El sacrificio

Pocas palabras son más denostadas hoy que ‘sacrificio’, que significa renunciar a algo por razones religiosas, morales, altruistas o incluso utilitarias. Sacer, facio, hacer algo sagrado. El mayor y más antiguo sacrificio fue el de Isaac, hijo de Abraham (Gn, 22).

Significa dar más de lo que nos dan o dar sin recibir nada a cambio. Pero hoy, sacrificarse ¿para qué? ¿por quién? ¿Por los hijos, por los viejos, por el país, por los ucranianos? ¡Por nadie!

La devaluación moral del concepto de sacrificio en la sociedad española -y en las europeas en general- quizás venga de un hastío por el sacrificio de Jesucristo, que tantas veces se nos han mostrado como ejemplar y que hoy la mayoría desprecia o desconoce, que es peor. Y ha sido reforzado por esa percepción de que se nos debe todo, de que nosotros no debemos nada, que sólo tenemos derechos, no deberes. En tercer lugar, por el hedonismo y consumismo de nuestra sociedad.

Las personas religiosas son las más propensas a sacrificarse porque el pensamiento religioso, la creencia en algo más allá, superior, o creador, las hace aptas para tener una idea de la trascendencia, de que el mundo no acaba en ellos mismos. No es de extrañar pues que sean creyentes y religiosos los que más se sacrifican por los demás.

Con la guerra de Ucrania se ha puesto aún más de manifiesto: no cuentan los ucranianos, niños, mujeres, ancianos, hombres, que mueren, son amputados, deportados, no. Lo que cuenta es la factura de la luz y las vacaciones y la mesa repleta de comida y bebida, y el depósito de gasolina lleno: el consumo. Damos un poco, pero sin que pongan en riesgo nuestro ahíto bienestar. Nuestra capacidad de renuncia, de sobriedad (no mencionemos la palabra ‘austeridad’, un tabú, execrada a izquierda y derecha) es mínima, prácticamente publicitaria, ‘de boquilla’.

A eso nos hemos acostumbrado y los conceptos morales los hemos dejado de lado. Una muestra clara es la corrupción de tantos personajes públicos, que no es sino la muestra o la punta del iceberg del comportamiento de nuestra sociedad. Porque a fin de cuentas todos pretendemos engañar a Hacienda y al INEM, y a la Seguridad Social, para fingir que no tenemos trabajo o para pedir más días de baja. Nos saltamos el IVA, nos colamos en la fila, nos saltamos las normas de tráfico, falseamos facturas; no solamente los políticos, todos tenemos tendencia a hacerlo. Al Estado se le pide, no se le da. Los partidos, por su parte, evitan hablar de los deberes cívicos: en sus programas electorales insisten siempre en eso, en dar, prometer, entregar, en derechos, nunca en deberes. Si pidieran sacrificios o insistiesen en los deberes, perderían inmediatamente las elecciones.

No hace falta ser creyente para entender el concepto, para sacrificarse, pero la sociedad de consumo nos ha hecho unos mimados.

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Blackspace, la serie israelí que se pregunta todo

Tras un ataque mortal en un instituto de enseñanza media israelí, el policía Rami Davidi se pone a investigar quiénes hayan podido ser los autores. Inmediatamente descarta los tres trabajadores palestinos que son detenidos como sospechosos. Los asesinos están entre los alumnos, son israelíes.

La miniserie de ocho capítulos pone en cuestión sobre todo el ambiente familiar y estudiantil como causa última de los actos violentos entre los alumnos de instituto de una zona residencial acomodada en el que conviven hijos de papá con otros de barrios más desfavorecidos. Es una serie totalmente laica -sólo en la escena del entierro de un alumno aparece un rabino- que muestra una sociedad israelí lejos de los tópicos que se nos transmiten sobre el país.

Presenta los problemas de una sociedad israelí muy parecida a todas las desarrolladas, con jóvenes desmoralizados, sin grandes ideales, pegados a las redes sociales, bastante desesperanzados. Con familias desarticuladas y los políticos preocupados sólo por las repercusiones mediáticas, como cuando quieren influir en la investigación policial.

El inspector Davidi, tuerto a consecuencia de una agresión cuando era adolescente, explora ese mundo de los jóvenes, incomprendidos, ignorados o maltratados por sus padres que se refugian en una red social clandestina y anónima, Blackspace, para desahogarse y para ir contra el sistema. Al mismo tiempo, Davidi, que es violento, que deja escapar su rabia oculta en varios momentos, tiene a su compañera a punto de dar a luz, desgarrado entre el deber y el amor. El final de la serie significa precisamente el triunfo de la compasión y el entendimiento sobre la mera venganza, así como destapar la connivencia del establishment para ocultar la realidad.

“Los hijos se nos escapan, ya no sabemos nada de ellos, de sus vidas, de sus preocupaciones”, dice uno de los personajes. Hay acoso al homosexual, chulería de matones, chicas que se entregan por pasar el rato, en fin, todo ese mundo juvenil que puede degenerar en violencia, y del que se ven frecuentes muestras en Estados Unidos, “no somos como los americanos”, dice uno de los padres, que se obstina en reconocer la realidad de lo que está sucediendo. Las redes sociales sustituyen el diálogo, la convivencia, encubren más que desvelan, como en todos los países.

Algo muy importante para el espectador español, empapado de una imagen de Israel transmitida por los medios como un país abominable en manos de integristas y fascistas es que le muestra la sociedad israelí de otra manera. Al final, es una representación de una sociedad en la que los problemas son parecidos a los de los demás países desarrollados, con un subfondo de nihilismo, droga, alcohol, desamor y desesperanza en el que cada joven se intenta salvar como puede.

Muy bien filmada, con economía de medios y dos escenarios básicos -el instituto y el arrabal del árbol-, por el director Ofir Lobel, nacido en 1976, y actores de fuste como Guri Alfi, el detective Davidi, Shai Avivi, el directoir Chanoch del Instituto Herencia (Tijón Irochá), Liana Ayoun y Gily Itskovitch, o Yoav Rotman, de intensa mirada, que veíamos en otro papel opuesto como Hanina el alumno ultraortodoxo de la yeshivá en la gran serie Shtisel, también de Netflix.

El resplandor

Entonces la gloria de YWH se elevó de encima del querubín al umbral de la puerta; y la casa fue llena de la nube, y el atrio se llenó del resplandor de la gloria de YWH.

Ezequiel, 10.4

La Puerta de Segura es un pueblo en la zona oriental de la provincia de Jaén, en Andalucía. Casi nada ha pasado allí en la historia, salvo que fue asaltado y bastante destruido por las tropas napoléonicas; un siglo después sufrió una epidemia de paludismo que no fuer definitivamente erradicada hasta bien entrados los años cincuenta; la pobreza fue siempre la norma y muchas de sus gentes emigraron. Tras la Primera guerra mundial hubo una emigración a Francia, y en los años cincuenta, otra emigración masiva, también a Francia, pero sobre todo a Cataluña.

En La Puerta nació en 1883, Mercedes López Aguilar, mi abuela paterna, y allí murió el 31 de enero de 1928. Me contaba mi madre adoptiva, Matilde, muy católica pero no beata, que cuando murió su madre (Matilde tenía 12 años) estaba dormida y la despertó una fuerte luz en el patio de la casa, una luz blanca, no eléctrica (entonces la electricidad era más bien amarillenta, pobre, débil) y en ese instante oyó llorar a las criadas y a su hermana que decía “¡se ha ido madre!”. No creí esa visión que atribuía a sus sueños hasta que leí varias evocaciones de ese resplandor que los creyentes atribuyen a Dios. Es como si Dios hubiera venido a recoger a Mercedes.

Mercedes, mi abuela, padecía del corazón. Me contaban que cuando la gripe española preparaba grandes ollas de cocido, de comida, que luego iba dejando en las puertas de las casas de la aldea de Rihornos, sin entrar para no contagiarse, y para que los enfermos, que no salían, encontraran algo de comer. Mercedes era suave, buena y dejó un recuerdo imperecedero en sus hijos. Mi padre tenía sólo cuatro años y, curiosamente, moriría 35 años después, el mismo día, el 31 de enero de 1963. “Ha muerto el mismo día que madre”, dijeron mis tías.

Contaba Luys Santa Marina hablando del pintor Zurbarán y su pintura del Venerable Padre Salmerón (1639, Monasterio de Guadalupe), que el Padre Sigüenza le contó una vez a Fray Pedro de las Cabañuelas:

”no ha muchos días, hermano, estando un religioso de este convento en oración dentro de su celda, súbitamente fue aquel lugar lleno de claridad tan grande, que la del sol es pequeña en su comparación…”. Bien comprendió el amigo era Jesús que venía a buscarle, pero nada le dijo -inútil precaución- por no causarle pena. A pocos días dejó esta vida, con grande regocijo de su alma”[1].

La luz ha sido considerada, desde tiempos remotos, en la Biblia, como una alegoría del encuentro con la divinidad. La oscuridad y las tinieblas son exactamente lo contrario, el fondo de la tierra, el infierno, la perdición en el sentido de perder el camino y de perder la vida.

“Y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo (…) y dijo Dios: Sea la luz y fue la luz.

Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas.”

(Gen, 1 1-4)

La oscuridad es sinónimo de mal: “cuando esperaba yo el bien, entonces sobrevino el mal, y cuando esperaba luz, vino la oscuridad” (Jb 30,26)

Por eso no deja de sorprenderme que la hija de Mercedes, Matilde, cuando se muere la madre, en ese mismo momento, no viene la oscuridad sino la luz, el resplandor, como si algo divino la hubiera llevado hacia arriba, hacia la luz. La muerte la identificamos a las tinieblas pero en este caso la muerte fue luz.

“Levántate, resplandece, porque ha venido la luz” (Is 60,1)

“Y el resplandor fue como la luz” (Hab 3, 1)


[1] Estampas de Zurbarán, Calzada & Santa Marina, Editorial Canosa, Barcelona, 1929.

El ‘Viva la muerte’ de Putin

¿Se imaginan España dirigida por un antiguo policía de la Brigada Político Social, por un ‘Social’? ¿Por un Delso o un Billy el Niño? Pues eso pasa en Rusia.

Los que padecimos la ‘Social’ lo identificamos inmediatamente: un tipo vulgar, con mirada en el fondo triste que aparenta frialdad y es escalofrío. Un tipo que ni siente ni padece, un malheureux que revive con la desgracia ajena.

Ya no son los viejos legionarios ni Millán Astray ni aquellos fascistas. El ‘Viva la muerte’ lo piensa y siente Putin; curioso que ahora muchos de la izquierda más provecta lo defiendan y justifiquen.

Es curiosa la pulsión asesina que subyace en mucho de nosotros. Ha sido objeto de la literatura, pues en el fondo nos fascina la personalidad del asesino (de ahí el éxito de las películas y novelas de terror, de policías y asesinos). ¿Quién no ha deseado la muerte de algún enemigo próximo? Las pulsiones asesinas parece que son placenteras: el asesinato es una bella arte, ya lo dijo De Quincey y en los Cantos de Maldoror, del inefable Lautréamont, al inquietante personaje Emilio Dubois de Carlos Droguett, Todas esas muertes (Premio Alfaguara 1971), los asesinos, la muerte, nos atraen.

Me imagino a Putin en su vacío moral, entre los muros del Kremlin planeando la próxima masacre de ucranianos. Contempla el sudario blanco de la nieve, el mismo que se extiende por las planicies de Ucrania. Tiene detrás a la inmensa mayoría del pueblo ruso, tiene la bendición de la oscurantista Iglesia Ortodoxa Rusa con el tibio silencio del Vaticano, tiene a sus diplomáticos al lado (sólo dimitió uno de los miles de diplomáticos rusos, y secretario de Embajada solamente, lo que dice bastante de la calaña moral de los diplomáticos rusos), tiene a sus militares de las dachas y los coches oficiales. Nada ni nadie turba su sueño, al contrario, las imágenes de Mariúpol o Jersón mecen sus noches, los más de doce mil niños ucranianos deportado a paradero desconocido son para él un confortable respiro. Es una especie de Nerón. Putin es melancólico y la muerte de los ucranianos calma su melancolía y le hace feliz por un tiempo, como al ladrón que roba sin esfuerzo. Placer efímero, como todos los placeres, pero placer al fin y al cabo.

Como han señalado muchos psicólogos, el alma del asesino no encierra una manifestación de energía, sino de facilidad, de mínimo esfuerzo. Exactamente el carácter de Putin. La guerra destructora, a base de misiles de largo alcance, atacando a la población civil, es la guerra del mínimo esfuerzo, es el viva la muerte sin riesgos, fácil, impune. Millán Astray por lo menos los corría y los corrió.

En realidad, Putin ha convertido la guerra en la coronación del orden social ruso. Parece que los rusos, desde la servidumbre y los pogroms bajo los zares, pasando por el estalinismo y hasta Putin, no han experimentado nunca el libre pensamiento, ni vivido con libertad de expresión. Pero lo más inquietante es que los rusos le siguen mayoritariamente. La exposición sobre la guerra en el Central Manege Hall del Kremlin, incluso con duras fotos de la destrucción, lo prueba. No se estremecen, sólo les intriga que se hayan retirado de Jersón y no hayan tomado Kiev.

Lo que la mayoría de los rusos reprochan a Putin no es la guerra sino que no la haya ganado ya.