Todo el mundo habla de capitalidad pero no todos queremos decir lo mismo. Una capital forja, delinea, marca el país. Pero si una capital se limita a ser, eso, solamente centro de ministerios y embajadas, domicilio del rey, o emporio de museos, no es capital, es un centro administrativo y político, que los de la periferia no considerarán suya, aunque la consideren interesante. Así, Valencia creó el País Valenciano o Barcelona Cataluña. Otras capitales autonómicas no han sabido hacerlo. Para ser capital de España se precisa más que una norma (artº 5 de la Constitución), hay que ganárselo, hacerla de todos, así como ser una capital europea y mundial. No se trata de fuerza, potencia, comparación o superioridad, sino de capacidad de abarcar e incluir a todos, de estar abierta.

Madrid tiene que atraer y que la sientan suya todos los españoles y forasteros. Atraer además de a inmigrantes económicos, a refugiados políticos, arte y editoriales, espectáculos, también atraer empresas porque con los beneficios de éstas conseguimos traer e instalar a todos los demás. París lo ha entendido muy bien tras el Brexit y ha superado a Londres (ver el artículo de Simon Kuper en el Financial Times del jueves 2 de marzo, France is becoming the new Britain).
El jarro de agua helada de Ferrovial y Rafael del Pino, cuya empresa factura más del 90% de su cifra de negocios fuera de España, es un aviso. No porque sea un grave problema tributario sino por su simbolismo. Si nos cerramos, no somos atractivos.
Respecto a la periferia, Madrid necesita abrirse a los catalanes, valencianos, gallegos, vascos y todos los demás. No basta con que sus parlamentarios vengan a las sesiones y luego vayan a comer a Casa Salvador, ese restaurante tan castizo de la calle Barbieri, para sentir que están en la Villa y Corte. Hace falta que sea una ciudad abierta y no se mire el ombligo pensando que lo que no pasa en Madrid no existe. Barcelona ha hecho eso, ombliguismo, y así le va, cerrada a Erasmus, a empresas, a los judíos e israelíes, casi antipática, aprovincianada. Madrid está cada vez más abierta, pero aún falta que sus dirigentes sean más abiertos y menos ‘madrileñistas’, en el sentido estrecho de la palabra.
Un amigo vasco, Aletxu, me decía que lo bueno de Madrid es que nadie te preguntaba de dónde eras, que al día de estar aquí, eras uno más. En eso también coincidían unos amigos argentinos cuando estaban exilados por causa de Videla y sus secuaces.
Eso, que lo sentimos los madrileños, parece que no lo sienten los jefazos de los partidos, que medran en Madrid y sólo van por esas Españas cuando hay campaña electoral, lo mismo que van entonces a los mercados a hacerse una foto con el frutero.
Yo, en la plaza de Colón, por ejemplo, pondría también una ikurriña y unas barras catalanes, entre otras. La bandera es la de todos, pero no pasaría nada por mostrar que las otras también son honradas en Madrid. Madrid, tan novelera pero tan simpática, sacudidos ya los legados franquistas, de costumbres tolerantes, es superior a los políticos que en ella anidan. Éstos son centralistas en su cultura diaria aunque se deban a sus ‘barones’ regionales (por cierto ¿a quién se le habrá ocurrido esa aberración de ‘barones’, que evoca feudalismo y machismo? ¿es que no hay baronesas?). Una muestra de ello es el ostracismo a que ha sido sometida por el PP la diputada por Barcelona Cayetana Álvarez de Toledo o lo poquísimo que cuentan muchas personalidades políticas de otras Comunidades Autónomas a la hora de decidir: los politburós de Ferraz y Génova son los únicos que de verdad cuentan.
Los madrileños somos más abiertos, más internacionales (casi diría que cosmopolitas) y más europeos que los políticos del lugar o ‘en’ el lugar. Hay puentes, ya no estamos aislados como en los tiempos del centralismo, pero las mentalidades políticas siguen siendo unas bastante centralistas y otras muy nacionalistas y localistas; hay puentes pero hay que cruzarlos en los dos sentidos.