De forasteros y turistas, Una historia del turismo en España (1880-1936), de Ana Moreno Garrido

Bienvenido sea este libro que nos presenta un pedazo de la historia de España poco conocido, una contribución tanto más necesaria porque el turismo ha sido relativamente poco estudiado, a pesar de representar el 14% de nuestro PIB. Además, como este libro demuestra, el turismo es objeto de intervenciones económicas, culturales -ha sido uno de los pioneros de la publicidad- y siempre ha estado muy vinculado a la protección -o destrucción- de la naturaleza, al paisaje y al patrimonio histórico. A pesar de su peso económico estructural ha sido mucho menos estudiado si se compara con el número de títulos, revistas especializadas y acervo bibliográfico de otros sectores que representan menos en el PIB pero han sido objeto de mucha más investigación económica e histórica, como la minería, el ferrocarril o la siderurgia, por ejemplo. Ana Moreno, que ya ha publicado trabajos y otro libro sobre el turismo (Historia del turismo en España, Editorial Síntesis 2007, que incide en otros aspectos muy diferentes), viene a colmar ese hueco. Éste ilustra la trayectoria desde el origen y los primeros tiempos del turismo con abundancia de datos interesantes y reveladores y con una redacción impecable que hace su lectura amena. Ana Moreno, a través de su trabajo, enlaza los tres vectores del turismo que son la cultura, la economía y la intervención y regulación estatal.

El turismo, hasta 1936, se enmarcó en un contexto que ha sido excepcional en España como fue la efervescencia cultural de principios de siglo y luego la llamada ‘Edad de Plata’, con profusión de poetas, artistas, pensadores, que también incidió sobre ese sector de la economía que era el turismo.

Describe cómo desde su origen el turismo estuvo muy vinculado a la naturaleza (como las sociedades excursionistas, en particular las catalanas, mucho más dinámicas) y a la cultura, corriendo paralelo a la progresiva – aunque lenta e incompleta-, acción pública en defensa del patrimonio histórico, fueran la pintura, los monumentos civiles y religiosos, la arquitectura y el urbanismo.

La obra, siguiendo el hilo histórico, se centra en lo cultural y patrimonial, en las infraestructuras (alojamiento y redes de transporte), y en la intervención política, sin olvidar el contexto internacional, es decir, lo que hacían nuestros directos competidores, como Francia o Italia. Ana Moreno, cuyo método de trabajo conozco de hace años, no se limita a teorías ni libros, sino que ha indagado en archivos como el AGA (Archivo General de la Administración), llenándose de polvo, lo que nos da una obra llena de detalles inéditos, de aspectos desconocidos de nuestro turismo, de quienes lo impulsaron e intervinieron. Son páginas que se leen con fruición porque es una obra viva, creativa e innovadora.

La intervención política fue siempre una constante y no fue casualidad el apoyo de Alfonso XIII, de la Dictadura de Primo de Rivera y de la II República en esa puesta en valor de lo que ya empezaban a llamarse recursos turísticos. Como ejemplo, la poco conocida historia de la supuesta Casa del Greco, y la de Cervantes en Valladolid y Covadonga, que están muy bien explicadas como ejemplos de cómo se trató ya entonces de convertir la cultura en recurso económico (e ideológico), en foco de atracción de turistas.

Es muy interesante la indagación de Moreno en muchos personajes relevantes que impulsaron el gusto por los viajes, algunos de los cuales quedaron en la penumbra. Destacan el inefable Vega-Inclán, Sangróniz, Peypoch o Bolín, muy ligados al poder o sus víctimas (Peypoch sería asesinado por milicianos, Bolín sería un conspicuo franquista, el que consiguió el Dragon Rapide para Franco).

También destaca cómo hubo también extranjeros con mucho interés y pasión por nuestro país, como Gerald Brenan, Robert Graves o Walter Benjamin, mientras los escritores españoles, con cierto noventayochismo nostálgico, desde Azorín a Unamuno, nos presentaban más los aspectos de una España ‘eterna’, castellana sobre todo, más líricos que reales; otros, como Blasco Ibáñez, que fue un gran paisajista, como muestra su descripción de la Ibiza rural en Los muertos mandan, han sido olvidados.

Era aquel un turismo que se centraba en lo histórico, monumental y artístico mientras el Mediterráneo, el turismo de playa y, por tanto, de masas, quedaba aún en esa época en un segundo plano, afortunadamente. El dilema era ya si proteger espacios o atraer turistas, algo que ni siquiera fue debatido en los años 1960 ni lo es ahora, en pleno siglo XXI.

Los medios de transporte y las infraestructuras de comunicación no son olvidados y la autora se detiene, además de en el desarrollo ferroviario indispensable, en el impacto del automóvil y de las carreteras, que iban a facilitar y promover las visitas a la España más profunda. No olvidemos que en esos años hubo una incipiente industria nacional del automóvil como ha estudiado Salvador Estapé-Triay, acompañada de una drástica mejora de la red viaria, sobre todo durante la Dictadura de Primo de Rivera.

Es interesante el excurso y atención al turismo en el Protectorado del Norte de Marruecos que tras la guerra del Rif fue promocionado con bastante inteligencia, con revistas culturales, protección urbana como en Tetuán y ayudado, entre otros, por una cartelería de calidad gracias a uno de los mejores pintores de la época, Mariano Bertuchi. Porque el libro también evoca esa publicidad y propaganda turísticas de altísima calidad, en la fotografía, en las imágenes de los folletos y carteles obras de dibujantes e ilustradores de élite que, no por casualidad, hacen hoy de las publicaciones de entonces la delicia de los coleccionistas.

El capítulo 5, ‘El Estado que construye hoteles’, es particularmente ilustrativo porque pone de manifiesto, leído hoy, ese contrasentido que son los Paradores, financiados por el Estado, con empleados públicos y a menudo con ubicaciones caprichosas según los políticos de turno que mandaron en el sector (como el disparate y agujero financiero de Parador de Ibiza con Juan Mesquida, o tantos paraderos gallegos con Fraga, etc.). Ya en 1932 se decía que el PNT “ni debe ser hotelero, ni sabe serlo”. Hoy mismo, casi cien años después, Paradores está siempre dirigido por un cargo político del partido en el gobierno y los criterios políticos son los que prevalecen, “invadiendo la actuación privada”, como entonces.

La trayectoria, el hilo conductor de la intervención estatal, que va desde la Comisaría Regia del Turismo (creada en 1911), pasando por el Patronato Nacional de Turismo y por fin la Dirección General de Turismo republicana, ponen de manifiesto esa relación triangular que resalta la autora entre turismo, cultura e intervención pública. Un equilibrio que no siempre fue respetado y que la autora demuestra que cuando la política incide demasiado, apoyada en amistades, ideología o mero clientelismo, salen perjudicados los otros dos vértices, el económico y el cultural o patrimonial. Eso es palmario en lo que ha sucedido después de los años sesenta del pasado siglo, con el desarrollismo a cualquier precio de Fraga apoyado en los constructores, que ha dado en la destrucción del litoral -la destrucción a toda costa que ha denunciado Greenpeace desde hace años sin respuesta alguna del Estado, y ha contribuido en gran medida a esa España fea que ha denunciado Andrés Rubio (España fea https://laplumadelcormoran.wordpress.com/2023/02/04/la-espana-fea-libro-de-andres-rubio/).

Las vicisitudes de la organización del turismo en esos años a nivel estatal y provincial son sumamente interesantes, porque ya entonces se quería integrar administraciones públicas, entidades culturales y empresas, mientras la presión política a veces desbarataba las mejores intenciones. Así, observamos ya el comienzo de una presión nacionalista y localista que perjudicó la unidad de acción y dispersó recursos, como fue la del turismo catalán, que quería desde 1931 llevar la promoción por su cuenta, bien hecha, pero sin relación con el resto del país. Hoy, todas las Comunidades Autónomas hacen la promoción exterior por su cuenta, muchas como si no fuesen España. El ‘identitarismo’, esa faceta de la intervención estatal o regional también repercute en menor atención a la economía del turismo y a la protección real del patrimonio natural y artístico. Un exagerado acento en la identidad que hay que reconocer que también se filtraba enormemente en la promoción de un turismo de señas castellanas por el Estado (Vega Inclán, Bolín), y que desvió energías por presión política sin tener en cuenta suficientemente la rentabilidad económica, la iniciativa hotelera privada o las infraestructuras de transporte.

De forasteros y turistas. Una historia del turismo en España de 1880 a 1936 (Marcial Pons, 2022, 350 págs.) deberían leerlo cuantos trabajan en el turismo porque la autora consigue exponernos esos atisbos optimistas que en los años treinta prometían a España una inteligente, ilustrada y equilibrada promoción del turismo de calidad, y eso a pesar de errores, luces y sombras de la intervención administrativa en el sector. Es un libro que debería encontrar sus lectores en el campo del turismo, tan necesitado de reflexión, para que avive el necesario debate sobre qué hacer hoy con nuestro turismo de masas, equilibrando los tres vértices en vez de limitarse a la construcción y a la promoción publicitaria para atraer masas, que parecen ser los principales argumentos de las empresas y de las administraciones turísticas autonómicas y locales y que ha dado resultados tan negativos como pueden ser Potes, Palma, Barcelona o las costas mediterráneas, por ejemplo.

‘De forasteros y turistas. Una historia del turismo en España (1880-1936), de Ana Moreno Garrido, 360 págs.. Marcial Pons Historia, Madrid 2022. ISBN 978-84-18752-29-2.

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La capitalidad de Madrid ¿sólo madrileña o de toda España?

                                                      

Todo el mundo habla de capitalidad pero no todos queremos decir lo mismo. Una capital forja, delinea, marca el país. Pero si una capital se limita a ser, eso, solamente centro de ministerios y embajadas, domicilio del rey, o emporio de museos, no es capital, es un centro administrativo y político, que los de la periferia no considerarán suya, aunque la consideren interesante. Así, Valencia creó el País Valenciano o Barcelona Cataluña. Otras capitales autonómicas no han sabido hacerlo. Para ser capital de España se precisa más que una norma (artº 5 de la Constitución), hay que ganárselo, hacerla de todos, así como ser una capital europea y mundial. No se trata de fuerza, potencia, comparación o superioridad, sino de capacidad de abarcar e incluir a todos, de estar abierta.

Madrid tiene que atraer y que la sientan suya todos los españoles y forasteros. Atraer además de a inmigrantes económicos, a refugiados políticos, arte y editoriales, espectáculos, también atraer empresas porque con los beneficios de éstas conseguimos traer e instalar a todos los demás. París lo ha entendido muy bien tras el Brexit y ha superado a Londres (ver el artículo de Simon Kuper en el Financial Times del jueves 2 de marzo, France is becoming the new Britain).

El jarro de agua helada de Ferrovial y Rafael del Pino, cuya empresa factura más del 90% de su cifra de negocios fuera de España, es un aviso. No porque sea un grave problema tributario sino por su simbolismo. Si nos cerramos, no somos atractivos.

Respecto a la periferia, Madrid necesita abrirse a los catalanes, valencianos, gallegos, vascos y todos los demás. No basta con que sus parlamentarios vengan a las sesiones y luego vayan a comer a Casa Salvador, ese restaurante tan castizo de la calle Barbieri, para sentir que están en la Villa y Corte. Hace falta que sea una ciudad abierta y no se mire el ombligo pensando que lo que no pasa en Madrid no existe. Barcelona ha hecho eso, ombliguismo, y así le va, cerrada a Erasmus, a empresas, a los judíos e israelíes, casi antipática, aprovincianada. Madrid está cada vez más abierta, pero aún falta que sus dirigentes sean más abiertos y menos ‘madrileñistas’, en el sentido estrecho de la palabra.

Un amigo vasco, Aletxu, me decía que lo bueno de Madrid es que nadie te preguntaba de dónde eras, que al día de estar aquí, eras uno más. En eso también coincidían unos amigos argentinos cuando estaban exilados por causa de Videla y sus secuaces.

Eso, que lo sentimos los madrileños, parece que no lo sienten los jefazos de los partidos, que medran en Madrid y sólo van por esas Españas cuando hay campaña electoral, lo mismo que van entonces a los mercados a hacerse una foto con el frutero.

Yo, en la plaza de Colón, por ejemplo, pondría también una ikurriña y unas barras catalanes, entre otras. La bandera es la de todos, pero no pasaría nada por mostrar que las otras también son honradas en Madrid. Madrid, tan novelera pero tan simpática, sacudidos ya los legados franquistas, de costumbres tolerantes, es superior a los políticos que en ella anidan. Éstos son centralistas en su cultura diaria aunque se deban a sus ‘barones’ regionales (por cierto ¿a quién se le habrá ocurrido esa aberración de ‘barones’, que evoca feudalismo y machismo? ¿es que no hay baronesas?). Una muestra de ello es el ostracismo a que ha sido sometida por el PP la diputada por Barcelona Cayetana Álvarez de Toledo o lo poquísimo que cuentan muchas personalidades políticas de otras Comunidades Autónomas a la hora de decidir: los politburós de Ferraz y Génova son los únicos que de verdad cuentan.

Los madrileños somos más abiertos, más internacionales (casi diría que cosmopolitas) y más europeos que los políticos del lugar o ‘en’ el lugar. Hay puentes, ya no estamos aislados como en los tiempos del centralismo, pero las mentalidades políticas siguen siendo unas bastante centralistas y otras muy nacionalistas y localistas; hay puentes pero hay que cruzarlos en los dos sentidos.

Coleccionistas, aficionados y curiosos

Acabo de visitar Classic Madrid, este encuentro para los aficionados y coleccionistas a los coches clásicos en la Casa de Campo. Había de todo, desde los queridos SEAT 600 y 4/4 hasta Mercedes de 1944 por medio millón de euros y un par de Hispano Suiza únicos en el mundo; además de piezas, repuestos, miniaturas, viejas revistas. Éramos cientos de aficionados, menos sofisticados que los de ARCO, pero no menos importantes.

Porque uno de los entretenimientos más corrientes, en cierto nivel de estas clases medias a las que pertenecemos, es el coleccionismo. Tengo amigos que coleccionan libros, estilográficas, coches en miniatura, soldaditos de plomo (¡hoy prohibidos!), pisapapeles, ceniceros de empresas (¡hoy también perdidos debido al Estado protector de nuestra salud!), herramientas de carpintería. Entonces, en vez de hablar de fútbol o de política, nos ponemos a hablar de qué coleccionamos, jactándonos de nuestros hallazgos y las gangas que encontramos de vez en cuando. A fin de cuentas, el coleccionismo consiste en acumulación, acumulación racional, caprichosa, pero acumulación al fin y al cabo. Requiere cierto nivel de economía personal.

Desde los tiempos de Roma ya había coleccionistas de obras griegas; el coleccionismo, la afición y la curiosidad, actitudes que ayudan a conservar y respetar el pasado, son intrínsecas al ser humano. Pero no todos los que dicen ser coleccionistas lo son. Entre el coleccionista, el aficionado y el curioso hay bastantes diferencias aunque los tres tipos coinciden en que sus cosas, sus objetos no son un almacén, sino que hay un criterio, un cuidado y un orden. Son tres tipos de personas diferentes aunque todos conservan y acumulan objetos:

A) Los coleccionistas.-

Coleccionar es lo contrario de dispersar, es conservar y proteger de la destrucción y el olvido objetos que ya no sirven para el uso cotidiano, febril y fabril, es un ocio de domingo, una colección es un remanso de paz y del pasado. Es un ejercicio de memoria personal; coleccionamos lo que nos trae el recuerdo de algo deseado, de la infancia, de las lecturas o los viajes.

El diccionario de María Moliner define colección de forma insuficiente, como “Conjunto de cosas de la misma clase reunidas por alguien por gusto o curiosidad, o en un museo” y nos explica que viene del latín collectio, derivado de colligere y éste de légere, leer. Adviértase la relación semántica entre coleccionar y colegir (deducir, pensar, obtener una idea a partir de un razonamiento). Otros diccionarios más sencillos no definen este verbo con precisión, como el Vox: “Conjunto de cosas, generalmente de una misma clase”. Pero siguiendo al pie de la letra esta imperfecta definición podríamos decir que un estacionamiento de vehículos es una colección. La colección necesita de un autor y un criterio que es lo que la distingue de un simple conjunto.

Una colección podría ser ya un conjunto de por lo menos tres objetos de la misma clase, época y factura reunido por alguien con la finalidad de conservarlos, estudiarlos y exponerlos. Esta es una definición muy generosa, alguien más riguroso exigiría muchos más objetos. Toda colección implica aprecio, criterio, clasificación, razonamiento, propósito, preservación. No es colección tener tres coches viejos oxidados en un solar, ni tener amontonados en una caja los juguetes de hace unos años o los libros en una caja en el trastero. Eso es olvido, abandono. Una colección es activa, no pasiva, aunque el coleccionista se nutra de esos ‘olvidos’ y abandonos, husmeando en los chamarileros, sótanos y buhardillas.

Una colección es más que una afición y es completamente distinta de la mera acumulación porque en el coleccionista hay una actitud subjetiva y sobre todo el amor a una época y a una cultura sin cuya relación la colección sería sólo un amontonamiento de objetos. Hay también algo de caza y de juego, de apuesta y algo de manía. Y quizás de infancia frustrada o añorada, como los que coleccionamos juguetes.

Coleccionable es cualquier cosa, desde cromos, billetes de tranvía hasta automóviles ingleses de los años treinta. La colección es subjetiva (personalmente, yo tengo Dinky Toys, miniaturas de Matchbox, marcapáginas, imágenes de la Última Cena y las revistas ‘Literatura Soviética’, entre otros objetos).

Puede que haya cierta dosis de narcisismo de sentirse original, diferente, pues uno de los placeres del coleccionista es la simple contemplación de sus objetos, mirarlos, exponerlos, saber que están ahí a nuestra disposición. Lo mismo sucede con los amantes de los libros, que compran más de los que pueden leer, o los coleccionistas de sellos o monedas, que no tienen muros suficientes para desplegarlas y se dedican los fines de semana a pasarles revista, simplemente disfrutando de su contemplación.

Cuando estamos en unas sociedades que exaltan el cambio permanente, el consumo compulsivo, la moda como referencia y el gozo trivial, fútil, el coleccionista, ser excéntrico, merece un gran respeto porque coleccionar es salvar, apreciar la técnica y el arte de los hombres, resistirse a la vulgaridad de los productos de serie, a la civilización del desperdicio y el derroche para recuperar el objeto más singular.

Lo menos importante es la inversión, el valor refugio; coleccionar para invertir es como la deformación crematística del arte, que ha terminado por convertir a los grandes bancos en los mejores acumuladores de obras de arte que a menudo duermen ocultas en refrigeradores subterráneos, sustraídas a la vista de los mortales. ¿Y cuántos cuadros sólo los hemos podido ver en las subastas, y luego nunca más, enterrados para siempre en las remotas cajas fuertes de algún coleccionista saudí o japonés? Puede ser que una colección se convierta en valiosa por el azar o por el tiempo, pero la finalidad primordial, inicial, del coleccionista genuino no fue la de hacer dinero ni invertir en valores refugio, sino el buscar objetos que le fascinaban por alguna oscura y personal razón o pasión.

Hay coleccionismo inversor y coleccionismo idealista, como hay bibliófilos que compran los libros para leerlos y otros sólo por el objeto en sí, por su encuadernación, historia, fecha, o por tener autógrafos o exlibris o porque hayan pertenecido a una determinada biblioteca.

En España tuvimos la crítica cruel del coleccionista, como el caso de la biblioteca de Alonso Quijano, destinada a las llamas, considerando casi que coleccionar era un poco de locos. Pero también gracias a nuestros reyes -Austrias- tenemos el Museo del Prado. Comparados con otros países, los españoles somos poco coleccionistas; será el clima, la vida permanente en la calle, el salir de paseo y, también, una cierta falta de cultura.

B) Los aficionados o amateurs.-

Les gustan determinados objetos por su rareza, su armonía, su diseño, pero no acumulan. Los tienen, los pueden cambiar, vender. Y comprar otros muy distintos, les puede dar por los muebles de un ebanista especial y después cambiar. Hay algo en ellos de fetichismo. Los aficionados parecen coleccionistas, pero no tienen la fidelidad ni la obsesión de éstos. Les gustan los objetos especiales, los compran, adornan sus casas, pero ni clasifican ni trafican con ellos. Los tienen y se desprenden de ellos sin más, es algo fugaz, efímero, una afición sin mucha raíz.

C) Los curiosos.-

Estos aparecen sobre todo a partir del Renacimiento y se expanden con la Ilustración. Se distinguen del coleccionista en que acumulan un poco al azar, sin pretensión de ser exhaustivos ni de catalogar, de reunir todos los objetos similares. Los llamados gabinetes de curiosidades eran salas heteróclitas, donde lo mismo había un animal raro disecado, que unas piedras volcánicas o un fósil, instrumentos extraños, cosas casi siempre únicas o muy difíciles de encontrar. En general, estos gabinetes han sido siempre más propios de la Europa central. El gabinete, más propio de hombres que de mujeres, era como el rincón de la casa, el refugio para no ser molestado y soñar.

Los curiosos no suelen ser científicos, pero les gusta saber, descubrir, indagar, son cultos. En la antigua Roma también proliferaban ya los curiosos.

¿Pero seguirán existiendo en el futuro próximo los coleccionistas y los curiosos?

De los tres tipos, el coleccionista es el más insatisfecho, el más frustrado porque por definición una colección nunca es completa, siempre falta algún ejemplar. Esta mañana, los tres amigos que hemos husmeado por el Pabellón de Cristal de la Casa de Campo éramos simplemente aficionados: no tenemos dinero ni lugar para coleccionar automóviles clásicos, pero los admiramos.

La era digital y virtual.-

El progresivo camino hacia lo digital va haciendo desaparecer catálogos de exposiciones, entradas, sellos de correos, folletos y mapas turísticos. Nuestro Estado totalitario-sanitario ha arruinado esa colección magnífica de las cajas de puros y latas de cigarros con tantas pegatinas mortuorias y amenazas de muerte súbita.

La era digital va acabando con el gusto y posibilidad de coleccionar papeles efímeros, invitaciones, entradas de teatro y cine, papel muerto y bello como eran las letras de cambio o las acciones de empresas mercantiles, contratos, cartas y postales (son muy interesantes las enviadas en esperanto), ya no es posible tampoco. Lo digital va a cambiar el coleccionismo.

***

En fin, para saber más de los coleccionistas, recomiendo dos libros de Maurice Rheims, Les collectionneurs y La vie étrange des objets (hay una edición en español de aquel editor extraordinario que fue Luis de Caralt, de 1965). Maurice Rheims (Versalles, 1910- París 2003), fue escritor (Academia francesa), experto en arte y comisario de subastas, judío, resistente. Sus hijas Nathalie y Bettina son, respectivamente, cineasta y fotógrafa.

Joan Fuster y el ‘sentit de la discrepància’

Descubrimientos tardíos, como suele pasarme, han sido los artículos de Joan Fuster, sus cartas, sus reflexiones. Tardíos, porque sus libros en Madrid son inhallables, a no ser en la librería catalana Blanquerna, allí, junto al Círculo de Bellas Artes. Y además no hay traducción al castellano del 90% de su obra.

Leer a Fuster (Sueca, 1922-1992), en catalán (o en valencià, como pensarán los puristas), es un estímulo porque, aunque algunos de los temas que trató ya están pasados -hay artículos suyos de hace sesenta años- su forma de abordarlos, con cultura, humor, distancia y discrepància, son ejemplares. Leer a alguien que piensa, que plasma sus pensamientos en un Dietari o en sus artículos, nos ayuda y nos impulsa a pensar, sea para confirmar sea para disentir. Nos enfrenta, nos interpela. Es un ejercicio necesario, lo mismo que el andar. Su estudio sobre el habla de los moriscos, el gran ensayo histórico Nosaltres, els Valencians, son memorables.

Hoy, en esta época de woke, consignas partidarias y neopuritanismo cultural en algunos medios, es refrescante leer a Fuster, que siempre pensó por su cuenta -y riesgo- porque parece que el tiempo no ha pasado y seguimos en esta Piel de Toro, Pell de Brau, que dijo Salvador Espriú, tirándonos los trastos culturales, no sólo políticos, a la cabeza. Como él decía, le gustaba Borges, o Blasco, pero no los borgianos o antiborgianos ni los blasquistas o los antiblasquistas.

Los discrepantes, como Fuster, son incómodos porque no pueden ser utilizados, como cuando declara, por ejemplo, la “increíble bestialidad del ‘materialismo dialéctico’, o las admirables tonterías de Heidegger: todos eran los mismo, los mismos, puestos de acuerdo en joder al personal”. Irrecuperable pues para los adalides de lo política o culturalmente correcto. Contra Unamuno y los demás es un buen alegato contra un noventayochismo pesimista y demasiado centrado en lo castellano. Pero Fuster, al mismo tiempo, admiraba a don Josep Martínez Ruiz, como él dice, a Azorín.

No es casual su amistad con Josep Pla, con sus discrepancias precisamente, que no impiden un diálogo rico, con desenfado y con humor. Ambos escritores son inasimilables por los políticos de turno, son personas libres que dicen lo que piensan, reacios a ser encasillados. Y encima, escriben muy bien.

En resumen, este pequeño recuerdo del excelente y amable discrepante que fue Joan Fuster -con tantos libros suyos que no están en castellano- es para subrayar lo que desconocemos de las literaturas, por así llamarlas, periféricas, catalana, valenciana y otras, cuando reprochamos que allí intentan ignorar el castellano (lo que en Cataluña, a nivel oficial, me temo mucho que es cierto). Afortunadamente ya no es así y Joan Margarit, Ferrater, Pla y muchos otros que han escrito en catalán, son hoy apreciados y difundidos en el resto de España.

Abrirnos más a todas las literaturas peninsulares, del centro hacia afuera y de la periferia hacia el centro, es romper los compartimentos mentales estancos y permitir la saludable discrepancia, motor del pensamiento e imposible de manipular por los nuevos censores.

La pesadilla de las contraseñas

Para inscribirse en cualquier revista o periódico, para pedir un precio en MediaMarkt, IKEA o lo que sea, para cualquier fútil y trivial gestión cotidiana, necesitamos una contraseña. Y hemos de tener una agenda, un listín con todas las contraseñas, nombres de usuario, etcétera.

Imposible acceder a Amazon Prime si no tiene la misma contraseña que creó hace años y que ya has olvidado. Si ha comprado una ‘tablet’ pero ha perdido o no recuerda la contraseña de Google, olvídate, ha desaparecido del radar y no tiene más remedio que crear una nueva dirección de correo electrónico o vender la tablet.

Tanta Protección de Datos, con el rollo telefónico habitual cada vez que llamamos a Orange, Movistar o a la empresa de seguros, y resulta que no basta con el nombre, el DNI, la fecha de nacimiento, precisamos una contraseña –“esta llamada puede ser grabada…”. Y después, tras bastante tiempo para identificarse y ser admitido: “todos nuestros operadores están ocupados”.

Se comprende la seguridad cuando debemos acceder al banco o algo serio, pero no para ser mero lector de un periódico, por ejemplo. Es disuasorio, se le quitan a uno las ganas de acceder.

Y esto mismo sucede con este blog de WordPress, pues sé de muchos que ni lo leen -aparte de que no les interese, lo que es normal- porque tienen que tener una contraseña para comentar o buscar, gracias al secretismo injustificado de WordPress.

Hermetismo, secretismo y el que no tenga contraseña, que no hable ni opine ni llame por teléfono.

La España fea, libro de Andrés Rubio

Al llegar a la Cruz del Portillo, que está en lo alto de una cuesta, aparece la magnífica vega de León; bello camino; buenos árboles; chopo y álamo blanco y negrillo; se va entre desmontes, bajando suavemente. Al fin aparece la ciudad; la Catedral, con sus torres a manera de una antigua fortaleza, como lo fue en tiempo de las tutorías. Una gran línea de edificios, interrumpida en lo alto con las torres, chapiteles y campaniles que sobresalen, y abajo, por las copas de los chopos, que en grandes y multiplicadas filas siguen, de lo más alto a lo más bajo de la vega, hasta perderse de vista.”

Jovellanos, Diarios

En nuestra historia literaria encontramos sólo unos pocos escritores e intelectuales que hayan defendido con tesón el paisaje y la estética urbana: Jovellanos, Unamuno, Azorín, Pío Baroja, Julio Caro Baroja, Miguel Delibes, Julio Llamazares. Y pocos más. Salvo excepciones, los intelectuales españoles no han prestado mucha atención a este problema y ni la estética de las ciudades ni el paisaje han sido de su interés. Incluso en la pintura, el paisaje ha sido algo secundario en comparación con la pintura flamenca, holandesa, inglesa, francesa o incluso italiana.

Julio Caro Baroja ya denunció el ‘envilecimiento estético de España’ hace más de cincuenta años por. Pero si viviera estaría aún más horrorizado. Esto es lo que demuestra con datos incontrovertibles Andrés Rubio en España fea, un libro que ya va por más de cuatro ediciones.

Andrés Rubio, periodista especializado con una larga trayectoria profesional, va describiendo los horrores urbanísticos más destacados de España al tiempo que los va contrastando con el cuidado por la estética y el paisaje que presiden la política de ordenación del territorio de otros países como Francia, Alemania, Italia o Portugal (pasar de Tuy a Valença do Minho ya nos da una idea del terrible contraste). Leer las 410 páginas es deprimente, con la descripción pormenorizada de los atentados, los ecomonstruos, los atropellos.

La destrucción del paisaje urbano y rural ha venido apoyada, además de en la incultura, falta de sensibilidad y mal gusto, en la corrupción. Si se observa, en la mayoría de los grandes casos de corrupción, financiación ilegal y enriquecimiento, han estado implicados constructores, empresas turísticas y autoridades municipales. No es por casualidad.

La despreocupación por el paisaje y por la belleza urbana han sido una constante y se agudizó tras la guerra civil. Y no ha sido solamente por las autoridades sino que los propios ciudadanos, en general, han permitido que los bloques, la destrucción de los centros históricos, de lugares tan emblemáticos como la vega granadina (la descripción de Jovellanos arriba citada, casi hubiera valido para ésta hace cincuenta años, con sus inmensas alamedas, sus huertos y blancas casas de trazas mudéjares), fueran pasto del mal gusto y la sobreedificación. De hecho, los pisos en los bloques se venden inmediatamente, a la gente les gustan. Además, como bien señala Rubio, la recuperación de la democracia incluso empeoró las cosas: las Comunidades Autónomas y los alcaldes elegidos democráticamente no pararon el horror sino que en su mayoría fomentaron la especulación, la construcción desaforada y la fealdad. Los intelectuales, los creadores de opinión, más preocupados por asuntos más ideológicos, se han callado.

En el PSOE nadie ha alzado su voz contra la destrucción, al contrario. Por ejemplo, la Junta de Andalucía -40 años de monocolor socialista- ha amparado y perpetrado los mayores desaguisados urbanos de nuestro país en Barbate, Sierra Nevada, la Costa del Sol, en Almería (la ciudad de Almería, tan antigua, en un lugar orográficamente privilegiado, es puro dolor de irremediable fealdad). De hecho, Andrés Rubio responsabiliza a Felipe González de esa falta de cuidado y atención, siendo los gobiernos del PSOE, tanto a nivel estatal como autonómico o local, la gran decepción.

Mi experiencia personal en Francia a este respecto es curiosa: cuando en 2009 nos hicimos eco de las críticas de los turoperadores, agentes de viajes y periodistas de turismo franceses hacia el exceso inmobiliario de la Costa del Sol (recuerdo que en un viaje unas periodistas murmuraron “c’est sinistre”), los responsables de la Junta, entre ellos Paulino Plata, se cerraron en banda y nunca más me dirigieron la palabra, con una falta de educación pasmosa, pidiendo incluso mi cese a Turespaña como director de la Oficina Española de Turismo en París sólo por hacerme eco de lo que todos decían en Francia.

Es decir, no se podía criticar ni poner en duda la gestión urbanística y turística andaluza. Y así en otros lugares de España, como Galicia, País Valenciano, Murcia, Baleares, Canarias, etcétera. El turismo con su pariente la construcción han sido y son las armas de destrucción masiva en grandes zonas de España.

Basta ver las partes antiguas de las ciudades y pueblos en contraste con las ‘modernas’, para percatarse de que en muchas ciudades sólo lo que tiene más de cien años es bonito. Hasta en Castilla la Vieja, ciudades históricas como Benavente, Medina del Campo, Olmedo, Tordesillas, han sido desguazadas por la construcción y sus zonas modernas de una vulgaridad desoladora. Sólo sus viejos centros han sido un poco respetados, y no siempre.

Y hay otros contrastes apabullantes, como Úbeda, declarada Patrimonio de la Humanidad, cuyas partes modernas y afueras son lamentables estéticamente e indignas de un país europeo medianamente ordenado. Sólo el centro anterior al siglo XX, es merecedor de ser destacado por la UNESCO (creo que fue un favor del a la sazón DG, el granadino Federico Mayor Zaragoza).

Llegan pronto las elecciones municipales y debería ser éste un tema de debate: ¿cómo y quién ha destruido nuestras ciudades, pueblos y paisajes españoles? ¿Cómo detener el desastre e intentar revertir la tendencia? Naturalmente, los alcaldes y los partidos políticos que engrasan sus aparatos propagandísticos para las próximas elecciones, ni van a leer este libro ni lo van a tener en cuenta (salvo para denostarlo). Lo que contará será el sacrosanto desarrollo, más construcción, más rotondas, más afueras desastrosas. Porque así hay empleo, la excusa comodín. La belleza, la estética urbana, el paisaje, no están en la lista de prioridades de ningún partido.

El libro de Andrés Rubio no contentará a nadie, pues las responsabilidades están muy repartidas: franquistas, socialistas, derecha, izquierda, nadie es inocente.