluidos y más solos. Encontrar las notas de don Ramón de aquellas dos semanas de verano en ese apartado lugar de hace casi un siglo han sido como una brisa, una especie de nostalgia vaporosa, desvanecida, pues ya no hay tanta luz por allí.


[1] Opto siempre por escribir postguerra a la antigua, con t, que me parece más adecuado.

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El último barojiano portugués

[Versión en español]

Encontré un viejo libro de Pío Baroja (1872-1956) en las baldas de la librera doña Crisálida, en el barrio lisboeta del Campo de Ourique. Esa librería de lance es un pozo sin fondo donde los hallazgos pueden ser sorprendentes algunos días, y otros, volvemos con las manos vacías. En Paseos de un solitario (Relatos sin ilación), publicado por Biblioteca Nueva en 1955, el autor divaga y deambula por París, contando sus recuerdos de su primera estancia, a principios del siglo XX y luego durante la guerra civil de España, de cuyos dos bandos, nacional y republicano, tuvo que escapar.

Un lector desconocido lo compró en la Livraria Ecléctica, que estaba en la Calçada do Combro. Este portugués leyó con atención el volumen pues hay pequeñas marcas a lápiz donde figuran nombres, autores, lugares. Y entre sus páginas encontré una entrada del Cinema Jardim de  17 de julio de 1965 (Matinée, 1ª Plateia, Fila L, nº 4, preço 6 $). El Cinema Jardim estaba en la avenida Alvares Cabral, junto al garaje Monumental. Ahora es una tienda china de dos plantas, y antes fue unos billares. Afortunadamente, el edificio es el mismo.

El libro de Baroja es una pura digresión (sin ilación, como él lo subtitula). Con su habitual visión desencantada nos cuenta de las calles desaparecidas de París, sobre todo las del barrio entre St. Séverin y el Sena, del Parque de las Buttes Chaumont, barrios del París ‘canalla’ del que él siempre gustó, más que los barrios más asépticos del VIII o el XVI. Le suele acompañar en sus andanzas el doctor Fournier -probablemente inventado o el nombre atribuido a algún amigo de la época. Visiones casi siempre negativas, escépticas. De los novelistas, sólo salva a Dickens, Balzac y alguno más. Y todos del XIX.

Baroja no tiene estilo, escribe como va pensando, sin adornos ni aderezos pedantes. De ahí que muchos críticos literarios lo hayan despreciado y dicho de él que era un mal escritor. Pero es precisamente esa espontaneidad, esa frescura, la que hace su obra interesante. Además, como su pensamiento y su escritura van a la par que sus paseos y divagaciones, puede decir una cosa y la contraria en pocas páginas.

Baroja solía pasear y buscar libros, revistas viejas y papeles para sus historias, en los bouquinistas de los muelles del Sena, y en Madrid por la Cuesta de Moyano. Una gran parte de su biblioteca está hoy en su casona de Itzea, en Vera del Bidasoa.

La lista de cosas de las que no gusta es inagotable. El lector se pregunta si le gustaba algo, si algo era aceptable -pero también confiesa que, como lo escribe con ochenta años, hay que excusarle esa desgana-. No le gusta ni el cementerio de Montparnasse (“feo y sin gracia”), ni los franceses, ni los judíos, ni los nuevos barrios construidos en lugar de los demolidos “barrios insalubres”.

“Siento en mí la desolación de todos estos lugares que recorro, su romanticismo, y comprendo que su aspecto de abandono y melancolía está un poco en consonancia con el tono sentimental de mi espíritu (…) La casa leprosa de las afueras de la gran ciudad, derrengada y con la pared reverdecida por la lluvia, da la impresión menos siniestra que el edificio nuevo, recién construido y recién pintado, que parece cosa de juguete .”

Baroja, gran andariego, fue un buen observador de las ciudades, de sus afueras y arrabales. Es probablemente, con Pérez Galdós, el escritor que más atención ha prestado al urbanismo. En sus novelas, siempre coloca a sus personajes en un contexto, rural, pueblerino o urbano, en un escenario bien vivo de los lugares que habitan o en donde se desenvuelve la acción. Los paisajes urbanos de Baroja son como una triste balada.

Tiene mucha razón, sin embargo, cuando escribe sobre la estupidez de la policía francesa. Y sus exigencias burocráticas, la Conciergerie y la Préfecture, donde pasa días para obtener documentos que luego no le sirven para nada. Todavía hoy yo he experimentado eso: la frase. Favorita de los funcionarios belgas y franceses de “il faut constituer un dossier”. Estamos entonces perdidos por meses, años. ¡Ah, el modélico centralismo jacobino!

Muchas de las cosas que cuenta ya nos las había contado en sus memorias (Desde la última vuelta del camino) y en su libro Desde el exilio. Vivió en diferentes barrios para recalar al fin en el Colegio o casa de España, en la Ciudad Universitaria del bulevar Jourdan, donde mi padre también se alojó a finales de los cuarenta. Cerca está el Parc Montsouris que Baroja frecuentaba y que aparece en su novela más parisina, Susana.

Todos han escrito sobre París, americanos, alemanes, italianos, portugueses, no es. una novedad. Lo que es más original en Baroja es la tristeza que se desprende; qué diferencia con las fantasiosas evocaciones de Carlos Fuentes en Terra Nostra o los paseos de la Maga y Oliveira en Rayuela (por cierto, Cortázar está enterrado en ese “cementerio feo y sin gracia” de Montparnasse). Baroja es, no obstante su melancolía, un gran pintor. Es el que mejor ha descrito su País Vasco, sus gentes y su pueblo. Aparentemente un misántropo, fue un hombre que conocía, por observarlos bien (era médico de formación, si no de ejercicio), la naturaleza humana.

Además de no seguir los cánones, él nunca pretendió ser significante ni importante. Lo que para él era importante no lo era para políticos y empresarios y, sin embargo, sus libros son un fiel reflejo de la España que vivió. Sin olvidar el fresco histórico del siglo XIX español que son sus veinte volúmenes de las aventuras de Eugenio de Aviraneta, Memorias de un hombre de acción, para algunos superior a los Episodios Nacionales de Pérez Galdós.

Quiero pensar que a nuestro desconocido lector que llevó el libro al cine y allí guardó la entrada, le gustaría Baroja porque su actitud le recordaba esa saudade y melancolía lisboetas, esos barrios un poco tristes como el de las Colónias, de la avenida del General Roçadas y la Penha de França, así como los barrios orientales como Marvila. Al igual que Baroja este portugués tendría nostalgia de los viejos edificios que eran echados abajo o reformados, que eran el alma de Lisboa y poco a poco van desapareciendo en aras de un supuesto progreso, robándoles el carácter, el alma de esta Ensenada Amena, como llamaba Augusto Abelaria a Lisboa.

O derradeiro barojiano português

Encontrei um velho livro do escritor espanhol Pio Baroja (1872-1956) nas estantes da dona Crisálida, alfarrabista do Campo de Ourique, um poço sem fundo onde sempre encontramos alguma coisa. É Paseos de un solitario (Relatos sin ilación), publicado por Biblioteca Nueva em 1955, um ano antes da morte do autor. Nele, Baroja relembra as suas andanças pela Paris de antes da Primeira Guerra e, depois, os da sua estadia parisiense durante a guerra de Espanha, como exilado voluntário que fugiu dos dois lados, o nacional e o republicano, desde 1936 até 1940.

Um leitor português desconhecido comprou-o, segundo a etiqueta no verso da capa, na Livraria Ecléctica, que estive no 58 da Calçada do Combro, e tinha o telefone 28663. E este portugués o leu com atenção pois há pequenas marcas com lápiz que assinalam nomes, autores, lugares. Entre as folhas, encontrei um bilhete do Cinema Jardim de  17 de julho de 1965 (Matinée, 1ª Plateia, Fila L, nº 4, preço 6 $). O Cinema Jardim ficava na avenida Alvares Cabral, ao pé da garagem Monumental. Hoje é uma grande loja chinesa, depois de ser ums bilhares, mas o prédio é o mesmo, felizmente conservado, mesmo se o cinema já desapareceu há muitos anos.

O livro de Baroja é uma pura digressão. Com a sua visão desencantada, fala das ruas da velha Paris desaparecidas, sobretudo das que estavam entre St. Séverin e o Sena, assim como do Parc des Buttes Chaumont, dos bairros da Paris ‘canaille’ que ele gostava de frequentar com seu amigo (inventado?), o Doutor Fournier. As suas opiniões sobre escritores são em geral negativas, só salvam-se Dickens, Balzac e poucos mais. Em geral, fala só dos escritores do XIX.

Pio Baroja não tem estilo, escreve como está a pensar, sem mais adornos nem adereço. É por isso que muitos críticos literários o menosprezam e afirmam que era um mau escritor. Mas, precisamente, a sua espontaneidade é o que dá a frescura aos seus livros e as suas histórias. E como ele só segue o seu pensamento, pode dizer uma coisa e a contrária umas páginas mais à diante, carece totalmente da vaidade do literato. Não foi um esteta literário.

Poucos escritores como Pio Baroja tem pintado melhor o País Vasco, Euskadi, as suas gentes, seu povo. Baroja, aparentemente um misántropo foi um homem que conhecia a fondo a natureza humana. Não em vão era médico de formação e por isso sabia descrever muito bem os diferentes tipos humanos.

Além de não seguir os cânones, ele não pretendeu nunca ser significante nem importante. O que para ele era importante, não era importante para os homens de negócios ou para os políticos e, no entanto, seus livros são um fiel reflexo da Espanha do seu tempo. Sem esquecer o seu grande fresco do século XIX que são os 20 volumes das aventuras do conspirador Eugenio de Aviraneta, Memorias de un hombre de acción, para muitos superior as Episodios Nacionales de Pérez Galdós.

Baroja costumava passeiar e procurar livros raros nos bouquinistes dos cais do Sena e, em Madrid, nos alfarrabistas da Cuesta Moyano, perto do Parque do Retiro. Grande parte da sua biblioteca está agora em Navarra, na sua antiga casa, Itzea, em Vera do Bidassoa, aldeia que aconselho visitar, assim como o Vale do Baztán, um dos lugares mais belos de Espanha.

A lista das coisas, lugares, ideias e escritores dos que não gosta é inesgotável. O leitor pregunta-se se alguma coisa lhe é aceitável a don Pio Baroja. Não gosta do cimetério de Montparnasse (“feo y sin gracia”), da maioria dos franceses, dos judeus, dos novos bairros ‘higiénicos’ construidos depois da demolição dos “quartiers insalubres”, mas tem alguma razão:

“Siento en mí la desolación de todos estos lugares que recorro, su romanticismo, y comprendo que su aspecto de abandono y melancolía está un poco en consonancia con el tono sentimental de mi espíritu (…) La casa leprosa de las afueras de la gran ciudad, derrengada y con la pared reverdecida por la lluvia, da la impresión menos siniestra que el edificio nuevo, recién construido y recién pintado, que parece cosa de juguete .”

Baroja, grande caminante, foi um observador das cidades, dos seus arredores, se calhar, junto a Pérez Galdós, o escritor espanhol que mais atenção presta ao urbanismo. Nos seus romances, as personagens sempre ficam no contexto, no cenario, dos bairros, das ciudades onde actuam. As paisagens urbanas de Baroja são inesquecíveis, cheias de poesía, são como uma triste balada.

Também tem toda a razão Baroja quando escreve sobre a chatice da policía francesa, da Préfecture e da Conciergerie, onde ele teve que passar horas, días, para, ao fim, obter um papel que não servia para nada. Ainda é a mesma coisa: ‘constituer un dossier’ é a frase favorita de todo funcionário francés (ou belga), o que significa que há que esperar meses, mesmo anos, para ter algum resultado. Ah, a modélica administração jacobina!

Muitas das coisas das que fala já as dissera nas suas Memórias (Desde la última vuelta del camino) e no livro Desde el exilio. Ele morou em diversos bairros e no colégio ou Casa de Espanha, onde também meu pai morou aos fines dos anos quarenta. É um pavilhão que fica na Cidade Universitária do Boulevard Jourdan, perto do Parc Montsouris que Baroja descreve em Susana, obra puramente parisiense, chamada ‘novela de post guerra’.

Todos têm escrito algo sobre Paris, desde os americanos até aos alemães, desde os italianos aos portugueses. Não é pois novidade falar de Paris. O que é mais original é essa tristeza, não ‘apagada e vil’, por certo, mas tristeza ao fim, de Baroja. Que diferença com as evocações algo fantasiosas do mexicano Carlos Fuentes em Terra Nostra, ou os passeios da Maga e Oliveira no O Jogo do mundo/Rayuela de Cortázar (enterrado no cimetério execrado por Baroja, Montparnasse!).

Quero pensar que nosso leitor desconhecido que levou o livro ao Cinema Jardim gostava de Baroja porque lembrava-lhe a saudade e melancolía lisboetas, os bairros mesocráticos e pacatos das Colónias, da avenida do General Roçadas e os bairros orientáis, sobre tudo Marvila. Como Baroja, também este portugués, lisboeta, tería saudades das velhas construções e prédios que eram a alma de Lisboa e que pouco a pouco estavam a desaparecer, a ser demolidos ou a ser reformados, tirando-lhes o carácter, a personalidade única desta Enseada Amena, como a chamava Augusto Abelaria.

[Agradeço ao meu amigo Paulo Oliveira a revisão do texto em português]

El mito de las «costas voltadas» entre España y Portugal

(Este artículo fue publicado en portugués por el Diário de Notícias el pasado 1º de diciembre, Día de la Restauración de la Independencia Nacional.)

Los tópicos son duros de borrar. Todavía algunos siguen creyendo en el mito de las costas voltadas (vueltos de espaldas) entre españoles y portugueses. Los tópicos y los mitos solamente sirven para ocultar y enmascarar la realidad. En mi opinión fue una invención del salazarismo porque había que reforzar una identidad y Castilla había sido en tiempos la amenaza y la barrera para Europa. Había que buscar un vecino indiferente y hostil.

Los españoles y portugueses, mientras tanto, eran amigos, se frecuentaban. No fue solamente Estoril con su realeza, con don Juan de Borbón y su hijo Juan Carlos, ni fue solamente don José María Gil Robles, el dirigente de la CEDA que Franco no quería, y muchos más, de esas derechas ilustradas, como Sainz de Robles y tantos monárquicos y liberales. Fueron también muchos escritores y poetas, desde Torga, Eugenio de Andrade o José Cardoso Pires hasta Álvaro Cunqueiro o Ángel Crespo -el que nos trajo Pessoa a los españoles- sin olvidar al inefable Fernando Assis Pacheco que conocía mejor España que los propios españoles.

Por otros lugares el pueblo se unía y se juntaba. La Raya era un medio de encontrarse más que una barrera. El contrabando recíproco de café, tabaco y hasta de pan, era también contrabando de corazones, con muchos matrimonios entre los naturales de ambos lados. Eso lo cuenta una pequeña novela que describe perfectamente lo que sucedió durante toda la postguerra, Estraperlo, de Expedi Vázquez.

Muchos españoles no saben que tras la Restauração en 1640 la guerra continuó veinticinco años, hasta la batalla de Montes Claros en 1665 que dio la definitiva victoria a los portugueses. Después siguió, efectivamente, un largo periodo de frialdad que sólo empezó a derretirse tras la Guerra Peninsular. En el siglo XIX comienza un acercamiento cultural y político que ya no se interrumpe aunque con ritmo desigual. Nuestras historias siguieron muy paralelas, con los miguelistas aquí y los carlistas en España, con el mapa color de rosa aquí y el 98 en España.

Después, en los tiempos de las dictaduras era natural y lógico que nuestros escritores y artistas, aunque se conocieran, miraran más allá de los Pirineos. Mirar a nuestros vecinos era como mirarnos en el espejo, deprimirnos. En sendos países había gobiernos represores, con censura, con cárcel y exilio como única solución, y unas burguesías atemorizadas por el comunismo, que les hizo aceptar, a veces a regañadientes, a Salazar y a Franco como mal menor.

Señalemos dos puntos de inflexión en nuestras relaciones: el primero, en 1974, el segundo, en 1986. Tras el 25 de abril, los españoles pasamos del afecto a Portugal a la admiración. Se nos había adelantado para recuperar la democracia. Y en 1986, nuestros sueños europeístas se confirmaron y nuestras rutas convergían para la consolidación de la democracia y el avance económico y social.

En todas las encuestas en España aparecen siempre, desde hace decenios, Portugal y los portugueses como los más cercanos y los más apreciados. Somos muy distintos y eso nos hace interesantes y nos atrae recíprocamente. Los españoles apreciamos el sosiego portugués, la amabilidad, la cortesía, la belleza de sus pueblos y paisajes; los portugueses gustan de la animación española, del ‘barullo’ y la vitalidad de muchas de nuestras ciudades. Si los españoles somos incapaces de hablar más de diez palabras en portugués, es por nuestra inveterada dificultad para hablar bien lenguas extranjeras.

Cierto que todavía hay algunos resabios de antiespañolismo, que hemos podido ver cuando algunos intelectuales se han volcado a favor de los separatistas catalanes, evocando 1640 y el ‘imperialismo castellano’. Algunos incluso acusaron a España de no ser un Estado de Derecho. Parecía como si nuestras dificultades gobierno les regocijasen, una especie de schaudenfreude. Afortunadamente, creo que esa actitud es minoritaria y residual, aunque algunos medios le dieron un realce excesivo lo que ha sido agrio para nosotros, sobre todo para los que vivimos en Portugal; lo hemos sentido como injusto y sin conocimiento de la realidad. Con sus prejuicios criticaban más que las medidas -acertadas o erróneas- del gobierno español, a España como tal, como deseando con alborozo su desunión.

Siempre ha habido un interés recíproco entre los dos pueblos si bien es verdad que ha sido más intenso de los portugueses hacia España que a la inversa. Pessoa, Saramago, Torga y muchos otros son bien conocidos por las clases cultas españolas. Ya hay tres premios de poesía concedidos en España a autores portugueses: Sophia de Melo Breyner, Nuno Júdice y Ana Luísa Amaral. Nos faltan Premios Príncipe de Asturias para portugueses que lo merecerían sobradamente.

Sobra en Madrid bastante ombliguismo en las editoriales, en las galerías de arte. Esto hace que no se conozcan mejor tantos escritores y poetas portugueses actuales y pasados y, sobre todo, artistas. Todavía me llama la atención que muchos españoles no sepan nada o poco antes de venir a Lisboa de los Painéis de Nuno Gonçalves, y que los museos de Paula Rego, Helena Vieira da Silva y Júlio Pomar, o Soares dos Reis en Oporto, sean relativamente poco visitados.

Aún falta bastante. Es un escándalo que nos falte ferrocarril -los designios de Renfe son inescrutables y lamentables-, debemos reforzar mucho una estrategia común de la naturaleza y del agua más sostenible y efectiva. Una carta de Lisboa a Barcelona tarda por lo menos una semana, como antes de la aviación. Y falta el portugués como lengua optativa en las escuelas, (menos en Extremadura).

Que notemos esos huecos pendientes de cubrir es precisamente la prueba de que nos importa lo que hacemos y queremos trabajar juntos y conocernos mejor. Vamos avanzando, estamos en el camino.