José Carlos Llop, territorio poético re-conocido

“Porque soy de letras
sé, que la oculta tentación
del geómetra es la geografía:
trazar las cartas marítimas
sobre una piel desconocida.”

José Carlos Llop

Volver a la poesía de Llop, que iguala las letras con la vida, es como visitar una biblioteca en una casa en el campo largo tiempo cerrada y volver a encontrar esos libros que leímos hace mucho y casi habíamos olvidado. Es como pasar una tarde en un jardín cerrado, fresco, bajo una pérgola tupida con sólo los viejos cipreses de guardianes, solos, oscuros, silenciosos, leyendo un libro polvoriento redescubierto en la casa veraniega.

De José Carlos Llop se ha publicado hace un par de meses Mediterráneos[1], que recopila su poesía de los últimos veinte años, más algunos inéditos. Con su poesía intelectual, evocadora, retornamos a Eliot, a Kavafis, a Durrell, de Jünger a Chatwin, a las antiguas ciudades casi Estado que dictadores destruyeron, islamizaron, como Alejandría, Beirut, sobre todo, pero también Tánger o Estambul, la antigua Constantinopla. Son las ciudades que él prefiere, ciudades portuarias con gaviotas y cafés [Como Lisboa, aunque ésta sea atlántica y los cafés cerca del puerto, populares, hayan sido convertidos en bares de copas para jóvenes turistas branchés y altivos, indiferentes, que sólo prestan atención a sus móviles y a sus laptops, y que han expulsado a los clientes de toda la vida].

Leo estos días a Llop rodeado de árboles, no precisamente mediterráneos, sino de robles, abedules, hayas, castaños, pero también de viejos olivos, naranjos, almeces y moreras. Es en el valle del río Vouga, un río con color de cobre viejo, en el centro de Portugal, en las termas de São Pedro do Sul, donde se bañaron los romanos, el rey Afonso Henriques y hasta la última reina de Portugal, dona Amélia de Orléans, en 1894. Lugar escondido entre los montes, en hondo valle, no lejos de las sierras donde fue explotado el wolframio que vendían tanto a los alemanes como a los ingleses durante la segunda guerra mundial, de cuyo negocio Aquilino Ribeiro dejó una interesante novela.

Esta colección nos trae de nuevo La avenida de la luz, Cuando acaba septiembre y otros, pero además nos regala, como una generosa propina, el largo poema sobre Bordeaux, Burdeos, La vida distinta, o La chanson de Bordeaux, que es como una guía de la ciudad. Empieza, precisamente, citando a mi amigo Marc Lambron, y da la casualidad de que tenía programado un viaje a Burdeos para finales de julio, antes de leer este poema de cerca de 360 versos. También dedica a Burdeos, el Poema inacabado, que completa el paisaje urbano y cultural de la ciudad del Garona.

Afortunadamente el placer de su lectura no se agota, pues me faltan por leer muchas poesías de Llop y releerlas siempre da lugar a un nuevo hallazgo, un giro, una frase, una idea. Es una lectura como la “lectura de los clásicos, que siempre son modernos y enseñan lo que no sabes, hablándote de lo que sí” (del poema Mediterránea). La geografía, la historia, los libros que nos dejaron huella y las sensaciones se confunden en los versos de Llop. Pero también la vida cotidiana, las tardes pálidas y la idea del paso del tiempo, la alegría de vivir, y

sin embargo,

la vida continúa en posesión de los colores

más vivos.

Me identifico con él, en su Tríptico de Sa Marina, en esa sensación ante la despedida de un mundo, de un lugar en el que ha estado 33 años y muchas veces ha sido feliz, y tenía 29 años cuando llegó y ahora ya tiene más de sesenta.

Mis afinidades electivas con este poeta son bastantes más : el gusto por lecturas similares, la cultura francesa que se desprende en sus versos, los árboles, el mar. -aunque yo prefiero el Atlántico-. Por eso no puedo ser objetivo al comentar este último libro suyo. Sólo le conozco a través de sus versos que, por el azar de las librerías fui encontrando y leyendo en esas ediciones magníficas de Lumen. Quizá la única afinidad más física, no cultural, sea que él ha escrito un libro, inédito hasta ahora, El árbol de los cormoranes. Le interesan como a mí esas aves marinas que aparecen de vez en cuando en sus versos, pero ahí se detiene, en la cabecera de este libro de bitácora (que impropiamente llamamos blog) todo posible paralelismo. Y aún no he leído el poema de Brodsky, Intervención en La Sorbona, que Llop considera uno de los mejores del siglo XX, ni sus versos de Pasaporte diplomático, que un amigo poeta me recomienda como de lo mejor de José Carlos Llop.


[1] Ed. Vandalia, Fundación José Manuel Lara, abril 2022. Lástima que se hayan colado unas cuantas erratas en nombres: rue du Bac, no de Bach; Thurn und Taxis, no Thurnund; Etiopía, no Etopía; falta el cierre del entrecomillado tras la frase de Malaparte sobre Nápoles.

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Blasco Ibáñez o ‘la epopeya de los humildes’

Este es un título paradójico pues este gran vividor, que no desdeñaba lujos, era admirado precisamente por los menos favorecidos; Blasco dijo una vez que «la novela no es más que la epopeya de los humildes». Los dos primeros libros que leí de Blasco Ibáñez me los regalaron, en efecto, dos obreros. Mare Nostrum me lo regaló Gonzalo Gozalo Martín, trabajador de Re-Con y dirigente de Comisiones Obreras de Alcobendas, a quien conocí en la cárcel de Carabanchel. La Araña Negra me lo regaló Luis, el fontanero del paseo de Extremadura que había sido carabinero en la guerra y se emocionaba cuando me contaba la caída de Madrid o la manifestación pidiendo la liberación del comunista Thaëlmann, preso por los nazis. Efectivamente, don Vicente era un escritor para el pueblo, cuando el pueblo leía y no solamente veía la televisión.

He leído recientemente otras como Sónnica la cortesana, Cañas y Barro, y releído Los muertos mandan. Blasco Ibáñez acabó la novela de Sónnica en La Malvarrosa, en 1901, una historia del cerco y destrucción de Sagunto por Aníbal.

“Tuve que realizar vastos y monótonos estudios… necesité rehacer mis estudios latinos del bachillerato…para escribirla me inspiré en el poema sobre la segunda guerra púnica del poeta latino Silvio Hálico… algunos de mis personajes secundarios los he sacado de éste, así como determinadas escenas”. A Hannibal -como él lo escribe- lo presenta como un ser obseso por la guerra y la destrucción de Roma, tildándolo de áspero, no interesado ni en las mujeres, como en su encuentro con la amazona Asbyte. Es una novela que algunos, malignamente, compararon a la Salammbô de Flaubert, tratando de acusar de plagio a nuestro escritor, pero no se parece en nada. La descripción del cerco de Sagunto es soberbia, casi diríamos cinematográfica. En el relato también parecen personajes históricos como Publio Cornelio Escipión, el pelirrojo Catón o el dramaturgo Plauto, reducido a la esclavitud trabajando en un horno de pan. Blasco describe incluso los contratos entre romanos, como el dare sponsio, la Ley de los Quirites -derechos de los ciudadanos libres- y los censores (como Apio Claudio). Pero el verdadero protagonista es Sagunto, “le debía esta novela a mi tierra”, y dos personajes griegos, Acteón y Sónnica.

En 1862 se había publicado Salammbô, en la que Flaubert, sin duda mejor documentado que Blasco, ofrece la imagen que dio Roma de Cartago y los cartagineses, sobre los que planea el espectro legendario de Dido.

Otra novela muy conocida como Cañas y barro nos presenta ese personaje, Sangonera, el vago redomado que vive de nada en las huertas y canales de la Albufera. Tiene toda una filosofía de vida, un elogio de la pereza que hasta superaría las teorías de Paul Lafargue.

En Los muertos mandan, cuya lectura recomendaría a todos los herederos de familias de postín venidas a menos, se explaya sobre la decadencia familiar de Jaime Febrer, las contradicciones entre el viejo feudalismo, el naciente capitalismo, representado por el chueta Valls, y la vida campesina de Ibiza hace más de cien años están perfectamente descritos. Me imagino que sentarían bastante mal en la Mallorca de la época.

Hubiera sido interesante que Marx hubiera leído a Blasco Ibáñez; nos gustaría leer sus impresiones, como las que dejó sobre Les Mystères de Paris, de Eugène Sue (en ese peculiar libro de Marx que es La Sagrada Familia[1]). Las novelas del valenciano son referencias históricas, están empapadas del espíritu de la época y podemos seguir la evolución de la sociedad española de su tiempo. En Cañas y barro, está el trasfondo de la guerra de Cuba, “donde Tonet reconocía que había matado tantos negros”, o los colonos levantinos en Argelia. La Horda es un cuadro del Madrid miserable de truhanes, ropavejeros, de los marginados, que considero incluso superior a La Busca, de Pío Baroja, aunque sea mucho menos conocido. Toda España y gran parte del mundo desfilan en sus páginas. Como Baroja y Azorín, fue además un excelente paisajista.

Una cierta élite literaria española siempre tuvo cierto menosprecio por este escritor naturalista, pletórico, tan prolífico como difundido, leído, traducido y, por tanto, tan bien remunerado. Amar la vida, no ser un cenizo ni un cariacontecido suele ser visto por la intelectualidad como algo vulgar. Francisco Umbral lo apreciaba, aunque «los entusiasmos de entonces (por Blasco) se me han desfallecido hoy…» y, feroz, como a menudo era Umbral, dice que su cosmopolitismo «es de paleto valenciano». Y la riqueza en un escritor que la gana con sus derechos de autor, se suele ver como un cierto baldón más que como un mérito: “será un escritor popular”, o “un escritor para porteras”, como decían, en plan clasista, de algunos novelistas franceses como Ohnet, Ponson du Terrail y, más tarde, Pierre Benoit. En España Fernández y González fue también despreciado.  Vender muchos libros sienta muy mal a los concurrentes. Algo parecido a lo que sucede hoy con escritores de gran calidad y muchas ventas, como Arturo Pérez-Reverte.

La gran difusión de los libros populares siempre ha suscitado la curiosidad y a veces la envidia de los escritores llamados serios. Antonio Gramsci le dedicó muchas reflexiones en sus Nipoti del padre Bresciani. Entonces se trataba de Dumas o Eugène Sue, de Victor Hugo o también de Jules Verne. Decía Gramsci que una obra era tanto más popular cuanto su contenido moral, cultural, sentimental encajaba con la moralidad, cultura y sentimientos nacionales, lo que además nunca es estático sino que va cambiando.

Don Visént, como le llamaban en Valencia, fue siempre un republicano federal, un irredento, sufrió cárcel y exilio y el ostracismo por parte de muchos intelectuales, unos de izquierda, otros del franquismo (Eugenio D’Ors hablaba de sus escritos como ‘fullerías’). Era todo lo contrario a las capillitas, a esas sacristías que abundan en el mundo de las artes y las letras.

Precisamente, en una carta al crítico Julio Cejador decía:

“Así se conoce la vida (con la acción, la aventura, los viajes, la vida de soldado), creo yo, mejor que pasando la existencia en los cafés, viéndolo todo a través de los libros ajenos o de las conversaciones, reuniéndose siempre los mismos interlocutores, momificando el pensamiento con idénticas afirmaciones, nutriéndose de los propios jugos, sin ver otros horizontes, sin moverse de la orilla junto a la cual se desliza la corriente de la humanidad activa”.

Admirador de Balzac, Hugo y Zola, gran francófilo, Vicente Blasco Ibáñez era un defensor de la grandeza histórica de España, lo que hoy no está en absoluto de moda. Otro motivo de la deserción de los lectores es que cultivamos un horror al tipismo y la intelectualidad tiene alergia a las cosas ‘españolas’; así, Sangre y arena queda excolmulgada para siempre por muchos bienpensantes. Como buen espíritu libre, no encajaba en los moldes y era políticamente incorrecto.

Otro aspecto importante es que Vicente Blasco Ibáñez fue nuestro escritor más viajero, uno de los pioneros de esta categoría de escritores, con una cultura suficiente para respetar las gentes que veía, los ambientes, lejos de esa especie de distancia altiva y superioridad irónica de otros viajeros contemporáneos ingleses o franceses. Sus viajes a los Balcanes, a Turquía y China está reflejados de manera excepcional en su obra, además de la famosa Vuelta al mundo de un novelista sigue sin tener parangón en las letras españolas.

Ya sé que se escribe hoy de otra forma, que muchas de sus novelas se alargan a veces, como en El fantasma de las alas de oro, por lo que, desde Azorín a Blasco hay muchos escritores arrumbados en el baúl de los recuerdos, meras referencias para los estudiantes de bachillerato. Por cierto, que eran amigos, ambos levantinos, aunque el de Monóvar era lo opuesto a don Vicente en cuanto estilo, la frugalidad frente a la exuberancia, el dibujo a sanguina frente a la paleta rica, densa, de colores intensos.

Pasados tantos años, habiendo cambiado tanto el mundo de hace más de ciento veinte años, dos guerras mundiales, cambios de países, banderas, costumbres, ya no se lee a Blasco Ibáñez como antes, ni en sus obras, ni en la posición del lector. Quizás haya pasado de moda (¿qué es la moda literaria sino una invención de los actores de la vida literaria?) pero qué satisfacción, qué solaz, facilidad, da leer esos cuadros impresionistas, mediterráneos, casi con el óleo aún por secar, de aquel Levante, de la Mallorca o la Costa Azul de antes del turismo de masas y de las urbanizaciones y las torres, de aventuras, amores, andanzas y querellas campesinas y comerciales. Además, y por ello no es casualidad que a los obreros les gustase este escritor pues sus obras reflejan muy bien la división en clases sociales, la lucha eterna entre pobres y ricos, solapada, encubierta y maquillada entonces por creencias y tradiciones ancestrales y hoy por el consumismo hedonista.

Nota: hay una fundación dedicada al escritor https://ateneoblascoibanez.com/libros/


[1] Curiosamente, parece que Blasco Ibáñez se inspiró precisamente en El judío errante, de Eugène Sue, para escribir La araña negra, que consideraba su peor libro.

‘Acta est Fabula’, las memorias del escritor portugués Eugénio Lisboa

¿Es necesario conocer la vida de un autor para leer su obra? Sí rotundo en este caso porque las memorias de Eugénio Lisboa (Lourenço Marques, 1930) son una gran guía personal y cultural, donde él entralaza su historia con la de Mozambique y Portugal.

Los cinco volúmenes de Acta Est Fabula pueden leerse incluso sin orden, al azar, porque siempre hay una frase, una nota sugerente, una referencia a un escritor y su obra, o a un evento que nos hace evocar toda una época. Para mí, en Portugal hay dos memorialistas y diaristas importantes: Miguel Torga y Eugénio Lisboa, totalmente diferentes, que nos hablan de realidades distintas, pero que escriben muy bien y con una sinceridad poco común. Porque estas memorias carecen precisamente de ese narcisismo que encontramos em muchas obras de esta naturaleza, que a veces parecen un escrito para la sociedad de bombos mutuos.

Son el resumen de una densa trayectoria literaria y cultural, un gran y ameno gráfico que nos muestra cómo ha evolucionado Portugal, sus letras, desde finales de los años cuarenta, cuando Eugénio Lisboa recién llegado de Lourenço Marques estudiaba en el Instituto Superior Técnico, cuando se encontraba con otros estudiantes en la Mexicana, ese café lisboeta tan clásico, junto a la Praça Londres, con esos magníficos paneles cerámicos del artista Querubim Lapa).

Eugénio Lisboa ha sido uno de los que rompió esa división entre las artes y las ciencias. Ingeniero siempre activo, nunca dejó las letras, la poesía, su interés por la gran cultura. Quería ser libre, pues “o Estado Novo ofendia seu espiritu de pensar libremente”. “O Estado era estúpido e caseiro. Usava a intensificação de uma emoção egoísta apoiada em armas violentas, mas canhestras (…) sabia promover, naquele povo amarfanhado e sem futuro que se visse, o medo da mudança e o apego ao chiqueiro em que se acomodava” [“el Estado Novo ofendía su espíritu de pensar libremente…el Estado era estúpido y casero. Utilizaba una emoción egoísta que se apoyaba en medios violentos pero burdos; sabía fomentar en aquel pueblo adormecido y sin porvenir, el miedo al cambio y el apego al chiquero en el que se acomodaba”]. Pero incluso en esos años Eugénio conseguía encontrar buenos libros en algunas librerías de Lisboa e incluso de Lourenço Marques, en la Baixa laurentina, como en la Minerva Central. Como él dice, había mucha gente culta, pero “o panorama geral era desolador”. Era el Lourenço Marques de cafés como los Scala o el Nicola, de los teatros de vanguardia, de los tele-clubs donde se podían ver más películas que en Lisboa, de las escapadas a Sudáfrica, del cosmopolitismo. Como me decía una amiga portuguesa de Angola, “tinhamos horizonte”, teníamos horizonte.

Hay evocaciones y retratos de muchos mozambiqueños que fueron la punta del iceberg de una vida cultural que después parece haberse olvidado en los círculos lisboetas, como Maria Lurdes Cortez, como e inefable Rui Knopfli, Reinaldo Ferreira, José Craveirinha y Alberto de Lacerda, entre otros. Pero también de los amigos de trabajo, como Francisco Bomba, trabajadores mozambiqueños, militares, empleados.

Lisboa es sobre todo un ensayista, especializado en José Régio y el grupo de la revista Presença, pero también en la poesía y literatura lusas. Como muchos portugueses divide su vida y sus lealtades entre Africa y Portugal, a lo que une una gran cultura anglosajona, que completó con su estancia de diecisiete años en Londres. También posee una amplia, aguda, cultura francesa -comparto su gusto por Roger Martin du Gard, injustamente “bajo la sombra do Proust”-. Es uno de esos intelectuales portugueses que tanto aire fresco trajeron al país, incluso en las épocas más cerradas del salazarismo, uno de los que hicieron posible que el país no se hundiera en la incultura y el provincianismo. Lisboa nos habla de sus trabajos en Mozambique, su tierra, en Johannesburgo, Estocolmo, Londres, de su primer viaje a París “esa ciudad generadora de ideas”, del servicio militar en Portalegre (Alto Alentejo), de amigos, escritores y poetas no solamente portugueses.

Encomia la prosa clara, a la Stendhal y la suya es precisamente así, limpia, viva, con gracia, usando incluso frases populares, el habla cotidiana, sin pedantería alguna.

Para un lector español es interesante esa parte tan propia de muchos portugueses de su pasado africano, ese vínculo con la tierra donde nacieron y vivieron millares de ellos, otra historia de la no bien contada descolonización (casi una desbandada mal gestionada por el gobierno de Lisboa), la ruptura de millones de vidas (tanto de los que emigraron como de los que se quedaron, indígenas que preferían, premonitoriamente el Estado portugués al desorden y guerras civiles que se avecinaban), fueron generaciones de africanos blancos que fueron menospreciados por los metropolitanos como colonialistas.

La vida en las colonias portuguesas no fue la que cuentan muchos manuales bienpensantes (políticamente correctos y bastante maniqueos). Desde hace poco, muchos escritores portugueses han empezado a contar el drama de los retornados, con objetividad, de esa otra historia que no es saudade sino contar cómo era la vida en Angola o Mozambique, más abierta que en Portugal, con más música, más cultura y más libertad de costumbres que en la metrópoli. Se había hecho bastante por la población indígena, como los Estudios Generales creados por Vega Simão. Recordemos que nunca hubo apartheid, que había mucha mezcla de razas, como el propio escritor sudafricano Laurens van der Post recordaría en sus viajes a Angola. Había diferencias económicas, pero quizás no mayores que las de ahora, cuando estos países llevan más de cuarenta años de independencia y se han convertido el cleptocracias. Eugénio Lisboa evoca la memoria de dos gobernadores generales de Mozambique que se destacaron por su trabajo a favor de los indígenas, como el almirante Sarmento Rodrigues y Baltasar Rebelo de Sousa, padre del actual presidente de la República Portuguesa. Son recuerdos que algunos no quieren ni oír ni reconocer.

Evidentemente, las opiniones de Eugénio Lisboa molestarán a muchos del establishment canónico cultural y político y sobre todo a los que él llama de “la ideología fría”. Se despide Eugénio Lisboa con toda su libertad con estas casi 1900 páginas que nunca cansan. La obra ha terminado, ‘la messe est dite’, Acta est Fabula, nos dice. Hay que agradecerle que nos hable de esos años que corren el riesgo de ser olvidados y, sobre todo, que no han sido debidamente interpretados y analizados, primero por la situación de guerra fría, que impedía todo debate objetivo, y, segundo, porque perdura una especie de sentimiento de culpa en Portugal respecto a la colonización, con una visión demasiado pesimista y negativa de lo que fueron las colonias.

‘Jacob’, de Bernard Lecache, del yiddish al francés

El espíritu de cada generación depende de la ecuación que esos dos ingredientes [lo aprendido y la sensibilidad espontánea, personal] formen, de la actitud que ante cada uno de ellos adopte la mayoría de sus individuos. ¿Se entregará a lo recibido, desoyendo las íntimas voces de lo espontáneo? ¿Será fiel a éstas e indócil a la autoridad del pasado?

Ortega y Gasset (El tema de nuestro tiempo, 1923)

Por las bancas de los alfarrabistas de Lisboa he encontrado una pieza única, tan olvidada como su autor: Jacob, una novela de Bernard Lecache con tintes claramente autobiográficos, que fue publicada por Gallimard en 1925. Es un libro que ilustra a la perfección ese pensamiento de Ortega que encabeza esta reseña, y es contemporáneo, como si Lacache hubiera leído el ensayo de Ortega.

Bernard Lecache

Bernard Lecache, judío de origen ucraniano, nació en París al final del siglo XIX y encarnó -como les gustaba decir a los fascistas- todo lo malo que se podría encarnar: judío, de origen extranjero, comunista y luego masón. Fue, en efecto, uno de los fundadores del PCF, que hubo de abandonar porque era masón y eso era incompatible. Fundó y dirigió la Liga Anti Pogroms, después transformada en Liga contra el Racismo y el Antisemitismo. Tras intentar alistarse infructuosamente como voluntario ante la invasión de 1940, hubo de refugiarse en Argelia, aunque allí fue internado por las autoridades vichystas. Falleció en 1968.

Su novela Jacob nos cuenta de la vida de esos judíos modestos, pobres, en su mayoría de origen del Este, que encontrarían refugio en el Marais a finales del XIX. Tiene paralelismos con la que nos contaría tiempo después Elias Canetti, con esa mezcla de culturas y lenguas.

Es una novela muy digna, un bildungsroman muy interesante, bien escrito, con un vocabulario vivo, pero sobre todo es un testimonio de lo que desapareció en Europa tras la devastación nazi. No solamente desaparecieron los shtetls de Polonia, Ucrania y Bielorrusia, sino también la forma de vida callada, humilde y religiosa de muchos judíos de Francia, Italia o Bélgica. La novela no es, sin embargo, una novela, por así decirlo, judía o judaica, sino una narración sobre los jóvenes desde principios del siglo XX hasta la postguerra en Francia, eso que a veces ha evocado Patrick Modiano. Me ha recordado un poco también a la novela perdida Los hijos del ghetto, del inglés Israel Zangwill y a la de Israel Yehoshua Singer, situada en Berlín.

El narrador es el hijo pequeño, Avroum y nos va contando la historia del desgarro entre la tradición judía y la modernidad republicana francesa. Jacob, el hermano mayor, inteligente, excelente estudiante, seguro de sí mismo, va rechazando el pasado, lo que ya se anuncia en las primeras páginas:

“… los hijos no hemos penetrado el alma paterna. Ella hablaba judío y la nuestra, francés”.

La adaptación de los jóvenes de la familia Radansky, contrasta con la personalidad de los padres, “encadenados por las leyes de Moisés, por las tradiciones del ghetto”, cuyas raíces están aún en Kharkov, Simferopol, Odessa, en Crimea -donde la abuela ha muerto en un pogrom-, que hablan en ruso entre ellos cuando no quieren ser entendidos por los hijos.

Jacob estudia medicina, se hace independiente e incluso alquila un piso en la rue Vaugirard, lejos de Barbès y del Marais donde viven los judíos, y adopta el nombre afrancesado de Jacques Radan. Pero su padre lo sigue considerando mejor que él. “Era lo que mi padre no había podido ser, el estudiante, el hombre que pudo aprender y crecer, y mi padre le amaba doblemente, amando a través suyo, la revancha contra su pasado”.

Jacob-Jacques es además un seductor sin muchos escrúpulos que deja embarazada a su prima Macha, a la que han de casar deprisa y corriendo con un tal Naplan, rico fabricante de gorras de Lieja, viejo, un ser maloliente, húmedo, “al que había que hacerle pantalones de doble fondo porque lo pudría todo”. Pero Jacob no siente remordimiento:  “El corazón es mala esponja, no limpia bien. Mejor un trapo bien seco, que sin olvidar nada, lo borra todo”.

***

La segunda parte de la novela transcurre tras la Primera guerra mundial. De los landós y la ‘imperiales’ tiradas por caballerías se ha pasado a los automóviles y volantes. Jacob, Jacques Radan, asciende en los negocios, automóviles de lujo, aviones, petróleo. Rosa vive desde hace años con un gran negociante holandés, repudiada por su anciano padre, Mendel Radansky, viejo sastre fiel a la tradición.

Fiel a su hermano, actúa para desarticular a la competencia de otra gran empresa seduciendo a la mujer del dueño. Por otro lado, su hermano Simón, mutilado de guerra se une a los comunistas, lo que desencadenará una campaña antisemita que salpica al hermano capitalista. Los ecos del asunto Dreyfus no se han apagado y se acusa a estos judíos, naturalizados franceses, de ser los hombres de Moscú. Los dos hermanos se enfrentarán, Simón le espeta:

“Te dan vergüenza el pequeño sastre que cose barato, la mujer que friega, zurce y lava. Son débiles. Si fueran ricos…”

En conclusión, un relato con unas descripciones perfectas de la familia tradicional, de los negocios, la prensa (el capítulo XXX), del Marais pobre y oscuro (XXIX), del Rastignac en que se va convirtiéndo el ambicioso y cínico Jacob, de los encuentros amorosos, del ambiente de la época. Novela de costumbres, está en la línea y época de Roger Martin du Gard (la saga de Los Thibault) o de Jules Romains (Los hombres de buena voluntad). Pero con la complejidad de esa asimilación que los hijos llevan a cabo mientras los padres conservan la tradición. Pero al final, el viejo padre, Mendel Radansky, acepta a sus hijos, al capitalista, al comunista, a la hija pródiga, y le dice a Avroum:

“¡Que me olviden, que me desprecien! Los veo reinar. Saludo su Ley.

La lengua hebrea reforzó su voz con las palabras de Job:

-Tú me los diste, tú me los quitaste. ¡Hágase tu voluntad!

Con la cara iluminada, mirándome, tuvo la fuerza de sonreir:

-¡Ve!, me dijo, haz como ellos.”

El honor perdido de los militares rusos

La invención de la pólvora contribuyó a debilitar físicamente a los soldados, porque ya no necesitaban llevar una pesada armadura ni tener la fuerza física de un legionario romano, quitando a la guerra la necesidad de soldados que fueran individuos fuertes, diestros en el manejo de las armas; así lo reconoce Giacomo Leopardi en uno de sus ensayos (Zibaldone di pensieri) citando a Montesquieu.

Hoy, sin necesidad de enfrentarse cara a cara, los misiles ultrasónicos han quitado totalmente la necesidad de soldados valerosos. Por eso el ejército ruso puede utilizar hoy la morralla social, el lumpenproletariado inculto, la bestial, dispuesto a asesinar, a violar y a robar, y también a ser carne de cañón. Es para lo que sirven las masas de soldados, como nos ha demostrado ese soldado ruso, con inexpresivos ojos de ignorante, que ha sido condenado a cadena perpetua en Ucrania por asesinar a sangre fría a un anciano porque le apetecía. Su estólido rostro es el ejemplo de la banalidad del mal: imperturbable el ademán.

El ejército ruso, de siempre acostumbrado al uso masivo de artillería, conservó cierta honra, incluso en la Segunda guerra mundial, a pesar de los desmanes de la soldadesca con las mujeres alemanas en 1945. Pero ese ejército dejó hace mucho de ser el de Guerra y paz, hace mucho que los Kutuzov y los príncipes como Andrei Bolkonsky no existen. No deja de ser paradójico, casi una ironía de la historia, que Rusia haya dado los mayores ejemplos de escritores que describen héroes modernos, como Pushkin, Lermóntov, o el mismo Tolstoi.

Hoy podemos decir que el ejército ruso no es ya ni la sombra de lo que fue, como lo está demostrando en Ucrania, como lo ha demostrado en Siria y como lo hace en Mali, donde los mercenarios de Wagner asesinan en masa a los africanos en las aldeas que toman, sin distinguir entre yihadistas y población civil. La masa del ejército ruso ya no es necesaria sino para aterrorizar mujeres, viejos, niños.

La guerra se puede ganar hoy a miles de kilómetros de distancia o arrojando, como hicieron en Hiroshima, un ‘little boy’, como llamaban siniestramente a la Bomba. Antes, en marzo de 1945, 334 aviones norteamericanos bombardearon Tokio matando y quemando a cien mil personas (lo contó el recientemente fallecido Saotome Katsumoto). Nada nuevo, pues así como los alemanes arrasaron Coventry, así Churchill ordenó la incineración de Hamburgo y el allanamiento asesino de Dresde. Lean, si no, De la destrucción, de W. G. Sebald, para tener datos de la masacre de población civil perpetrada por la aviación aliada en muchas ciudades alemanas.

Por supuesto, el honor militar ha sido abolido y si Alfred de Vigny volviera a la tierra tiraría su Servitude et grandeur militaires a la basura. Probablemente haría lo mismo Ernst Jünger, que conservó, como oficial de la Wehrmacht, y como los Von Stauffenberg, por ejemplo, un sentido del honor del que no parece haber ni rastro en el ejército ruso.

En el primer cuarto del siglo XXI la historia se repite. La diferencia es que Ucrania no le había hecho nada a Rusia, como sí hicieron Japón y Alemania atacando otros países.

El daño que está causando Putin y sus adláteres al pueblo ruso, ensuciando su historia y prestigio, es incalculable e interminable. Tendrán que pasar muchos años para que logren ser perdonados, aceptados en la comunidad internacional. Tardaremos muchos años en olvidar a las masas enfervorizadas de rusos, millares de jóvenes, como en Krasnodar, alzando su bandera y apoyando con entusiasmo la masacre de ucranianos.

Pero Putin es solamente la herramienta, hay algo detrás, es un sistema, una forma de pensar. No son sólo el eurasianismo y el nacionalismo rusos, que son los armatostes ideológicos que sostienen esta guerra, pues detrás hay todo un sistema que ha tomado lo peor del capitalismo y lo peor del comunismo (el estalinismo) y ha configurado una forma de ver el mundo, las relaciones entre pueblos y naciones en la que nadie podremos estar seguros. Es parecido a la mentalidad rabiosa y perturbada del pistolero de Uvalde (Texas) pero a nivel de Estado.

Nos queda la esperanza de que, como la guerra ruso japonesa precipitó la revolución de 1905 y la Primera guerra mundial la caída del zarismo, ésta precipite un cambio a medio plazo. Pero vista la alienación de la inmensa mayoría de los rusos, habrá que esperar y, dado el talante de la sociedad rusa actual, el sustituto de Putin puede ser aún peor, porque el ejército es el reflejo de la sociedad de la que emana. No es él el único enfermo, sino la inmensa mayoría del pueblo ruso.