Burdeos, la ciudad clara

Para José Carlos Llop, que ama Burdeos,

pero a quien no conozco más que por su obra

Tras unas semanas de recalcitrante tedio, cuando ya has leído todos los libros y los paseos no aportan nada interesante, cuando el calor nos apelmaza el espíritu, es bueno salir de la ciudad y descubrir otro lugar. De vez en cuando, cada vez con más frecuencia, necesitamos de estímulos visuales y culturales.

Así, he ido a Burdeos, a la capital de Aquitania o de la Gironde, una ciudad con dimensiones humanas, equilibrada, sin edificios altos, que ha sabido conservar su arquitectura de piedra caliza amarillenta, el gusto por el paseo sin agobios, respetado su historia y mejorado la vida de sus habitantes. Pero ¿qué se puede decir de Burdeos después de los poemas de José Carlos Llop, La vida distinta o La chanson de Bordeaux, y Poema inacabado?

La ciudad fue, junto a Toulouse, uno de los tradicionales puertos de abrigo para los españoles emigrados y exiliados, desde Francisco de Goya hasta los republicanos vencidos en 1939. De hecho, el Instituto Cervantes está donde vivió el pintor, en el Cours de l’Intendance. Más abajo, cerca del Garona, la Garonne eternamente marrón del arrastre de limos –“una lámina de bronce el río”, nos dice José Carlos Llop-, está la Allée de Tourny, en cuyo número 20 estuvo el taller de Lawalle y sobrino que imprimía los libros españoles, como la Biblioteca selecta de Literatura española de Mendíbil y Manuel Silvela.

Sin ser en absoluto un gastrónomo he de decir que se encuentran muy buenos bistrots en la ciudad. Recuerdo ahora algunos, en la zona del mercado des Capucins: Le Bistrot, y Gaúta, y, más allá de la Iglesia de la Sainte Croix, Le Point Rouge. Y repare el viajero que esta no es sólo tierra del vino, sino que hay un gusto considerable por los cocktails, como los que prepara el joven del restaurante Gigi, junto a la iglesia de Saint Michel, en ese barrio medio magrebí medio galo, de perfecta convivencia, un poco detrás del mercado des Capucins.

El Museo de Aquitania es uno de los mejores museos de historia que nunca he visto. Allí encuentra el visitante toda la historia de la Aquitania, de Burdeos, de su comercio, -incluido el de esclavos, que enriqueció a tantas familias bordelesas-, de su urbanismo, perfectamente explicada, con un sentido docente que alía la modernidad a la claridad.

Hay en estos momentos una exposición temporal importante sobre Aristide de Sousa Mendes, el cónsul portugués que extendió visados a miles de judíos en 1940, lo que desencadenó la furia de Salazar y su expulsión del Cuerpo y su muerte en la ruina material, aunque no moral. Es uno de los Justos reconocidos por Israel. La exposición no ahorra críticas a la actitud de las autoridades francesas de Vichy, de Pétain, que colaboraron ignominiosamente en la persecución y detención de millares de judíos para entregarlos a los nazis y a su consiguiente deportación a los campos de exterminio. Que yo sepa, no ha habido en Portugal una exposición sobre su cónsul de esa envergadura.

Burdeos, católica, protestante, es también judía desde la expulsión de los hebreos de España y Portugal; entre otros monumentos, esconde un pequeño cementerio israelita, cerca de Les Capucins, abierto en 1724 para los judíos portugueses, la Nation juive portugaise, donde aún quedan 279 tumbas antiguas.

Una de las paradas -parada de mucho tiempo, para descubrir y encontrar tanto libro desconocido, desbordados en nuestro limitado conocimiento- ha de ser la Librairie Mollat, la mejor que he visto en Francia, donde nos sorprende la cantidad de compradores de toda edad y condición. Francia -confirmamos- es el país más literario y más lector del mundo. No en vano esta es la ciudad de Montesquieu, cuyo château de La Brède no está muy lejos, y de Michel de Montaigne. Pero también es la de François Mauriac, aunque él se refugiaba en su propiedad de Malagar, en los pinares de las Landas.

Grandes personajes contemporáneos han conseguido hacer de Burdeos una ciudad de la excelencia, como Jacques Chaban-Delmas, el gran resistente, o como el más reciente Alain Juppé que, además de ser Primer ministro fue un excelente alcalde, en la tradición del ilustrado Aubert de Tourny, que en el siglo XVIII la convirtió en la ciudad más bella de Francia, como la calificaba Stendhal.

En La Cité du Vin, singular conjunto de arquitectura ultramoderna al borde del Garona, he visto la exposición sobre Picasso que, sin ser muy grande, perfila muy bien las relaciones del pintor con los intelectuales y artistas de su época, como Juan Gris, Paul Éluard o Max Jacob, entre otros.

Al viajero hispano le llama la atención que los trabajadores de la hostelería y hoteles sean locales, con excelente formación y amabilidad, que saben su oficio, lo que se traduce en un servicio impecable. No parece existir ese rechazo a determinados empleos que prolifera en España. Aquí no se le hacen ascos al trabajo. Burdeos ha creado en 2020 un 20% más de empleos cualificados, aprovechando su calidad de vida, su entorno, sus buenos transportes (por tierra, mar y aire). Muchos extranjeros se han instalado en la ciudad y alrededores pues, además, hay buenas escuelas y liceos. Se puede ir a la playa -le Bassin d’Arcachon- , a St. Émilion, a todos los lugares, en tren. Las empresas han pasado de 15.900 en 2019 a 19.154 en 2021 (Financial Times). No hay secretos: conectividad, profesionales activos, transportes, servicios públicos, medio ambiente y buen gusto. Así se atrae la inversión de calidad.

Al ser una ciudad plana, se ha fomentado el transporte sin emisiones, desde el campanilleante tranvía moderno a las trotinettes y las bicicletas (que, por cierto, nunca son tiradas atravesadas en las aceras, como en Lisboa; aquí hay orden y civismo). El actual alcalde, Pierre Hurmic, apuesta claramente por la ecología bien entendida y la ciudad habitable.

El resumen de la vista a Burdeos y a St. Émilion es el elogio a eso tan francés como es la ordenación del territorio y el urbanismo bien concebidos. No he visto en cinco días de estancia ni un horror urbanístico aunque, eso sí, hay obras de adaptación y mejor por muchos barrios. No puedo por menos que citar al casi olvidado Léon Duguit, aquel jurista del siglo XIX, de Libourne (a 20 kms de Burdeos), que insistió siempre sobre la necesidad y el deber estatal de los servicios públicos para todos. La tradición continúa.

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Bye, bye, Russia!

Toda persona culta y recta tiene un especial afecto por algunos países además del suyo, naciones cuya tierra conoce y cuyo espíritu ama.

Johan Huizinga

Ya dijimos bye, bye Lenin los que tuvimos veleidades marxistas leninistas en aquellos años del franquismo. Pero ahora es más grave, no decimos adiós a una ideología sino a un país. Un país que nos ha fascinado desde hace al menos dos siglos y medio por su cultura, por su personalidad, incluso por su revolución soviética, aunque ésta derivó inmediatamente hacia la dictadura del Partido. Incluso si la mayoría no hemos pisado Rusia, Pushkin, Tolstoi, Chéjov, Tchaikovski, y tantos otros han formado parte de nuestro acervo cultural, de nuestra imaginación.

Rusia, el país más cervantista del mundo, donde mejor se conocía el Quijote, donde se ha hecho quizás la mejor película sobre el caballero (Kozintsev, 1957), de repente se nos aleja entre la bruma que dejan sus misiles que arrasan barrios residenciales, se desvanece ante las masacres de Bucha y Mariúpol, ante la deportación de ucranianos a lugares desconocidos. Rusia ya no será nuestra Rusia por muchas décadas debido a personajes tan siniestros y fríos asesinos como Lavrov, gracias a esa indiferencia de la inmensa mayoría de los rusos que apoyan la masacre de ucranianos.

Costará mucho a los pocos rusos justos levantar de nuevo la confianza en su país, el amor a su cultura, el que volvamos a ver a turistas rusos como otros más. A Eugenio Oneguin le perseguirá la sombra del crimen, Leningrado y su resistencia ante los nazis pasará a ser un episodio lejano, una especie de Troya, pero será pasado, historia.

Casi me inclino a creer que los dirigentes rusos tienen una pulsión suicida, que desean hundir su país para siempre visto que ya no pueden recuperar el imperio de los zares ni de Stalin.

Es como si nos quitasen parte de nuestras bibliotecas, como si cerrasen salas de conciertos, como si fundiesen con plomo nuestros viejos vinilos en los que podíamos escuchar la inmensa, gloriosa, música rusa. El Kremlin arrasará parte de Ucrania, seguirá asesinando a miles de ucranianos, no cabe duda, aún no ha dicho su última palabra, será aún más horrible. Pero, además de eso, ha masacrado la idea, el espíritu, el alma de Rusia. Releer a Turgueniev será como algo arqueológico, como leer historias de un país desaparecido, y cuando contemplemos un cuadro de Ilya Repin sentiremos la nostalgia de un tiempo para siempre perdido, acabado.

No veremos renacer la Rusia que admirábamos en el tiempo que nos queda de vida.