El resplandor

Entonces la gloria de YWH se elevó de encima del querubín al umbral de la puerta; y la casa fue llena de la nube, y el atrio se llenó del resplandor de la gloria de YWH.

Ezequiel, 10.4

La Puerta de Segura es un pueblo en la zona oriental de la provincia de Jaén, en Andalucía. Casi nada ha pasado allí en la historia, salvo que fue asaltado y bastante destruido por las tropas napoléonicas; un siglo después sufrió una epidemia de paludismo que no fuer definitivamente erradicada hasta bien entrados los años cincuenta; la pobreza fue siempre la norma y muchas de sus gentes emigraron. Tras la Primera guerra mundial hubo una emigración a Francia, y en los años cincuenta, otra emigración masiva, también a Francia, pero sobre todo a Cataluña.

En La Puerta nació en 1883, Mercedes López Aguilar, mi abuela paterna, y allí murió el 31 de enero de 1928. Me contaba mi madre adoptiva, Matilde, muy católica pero no beata, que cuando murió su madre (Matilde tenía 12 años) estaba dormida y la despertó una fuerte luz en el patio de la casa, una luz blanca, no eléctrica (entonces la electricidad era más bien amarillenta, pobre, débil) y en ese instante oyó llorar a las criadas y a su hermana que decía “¡se ha ido madre!”. No creí esa visión que atribuía a sus sueños hasta que leí varias evocaciones de ese resplandor que los creyentes atribuyen a Dios. Es como si Dios hubiera venido a recoger a Mercedes.

Mercedes, mi abuela, padecía del corazón. Me contaban que cuando la gripe española preparaba grandes ollas de cocido, de comida, que luego iba dejando en las puertas de las casas de la aldea de Rihornos, sin entrar para no contagiarse, y para que los enfermos, que no salían, encontraran algo de comer. Mercedes era suave, buena y dejó un recuerdo imperecedero en sus hijos. Mi padre tenía sólo cuatro años y, curiosamente, moriría 35 años después, el mismo día, el 31 de enero de 1963. “Ha muerto el mismo día que madre”, dijeron mis tías.

Contaba Luys Santa Marina hablando del pintor Zurbarán y su pintura del Venerable Padre Salmerón (1639, Monasterio de Guadalupe), que el Padre Sigüenza le contó una vez a Fray Pedro de las Cabañuelas:

”no ha muchos días, hermano, estando un religioso de este convento en oración dentro de su celda, súbitamente fue aquel lugar lleno de claridad tan grande, que la del sol es pequeña en su comparación…”. Bien comprendió el amigo era Jesús que venía a buscarle, pero nada le dijo -inútil precaución- por no causarle pena. A pocos días dejó esta vida, con grande regocijo de su alma”[1].

La luz ha sido considerada, desde tiempos remotos, en la Biblia, como una alegoría del encuentro con la divinidad. La oscuridad y las tinieblas son exactamente lo contrario, el fondo de la tierra, el infierno, la perdición en el sentido de perder el camino y de perder la vida.

“Y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo (…) y dijo Dios: Sea la luz y fue la luz.

Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas.”

(Gen, 1 1-4)

La oscuridad es sinónimo de mal: “cuando esperaba yo el bien, entonces sobrevino el mal, y cuando esperaba luz, vino la oscuridad” (Jb 30,26)

Por eso no deja de sorprenderme que la hija de Mercedes, Matilde, cuando se muere la madre, en ese mismo momento, no viene la oscuridad sino la luz, el resplandor, como si algo divino la hubiera llevado hacia arriba, hacia la luz. La muerte la identificamos a las tinieblas pero en este caso la muerte fue luz.

“Levántate, resplandece, porque ha venido la luz” (Is 60,1)

“Y el resplandor fue como la luz” (Hab 3, 1)


[1] Estampas de Zurbarán, Calzada & Santa Marina, Editorial Canosa, Barcelona, 1929.

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