Ucrania, Estado-Nación vs. Rusia, Estado-Poder

Poder contra nación, fuerza imperial contra pueblo. El pueblo ucraniano en armas contra la maquinaria militarista y despótica de Rusia.

No son nuevos estos binomios. El viejo jurista Léon Duguit (1859-1928), cuya memoria me vino en una plazuela recoleta y silenciosa de Burdeos hace un mes, ya evocó esa distinción para explicar la primera guerra mundial, en la que el Estado Fuerza alemán decidió atacar al Estado Nación francés[1]. Prusia, Alemania era Der Staat ist Macht, como dijo Treitschke, el Estado es fuerza.

No hemos avanzado nada y la historia se repite con Rusia y Ucrania. Y probablemente, así lo deseo, venza de nuevo el Estado Nación frente al Estado Fuerza, como al final sucedió en 1918. Los sans culottes entre 1789 y 1794 contuvieron a los ejércitos austro-prusianos coaligados contra Francia, porque la energía del Estado Nación, que se basa en la voluntad, es mucho más fuerte que la del Estado Poder o Estado Fuerza, que se basa en el despotismo (así, Rusia obliga a 130.000 jóvenes a alistarse como carne de cañón para una guerra que no es la suya).

La secuela de barbaridades, destrucción injustificada, asesinatos masivos de civiles, allanamiento de ciudades como Mariúpol, cometidas por el ejército ruso no son sino la consecuencia lógica del concepto de Estado que tiene el Kremlin: ni libertad interior ni piedad con los ucranianos. Hay cerca de 16.000 encarcelados en Rusia por criticar la invasión. No es de extrañar, pues parte del concepto de que el Estado está no para servir sino para oprimir.

Por el contrario, Duguit, liberal y defensor de los principios de 1789, sostenía que el Estado era una estructura de servicio público, pero Duguit ha sido olvidado, sus libros son inhallables y, sin embargo, no estaría de más releerlos pues desvelan la perversa deriva del Estado hacia la fuerza bruta y la opresión, todo lo contrario de lo que los revolucionarios de 1789 en Francia y antes los independentistas norteamericanos en 1776 desearon fundar.

Mientras los políticos demócratas no tengan clara esa distinción y no sean capaces de enfrentarse a los Estados Fuerza seguiremos débiles, frágiles, desarmados frente a las guerras de exterminio, como las que amenazan otros poderes, como el de Pekín. Las invasiones y atrocidades nos pillarán desprevenidos, desarmados, casi indefensos, hundidos como estamos en un angélico pacifismo, en la pasividad culposa de no estar preparados para defender la libertad de los pueblos. Así le pasó a Francia en 1940. Sorprendidos por algo tan viejo como todas las guerras, eso que se llamó en la Guerra de los treinta años (1618-1648) la wolf-strategy, la estrategia del lobo, con ejércitos depredadores más que combatientes.

Esta invasión ha demostrado que ciertos poderes asumen las antiguas ideologías: en efecto, no es muy diferente la mentalidad de Putin respecto a la de Stalin o Hitler: invadir, aniquilar, apropiarse de las riquezas de otro país, masacrando a sus habitantes. Ha desenterrado la ideología del Lebensraum, el espacio vital nazi. Rusia quiere apoderarse de Ucrania porque dice que es rusa y por sus riquezas; eso es todo y da igual que la ideología sea estalinista, nazi o meramente nacionalista. Curiosamente, los ucranianos siempre han sido moneda de cambio dadas las riquezas de su suelo, como sucedió entre 1917 y 1923 con los Poderes Centrales atacando a los soviéticos, pero negociando por detrás el trigo y los minerales ucranianos.

No deja de ser una ironía de la historia que fuera un tratadista ruso, Martens, a quien citó Duguit en sus conferencias en Nueva York, el que en 1904 ya se mostrara preocupado por el imperialismo opresor que subyacía en la doctrina Monroe. Probablemente Martens no sospechaba que el imperialismo ruso seguía la misma vía, que luego continuarían los soviets con las naciones de Asia central, con Ucrania y con los países bálticos.

Y nosotros, occidentales ahítos, mientras, espectadores y expectantes, preocupados más por nuestro aire acondicionado o nuestras calefacciones, ande yo caliente y ríase la gente -nunca mejor dicho-. Si Duguit viviera sería interesante saber cómo calificaría nuestras actuales democracias occidentales del consumo y del hedonismo. A los dos Estados, Fuerza y Nación, debería añadir el Estado-Confortable o el Estado-Consumismo, donde somos más que ciudadanos clientes.

Mientras tanto, Ucrania representa hoy la defensa de la soberanía y la libertad.


[1] Soberanía y Libertad reúne trece conferencias impartidas por Duguit en la Universidad de Columbia, Nueva York, en 1920 y 1921. Edición española de Francisco Beltrán, Librería Española y Extranjera, Príncipe, 16, Madrid, traducidas por José G. Acuña.

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Contra el despotismo de los partidos, confianza cívica.

Así, suele pensarse que el político ideal sería un hombre que, además de ser un gran estadista, fuese una buena persona. Pero ¿es que esto es posible?

Mirabeau o el político

Ortega y Gasset

Condorcet, en 1788, describió todas las formas de despotismo[1]:

  1. El de un cuerpo legislativo que no representa a la nación.
  2. El de las iglesias.
  3. De los financieros.
  4. De los militares.
  5. De los tribunales.

Para el científico y político francés, el despotismo más peligroso era el de los cuerpos privilegiados. Esto es aplicable hoy, además de a los grupos económicos, a los partidos políticos. Estos sólo escuchan a sus afiliados, a sus militantes, quienes, a su vez, sólo siguen las consignas de sus comités ejecutivos, donde no se piensa sino se obedece. Es casi peor que el centralismo democrático, pues en el PCE clandestino discutíamos más. Los partidos son organizaciones opuestas a las que preconizaba Antonio Gramsci como intelectuales orgánicos. Actualmente, la mayoría o todos los partidos con su estructura centralizada de disciplina, no son lugares de debate y pensamiento sino un freno, cuando no una amenaza, de la libertad de ideas y pensamiento. Hay mucha agitación ideológica pero poco -o nulo- debate de ideas, no se rompe la costra de las ideas. Ya el mismo apodo de ‘barones’ para los jefes lo dice todo: señores feudales, con mando. Sus estatutos y estructuras son un estorbo al debate libre. Aunque se me puede rebatir que los partidos son organizaciones de acción y no intelectuales, debería haber un equilibrio y abrir las puertas a los no militantes, al debate libre.

Cuando hay disidentes o “no salen en la foto”, como amenazaba Alfonso Guerra o, hace unos días, son expulsados, como Liz Cheney en Wyoming, una republicana pura que quería que Trump fuera traducido en justicia. En los partidos no hay lugar para la discusión o la independencia de criterio. Autoritarismo puro.

Es cierto que hablan mal de los partidos los populistas de derecha o izquierda, pero eso no impide que deban ser criticados, como toda institución u organización: no pueden ser inmunes. El problema no es sólo que los partidos tradicionales, el PP y el PSOE, sean una máquina meramente electoral y publicitaria – los otros y los populistas también lo son- sino que, además, las instituciones del Estado y no digamos las de las Autonomías están trufadas de militantes partidarios, y no escuchan ni atienden a los ciudadanos. Los partidos, en vez de ser el hilo conductor con los ciudadanos, la ósmosis, se han hecho impermeables, intocables, no hay contacto con el ciudadano de a pie. Hacen de pantalla, más que de comunicación. Por ejemplo:

  • Los ayuntamientos no son asambleas de ciudadanos sino organizaciones de los partidos y grupos de influencia donde una cadena comercial o una empresa constructora tiene más influencia que los vecinos. Éstas son las que deciden dónde se hacen las rotondas, la extensión de los parques y jardines, si es que existen, los que marcan la estética -o, más bien, la fealdad- de los pueblos y ciudades.
  • De las Diputaciones provinciales, ni hablemos. No representan a nadie. Son oficinas que no resuelven casi nada. Superfluas, prescindibles.
  • Las Cortes son un conglomerado de grupos ideológicos con un interés limitado, cuando existe, por la suerte de los ciudadanos. No hay independencia de los diputados: tienen que aplaudir y apretar el botón, sin salirse del guión ni la consigna. Eso, sin hablar del adorno inútil y costoso del Senado.

La voluntad ciudadana ha sido usurpada por los partidos, no tenemos voz y voto sólo el cuatrienal. Estamos excluidos. Sería tiempo de volver a leer a Sieyès, ¿Qué es el tercer estado? porque somos, de hecho, el tercero o cuarto estado, o último estado, o ninguno.

En cierto modo, los partidos son impostores. Y los políticos, más que hombres de Estado, políticos en el sentido más egregio, son lo que llaman los franceses politiciens, peyorativamente llamado en español, politicastros (que es peor, más insultante). Nosotros, el pueblo o los ciudadanos, percibimos que ellos están más al servicio de sí mismos o de su partido que al servicio de la nación y del Estado. Da la sensación de que los políticos, que barnizan sus discursos con latiguillos manoseados sin aportar nunca nada nuevo, sólo intrigas menudas, sólo van a su interés. Puede que sea injusto pero es lo que percibe una gran parte de la nación. No hay confianza social.

¿Quién de los lectores puede decir que ha sido alguna vez recibido, escuchado, atendido personalmente por un concejal, por un diputado, y no digamos por un alcalde o por un ministro? ¿A quién le ha sido contestada una carta enviada al alcalde o a un ministro que no haya sido con el formato de protocolo, de esas cartas corteses que no dicen nada ni resuelven nada?

Los cargos públicos son atribuidos en virtud de la militancia y pertenencia a un partido más que por el mérito, talento o capacidad de ejecutar. El desprestigio real de la política se debe a que una gran mayoría de sus protagonistas, enzarzados en luchas mezquinas de poder e influencia, no tienen nada que ver con la vida cotidiana de los ciudadanos. Esto es particularmente cierto en los alcaldes, diputados y bastantes ministros, no todos, afortunadamente.

Relegados, olvidados, ignorados, los ciudadanos nos refugiamos así en las redes sociales, en los blogs (como éste, por el mero derecho al pataleo), y muchos, cada vez más, no van a las urnas porque no predomina la Razón, ni siquiera la Voluntad General, sino la Voluntad de los partidos y sus oficinas electorales.

En España, la omnipresente, ubicua oligarquía de los partidos (véase si no cómo se nombra a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, al Fiscal General del Estado, al Defensor del Pueblo, etc.), impide una verdadera democracia; aunque haya más garantías, no nos sentimos ni participantes ni representados, ni por los 8000 alcaldes ni por los centenares de diputados nacionales y autonómicos. Es necesario que haya unas garantías legales que permitan a los ciudadanos ejercer su derecho a decidir, más allá del mero depósito de una papeleta en una urna cada cuatro años, que se convierte automáticamente en un cheque en blanco para los partidos.

Contrasta la situación desahogada de la sociedad española, los servicios públicos bastante correctos, las buenas infraestructuras, la solidaridad de sus ciudadanos con las desgracias propias y ajenas, con el miserable y bastante rastrero debate político.

España es más ancha, sólida, generosa, culta y dinámica -esas cinco cosas- que sus políticos, y los españoles mejores que quienes dicen representarlos. Para que tengamos confianza social necesitamos otro tipo de partidos, asociaciones cívicas, móviles, revocables, responsables.


[1] Idées sur de despotisme à l’usage de ceux qui prononcent ce mot sans l’entendre.

En Segura de la Sierra, La Puerta de Segura y Orcera no hay crisis energética ni sequía.

Llego a Orcera y veo la rotonda de las cooperativas con su césped en riego por aspersión, agua fresca abundante escurriendo asfalto abajo.

Veo todas las noches el castillo de Segura iluminado, aunque no lo vea nadie.

Y veo La Puerta, Cortijos Nuevos, Orcera, Segura y sus aldeas que siguen profusamente iluminados, con sus farolas tan cercanas y potentes (más que en muchas ciudades grandes ¿quién planificó su posición?).

Luces por todas partes, nadie en las calles -pues a la gente por las noches les da por dormir-. Iberdrola y Endesa, encantadas de la vida, pues así facturan más.

Y no pasa nada, nadie dice nada, los ciudadanos no pintamos nada, porque sepan ustedes que aquí no hay sequía ni crisis de energía. Somos perfectos, inmunes, eso sólo les pasa a otros.

¡Qué país, Miquelarena! La biografía.

Nunca había oído hablar de Jacinto Miquelarena, pero un día descubrí una placa en la calle de Serrano de Madrid (número 112, semi esquina a Diego de León, donde vivió un tiempo). Don Pedro Mourlane Michelena le había espetado esa frase que se ha convertido en una referencia obligada al periodista bilbaíno (o bilbaino, como algunos gustan de pronunciar) y casi una frase hecha.

He encontrado en ese paraíso de los libros que es la editorial Renacimiento y almacén de Abelardo Linares en Valencina de la Concepción (Sevilla), la biografía que escribe su nieta, Leticia Zaldívar Miquelarena. Me sumerjo en su lectura con un interés que no decae en las 330 páginas pues es seguir el itinerario no sólo del periodista y escritor sino de nuestro país desde 1891 a 1962, cuando muere en París.

No puedo ocultar que Bilbao es una de mis ciudades favoritas por lo que todo lo que a ella se refiere llama mi atención, como en este caso la vida de Miquelarena, que su biógrafa traza con afecto, pero con objetividad al mismo tiempo. Hacía falta, era preciso, rememorar a este periodista y escritor singular. Bilbao fue siempre una ciudad de cultura, de una riqueza especial, como comprobamos hoy con sus dos grandes museos, sus referencias literarias por todas partes, su dinámica biblioteca Bidebarrieta, las dos librerías de viejo, Boulandier y Astarloa, aquel mito cultural que fue la revista Hermes, sus poetas (Otero, Aresti, tantos) y pintores. No ha sido nunca sólo hierro, astilleros y bancos, sino mucho más, como fue aquella edad de oro de antes de la guerra.

Entre los amigos de Jacinto Miquelarena destacaba Mourlane, irundarra, miembro egregio -el Canciller- de la Escuela Romana del Pirineo. Fue uno esos que la Falange de la Victoria marginó (como a Sánchez Mazas o a Ridruejo), pero que nunca perdió ni su genio, ni su originalidad ni su gusto por el desplante elegante y culto. Otros amigos fueron Ramón Gómez de la Serna (ambos eran gregueristas), el dramaturgo Miguel Mihura (Miquelarena adoraba el teatro y escribió teatro), o Jardiel Poncela.

Como toda buena biografía, el libro de Letizia Zaldívar es también un retrato de la vida cultural de España en esa época, o esas épocas, menos conocida hoy porque sus protagonistas eran de derechas y, por tanto, sin albergue en la historia cultural, que ha hecho y suele hacer gala de maniqueísmo y sesgo. Parece como si solamente los exilados o perseguidos hubieran tenido derecho al recuerdo. Hubo escritores notables en el interior, incluidos los de derechas y muchos falangistas. Ni siquiera Andrés Trapiello ha prestado atención no ya a Miquelarena, sino incluso a Mourlane y otros escritores del grupo.

El libro tiene pasajes más interesantes que otros, por ejemplo, las corresponsalías de guerra (Salónica, con sus sefarditas, antes de llegar Kurt Waldheim y la Wehrmacht y comenzar la deportación de judíos, los Balcanes, Rusia), y después, de Londres y de París. Curiosa, la sensación que tuvo Miquelarena de abandono, indiferencia y hasta de acoso por parte de las direcciones de EFE y del ABC, de muchas exigencias sin tener ninguna palabra de apoyo o de mera comunicación, sin ningún retorno, algo que yo he percibido también cuando estuve destinado en el extranjero. Debe ser propio de las jefaturas madrileñas, sean ministeriales o empresariales. Su suicidio -en cierto modo inducido, como sostuvieron sus familiares- en la estación de metro Michel Ange-Molitor, también me ha estremecido; es la misma que yo cogía cuando trabajaba en París. Leticia Zaldívar describe atinadamente los últimos dos años del escritor en París, esa ciudad bulliciosa, desmedida que, en el país del cartesianismo, “la lógica cartesiana, en contra del tópico, no trasciende ni a la política ni a la vida”, según le había contado a su amigo Sito Alba. Donde de verdad se sintió a gusto fue en Londres, «las primaveras, en Londres».

Jacinto Miquelarena, cosmopolita, con dominio del francés y el inglés, gran viajero, culto, era una rara avis en el panorama de nuestra literatura y del periodismo. Probablemente generase envidias y recelos en aquel ambiente que él mismo, algo altivo, calificó alguna vez de ‘casposo’. Sus a veces feroces comentarios iban siempre envueltos en un tono de humor mordaz, nada sarcástico, además de expresado de una forma moderna, de vanguardia. A los bienpensantes del franquismo no les sentaban bien. Ojalá se reediten sus crónicas que, por lo que se deduce de las citas en la biografía, han de ser sabrosas, bien escritas y con ese toque de humor distante, quizás algo inglés, pero definitivamente español, de este señor de Bilbao.

No he sabido de la recepción crítica y de público de esta biografía, pero merece su difusión porque, repito, no es sólo la del escritor, sino el relato de un pedazo de nuestra rica, variada, densa, historia cultural y política.

Además, es de actualidad la frase famosa pues, tal como leemos las cosas que profieren muchos políticos y comentaristas -apabullantes, desmedidas, increíbles, irresponsables- en este difícil verano sobre las restricciones energéticas, por la sobriedad en el consumo de agua y electricidad, podríamos decir también, “¡Qué país, Miquelarena, qué país!”.

Días de ocio en Valencina de la Concepción

En este verano que los comentaristas de diarios nos anuncian como el postrero, con ese fin del mundo que se nos viene encima este otoño, cuando las casandras de todo credo y condición nos llenan de miedo y pavor, nada como sestear en Valencina, a unos pocos kilómetros de Sevilla.

Es éste un pueblo residencial, sin alardes, con casas confortables, patios y jardines, cipreses, olor a jazmín tras algunas tapias, buganvilias rebosantes de púrpura, piscinas escondidas para refrescarse y algún bar que otro, pocos, entre ellos El Bovito, con casi cien años -hoy llamado El Bobito-, o la Bodega Chispas, cerca de la Peña Cultural Bética, del Betis Balompié. Desde estos altos del Aljarafe se ve el mundo de otra manera. Sosiego. Calles pulcrísimas, gente amable, nombres de Vírgenes por todos lados, Rocío, Esperanza Macarena, Nieves, Concepción. Pero también están en el callejero Emilio Prados y Cela, por ejemplo.

Ayer, dos jinetes bajaban en sendos altos caballos cartujanos, sus cascos resonando rítmicos por la calle blanca. El campo nos rodea, olivares bastante secos y sufridos, pero campo al fin, no todo especulación (aunque aquí cerca hay carteles contra la especulación, en Gines).

Oigo en al patio de al lado a la mujer que le pregunta a la abuela “¿le hago un arrocito con salchicha?”, y la abuela, sorda, pregunta de nuevo. Los perros, innumerables, excesivos, vigilantes, ladran tras las verjas de las cocheras. Eso es lo único un poco molesto para el caminante inadvertido.

Se debe leer poco en este pueblo, a pesar de que la librería y editorial Renacimiento, de Abelardo Linares, una de las mejores de España, está en su término. Entre piscina, jardines y siestas larguísimas, queda poco espacio para leer. Sólo algunos raros lo hacemos. Los raros.

Lo más interesante y curioso de este lugar es lo lejos que nos sentimos de todos los conflictos que asolan el mundo. Ucrania parece no existir, como no existen los incendios forestales ni Taiwan, ni Sánchez ni Pelosi. Descanso total, que vendrá el invierno de todos los males y desgracias (nos dicen el ABC, El Mundo y demás optimistas natos). A vivir que son dos días, que luego -afirman- habrá llanto y rechinar de dientes (inflación, paro, frío y sin calefacción, todos los males traídos, cómo no, por el gobierno culpable)-.

Ah, y el calor es perfectamente soportable y por las noches uno se cree Lezama Lima o Hemingway fumándose un puro en el jardín oscuro, donde suena, leve, el gotero de riego moderado y ahorrativo.