
La Historia truena, rueda
a nuestro lado, ciegos
nosotros no la vemos.
Seguimos nuestros juegos,
las conversaciones de rutina,
los deportes, los libros, los museos.
Así siempre ha sido:
durante la ocupación alemana,
intelectuales parisinos presumían
en los salones y brillaban
con bellas frases deslumbrantes.
No existían deportados ni campos,
ni crematorios, todo eso era mentira.
Cuando se quisieron dar cuenta
ya era tarde.
Hoy tampoco existen Irpin ni Mariúpol,
ni cadáveres maniatados en Bucha,
ni las fosas comunes en Mariúpol,
propaganda de la OTAN y Zelensky,
dicen nuestros infames
que sufrimos y aguantamos.
Es más serio y preocupante
el precio del combustible,
las baldas de los supermercados,
y el coste del pescado.
Adormecidos con las pantallas,
con el fútbol, parlamentos
y congresos de partidos,
con tertulias de los expertos,
y con la alta cultura (esa que
siempre se ha desentendido),
vivimos confiados en ciudades
donde el metro funciona,
los cines abiertos,
y las terrazas
resplandecen de cerveza.
La Historia, como siempre,
pasa a nuestro lado
y no la vemos ni interesa.
Mucho después,
escribiremos, sabihondos y graves,
sobre ella.
