Carl Schmitt y su influencia en los juristas del franquismo

Es importante, es necesario conocer el pensamiento conservador y sus orígenes sobre todo cuando la tendencia antiliberal avanza por el mundo. Siempre me llamaron la atención la personalidad y los escritos de Carl Schmitt. Sus tesis de enemigo-amigo, tierra-mar, el decisionismo, muchas ideas que él plasmó en sus libros a lo largo de más de medio siglo; pero mi conocimiento era muy superficial. Como hice la carrera de Derecho entre manifestaciones, detenciones y estudiando lo indispensable, nunca leí mucho sobre él. Y, además estábamos inoculados contra el pensamiento conservador, aunque tuve como profesores a Sánchez Agesta, García Arias y Eustaquio Galán, que conocieron bien a Schmitt. No les escuchábamos. Ahora, en esa editorial sevillana que es un pozo sin fondo para los amantes de la historia, de la poesía y de los libros impredecibles que es Renacimiento, he encontrado este libro del catedrático Jerónimo Molina Cano, Contra el “mito Carl Schmitt”. Está en la colección Espuela de Plata de Renacimiento. Molina Cano es catedrático en la Universidad de Murcia.

Los que estudiamos en los últimos años del franquismo (yo, entre 1968 y 1973) estábamos imbuidos de un maniqueísmo bastante pedestre que nos hacía desdeñar lecturas que nos hubieran ilustrado y en cambio adorábamos libros sin peso específico como las bazofias de Régis Debray o las simplificaciones de Marta Harnecker (ésta, con todos mis respetos). No todo era incultura, no, pero nuestras anteojeras antifranquistas nos hicieron, me hicieron, descartar algunas lecturas que hubieran sido provechosas, estimulantes. De todo este maniqueísmo cultural hablé en una especie de memorias, Comunistas y Pilaristas. Un romanticismo tardío[1].

Como es sabido, Schmitt (1888-1985) fue un inspirador del Tercer Reich, fue llamado el “enterrador” de la Constitución de Weimar y fue un maestro para muchos juristas españoles del segundo tercio del siglo XX. Franquista convencido, además de un gran amante de España, su hija Ánima se casaría con un catedrático español, Alfonso Otero Varela. Pero en Alemania, me dice mi amigo Alfons, es una ‘no-persona’.

Carl Schmitt es todavía ‘la bête à abattre’ de ciertos profesores porque ha representado uno de los baluartes de la crítica a la democracia, del pensamiento antidemocrático que se puede rastrear desde Rivarol, Joseph De Maistre, pasando por Donoso Cortés, Charles Maurras, Enoch Powell y muchos más. Pensadores que, si reaccionarios, antiliberales, antisocialistas, antirrepublicanos, anticomunistas, no habría que pasar por alto pues sus obras contienen elementos muy interesantes y no son banalidades ni panfletos.

El libro de Molina Cano, muy bien documentado y con una bibliografía precisa, pone de relieve algo que hemos obviado: que entre los franquistas hubo también numerosos intelectuales y profesores cultos, absolutamente conservadores, pero en absoluto ignorantes. No todos los catedráticos de la postguerra ganaron sus plazas por mero ardor patriótico ni por afinidad política, que también sucedió, sino porque muchos reunían méritos suficientes, dentro del pensamiento conservador, claro está. La vida universitaria no era un desierto a pesar de la censura, del exilio de tantos, y la muestra fueron revistas como Arbor, Atlántida, o la de Estudios Políticos.

Como tantos verdaderos pensadores, Schmitt, aunque se discrepe de sus conclusiones, sus obras son un revulsivo, constituyen un aporte a la razón, al pensamiento que nos vacuna contra el cretinismo bienpensante -políticamente correcto hasta la médula- de los eruditos a la violeta que tanto abundan. Porque incluso sus controversias -de noble amistad, aunque duras- con Hermann Heller, socialdemócrata y judío (+ Madrid, 1933), muestran el respeto de que gozaba en los medios jurídicos de la época. Con Ernst Jünger, con quien discrepaba, también mantuvo una larga amistad.

El libro del profesor Molina Cano hace justicia al alemán, “al viejo de Plettenberg”, sin escamotear ni disimular sus ideas ni sus relaciones con aquellos juristas del Régimen como Francisco Javier Conde, Jesús Fueyo, Díez del Corral, también con Eugenio D’Ors y con Álvaro D’Ors, así como con otros no franquistas como Pedro Salinas o Manuel García Pelayo. El profesor Molina afirma que existe “una enorme deuda que la ciencia del derecho constitucional tiene contraída con Schmitt”, pues hasta para la elaboración de la Constitución vigente de 1978 se echó mano a sus tratados e ideas.

También nos muestra la hispanofilia de Schmitt, su conocimiento de nuestro país e historia, estudioso a fondo de Donoso Cortés (por cierto, también despreciado hoy entre los unilaterales, pero de gran profundidad y una capacidad intelectual que no fue igualada en el siglo XIX español) y del Padre Vitoria. Aunque su fascinación por Francia fue quizás mayor, pues Carl Schmitt admiró siempre la capacidad de síntesis de los juristas franceses, conoció personalmente al gran escritor Drieu La Rochelle (un ‘collabo’ que se suicidó a la Libération) y no en vano Julien Freund -resistente, nada sospechoso de derechismo- fue su principal rehabilitador en Francia.

También es muy interesante el capítulo sobre el concepto de ‘nomos’ y la componente telúrica, de la tierra y el espacio, el raum, en el pensamiento de Schmitt. Son éstos, aspectos bastante dejados de lado hoy por el pensamiento jurídico constitucional a pesar de que serían muy útiles para abordar el problema nacional y territorial siempre a punto de desintegrarse, del país España.

Como muchos alemanes conservadores, Schmitt prácticamente no dijo una palabra, ni siquiera pronunció una mera excusa, sobre el Holocausto, al contrario, llegaba a criticar a los “emigrantes” que volvían pidiendo ser indemnizados, que eran judíos que pudieron salir a tiempo. Fue mucho más de lo que se llama un ‘Mitläufer’, esos que seguían la corriente del nazismo, aunque sólo permaneció en el partido tres años. Auschwitz parece que no estaba en su radar, como tampoco para Heidegger y tantos otros, que hicieron como si nada hubiese pasado, absolutamente impermeables. Ernst Jünger, en este sentido, fue mucho más explícito y ya en plena guerra mencionó en sus diarios la persecución de los judíos y los horrores que se perpetraban en el ‘Este’.

Al hilo de este interesante libro sobre el jurista alemán, la editorial Renacimiento acaba de publicar otro libro indispensable sobre el pensamiento conservador, Europa, análisis espectral de un continente, de Hermann Von Keyserling, una obra que era inhallable pues fue editada hace noventa años por Espasa-Calpe (1929).

La utilidad del libro sobre Schmitt del profesor Molina Cano es la de quebrar los tópicos y, como está escrito con agilidad y claridad, inducirnos a leer y conocer mejor esa tradición jurídica conservadora que no hay que menospreciar ni olvidar. Dado el crecimiento actual, casi exponencial, de los partidos antiliberales en Europa, es importante conocer mejor las raíces del pensamiento conservador sin prejuicios y sin esas zafias muletillas de llamar fascistas o fachas a toda la derecha. Eso simplifica demasiado las cosas y así no se puede argumentar en serio ni desmontar sus propuestas. Todo es más complejo de lo que parece. También sería positivo que los políticos de la derecha española de hoy conocieran mejor a los autores y pensadores conservadores ilustrados, que tenían más enjundia, pues no lo parece tal y como se expresan.


[1] Que sólo se vende en la librería madrileña ‘Sin Tarima’, en la calle Magdalena, 31.

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El silencio de Ortega y Gasset sobre el nazismo y el holocausto

Los lectores de Ortega y Gasset no podemos por menos que echar en falta una sola palabra suya, una sola frase sobre el nazismo y sobre el holocausto, sobre el exterminio de los judíos. Sin embargo, era Alemania, su historia, su filosofía, el principal hilo conductor del pensador español, y lo fue hasta el final de sus días.

No era ajeno Ortega a la realidad política y mundial, no era un mero pensador cultural, inerte frente al mundo, muy al contrario. Además de su intervención en la vida política española en el primer tercio de siglo, ya en 1920 escribe un ensayo muy crítico sobre el libro de Max Scheler El genio de la guerra y la guerra alemana (El espectador II). No comparte la tesis de Scheler de que la guerra sea un ejercicio de dominio espiritual por medio de la violencia, en el que éste prácticamente exculpa al Reich alemán de su responsabilidad en la guerra (la Primera mundial), en la violencia y muerte de millones de personas. De hecho, Ortega critica que “aquellas labores de exterminio llevadas a cabo contra los indios y los negros”, no sean consideradas como guerra, porque ésta tiene una altura, por así decirlo, de miras, mucho más ‘espiritual’, como pretendía el filósofo alemán. Ortega critica de paso el colonialismo despiadado,

“Con tranquila conciencia los pueblos europeos imponen violentamente a los pueblos oceánicos, africanos y asiáticos su voluntad política. Y es curioso notar cómo la manera de hacerlo guarda una peculiar gradación, según la calidad del pueblo: Alemania e Inglaterra no entran en la tierra de los Hereros y Somalíes lo mismo que la propia Inglaterra en Egipto o Francia en Marruecos.”

Ortega estaba perfectamente informado de las luchas coloniales y de los métodos de los Estados europeos para dominar a las poblaciones autóctonas. Esta diferencia de “métodos” se plasmaría años más tarde en cómo entró la Wehrmacht en Francia en comparación a cómo lo hizo en Polonia o Rusia. Pero ya de esto Ortega no hablará.

El pensador español también se percató inmediatamente de la naturaleza del fascismo italiano y lo criticó desde su aparición, tachándolo de ilegítimo y manteniendo que lo único que ejercía Mussolini era la fuerza bruta de sus Camisas Negras (Sobre el fascismo 1925). Pero no diría nada sobre los nazis.

También es verdad que ante lo indecible Ortega opta por la posición del brahmán

“Pero estoy seguro de que en tiempo de guerra, cuando la pasión anega a las muchedumbres, es un crimen de leso pensamiento que el pensador hable”.

lo que reiterará con más detalle en su artículo El silencio, gran brahmán (El espectador VII), cuando recomienda el silencio y, de alguna manera, se acoge a él.

Escribió esa obra memorable, entre muchas, que es La rebelión de las masas. Pero, de alguna manera, el III Reich, el nazismo y el holocausto contradijeron con los hechos toda su teoría sobre las minorías excelentes, sobre el ascenso del nivel histórico, sobre su idea de Alemania como nación. Él, que tan agudamente había percibido el peligro del ascenso de las masas, queda incólume ante lo que sucede en Alemania a partir de 1933.

Escribe: “quisiera vislumbrar el diagnóstico de nuestro tiempo”, pero resulta triste que no hiciera nunca, públicamente al menos, el diagnóstico del nazismo, de cómo gran parte de las élites pensantes (‘excelentes’, diría él) de Alemania lo apoyaron activamente, hasta Heidegger, su gran modelo. ¿Qué habría tenido que concluir sobre el uso de ciencia físico-química que tanto exalta y sitúa en el cuadrilátero Londres, Berlín, Viena, París, cuando hemos visto cuál ha sido el uso de la química y la física por los científicos del exterminio? Tanto análisis certero, atinado, del siglo XIX y hasta del primer tercio del XX y después, nada más. Quizás porque cuando escribió La rebelión de las masas tenía más en mente las masas bolcheviques, los motines y revueltas obreras, como “la acción directa de grupos realistas y sindicalistas de hacia 1900” (en Francia).

En La rebelión de las masas Ortega atisbaba los peligros que se cernían sobre Europa, pero no pasó de ahí. De hecho, en junio de 1941 todavía escribirá un artículo encomiástico sobre el libro del medievalista Johannes Haller, Las épocas de la historia alemana, sin hacer mención alguna al momento. También en 1954 publica en Frankfurt un artículo sobre el espacio, Algunos temas del Weltverkehr (no el espacio vital, el lebensraum, que era precisamente uno de los leitmotivs del nazismo pero el espacio de una nación), sin hacer mención a la tergiversación del concepto que hizo Hitler.

Precisamente los nazis son los que amenazan el equilibrio de fuerzas entre potencias que Ortega considera uno de los avances de la civilización europea. La intoxicación del pueblo alemán, de gran parte de sus intelectuales, no puede haberle pasado desapercibida. Después, el exterminio sistemático, las cámaras de gas, no fueron un secreto. Ante lo indecible, se diría que Ortega ha capitulado, ha renunciado a ver. Su credibilidad queda muy afectada porque no ha estado a la altura de las circunstancias, como hubiera dicho, si hubiera vivido, Antonio Machado.

Tras la guerra, Ortega irá de nuevo a su querida Alemania, a Berlín en 1949, a Darmstadt en 1951, a Munich en 1953. En todas sus conferencias tendrá un enorme éxito de público. Pero hablará de la historia alemana no reciente, de Heidegger (al que ensalza -con razón- como filósofo, escritor, investigador del lenguaje, pero sin entrar en su aquiescencia pasiva o activa del nazismo), de arquitectura. Mencionará ‘la ‘catástrofe’ sin decir a qué se refiere ni por qué ha acontecido, hablará de ‘victoria y derrota’, sin decir por qué ni cómo. Ortega elude deliberadamente toda crítica, incluso la más mínima mención, al nazismo y, por supuesto, al holocausto.

¿Qué sucedió? ¿Es el síndrome que anunciase Theodor Adorno, sobre si se podría escribir después de Auschwitz?, ¿o pensar después de Auschwitz?.

Creo que no, ni lo uno ni lo otro. Además de que sobre el nazismo, el exterminio como forma de lucha, no sólo de judíos, sino de gitanos, homosexuales, débiles mentales, prisioneros rusos, hubo en España un silencio generalizado y probablemente vergonzante de todos los intelectuales de la postguerra. Ni Julián Marías, ni Paulino Garagorri, ni Antonio Rodríguez Huéscar, los tres más egregios discípulos de Ortega dentro de España, dijeron una sola palabra ni sobre los campos de concentración ni, en general, sobre el fascismo italiano o el nazismo, como si entendieran que pues sobre el franquismo no podían hablar por tanto tampoco de sus aliados. Recordemos que Gregorio Marañón llegó a prologar un libro del nazi belga Léon Degrelle, refugiado tranquilamente en España como miles de alemanes y nazis de toda Europa. En España, donde la izquierda se pasa la vida hablando del fascismo, ha habido muy poco interés y sigue habiendo muy poco (salvo series o novelas más espectaculares), por el antisemitismo, en comparación con lo que sucede en los países europeos, donde este asunto y la responsabilidad de los intelectuales son una constante fuente de reflexión, de análisis histórico, de referencia y, por así decirlo con una palabra muy actual, de vacuna contra el totalitarismo.

Auschwitz, como dice Adorno, destruyó toda ilusión de un supuesto progreso histórico del hombre; la barbarie la perpetró la nación más culta del mundo. El sentido histórico de una nación, del hombre, queda destruido. Ortega, que era muy inteligente, probablemente también tuvo ese sentimiento y por eso calló: su construcción teórica sobre las masas la había desmoronado Hitler.

Hermann Broch, conocido en España prácticamente sólo por La muerte de Virgilio, escribió La teoría de la locura de las masas, que fue publicado en Francia ya en 1955. Según la pensadora francesa Cynthia Fleury, Broch desmonta la teoría de que hay una entidad mística como la masa. Broch, de hecho, en esta obra inacabada, plantea la antítesis de lo que Ortega propuso sobre las masas. No es casual que Broch, austríaco y judío, fallecido en 1951, haya escrito también Los sonámbulos y Los irresponsables. La irresponsabilidad, la no intervención de los intelectuales.

Lo que es extraño es que, habiendo habido tantos egregios escritores de lengua alemana que alertaron muy pronto sobre el nazismo, que lo vivieron y tuvieron que huir, contemporáneos suyos, como Thomas Mann, Broch, Zweig, Benjamin; Ortega, o no los leyó o -lo que es peor- no compartió sus tesis.

Pero esto no es sorprendente si tenemos en cuenta que, desgraciadamente, Ortega y Gasset, tampoco dijo nada sobre el franquismo aunque estaba exiliado y era una víctima del régimen; de penetrante pasa a ser romo, esa palabra que le había gustado usar. La guerra civil de España y luego la II Guerra Mundial parece que le dejaron literalmente sin voz, se desentendió, dejó de ser el espectador.

Resentimiento sin rebelión ni revolución

El resentimiento es una plaga muy extendida. El resentimiento es la imposibilidad de la revuelta, la renuncia a la rebeldía colectiva. Es un sentimiento privado, interno, íntimo, oculto, solapado. Se manifiesta de muchas maneras: con la envidia, con la venganza, con la aversión al intruso; el resentimiento es en el fondo una cobardía. El resentido es fúnebre, taimado, envidioso, está instalado en el rencor. Quien no se rebela está condenado a ser un eterno resentido.

Yo he visto muchos resentidos, una especie de resentidos históricos. Esos que no miran a los ojos, que murmuran, que tratan de engañar, que al que odian le presentan una cara sonriente. La doblez, la hipocresía. Quizás provenga esto de la guerra civil y sus secuelas de represión, de prisiones, de silencio. Los pobres, los campesinos, los humillados tras aquella victoria, tras ese aplastamiento que fue la victoria, ya no podían rebelarse, era demasiado arriesgado, incluso se podía arriesgar la vida y no solamente la libertad. La única salida parecía ser el resentimiento. Un resentimiento sordo porque el resentimiento es callado.

Albert Camus escribió hace setenta años El hombre rebelde (L’homme revolté). En su ensayo describía la rebeldía como “un hacer frente a”. El que se rebela, arriesga. La rebeldía es colectiva, abierta, altruista; el resentimiento individual, egoísta, cerrado, traicionero. El resentimiento madura, fermenta en el silencio impuesto.

Un problema del resentimiento es que puede ser hereditario, se hace histórico: los pueblos colonizados aún siguen resentidos, los explotados, los descendientes de esclavos aún están resentidos. Los resentidos descienden de los que fueron humillados y se sintieron humillados. Los rebeldes, no. Los rebeldes, los revolucionarios (un nivel superior del rebelde) pasan de esa humillación u ofensa a la insatisfacción, al deseo de cambiar todo, de rebelarse. El resentido expresa su resentimiento de forma irracional, atacando no al culpable, sino al azar (robado, hurtando, rompiendo, incendiando, porque está resentido), mientras el rebelde, los rebeldes apuntan a un fin concreto, contra un objetivo o una clase social determinados.

En la guerra civil española los resentidos mataban en las cunetas y daban ‘paseos’, los rebeldes quemaban iglesias pero los verdaderamente revolucionarios luchaban en el frente.

Lo frecuente, sin embargo, lo habitual ante la humillación o la injusticia o el crimen es estar resentido para siempre, por eso siempre llama la atención y es noticia un sobreviviente del Holocausto que perdona a sus verdugos, que ama Alemania, que cuida del prójimo. O la víctima lateral de un crimen terrorista que perdona al asesino de su familiar.

Entre el resentido y el rebelde o revolucionario está el indiferente, el pasivo (ver Los ausentes y la no intervención, https://wordpress.com/post/laplumadelcormoran.me/5112). Por eso Marx era todo lo contrario a un resentido, era un rebelde que proclamaba la rebeldía, y mucho más, la revolución.

La razón de tanto resentimiento histórico en España, como se ve por ejemplo en el campo en Andalucía, quizás provenga de la conversión forzada de los moriscos, sojuzgados, marginados para siempre. Es una hipótesis. Otra, la mezcla de resignación cristiana con el fatalismo musulmán. Y, como se dice más arriba, la postguerra civil de represión, hambre, abandono, forzando a la emigración a millones de personas, esos mismos que hoy en Cataluña son independentistas y se sienten antiespañoles (y no es casual que haya tantos descendientes de andaluces entre los separatistas, contra esa España que maltrató a sus padres y abuelos). Cuando muchos mexicanos y peruanos acusan a España de todos sus males hay más resentimiento que rebelión.

¿Y qué decir de la tercera generación de árabes en Francia, jóvenes desorientados, abocados al terrorismo como una especie de revancha contra quienes humillaron a sus padres, a sus abuelos? Hay como un odio larvado que pide justicia de la manera más lamentable, estéril, cayendo en el crimen pero que puede tener una explicación, un origen, aunque no sea una justificación.

El resentido no es feliz, está profundamente descontento del mundo pero también de sí mismo, sin fuerza para sublevarse, cobarde, empleará otros medios, aleatorios, escogidos al azar, para vengar la injusticia de la que se considera víctima, o de la que considera fueron víctimas sus antepasados.

La luz de los hombres

Cuando tras leer sus libros se nos han olvidado todos los nombres y las anécdotas que pueblan sus historias, nos queda la evocación de esa atmósfera rara que creaba Pierre Mac Orlan. En ellos no había conclusión, el único argumento era la vida, la lucha por la vida. Era el tiempo de entreguerras, de puertos del Mar del Norte, los cafés de marinos, Café du Port, Café de la Gare, mujeres fuertes, marinos retirados, delincuentes y fugitivos de la justicia y otros que huían de su propia vida, muchos, antiguos combatientes de la Gran Guerra, como fue el propio Mac Orlan, que resultó herido junto a su propio pueblo, Péronne. Hay brumas, recuerdos de combates o bombardeos, amores ocultos y escondidos, calles a media luz.

Decimos precisamente que un autor es memorable (quizás no llegue a clásico), cuando su lectura nos deja ese regusto, ese recuerdo agradable, a veces inquietante. En el escritor de Péronne (Picardie) encontramos ese poso.

También nos han quedado algunas de sus ideas, como ésta que encuentro en uno de sus libros, Le bal du Pont du Nord, la idea de que algunos hombres (y mujeres) emanan luz:

“pueden crear una cierta luz. Unos brillan como soles, otros enfocan directamente como dos luces de proyectores; otros os sorprenden como la luz súbita de una linterna. Los hay que se parecen a esas lamparillas multicolores que se cuelgan de los árboles en las fiestas. Algunos vacilan y alumbran en una humilde oscuridad como la llama de una vela. Éstos son, a veces, los más peligrosos y los más difíciles… de apagar”.

No en vano se dice a veces de una persona “eres un sol”, sus ojos pueden ser “chispeantes”, o tratarse de una persona “oscura”; o se dice al morir, “se apagó” o “se extinguió”. O se dice que alguien “es brillante”.

Y encontramos en Juan de Mairena este párrafo, que cuando lo leímos nos pasó desapercibido:

“Hemos de volver -añadía Mairena- a pensar la conciencia como una luz que avanza en las tinieblas, iluminando lo otro, siempre lo otro… Pero esta concepción tan luminosa de la conciencia, la más poética y la más antigua y acreditada de todas, es también la más oscura, mientras no se pruebe que hay una luz capaz de ver lo que ella misma ilumina”.

Así, casi por casualidad, enlazamos Mac Orlan, el gran excéntrico, con Antonio Machado. La excentricidad vestimentaria del francés, se correspondía con su excentricidad de pensamiento, de percepciones sobre el ser humano, el gran perdedor. Fuera del centro, lejos de los senderos trillados, Mac Orlan se parece unos instantes al filósofo heterodoxo Juan de Mairena.

Cinco clases de iluminación pueden irradiar los hombres según el escritor picardo:

  1. La completa, total, solar.
  2. La enfocada, concentrada, aguda, analítica.
  3. La repentina, pasajera.
  4. La pintoresca, humorística y frívola, pero no menos necesaria.
  5. La del pábilo de una vela, dudosa, débil, pero tenaz y más peligrosa por solapada, que no da confianza.

Podríamos con esta plantilla clasificar las personas, los políticos (a los que tanto les gusta refulgir y que les vean y fotografíen), los artistas y escritores.

La solar, Nelson Mandela. El foco, Albert Einstein. La repentina, un jugador de fútbol de moda cualquiera. La pintoresca y festiva, el inefable Noel Clarasó, o los hermanos Alvarez Quintero, por ejemplo. La dudosa, de una vela o candil, Vladimir Putin. A Mac Orlan se le olvidó, sin embargo, la sexta categoría, la de quienes son la oscuridad, el agujero negro.

Los lectores podrán aplicar alguna de estas categorías a sus personas y personajes favoritos.

El color del tedio

O tédio é fraca compensação dos compromisos
(El tedio es una pobre compensación de los compromisos)

Nuno Júdice

Un tédio a tudo amolece-me. Sinto-me expulso da minha alma
(Un tedio a todo me reblandece. Me siento expulsado de mi propia alma)

Fernando Pessoa

No tenía noción del tiempo, sino del tedio

(Anónimo)

La poesía de Nuno Júdice (Algarve, 1949) siempre tiene algo de filosófica, como toda la buena poesía, y es oscura y lejana, como él mismo dice en un poema. Pero no sé si estoy de acuerdo con ese verso, salvo que quiera decir que nuestros compromisos, nuestra responsabilidad como personas, como ciudadanos, cuando no es atendida ni sirve para nada, da en el tedio, en una cierta desgana.

Fernando Pessoa ha expresado todas las variantes y todos los síntomas del tedio. El Livro do desassossego que, como he dicho en alguna parte, no entendí bien hasta que vine a vivir a Lisboa por primera vez, en el lluvioso otoño de 1989, es una de las más consistentes obras sobre el tedio.

Para Pessoa, el tedio es apartarse (o ser apartado), es magno, inerte, es cansancio del alma, incluso “el tedio de lo constantemente nuevo, el tedio de descubrir, bajo la falsa diferencia de las cosas e de las ideas, la perenne identidad de todo”. Puede ser también “estancamiento de pensar y de sentir”. Es “esa trabajosa inutilidad de todos los días iguales”.

Pessoa habla del color sin color del tedio, aunque principalmente lo asocia al gris. Otro portugués (realmente es éste un país de saudade y de las mejores experiencias del tedio, Fidelino de Figueiredo, escribió la novela filosófica Sob a cinza do tédio (Bajo la ceniza del tedio). Este olvidado ensayista portugués (1889-1967) parece querer decir que el tedio es gris. No estoy seguro. El tedio es incoloro, como la lluvia, ni siquiera es sombra (que suele ser azul).

Pero el tedio puede ser creativo, no estéril. También dice Pessoa que “en la putrefacción hay fermentación”. Viene el tedio de una cierta saturación: saturación cultural, mental, informativa. Pero es quizá un descanso necesario de la mente, del ánimo. Después de horas o días de tedio puede surgir esa idea que dormitaba y que no podía salir, oculta por la vida cotidiana, debido a la domesticidad.

“Sabio, sigue afirmando Pessoa, es quien monotoniza la existencia, pues así cada pequeño incidente tiene el privilegio de la maravilla”. “Monotonizar la existencia para que ella no sea monótona”.

El tedio es una contraposición subjetiva con la realidad, que es activa, cambiante, viva. Es un ensimismamiento necesario previo a la acción, como la concentración del jugador de ajedrez antes de mover la ficha. Ese sería el ensimismamiento positivo, productivo, el que precede a la acción.

¿Qué se puede hacer no para vencer, pues es invencible, sino para esquivar o engañar el tedio? Tenemos siempre, como dice Pessoa, “los artificios de la imaginación”.

El tedio no es el aburrimiento, ese feliz acontecimiento de los niños ahítos de los juguetes y del recreo, que felices, descubren de pronto que ‘se aburren’. El tedio es una pequeña muestra de la muerte, del final inerte, del apagar de las pasiones, intereses, motivos. Ya han acabado los artificios con que nos engañábamos. No es el ensimismamiento creador que mencionaba arriba, que puede ser germinal, fértil. Es un no-salir, es decir, un no existir. Se deja de hablar, ya no hay nada que decir, el tedio es mudo.

Aquel artificio que era el trabajo, la ocupación, ese gran subterfugio para tapar la inanidad de la existencia bajo la apariencia de producir algo, deja de ser un remedio. Trabajo, horarios, órdenes que dar y que cumplir para encontrar un sentido a la vida. El tedio aparece cuando uno se da cuenta de que todo era pura vanidad, puro artificio.

El tedio es interno, es suspender la existencia, el desinterés y la desgana de los que hablaba en esta páginas hace unas semanas ( https://laplumadelcormoran.me/2021/06/25/desgana-y-pesimismo/ ). Ya no hay intención, ya no hay esfuerzo. Suele coincidir con una pérdida de energía, como puede ser la progresiva pérdida de la virilidad o la menopausia. Ya no hay afán realizador tan propio del hombre, del que hablaba el filósofo orteguiano Manuel Granell.

Pero ante el tedio hay que resistirse, no dejar entrar al viejo, como ha dicho Clint Eastwood (“don’t let the Old man in”, es su fórmula mágica para seguir siendo activo y con ilusiones y proyectos a sus 90 años).

Siempre queda, en el tedio improductivo, el remedio pasivo, indoloro e incoloro, de contemplar el fuego en la chimenea o ver caer la nieve, sin pretender sacar ninguna conclusión, simplemente contemplar. Como me decía mi amigo Abud, “ser uno más es lo más difícil”. A veces, nos gustaría ser como esos ancianos que descansan en la tarde contemplando su huerta, nada más, esos que he visto la semana pasada en Alfarim, en esa hondonada llena de lujuriantes huertas silenciosas, umbrías, fértiles. O como esos viejos que dibujan con la punta de su garrota líneas en los paseos enarenados del parque provinciano.

Necesitaría un viento que barriese ese tedio apabullante que crece con la edad, y ese viento sólo puede salir de nosotros mismos. No esperemos nada de fuera.

Ella, Judas, y una reflexión sobre la traición.

me entregará, el que come conmigo…(Mc, 14, 18)

Entre todos los pequeños episodios que nos iban sucediendo durante la lucha contra la dictadura franquista, había muchos esperpénticos, otros más duros, otros, casi misteriosos. Uno en particular lo recuerdo siempre con intriga, con dudas y con sospecha.

Ella era una buena estudiante, siempre iba con su novio o compañero formando una pareja perfecta aunque algo aséptica, sin pasión (este detalle, la asepsia, es importante en esta historia). Pelirroja de ojos verdes deslumbrantes, destacaba entre las chicas del entorno progresista por su belleza algo extravagante, casi exótica, de fuera.

Buena estudiante, aplicada, también era buena lectora, especialmente de marxismo y dialéctica; siempre con un libro interesante a mano. Sus preguntas eran certeras, inteligentes.

Mi vanidad masculina, añadida a la vanidad de ser miembro del PCE -que era para mí timbre de honor-, se veían satisfechas por esa atracción que yo creía ejercer sobre la bella joven de los ojos verdes. En la Facultad de Derecho me seguía, me acompañaba, estaba a mi lado en las asambleas siempre ilegales, en los paseos por la calle Princesa a la espera de saltar y cortar la calle. La única sombra es que tenía aquella especie de novio, aplicado, aunque él parecía dejarla en libertad para aquella especie de coqueteo político alrededor de los inquietos, pero sobre todo conmigo. Pero recuerdo que eran más bien merodeadores y que, como por casualidad, cuando llegaba el momento de la acción, se esfumaban misteriosamente.

Pero no fue en la Facultad, que yo sepa, sino al año siguiente, cuando ya me había licenciado y trabajaba en un despacho laboralista del Partido en la calle de la Cruz 16, en el centro de Madrid. Se presentó en el despacho al caer la tarde. Venía con un libro y algunas preguntas, más políticas que jurídicas. Yo seguía teniendo la esperanza de hacer proselitismo con ella y que ingresase en el Partido. Su visita, cuando ya estaba yo solo en el despacho, era casi una tentación, una invitación, pensaba yo con una imaginación excesiva. Salir con ella, siempre aséptica aunque atractiva, como siempre había sido, creaba una ambigüedad en su aproximación, esa especie de confidencia o confianza, que vienen a ser lo mismo.

Salimos, tranquilamente bajamos hacia Sevilla juntos, quizás para encontrar un bar y yo con la oculta doble intención de la seducción personal -inconsciente- y de la política, del proselitismo -consciente, militante-.

Pero casi enseguida, en el cruce con la calle de la Victoria, esa calle de bares, de venta de entradas para los toros y loterías, una calle que podía ser el ejemplo de la España de charanga y pandereta, dos tipos, en vaqueros, con cazadora, me abordaron, me mostraron sus placas policiales y me hicieron acompañarles, educados pero inflexibles, a la cercana Dirección General de Seguridad, en Sol, detenido aunque no esposado. Ella se quedó atrás, quieta, en la esquina. No había dicho una palabra.

Tuve esa vez el especial honor de no ser llevado a los calabozos, que ya conocía sobradamente, sino que me llevaron directamente al despacho de Delso, aquel policía de temible fama, uno de los más conocidos de la Brigada Político Social, uno de esos mediocres infatigables -como Eichmann, un hombre gris- que persiguieron con saña a todos los que luchaban por la libertad. En su despacho, habló él sobre todo, con cierta condescendencia, sintiéndose superior, como lo era, y hasta me ofreció un Winston o un Marlboro (yo no fumaba y además el Partido nos había advertido de nunca aceptar nada que pudiera suponer establecer un lazo, una corriente con los interrogadores, ni tutearlos, ni aceptar agua, no tener conversaciones laterales, sólo responder negativamente o eludir las preguntas).

No recuerdo todo lo que me preguntó con su voz grave de fumador y unas maneras de cierta cortesía algo impostada. Las preguntas o, mejor, sus afirmaciones, eran sobre los despachos laboralistas, sobre mi -reciente- condición de abogado, sobre tareas en Alcobendas, no recuerdo. Fue fácil sortear todas aquellas preguntas que eran sobre todo pequeñas amenazas solapadas para demostrarme que sabían todo lo que hacíamos. Al final habló casi sólo él, como declinando la necesidad de hacer preguntas. Era para hacerme saber, como una advertencia para amedrentar. Aquello, en el enorme despacho con paneles de madera, un despacho que nada tenía que ver con los habituales de los interrogatorios, de mesas metálicas y máquinas de escribir, debió durar una hora y media.

Cuando salí de la DGS, sin cargo alguno, por la puerta principal, allí estaba ella esperando, curiosamente, como si supiera cuándo y por dónde iba a salir. Me preguntó, con una especie de alarma algo teatral, como si se preocupase por mi integridad, qué había pasado, qué me habían preguntado. Respondí con unas cuantas evasivas, vagas; ya no fuimos a tomar nada -aunque aún había luz- ni mis deseos de doble proselitismo o doble seducción seguían vivos. Nos despedimos.

Nunca más la volví a ver. Afortunadamente no recuerdo su nombre.

¿Qué es la traición? Es entregar algo o alguien para que lo utilice contra la persona, ejército, empresa a la que le ha sustraído; hay un acto de dar, sea un documento, un mapa, una información, una persona. Como en toda dación, hay un intercambio. El traicionado confía, a veces por ignorancia, otras por vanidad o porque se siente superior.

¿Qué es un traidor? ¿Quién lo es? “El que come conmigo”, dice Marcos, “el que ha mojado conmigo la mano en el plato”, dice Mateo; es decir, alguien cercano, amigo, compañero. El enemigo no traiciona, el lejano, el indiferente no traicionan. En el fondo, la traición honra al traicionado pues si lo ha sido es porque había algo en él digno de ser admirado o detestado, es decir, no era indiferente, había inicialmente amistad y cercanía, cierta afinidad, “porque él era uno de los nuestros” (Hch, 1, 17). La retribución al traidor es lo de menos, pues Judas devuelve las monedas, aunque otras fuentes cuentan que se compra un campo pero en él perece (Hch, 1, 18).

En el traidor se conjugan la atracción y la repulsión pues si sólo hay repulsión es un enemigo visible y declarado, y por ello menos temible, pues se conoce, mientras que al traidor sólo se le conoce a posteriori, por sus hechos. La sospecha, que se basa en la deducción, la conjetura y la intuición, no es suficiente, se necesita la confirmación material.

El espía, el confidente, el soplón son traidores pero la esencia de la traición y su motivación son muy diversas, como son los distintos estados psicológicos de la persona. Además, la traición se desencadena, se ejecuta en un tiempo determinado, mientras el traidor es todavía miembro activo de la organización traicionada, o próximo, amigo, camarada, de la persona traicionada. Incluso se da el caso de que haya sido un sincero amigo hasta que el vínculo se rompe, por diversas razones (celos, envidia, resentimiento) motivando la traición.

Los motivos son varios. Hay traidores altruistas, por defender una causa, unos valores, los hay meramente dinerarios, los hay guiados por el odio, incluso por el miedo (denunciar para no caer, como los que en los campos de exterminio colaboraban con los nazis, pensando así librarse de las cámaras de gas, los kapos, «policías-camaradas», kameradschaftspolizei). El traidor cambia de campo sin avisar, sin ser notado -si es bueno y eficiente- hasta que el hecho está consumado , pocas veces, descubierto antes de cometerse el acto concreto. La traición ha sido profusamente tratada en la literatura, pero aprovecho para recomendar una de las obras de teatro más interesantes de Harold Pinter, Betrayal, Traición, aunque en este caso es una traición conyugal y de amistad. Seguro que cualquier lector de este blog o bitácora puede aportar otros títulos literarios sobre este estigma.

Un día tendríamos que investigar el papel de la traición, de los confidentes, infiltrados en el PCE y otras organizaciones antifranquistas. Nos llevaríamos sorpresas conociendo quiénes fueron y sus motivos.