Dos libros alemanes contra el olvido

No podría haberlo hecho solo. Lo sé. No sin los ayudantes y los indiferentes.

George Steiner

Se han cumplido el pasado día 10 de noviembre 84 años de la Noche de los Cristales Rotos, Kristalnacht, cuando los nazis organizaron un enorme pogrom por toda Alemania. La memoria cuesta. El profesor de psiquiatría de la Universidad de Barcelona que fue don Emilio Mira y López, exilado tras la guerra, resumía así los cinco factores que influían en qué se recuerda y cómo se puede testimoniar de un hecho o suceso personal o social:

  1. Cómo es percibido.
  2. Cómo se ha conservado en la memoria.
  3. Cómo se es capaz de evocarlo.
  4. Cómo se quiere -si quiere- expresarlo.
  5. Cómo se puede expresarlo.

Las dos fases de la memoria, conservación y evocación, han sido objeto de estudio con las denominadas “curvas del olvido”, el embotamiento de los recuerdos neutros, y las “curvas de represión” u olvido forzado de los recuerdos emocionales.

La amnesia cumple un fin de defensa psíquica, nos dice este psiquiatra, y recuerda que Freud le daba más importancia al olvido forzado porque responde a la represión, que es sinónimo de inhibición, dificultando la evocación de los recuerdos. Según el profesor Mira no existen percepciones neutras, fáciles de olvidar, sino que se reprimen determinados recuerdos, una voluntaria amnesia emocional por repugnancia a lo que sucedió, por horror o por remordimiento.

En ese “no acordarse” o “haber olvidado”, que es la excusa de muchos acusados, sean delincuentes o meros testigos de lo que pasó, confluyen factores intelectuales, afectivos y cognitivos:

o La ignorancia o falta de cultura.
o El desafecto o indiferencia.
o El no saber cuál va ser la consecuencia.

En el caso del Holocausto y la indiferencia o colaboración activa o pasiva de la población (alemana, austríaca, francesa, etc), se dan los cinco puntos arriba mencionados:

  1. el antisemitismo ancestral, que genera
  2. indiferencia, desafecto, y
  3. el no querer saber más, por
  4. la falta de cultura y de conocimientos de la población, adormecida por la propaganda, para después
  5. no poder expresarlo en un ambiente de postguerra, derrota y ruinas.

Todos estos mecanismos del olvido deliberado o del alegato de “no sabía” son perfectamente aplicables a lo que nos describe el libro de Géraldine Schwarz, Los amnésicos (que podría titularse los conformistas). La autora, franco-alemana, ha dejado constancia de toda la evolución del pueblo alemán desde el nazismo hasta la caída del muro de Berlín siguiendo algo muy cercano, su propia familia, desde sus abuelos, típicos conformistas o mitläufers (su abuelo compra la fábrica a precio de saldo a unos judíos que deben huir) hasta su padre, nacido en 1942, que intenta limpiar ese pasado familiar contra el olvido deliberado.

En Alemania, y mucho más en Francia, Italia y sobre todo Austria, resultó tras la guerra que casi nadie reconocía que había sido colaboracionista, fascista o nazi. Y la mayoría “no recordaba”, aunque hubieran visto desfilar filas de judíos escoltados por soldados alemanes o por gendarmes franceses. Pero la diferencia es que Alemania, poco a poco, sí ha hecho su revisión del pasado, sí ha examinado su memoria histórica, aunque se tardó años y sólo a partir de los sesenta se comienza a investigar en serio el pasado y acciones de muchas personas que parecían estar por encima de toda sospecha . También se comprende pues las preocupaciones primordiales de los alemanes en la postguerra eran la alimentación y la reconstrucción. Además, cuando celebridades como Heidegger, u Ortega y Gasset en España (ver La pluma del cormorán, nov 2021), o la Iglesia protestante o la católica, no dijeron nada ni expresaron públicamente nada sobre el Holocausto, los campos o las persecuciones, ¿por qué habría que exigir a los meros ciudadanos de a pie que fueran más conscientes?

Un libro complementario a este es el de Maxim Leo, Historia de un alemán del Este, que no creo haya sido traducido al español. Maxim Leo nos habla de su familia, de su abuelo Gerhard, judío alemán asimilado, que lucha en la Resistencia francesa y luego forma parte de la élite de la Alemania del Este, y del otro abuelo, Werner, que fue nazi y luego se hizo comunista. En la RDA no se hizo la expiación ni el ejercicio de memoria pues oficialmente el nazismo parecía sólo haber existido en la otra Alemania, la capitalista. El muro era considerado por Gerhard como un muro para defenderse del fascismo del Oeste. La otra abuela, la de Werner, es muy expresiva cuando él le pregunta si supieron en la época de los crímenes nazis (contra los judíos), “no nos hemos preocupado”, responde. Y cuando desaparecen una compañera suya del colegio así como la profesora, ambas judías, dice “es así, no nos hicimos preguntas, quizás porque nosotros también teníamos miedo”. Exactamente algunos de los mecanismos que describe el profesor Mira, miedo, indiferencia y desafección.

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Carl Schmitt y su influencia en los juristas del franquismo

Es importante, es necesario conocer el pensamiento conservador y sus orígenes sobre todo cuando la tendencia antiliberal avanza por el mundo. Siempre me llamaron la atención la personalidad y los escritos de Carl Schmitt. Sus tesis de enemigo-amigo, tierra-mar, el decisionismo, muchas ideas que él plasmó en sus libros a lo largo de más de medio siglo; pero mi conocimiento era muy superficial. Como hice la carrera de Derecho entre manifestaciones, detenciones y estudiando lo indispensable, nunca leí mucho sobre él. Y, además estábamos inoculados contra el pensamiento conservador, aunque tuve como profesores a Sánchez Agesta, García Arias y Eustaquio Galán, que conocieron bien a Schmitt. No les escuchábamos. Ahora, en esa editorial sevillana que es un pozo sin fondo para los amantes de la historia, de la poesía y de los libros impredecibles que es Renacimiento, he encontrado este libro del catedrático Jerónimo Molina Cano, Contra el “mito Carl Schmitt”. Está en la colección Espuela de Plata de Renacimiento. Molina Cano es catedrático en la Universidad de Murcia.

Los que estudiamos en los últimos años del franquismo (yo, entre 1968 y 1973) estábamos imbuidos de un maniqueísmo bastante pedestre que nos hacía desdeñar lecturas que nos hubieran ilustrado y en cambio adorábamos libros sin peso específico como las bazofias de Régis Debray o las simplificaciones de Marta Harnecker (ésta, con todos mis respetos). No todo era incultura, no, pero nuestras anteojeras antifranquistas nos hicieron, me hicieron, descartar algunas lecturas que hubieran sido provechosas, estimulantes. De todo este maniqueísmo cultural hablé en una especie de memorias, Comunistas y Pilaristas. Un romanticismo tardío[1].

Como es sabido, Schmitt (1888-1985) fue un inspirador del Tercer Reich, fue llamado el “enterrador” de la Constitución de Weimar y fue un maestro para muchos juristas españoles del segundo tercio del siglo XX. Franquista convencido, además de un gran amante de España, su hija Ánima se casaría con un catedrático español, Alfonso Otero Varela. Pero en Alemania, me dice mi amigo Alfons, es una ‘no-persona’.

Carl Schmitt es todavía ‘la bête à abattre’ de ciertos profesores porque ha representado uno de los baluartes de la crítica a la democracia, del pensamiento antidemocrático que se puede rastrear desde Rivarol, Joseph De Maistre, pasando por Donoso Cortés, Charles Maurras, Enoch Powell y muchos más. Pensadores que, si reaccionarios, antiliberales, antisocialistas, antirrepublicanos, anticomunistas, no habría que pasar por alto pues sus obras contienen elementos muy interesantes y no son banalidades ni panfletos.

El libro de Molina Cano, muy bien documentado y con una bibliografía precisa, pone de relieve algo que hemos obviado: que entre los franquistas hubo también numerosos intelectuales y profesores cultos, absolutamente conservadores, pero en absoluto ignorantes. No todos los catedráticos de la postguerra ganaron sus plazas por mero ardor patriótico ni por afinidad política, que también sucedió, sino porque muchos reunían méritos suficientes, dentro del pensamiento conservador, claro está. La vida universitaria no era un desierto a pesar de la censura, del exilio de tantos, y la muestra fueron revistas como Arbor, Atlántida, o la de Estudios Políticos.

Como tantos verdaderos pensadores, Schmitt, aunque se discrepe de sus conclusiones, sus obras son un revulsivo, constituyen un aporte a la razón, al pensamiento que nos vacuna contra el cretinismo bienpensante -políticamente correcto hasta la médula- de los eruditos a la violeta que tanto abundan. Porque incluso sus controversias -de noble amistad, aunque duras- con Hermann Heller, socialdemócrata y judío (+ Madrid, 1933), muestran el respeto de que gozaba en los medios jurídicos de la época. Con Ernst Jünger, con quien discrepaba, también mantuvo una larga amistad.

El libro del profesor Molina Cano hace justicia al alemán, “al viejo de Plettenberg”, sin escamotear ni disimular sus ideas ni sus relaciones con aquellos juristas del Régimen como Francisco Javier Conde, Jesús Fueyo, Díez del Corral, también con Eugenio D’Ors y con Álvaro D’Ors, así como con otros no franquistas como Pedro Salinas o Manuel García Pelayo. El profesor Molina afirma que existe “una enorme deuda que la ciencia del derecho constitucional tiene contraída con Schmitt”, pues hasta para la elaboración de la Constitución vigente de 1978 se echó mano a sus tratados e ideas.

También nos muestra la hispanofilia de Schmitt, su conocimiento de nuestro país e historia, estudioso a fondo de Donoso Cortés (por cierto, también despreciado hoy entre los unilaterales, pero de gran profundidad y una capacidad intelectual que no fue igualada en el siglo XIX español) y del Padre Vitoria. Aunque su fascinación por Francia fue quizás mayor, pues Carl Schmitt admiró siempre la capacidad de síntesis de los juristas franceses, conoció personalmente al gran escritor Drieu La Rochelle (un ‘collabo’ que se suicidó a la Libération) y no en vano Julien Freund -resistente, nada sospechoso de derechismo- fue su principal rehabilitador en Francia.

También es muy interesante el capítulo sobre el concepto de ‘nomos’ y la componente telúrica, de la tierra y el espacio, el raum, en el pensamiento de Schmitt. Son éstos, aspectos bastante dejados de lado hoy por el pensamiento jurídico constitucional a pesar de que serían muy útiles para abordar el problema nacional y territorial siempre a punto de desintegrarse, del país España.

Como muchos alemanes conservadores, Schmitt prácticamente no dijo una palabra, ni siquiera pronunció una mera excusa, sobre el Holocausto, al contrario, llegaba a criticar a los “emigrantes” que volvían pidiendo ser indemnizados, que eran judíos que pudieron salir a tiempo. Fue mucho más de lo que se llama un ‘Mitläufer’, esos que seguían la corriente del nazismo, aunque sólo permaneció en el partido tres años. Auschwitz parece que no estaba en su radar, como tampoco para Heidegger y tantos otros, que hicieron como si nada hubiese pasado, absolutamente impermeables. Ernst Jünger, en este sentido, fue mucho más explícito y ya en plena guerra mencionó en sus diarios la persecución de los judíos y los horrores que se perpetraban en el ‘Este’.

Al hilo de este interesante libro sobre el jurista alemán, la editorial Renacimiento acaba de publicar otro libro indispensable sobre el pensamiento conservador, Europa, análisis espectral de un continente, de Hermann Von Keyserling, una obra que era inhallable pues fue editada hace noventa años por Espasa-Calpe (1929).

La utilidad del libro sobre Schmitt del profesor Molina Cano es la de quebrar los tópicos y, como está escrito con agilidad y claridad, inducirnos a leer y conocer mejor esa tradición jurídica conservadora que no hay que menospreciar ni olvidar. Dado el crecimiento actual, casi exponencial, de los partidos antiliberales en Europa, es importante conocer mejor las raíces del pensamiento conservador sin prejuicios y sin esas zafias muletillas de llamar fascistas o fachas a toda la derecha. Eso simplifica demasiado las cosas y así no se puede argumentar en serio ni desmontar sus propuestas. Todo es más complejo de lo que parece. También sería positivo que los políticos de la derecha española de hoy conocieran mejor a los autores y pensadores conservadores ilustrados, que tenían más enjundia, pues no lo parece tal y como se expresan.


[1] Que sólo se vende en la librería madrileña ‘Sin Tarima’, en la calle Magdalena, 31.

El silencio de Ortega y Gasset sobre el nazismo y el holocausto

Los lectores de Ortega y Gasset no podemos por menos que echar en falta una sola palabra suya, una sola frase sobre el nazismo y sobre el holocausto, sobre el exterminio de los judíos. Sin embargo, era Alemania, su historia, su filosofía, el principal hilo conductor del pensador español, y lo fue hasta el final de sus días.

No era ajeno Ortega a la realidad política y mundial, no era un mero pensador cultural, inerte frente al mundo, muy al contrario. Además de su intervención en la vida política española en el primer tercio de siglo, ya en 1920 escribe un ensayo muy crítico sobre el libro de Max Scheler El genio de la guerra y la guerra alemana (El espectador II). No comparte la tesis de Scheler de que la guerra sea un ejercicio de dominio espiritual por medio de la violencia, en el que éste prácticamente exculpa al Reich alemán de su responsabilidad en la guerra (la Primera mundial), en la violencia y muerte de millones de personas. De hecho, Ortega critica que “aquellas labores de exterminio llevadas a cabo contra los indios y los negros”, no sean consideradas como guerra, porque ésta tiene una altura, por así decirlo, de miras, mucho más ‘espiritual’, como pretendía el filósofo alemán. Ortega critica de paso el colonialismo despiadado,

“Con tranquila conciencia los pueblos europeos imponen violentamente a los pueblos oceánicos, africanos y asiáticos su voluntad política. Y es curioso notar cómo la manera de hacerlo guarda una peculiar gradación, según la calidad del pueblo: Alemania e Inglaterra no entran en la tierra de los Hereros y Somalíes lo mismo que la propia Inglaterra en Egipto o Francia en Marruecos.”

Ortega estaba perfectamente informado de las luchas coloniales y de los métodos de los Estados europeos para dominar a las poblaciones autóctonas. Esta diferencia de “métodos” se plasmaría años más tarde en cómo entró la Wehrmacht en Francia en comparación a cómo lo hizo en Polonia o Rusia. Pero ya de esto Ortega no hablará.

El pensador español también se percató inmediatamente de la naturaleza del fascismo italiano y lo criticó desde su aparición, tachándolo de ilegítimo y manteniendo que lo único que ejercía Mussolini era la fuerza bruta de sus Camisas Negras (Sobre el fascismo 1925). Pero no diría nada sobre los nazis.

También es verdad que ante lo indecible Ortega opta por la posición del brahmán

“Pero estoy seguro de que en tiempo de guerra, cuando la pasión anega a las muchedumbres, es un crimen de leso pensamiento que el pensador hable”.

lo que reiterará con más detalle en su artículo El silencio, gran brahmán (El espectador VII), cuando recomienda el silencio y, de alguna manera, se acoge a él.

Escribió esa obra memorable, entre muchas, que es La rebelión de las masas. Pero, de alguna manera, el III Reich, el nazismo y el holocausto contradijeron con los hechos toda su teoría sobre las minorías excelentes, sobre el ascenso del nivel histórico, sobre su idea de Alemania como nación. Él, que tan agudamente había percibido el peligro del ascenso de las masas, queda incólume ante lo que sucede en Alemania a partir de 1933.

Escribe: “quisiera vislumbrar el diagnóstico de nuestro tiempo”, pero resulta triste que no hiciera nunca, públicamente al menos, el diagnóstico del nazismo, de cómo gran parte de las élites pensantes (‘excelentes’, diría él) de Alemania lo apoyaron activamente, hasta Heidegger, su gran modelo. ¿Qué habría tenido que concluir sobre el uso de ciencia físico-química que tanto exalta y sitúa en el cuadrilátero Londres, Berlín, Viena, París, cuando hemos visto cuál ha sido el uso de la química y la física por los científicos del exterminio? Tanto análisis certero, atinado, del siglo XIX y hasta del primer tercio del XX y después, nada más. Quizás porque cuando escribió La rebelión de las masas tenía más en mente las masas bolcheviques, los motines y revueltas obreras, como “la acción directa de grupos realistas y sindicalistas de hacia 1900” (en Francia).

En La rebelión de las masas Ortega atisbaba los peligros que se cernían sobre Europa, pero no pasó de ahí. De hecho, en junio de 1941 todavía escribirá un artículo encomiástico sobre el libro del medievalista Johannes Haller, Las épocas de la historia alemana, sin hacer mención alguna al momento. También en 1954 publica en Frankfurt un artículo sobre el espacio, Algunos temas del Weltverkehr (no el espacio vital, el lebensraum, que era precisamente uno de los leitmotivs del nazismo pero el espacio de una nación), sin hacer mención a la tergiversación del concepto que hizo Hitler.

Precisamente los nazis son los que amenazan el equilibrio de fuerzas entre potencias que Ortega considera uno de los avances de la civilización europea. La intoxicación del pueblo alemán, de gran parte de sus intelectuales, no puede haberle pasado desapercibida. Después, el exterminio sistemático, las cámaras de gas, no fueron un secreto. Ante lo indecible, se diría que Ortega ha capitulado, ha renunciado a ver. Su credibilidad queda muy afectada porque no ha estado a la altura de las circunstancias, como hubiera dicho, si hubiera vivido, Antonio Machado.

Tras la guerra, Ortega irá de nuevo a su querida Alemania, a Berlín en 1949, a Darmstadt en 1951, a Munich en 1953. En todas sus conferencias tendrá un enorme éxito de público. Pero hablará de la historia alemana no reciente, de Heidegger (al que ensalza -con razón- como filósofo, escritor, investigador del lenguaje, pero sin entrar en su aquiescencia pasiva o activa del nazismo), de arquitectura. Mencionará ‘la ‘catástrofe’ sin decir a qué se refiere ni por qué ha acontecido, hablará de ‘victoria y derrota’, sin decir por qué ni cómo. Ortega elude deliberadamente toda crítica, incluso la más mínima mención, al nazismo y, por supuesto, al holocausto.

¿Qué sucedió? ¿Es el síndrome que anunciase Theodor Adorno, sobre si se podría escribir después de Auschwitz?, ¿o pensar después de Auschwitz?.

Creo que no, ni lo uno ni lo otro. Además de que sobre el nazismo, el exterminio como forma de lucha, no sólo de judíos, sino de gitanos, homosexuales, débiles mentales, prisioneros rusos, hubo en España un silencio generalizado y probablemente vergonzante de todos los intelectuales de la postguerra. Ni Julián Marías, ni Paulino Garagorri, ni Antonio Rodríguez Huéscar, los tres más egregios discípulos de Ortega dentro de España, dijeron una sola palabra ni sobre los campos de concentración ni, en general, sobre el fascismo italiano o el nazismo, como si entendieran que pues sobre el franquismo no podían hablar por tanto tampoco de sus aliados. Recordemos que Gregorio Marañón llegó a prologar un libro del nazi belga Léon Degrelle, refugiado tranquilamente en España como miles de alemanes y nazis de toda Europa. En España, donde la izquierda se pasa la vida hablando del fascismo, ha habido muy poco interés y sigue habiendo muy poco (salvo series o novelas más espectaculares), por el antisemitismo, en comparación con lo que sucede en los países europeos, donde este asunto y la responsabilidad de los intelectuales son una constante fuente de reflexión, de análisis histórico, de referencia y, por así decirlo con una palabra muy actual, de vacuna contra el totalitarismo.

Auschwitz, como dice Adorno, destruyó toda ilusión de un supuesto progreso histórico del hombre; la barbarie la perpetró la nación más culta del mundo. El sentido histórico de una nación, del hombre, queda destruido. Ortega, que era muy inteligente, probablemente también tuvo ese sentimiento y por eso calló: su construcción teórica sobre las masas la había desmoronado Hitler.

Hermann Broch, conocido en España prácticamente sólo por La muerte de Virgilio, escribió La teoría de la locura de las masas, que fue publicado en Francia ya en 1955. Según la pensadora francesa Cynthia Fleury, Broch desmonta la teoría de que hay una entidad mística como la masa. Broch, de hecho, en esta obra inacabada, plantea la antítesis de lo que Ortega propuso sobre las masas. No es casual que Broch, austríaco y judío, fallecido en 1951, haya escrito también Los sonámbulos y Los irresponsables. La irresponsabilidad, la no intervención de los intelectuales.

Lo que es extraño es que, habiendo habido tantos egregios escritores de lengua alemana que alertaron muy pronto sobre el nazismo, que lo vivieron y tuvieron que huir, contemporáneos suyos, como Thomas Mann, Broch, Zweig, Benjamin; Ortega, o no los leyó o -lo que es peor- no compartió sus tesis.

Pero esto no es sorprendente si tenemos en cuenta que, desgraciadamente, Ortega y Gasset, tampoco dijo nada sobre el franquismo aunque estaba exiliado y era una víctima del régimen; de penetrante pasa a ser romo, esa palabra que le había gustado usar. La guerra civil de España y luego la II Guerra Mundial parece que le dejaron literalmente sin voz, se desentendió, dejó de ser el espectador.

Desgana y pesimismo

Decía Baroja, inveterado pesimista, que lo que se consideraba sabiduría y ponderación de los viejos no era en realidad sino la desgana, el cansancio y la desilusión. Esto les hacía más remisos a opinar o sostener las ideas y, en cierto modo, no eran más tolerantes sino más desinteresados. Los viejos van creyendo menos en las ideologías, son menos contundentes en sus creencias, se van despegando de lo inmediato. Y, además, piensan que no sirve nada para nada.

Puede haber otros motivos, pero entre los libros procedentes de la biblioteca de don Ramón Martínez Ruiz, hermano de Azorín, que ejerció como médico en La Puerta de Segura (Jaén), he encontrado Essais optimistes, de Élie (Ilya) Metchnikoff. En el campo se suele poner uno a leer esos libros que llevan años como esperándote. Su lectura me ha hecho pensar sobre las razones del, de mi pesimismo. Pesimismo que se acentúa al leer la prensa española y contemplar la situación de España (“cuando me paro a contemplar su estado”, parafraseando al poeta…).

Metchnikoff, (Ivanovka 1845-Paris, 1916), fisiólogo, obtuvo el Premio Nobel de Medicina en 1908. Además de la flora intestinal, la fagocitosis y los problemas de la biología del intestino, estudió la vejez, la longevidad, la muerte, introduciendo el término gerontología. Cuando habla de pesimismo sabe bien de lo que habla pues se había intentado suicidarse dos veces. Afirma que el optimismo se adquiere a la edad madura, cuando se entiende el sentido de la vida, mientras que el pesimismo pertenece sobre todo a la juventud. Hombre de gran cultura, mencionó entre los pesimistas más conspicuos a Leopardi, Byron y Lermontov. Metchnikoff estudia el Fausto de Goethe como uno de los libros en los que luchan el pesimismo y el optimismo.

En España, el pesimismo ha sido siempre una constante. Jaime Gil de Biedma ya lo decía, “en un viejo país ineficiente, algo así como España entre dos guerras civiles…”, o aquel otro poema, “De todas las historias de la Historia, sin duda la más triste es la de España, porque termina mal”. Parece que la realidad confirma esa propensión al pesimismo. Un pesimismo que en España que va de Larra a Unamuno, de Jorge Manrique a Goya.

El nacionalismo periférico, en el fondo, no es más que un recurso contra ese pesimismo. Piensan los secesionistas que, refugiándose en su región, en su lengua exclusiva y excluyente, separándose, podrán quitarse el peso opresor de la España negra que imaginan y tanto denuestan. El separatismo catalán y vasco, en el fondo, no son más que deseos de salir de la realidad pues no creen en España. O sí creen, para odiarla.

Pero la impresión que da nuestro país al visitante parece la contraria: un país siempre alegre. Risas, risotadas, griterío, juerga, la España de charanga y pandereta que decía otro escéptico, don Antonio Machado. España, país de turismo y de bares, de fiesta, de jarana: es sólo apariencia. En el fondo, seguimos teniendo “el espíritu burlón y el alma quieta”. Los alardes de ruido y alegría son apariencias. El español siempre ha sabido buscar remedios contra esa tristeza, ese pesimismo: la intoxicación externa con la bebida y el tabaco -que en España son los más baratos de Europa-, las adicciones (es uno de los países donde se consume y trafica más droga). No es casual que la comida, el “comidismo”, triunfe en España; es otro recurso para inventarse una felicidad.

“Antes de nada, quiero ponerte en compañía de gentes alegres para que veas lo fácil que es la vida. Para el pueblo aquí reunido, todos los días son fiesta. Con poco talento y mucho placer, todos giran danzando en estrechos círculos, como gatitos persiguiendo su cola. Mientras que no se quejen de dolor de cabeza, el tabernero les sigue fiando y están satisfechos y despreocupados”. (Mefistófeles, Fausto I)

Tras 1812, el 98, y después 1939, tres motivos para nuestro pesimismo histórico. El 39 ha sido, por ahora, el último desastre para las ideas, el pensamiento y el optimismo. Hoy, con el panorama político desierto de ideas, ayuno de entusiasmo y generosidad, nos acercamos otra vez a ese abismo al que siempre hemos conseguido precipitarnos, en una especie de suicidio colectivo. El fin de la última guerra civil, la cuarta en dos siglos, en el fondo fue como suicidarse como país, una vez derrotados, vencidos, exiliados y fusilados los que estorbaban. Pero, en fin, no toquemos la historia porque cuanta más historia sepamos, más pesimistas nos haremos.

El 98 fue quizás la plasmación más creativa, más conocida, de ese pesimismo histórico que siempre ha latido en los españoles. Pero nuestro pesimismo nunca ha sido agresivo ni odioso, como lo han sido el de Louis Ferdinand Céline, Marcel Jouhandeau, François Mauriac y tantos otros franceses, el del austríaco Thomas Bernhard o el de Peter Handke.

¿Cuáles son los remedios parciales contra el pesimismo que nos invade? Vivir al día, pensar poco, estimularse o evadirse con fiestas, fútbol, bares. Otro, más sofisticado, es el nuevo narcisismo apoyado en la espléndida forma física, los gimnasios, el deporte y la comida ‘bio’. Es el mito de la eterna juventud que Metchnikoff ya analizó hace más de un siglo.

Pero hay otros remedios paliativos contra este mal: ser más introvertidos, desentenderse, irse al campo (“lo cierto es que la vida recoleta y apartada entraña una serie de grandes ventajas”, Fontane), encerrarse a leer libros, a ser posible antiguos, que nos saquen de la realidad. Lo mismo que las clínicas del dolor, hemos de inventar las clínicas del dolor anímico.

Y, sin embargo, nuestro pesimismo respecto a España no se sostiene en los hechos. Si viajamos por el país notaremos que se vive bastante bien en todas las provincias, los pueblos están tranquilos, los servicios públicos funcionan razonablemente bien. Probablemente nunca se ha vivido tan bien como ahora, aunque haya mucho que mejorar pasando por más calidad que cantidad, por más estética y menos lucros. La vida política, ramplona y zafia, no representa la realidad del país.

El español, como es un pueblo antiguo con mezcla de latinos, celtas, bereberes y judíos, tiene cierta sabiduría antigua; ha criado una coraza para ser inmune a los políticos que le engañan, a los capitalistas que le explotan, a los alcaldes que los ignoran y no sirven para nada. La inmensa mayoría de los españoles vive y deja vivir, ama a los niños, es bastante compasiva, dona órganos, respeta a los viejos, acepta a los inmigrantes. Los españoles somos, eso sí, más incívicos en el ruido, griterío y otros detalles, a menudo desabridos o puramente maleducados, pero en general mucho más amables que muchos de nuestros amigos europeos.

Bueno, yo, para intentar desatrancar este pesimismo he encontrado de momento un remedio: leer a Theodor Fontane, concretamente El Stechlin -otro libro que llevaba esperando unos años en la estantería-, que es un retrato amable de la aristocracia de la Marca de Brandenburgo venida a menos en el último tercio del XIX. (“No parece estar triste, o quejoso con la patria, ¿verdad?»). Thomas Mann, que le admiraba (también le gustaba a Walter Benjamin, que encontraba su lectura ‘confortable’, puede que se inspirara en él para escribir esa otra novela alemana que deja poso, Los Buddenbrook. Remedios temporales contra el pesimismo y la desgana. Pero hay muchos más libros.

La estéril búsqueda de la baronía de Baudrehage

Cuando llegó a aquel verde valle por Soumagne, no muy lejos de Herstal (donde se dice que nació Carlomagno), buscando el lugar de Baudrehage, una anciana que estaba sentada en el umbral de su puerta, en su wallon casi incomprensible le desengañó al decirle que ya no existía ni torre, ni castillo, ni casa solariega alguna.

– Baudrehage – le dijo, aspirando la hache- n’est qu’un lieu dit.

Es decir, no era sino un lugar, un topónimo perdido entre aquellos prados y bosques de las Ardenas. La zona había sido arrasada por mil guerras, la última cuando la ofensiva de Von Rundstedt en la Navidad de 1944. Intentaron los alemanes recuperar el puerto de Amberes y desencadenar un segundo Dunkerque, y estuvieron a punto de conseguirlo. De haber parado el avance norteamericano, la guerra en el frente oeste hubiera cambiado de vencedor. Aunque nadie sabía por dónde venían avanzando los soviéticos, que forzaron a retirar un Ejército blindado SS y dieciséis divisiones de la Wehrmacht para llevarlos hacia el Este, lo que dio un respiro a los norteamericanos.

Quizás lo supiera el capitán Baudrihaye, que estaba encerrado en el offlag de Prenzlau, en Brandenburgo; allí, en aquellos viejos cuarteles prusianos convertidos en prisión de oficiales belgas y franceses, los rumores del avance ruso por Polonia eran cada vez más insistentes; se notaba en la cara y actitud de los hoscos y nerviosos guardianes. Los paseos diarios – simplemente dar vueltas al ancho cuadrilátero de hormigón entre los cuatro cuarteles- habían sido suprimidos y los paquetes de las familias y de la Cruz Roja ya llegaban muy de tarde en tarde. Había tenido un cautiverio relativamente tranquilo; uno de los jefes alemanes del campo, un militar de cierta edad destinado ‘en guarnición’, es decir, no combatiente, se decía que escribía versos a escondidas de sus subordinados. Les dejaba representar obras de teatro, normalmente de Molière, en las que el capitán no actuaba sino que era solamente tramoyista. Algún oficial incluso podía tocar un acordeón cuando eran autorizados en fechas especiales.

El pabellón de los mandos alemanes del antiguo offlag de Prenzlau

Cuando fue a Prenzlau, que está a hora y media hacia el noreste de Berlín, nadie le supo dar razón de qué era aquel offlag abandonado. No sabían, no contestaban. Y además, por toda lengua extranjera, hablaban ruso. Sólo una joven, en la entrada de la imponente catedral del característico gótico de ladrillo rojo, el backsteingotik, en vías de reconstrucción (durante todo el régimen de la RDA no reconstruyeron, naturalmente, ni una sola iglesia), sonreía tímidamente y hablaba las suficientes palabras de inglés para cobrar las entradas.

Pero volviendo al valle de Soumagne, le llevaba allí solamente una curiosidad heráldica, como esas amazonas heráldicas con las que sueñan los pequeño burgueses tratando de imaginarse unos antepasados ilustres y singulares. La familia, además de tener como todas ciertos delirios de grandeza, estaba precisada de recibir alguna buena noticia tras haber sido su militar pasado a la reserva por oscuras razones de rencillas en cautiverio, envidias y resentimientos (eso que tanto contribuyó a la famosa Depuración en Bélgica y en Francia). Además habían perdido la riqueza de sus antiguos negocios de antes de la guerra. En todo caso serían títulos algo artificiales pues es sabido que el rey Léopold I, antes de morir en 1865 había otorgado baronías a diestro y siniestro (o más bien arriba y abajo, pues había que repartirlas equitativamente entre flamencos y wallones). Su sucesor, Léopold II, colonialista y urbanista (lean El fantasma del Rey Leopoldo, de Adam Hochschild, El corazón en las tinieblas, de Joseph Conrad y El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa), también inventó muchos títulos, todos igual de “antiguos”. Los títulos genuinos de la época de las Cruzadas, los únicos de origen medieval, eran franceses. En Flandes, en cambio, sí había títulos antiguos, entre otras cosas gracias a los doscientos años de ocupación española.

A unos treinta kilómetros de Aquisgrán y otros tantos de Maastricht (la Trajectum Mosam), zonas romanas, este territorio había perdido, entre las guerras, la minería y las autopistas toda su personalidad y las casas eran bastante vulgares, los pueblos sólo tenían una tienda o un pequeño súper, el inevitable kebab donde no servían ni siquiera la insulsa Stella Artois; las mantequerías y lecherías habían desaparecido y el pan había que ir a comprarlo a kilómetros. Eso sí, todos tenían su monumento a los muertos de las dos guerras y en algunos una bandera americana recordaba que la mayoría de los caídos eran más de Iowa y Nebraska que de las Ardenas.

El territorio ha sido desde remotas épocas carolingias, un país sin pueblo sino con pueblos, sometido a dinastías precarias y durante siglos, dependiendo del Arzobispado de Lieja, es decir, de algo sin personalidad. Tierra de compromiso, no patria, a merced de los Orange o de los alemanes, luego de Napoleón y, por fin, en 1830 formando parte del nuevo país inventado, tapón entre Prusia y Francia, Bélgica, con un Flandes que sólo se diferenciaba de Holanda porque era católico y una Wallonia que parecía un Departamento francés. Sorprende que este triángulo carolingio fuera sólo un nudo de autopistas a tres países, como si el exceso de sedimento histórico le hubiera arrebatado y apagado el alma. De ahí esa especie de falta de personalidad, que quizás sea su propia personalidad.

Siempre que volvía a Lieja, ciudad algo fantasmal a partir de las seis de la tarde, intentaba descubrir algo del pasado pero sus calles anodinas de color hollín eran una sucesión de tiendas de marcas banales y kebabs y gente con el rostro cerrado. Sólo una vez compró algo, por pasar el rato, Servitude et grandeur militaires de Alfred de Vigny, con el que pretendía ahondar y escudriñar en la mentalidad del capitán.

El área de paseo del offlag

En la zona carbonífera de Lieja, así como en la de Charleroi, había cada vez más socialistas y pocas familias monárquicas. Una de ellas era la dinastía militar de los Baudrihaye, que ya existía desde la fundación del Estado, en 1830, y que perduraría incluso durante las dos guerras mundiales. Las inquietudes creadas por las marchas de mineros tras la bandera roja harían del futuro capitán un anticomunista testarudo. Ironía de la historia, sería el Ejército Rojo, concretamente, el 70º ejército soviético y el 3º ejército blindado del Grupo de Ejércitos del Vístula, quienes le liberasen a finales de abril de 1945. Tardó cinco meses en poder llegar a Bruselas a través de ciudades alemanas que mostraban sus muñones chamuscados y estaciones desarticuladas en uno de los convoyes organizados para repatriar militares, prisioneros y sobrevivientes de los campos. Pero en aquellos trenes nunca volverían las dos amiguitas de sus hijas, Irène y Sylvie Grumberg, esas que venían a merendar y jugar los domingos por la tarde a la gran casa con jardín en Woluwe-St. Lambert.

Edificio del offlag

El capitán había rechazado siempre evadirse (lo que sus camaradas le reprochaban) pero se había también negado a ser intercambiado por prisioneros alemanes, algo que muchos oficiales flamencos aceptaron de inmediato. Esa disciplina (docilidad, le reprochaban sus camaradas) frente a sus guardianes y sus simpatías derechistas le jugarían una mala pasada cuando la Liberación, que para él supuso Depuración. De todas maneras era para preguntarse qué podía haber sentido –servitude et honneur militaires-, un soldado de profesión que nunca ha invadido país alguno y la única vez que ha hollado suelo enemigo ha sido como prisionero. La campaña de Bélgica en 1940, recuérdese, duró quince días. La debâcle.

El pabellón 2

Tras buscar arduamente las huellas de alguna casa solariega, algún torreón, aunque fuese una granja que justificase esa baronía inventada o soñada, lo único que descubrió fue que un tal Lambert Baudrihaye había firmado una acta del nuevo gouvernement belge, en 1834, que trataba de algo tan trascendente como la navegación de gabarras por el canal de Maastricht. Ni siquiera pudo verificar si era verdad, como decía su amigo Joan Mundet, bibliófilo tenaz, que había visto una lista de la Guardia Valona de Carlos III en la que figuraba un tal Badraye, que algún antepasado hubiera servido en España.

Quizá todo provenga de la confusión lingüística, tan propia de esas tierras entre holandeses, alemanes, flamencos, wallones y franceses. Baud significaría en viejo alemán fuerza, la terminación haye, es un seto, pero también una barrera. Obsérvese Den Haag, La Haya, en francés La Haye. ¿Pero hage? Qué es real, qué significa un apellido? Al cambiar el nombre, cambian el concepto, el lugar y el origen y todo desaparece.

Salvo que encuentren algún documento, el sueño de la supuesta baronía, esa especie de obsesión decimonónica por los árboles genealógicos, se ha esfumado. Mejor será, porque la nobleza y la firmeza de espíritu, como la del capitán a lo largo de su vida, es mucho más valiosa y superior a un título entregado por un rey.

La revolución de 1918 en Munich

Hace un siglo todo cambió. El viejo orden acababa. La Conferencia de Versalles iba a cerrar en mayo de 1919, con revanchismo y de manera ignominiosa para Alemania, la Europa del Tratado de Viena de 1815. Se desarbolaban y desmembraban con saña y codicia los dos grandes imperios, el Otomano –que se repartían Inglaterra y Francia- y el Austro Húngaro (además del ruso, que estuvo a punto de disgregarse con la guerra civil apoyada por las potencias occidentales). Estos imperios mal que bien, habían asegurado un cierto orden internacional. Ahora, Rusia estaba en plena revolución y Alemania, al borde del colapso.

Los campos de Flandes, In Flanders Fields, 1918

En el arte, Kandinsky ya había  escrito en 1912, De lo espiritual en el arte. La Bauhaus estaba a punto de iniciar el cambio total en la arquitectura y el diseño, uniendo arte y técnica. La pintura, la literatura, la música eran también revolucionarias. El rumano Tristan Tzara (Sami Rosentock), había lanzado su manifiesto Dada –de sí, sí, en eslavo, sí a la libertad creativa, sí a la vida- en abril de 1918. El psicoanálisis que había comenzado hacía diez años empezaba a difundirse como terapia. Oswald Spengler había publicado ya el primer volumen de su Decadencia de Occidente que todos leían con fervor, como Mann y Rilke.

Alemania en 1918

Cuando aun no se había firmado el armisticio (el 11 de noviembre), la revolución estallaba en Alemania, de norte a sur. Empezaron los marinos en Bremen y Hamburgo, el Kaiser Wilhem II huía a Holanda. El 8 de noviembre, en Munich, donde vivían Thomas Mann, Rilke y tantos literatos, se expulsaba pacíficamente al rey y se instauraba la república bávara. Daba comienzo la revolución maximalista capitaneada por el periodista y poeta Kurt Eisner y secundada por muchos intelectuales, entre ellos Ernst Toller, Gustav Regler y Oskar Maria Graf, hoy prácticamente olvidados. Les seguían soldados desmovilizados, obreros, estudiantes. Mientras, la burguesía se encerraba en sus casas, acobardada, a la espera.

Kurt Eisner, un socialdemócrata, no era ningún ignorante. Estaba formado como neo kantiano y había publicado un libro, Nietzsche, el apóstol del futuro. Había trabajado en el prestigioso ‘Frankfurter Zeitung’. Un año después de su asesinato eran publicadas sus obras completas.

Un joven reportero que luego se hizo famoso, Viktor Klemperer, da cuenta de lo que sucede. Entre los rebeldes o revolucionarios que desfilan por las avenidas muniquesas figura un cabo desmovilizado que acaba de salir de un hospital militar en Pomerania, un tal Adolf Hitler, que incluso participará en el funeral de Eisner en febrero. El director de orquesta Bruno Walter, amigo de Mann, practicaba su música. En el funeral de Eisner, ‘el Judío’, como le acusaban muchos, asesinado por un noble ultraderechista, Heinrich Mann pronuncia unas palabras, así como el espartakista Max Levien, aunque había sido su oponente.

Klaus Mann eligiría después a Eisner como el héroe de una de sus piezas de teatro. Su hermano Thomas estaba escribiendo La Montaña mágica, trabajo que interrumpió mientras duraba esa revolución. Su protagonista, Hans Castorp es en realidad un producto de esa revolución, de la contradicción entre el progreso democrático y el comunismo de vieja escuela, entre Settembrini y Naphta.

Pero había que acabar con el desorden. Los socialdemócratas alemanes, dirigidos por Friedrich Ebert, pactan con Hindenburg para derrotar a los revolucionarios en toda Alemania. Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg son asesinados en enero de 1919, como lo será días más tarde Kurt Eisner, el 21 de febrero.

A finales de abril de 1919, las tropas, la policía y los freikorps ahogan en sangre, a base de ametralladoras, el sueño imposible de aquellos poetas. El pequeño ejército rojo bávaro, de 15.000 soldados fue aniquilado y dispersado rápidamente. La Asociación Thule, fundadora del Deutsche Arbeiter Partei, que luego se convertiría en el NSDAP, estaba ya muy activa y clamaba por la pureza de la raza alemana, por una dictadura y por la expulsión de todos los judíos, a los que acusaba de ser los promotores de la revolución muniquesa.  El 1º de mayo desfilan por las avenidas de la ciudad los húsares prusianos y los freikorps, convenientemente uniformados. El experimento de los ‘soñadores’ ha terminado.

En España solamente Pío Baroja, en Las veleidades de la fortuna, se hace eco de esta revolución,

Stolz les habló de la revolución comunista y les señaló los puntos donde el estudiante Noske dio la batalla a los maximalistas  bávaros. Stolz era reaccionario y antisemita. Todos aquellos judíos mesiánicos, como Trotsky, Bela Kun y Zinoviev, le parecían repugnantes. Kurt Eisner, el socialista asesinado en Munich era, según él, uno de los hombres más pedantes y autoritarios.

(…)

-¿Y era curioso el aspecto de Munich durante la revolución?- preguntó Pepita.

-Nada. Todo iba tomando un aire horrible. Era como el cieno que va apareciendo cuando se revuelve un estanque.

(…)

– El alemán no puede vivir más que con disciplina estrecha. El maximalismo aquí, como todo lo popular en Alemania, tomó aire de fiesta gimnástica. Grupos marchando al paso y cantando la Internacional o la Marsellesa, músicas, tambores, tuvimos todo este estrépito hasta que empezó la canción de las ametralladoras (…)

La revolución de Munich, en la que participan espartakistas (mandados detener temporalmente por Eisner, como Max Levien, fundador del Partido Comunista Alemán), tolstoianos, utopistas, se plasma sobre todo en el papel: la prensa es nacionalizada, o más bien, socializada, se implanta la jornada de ocho horas (aunque la mayoría de las fábricas están paradas y hay miles de parados), se nacionaliza la industria minera. Las finanzas se guían por las teorías iluminadas de Silvio Gesell, Delegado del Pueblo, que considera la moneda como un residuo del pasado y propone que el dinero sea sujeto a una tasa semanal y sólo aceptado cuando los billetes lleven el sello de haber sido pagada; sostiene que el interés hace esclavos a los hombres, que la tierra y sus tesoros, su riqueza, pertenecen a todos, “no hay carbón inglés ni petróleo rumano, todo pertenece a la humanidad”. Pero sus teorías no eran tan disparatadas y serán estudiadas después, entre otros, por Keynes. Pretenden ingenuamente una paz separada de Baviera con la Entente (cuando Wilson, Clemenceau y Lloyd George lo que quieren es quitar a Alemania de en medio, quitarle sus colonias y someterla para siempre).

En conclusión, todo parece apuntar a que Eisner era un iluso, no sabía lo que quería, era pacífico, dudaba, y fue abandonado. Hará bueno ese aforismo alemán de que “quien sabe escribir un poema es un inútil en política”. Lenin, prudente y calculador, no había avalado el movimiento. La Tercera Internacional aun no se había constituido y la consigna era salvar la revolución en Rusia, no iniciar otras, de dudoso éxito. El camino hacia la constitución de Weimar quedaba despejado.

Esto y mucho más nos lo cuenta el libro de Volker Weidermann sobre aquellos sucesos: Dreamers, when the writers took power (Pushkin Press, 2018), Soñadores, cuando los escritores tomaron el poder, Alemania 1918.

No basta con ser culto, creativo y tener buena fe para dirigir la política y menos una revolución.

Leyendo esta triste historia del llamado soviet  de Baviera, no puedo por menos que ver un cierto paralelismo con otros sucesos históricos, esta vez españoles, que podría llevar el título titularse Cuando los ateneístas tomaron el poder. En efecto, don Manuel Azaña y tantos otros se encontraron con el poder en las manos en 1931, y sobre todo a partir de febrero de 1936, pero no supieron conservarlo ejerciendo la autoridad legítima de que disponían. El orden público se les fue a los republicanos de las manos, y el lumpenproletariado hizo de las suyas con las brigadas del amanecer, asaltos a cárceles y asesinatos sin cuento. Esta pérdida, esta carencia de poder cívico, netamente republicano, les fue enajenando voluntades tanto en España como en el extranjero y contribuiría en gran medida a su derrota.