Hace muchos años, don Virgilio Zamora me contó en su casa de Siles que él pensaba que este topónimo procedía de los fundadores del pueblo, unos caballeros de la Reconquista que provenían de la Alta Silesia. Eché en saco roto aquella peculiar idea pensando que era más una especie de sueño de la razón que algo fundamentado.
Era don Virgilio un hombre amable, educadísimo, soltero, de una frugalidad asombrosa, que se encerraba en un despacho del gran caserón a leer historias, subía a las cámaras a escudriñar viejos papeles y escrituras caducadas. Era, como todos los extraños y originales, algo ridiculizado por sus familiares y por los vecinos, que a menudo llevaban vidas muy insípidas, mientras él disfrutaba con sus especulaciones y lecturas. En su casa se conservaban muchos libros jurídicos antiguos, códices, la Historia de España del Padre Mariana, la del Conde de Toreno sobre la guerra de la Independencia y la también monumental de don Modesto Lafuente, y mucho papelote desordenado.
Don Virgilio indagaba, estudiaba, anotaba, y dejaba los cuidados de la casa y la hacienda a sus hermanas y cuñados. El fue quien me despertó la curiosidad sobre los orígenes del pueblo y las antiguas historias, no escritas, contadas por los viejos. Sin la televisión, los ancianos pasaban las veladas evocando recuerdos y recuerdos de recuerdos, que todos han olvidado ya. En sus monólogos, entre liar el tabaco verde y un poco de mistela, hablaban de bandoleros, de tesoros de los moros, de cuevas desconocidas y de torres y cortijos embrujados, y de cuando los lobos merodeaban por los altos calares en las madrugadas de invierno.
Pero, a pesar de que no me creía muchos las teorías de don Virgilio, hoy vuelvo a dudar sobre la toponimia y la lejana Silesia que él me hiciera notar. Efectivamente, el historiador francés Jérôme Carcopino[1], en un artículo sobre Genserico, el caudillo vándalo que devastó el norte de África, me trae de nuevo esa sugerencia sobre Silesia y el pueblo jiennense de Siles.
Genserico o Gaiseric (428-477), tras instalarse en la Bética, cuyo dominio consolida hacia 425, invade el norte de África, cruzando por Tarifa y ocupa Cartago, ya romana. De pequeña estatura y cojo, fue un cruel pero hábil conquistador. Su destrucción de la estructura romana facilitaría su posterior rapidísima islamización, cuando los vándalos son derrotados por los idrisíes -¿o eran otros?-, en el siglo VIII.
Los vándalos eran un conglomerado de tribus germánicas que estaban instaladas en el siglo II antes de nuestra Era en los territorios que se hallan entre la Lusacia, Silesia y Galitzia, entre el Oder y el Elba. Dice así Carcopino:
La etimología propia de los Vándalos silingos (silingi, los que llevaban tirantes, los otros vándalos eran llamados asdingi, de largas cabelleras) nos confirma los datos de la arqueología sobre su ubicación. En efecto, de los Silingos procede la denominación de la Silesia y el nombre de Zobtenberg, una colina de 710 metros de altitud que se alza a treinta kilómetros al sudoeste de Breslau (hoy, Wroclaw, Polonia) y que en la Edad Media se llamaba todavía mons Silentii, en el pagus Silensis, es decir, evidentemente el monte Siling, en el país Siling.
De allí pasarían, en el siglo V d.C. a la Galia y luego a la Hispania romana, pero como no pudieron establecerse en la Tarraconensis, ocuparon la Bética. Su nombre, berberizado, dará lugar a Al Andalus, tierra de los vándalos. Los vándalos fueron siempre identificados por los cronistas de la época y de la Edad Media con un inmenso bandidismo.
Es una hipótesis, el nombre vendría de los vándalos que ocuparon la zona, no de caballeros de la Reconquista, algo que la ciencia no podrá confirmar, pero la imaginación es libre y hay que dar paso a ideas diferentes, como en el caso de Santiago de la Espada (en https://wordpress.com/post/laplumadelcormoran.me/5392 ) y los moriscos que evoqué hace unas semanas. Una especie de historia-ficción en la que lo que non è vero, è ben trovato.
El paisaje de Siles ha cambiado poco a lo largo de los siglos pues es sobre todo forestal, aunque antiguamente habría más encinas, chaparros, fresnos, moreras y menos pinos. Por allí está uno de los pasos naturales para Levante, para las tierras cartaginesas, camino de Elche de la Sierra (¿Hélike?), cerca del cual parece que sucumbió Amílcar Barca, padre de Aníbal, en el río Segura.
Siles es un pueblo limpio y arreglado, con algunas casas de cierto empaque, con anchos aleros, que antes tenían jardines traseros, hoy muchos de ellos edificados de manera vulgar. Conserva algunos monumentos antiguos como el enigmático torreón redondo, El Cubo. Población armoniosa, de vida tranquila, encarna bien esa parte de Jaén que, además de maderas y aceite, aporta una gran compensación para rebajar la deuda de dióxido de carbono, la huella de carbono, algo que debería ser contabilizado en el crédito de esta provincia tan descuidada por el Estado y por la Junta de Andalucía.
[1] Jérôme Carcopino (1881-1970), historiador notable, especializado en el mundo antiguo, ha dejado varios libros, entre los cuales Perfiles de Conquistadores, y De Pitágoras a los Apóstoles. Fue ministro de Pétain, lo que hizo que fuera postergado tras la guerra.
A los biógrafos se les escapan muchos detalles. La mayor parte de la vida cotidiana de escritores suele quedar oculta tras sus ediciones, presentaciones, fracasos y éxitos. Para muchos biógrafos de escritores solamente cuenta lo que llaman crítica literaria.
Por eso, no es extraño que una corta estancia de Pío Baroja y Azorín en la Sierra de Segura, en los confines orientales de la provincia de Jaén, haya quedado oculta durante mucho tiempo. El hermano de Azorín, don Ramón Martínez Ruiz, ejercía de médico en La Puerta de Segura y estaba encargado del Dispensario Antipalúdico. Recibía revistas, periódicos y muchos libros que le enviaba su hermano cuando ya los había leído. Don Ramón pasaba largas veladas leyendo en su gabinete, alejado del ruido doméstico; su cultura era un secreto para sus familiares políticos, parientes de su mujer, doña Carlota, con los que sólo hablaba de medicina, vida saludable, alimentos sanos y la moderación que debía presidir las dietas de todos aquellos señores rurales. Los demás sólo hablaban de aceituna, aceite, capachos y ovejas. No siempre consiguió que siguieran una dieta correcta, aceptable, pues muchos abusaban del cerdo, la caza y las fuertes salsas con que se aderezan los platos serranos. Así, mi abuelo, su concuñado, terminaría con gota, otros tendrían problemas de azúcar y algunos estuvieron tosiendo por el tabaco hasta morir.
Quiero ahora consignar un hecho que tuvo lugar en la Sierra de Segura, donde nunca ha sucedido nada muy notable. Antes de la República, en los años veinte, don Ramón invitó a su hermano a pasar unos días de junio en la Casería de Santa Matilde, un cortijo umbroso, fresco, que se eleva sobre una colina entre olivares y montes de pinos, con un ancho panorama sobre las primeras estribaciones de la sierra. Allí estaría también su otro hermano, don Amancio, y tendrían asegurado el sosiego para leer y escribir, que eran sus ocupaciones principales. Al caer la tarde, con la fresca, pasearían despacio por los senderos que suben hacia la vieja ruina del castillo de la Espinareda, o irían en el Chevrolet hasta La Capellanía, en las faldas del Yelmo, por aquella carretera de macadam.
Ojalá Daniel Vazquez Díaz hubiera pintado a Azorín y a Baroja juntos. Aquí, los hermanos Ricardo y Pío Baroja.
Azorín le pidió que invitase también a su cercano amigo, Pío Baroja. Esto aseguraba interesantes tertulias y conversaciones en las tibias veladas bajo el denso parral. Aquel año, la primavera había sido lluviosa y las noches eran muy agradables. Del jardín, presidido por el viejo júpiter (lagerstroemia indica) plantado por la gran señora doña Matilde Aguilar, suegra de don Ramón, se elevaban perfumes de flores, de tierra mojada y jugosa, fruto del trabajo de Tirso, el encargado fiel. La paz del campo, las comidas agradables y no pesadas, garantizaban a los escritores un solaz lejos de Madrid.
Don Ramón fue a recogerlos a la estación Baeza con su mecánico, almorzaron en Úbeda y en dos horas y media estaban en el cortijo. Para Pío Baroja el paisaje fue una revelación pues su experiencia andaluza era principalmente de la campiña cordobesa. Sus ideas sobre los andaluces se le hicieron añicos en aquella sierra jiennense, más murciana y levantina que andaluza, o incluso, en algunos pueblos, casi manchega. El había expuesto sus impresiones, con gracia y algo deshilachadas como siempre, en La Feria de los discretos, en 1905. Desde entonces, no había vuelto a tocar el tema andaluz, a pesar de que su padre había trabajado en la provincia de Huelva, en las minas de Río Tinto.
Don Ramón, detallista, nos ha dejado, en una de sus agendas médicas, bien encuadernadas, que le ofrecía anualmente Bailly-Baillière, unas breves notas de aquellos días de junio. Sólo ochenta años más tarde, hojeando sus papeles las he encontrado en una carpeta que, quizás, para que nadie las consultase, había rotulado en lápiz grueso rojo, ‘Yo, enfermo’. Además de las recetas y cartas de sus colegas a los que había consultado sobre sus achaques, estaba esa agenda. Creo que se había limitado a reseñar algunas frases, impresiones, de don Pío y de su hermano que se le quedaron grabadas. No es en absoluto un diario sino una especie de lista como una de esas de recados y de gastos que don Ramón solía guardar.
Es el registro telegráfico de aquellas veladas de verano de aquellos cuatro solitarios, pues aunque don Ramón y Azorín estaban casados con Carlota y Julia, sus vidas eran independientes, solitarias y ellas no compartían nada de sus inquietudes ni gustos. Ambas parejas eran perfectamente asépticas. De Pío Baroja no hace falta decir nada, gran solterón, en sus títulos ya se adivina, desde Las horas solitarias (1918) hasta Paseos de un solitario (1955). Don Amancio, más que un solitario, fue un hombre solo, muy solo, al que con cariño acogió muchas veces su hermano Ramón en la casería. Pero eran éstas, soledades creativas, no apesadumbradas, aunque a la mayoría la soledad voluntaria les parezca casi una enfermedad, una anomalía, sobre todo en una sociedad tan gregaria como la española.
He aquí algunas de sus anotaciones:
PB, “con las sombras del anochecer, parece un paisaje más nórdico que andaluz”,
Pepe (su hermano, Azorín), “las casas del pueblo son más levantinas que andaluzas, se parecen más a la del Collado…”.
PB “aquí no enjalbegan las casas, no es esto muy andaluz”.
Se refiere al Collado de Salinas, cerca de Monóvar, que era la casa de campo de los Martínez Ruiz. Es verdad que muchas casas se dejaban con piedra vista, serranas, otras con ladrillo sin enlucir, como a medio terminar, en todos estos pueblos, aún hoy, sin que los alcaldes hagan nada. A otras se les echan fachadas pardas, amarillentas, ocres, nada andaluzas, como si pintarlas de blanco fuera de pobres.
PB, “¿nadie ha querido estudiar los orígenes de estos castillos y esas torres?”
R (don Ramón) “dicen algunos que por aquí anduvo Prim”.
PB “no puede ser, y además no hay un solo papel, ya me gustaría encontrar datos para escribir una de las aventuras de don Eugenio” (Aviraneta).
Para don Pío, Andalucía era la tierra de los señoritos calaveras, de los caballos briosos, de gritos y cantes flamencos. Una tarde, don Ramón parece que hizo venir a Antonio y Domingo con sus laúdes, pues anota después,
PB “es curioso, que aquí no toquen la guitarra y en cambio haya tantos que sepan tocar el laúd”.
“aquí ni boleros ni fandangos”
“¡y jotas!”
La jota serrana despertaría la curiosidad de don Pío, que siempre ha dejado en sus libros, sobre todo los de ambiente vasco, transcripciones de cantares en euskera o en castellano, hoy ya perdidos. Ya no se canta en los campos, hay demasiado ruido de maquinaria. Su curiosidad por la antropología la heredó, sin duda, su sobrino, don Julio Caro Baroja (a quien recuerdo ver en la desaparecida librería Miessner, en la calle Ortega y Gasset, donde era recibido con mucho respeto y afecto; iba con su pajarita y hablaba bajo, con voz algo atiplada y como con una cierta timidez).
PB, pintura, Sorolla, Rembrandt.
Debieron hablar de pintura, algo que tanto a Azorín como a Baroja les interesaba mucho. Ya sabemos que a este último, el cubismo le parecía una sandez y un producto de los intelectuales bien situados. A don Ramón, el anfitrión, toda esta conversación le dejaría algo frío pues en su casa no había casi cuadros, sólo algunas estampas enmarcadas y una reproducción de la Mona Lisa que tuvieron que descolgar después de la guerra porque el párroco, un ultramontano especialmente zafio, dijo en un sermón que era una inmoralidad. Luego resultó que este cura del pueblo vivía abarraganado con una que decía que era una sobrina huérfana.
PB, “mucha gente con ojos azules”.
Efectivamente, hay por estos pueblos y aldeas muchos con ojos azules, no sabemos si restos de visigodos perdidos o de celtas. Baroja, gran observador, se dio cuenta inmediatamente. La misma mujer de don Ramón, Carlota, tenía unos bellos ojos azules.
PB “¿no hay ni un libro sobre la historia de estas sierras?”
PB rastacuero, ramplonería, pragmatistas.
Don Ramón sin duda anotó palabras que Baroja usaba a menudo en su conversación y que le llamaron la atención.
Debieron también hablar en esas veladas de viajes y países porque hay apuntes en la agenda:
Tánger, Basilea.
Hablarían de medicina, de fisionomía, pues Baroja era, no hay que olvidarlo, médico, aunque ejerció poco. Hablarían del paludismo, de las charcas insalubres junto al Guadalimar, de lo poco que hacía el Estado por aquel rincón de España.
Don Ramón no había salido todavía de España, con excepción, si se puede decir así, de un viaje con su mujer a Tánger, entonces Protectorado español. Más tarde iría a París, recorriendo muchos de los lugares que su hermano le había recomendado. De hecho, estuvieron en el mismo hotel de la Chaussée d’Antin en la que estuvo Azorín con doña Julia, su mujer.
Y hablaron, cómo no, de escritores, que don Ramón apuntó con esmero: Ibsen, Pedro Antonio de Alarcón, Goethe, Larra, Freud … y hay unas notas crípticas, ‘curas, misas, lecturas’.
Luego he leído en Baroja esa frase contundente que explica lo que conversaron los cuatro una noche:
“Cuando alguna vez las luces eléctricas del pueblo se apagan, yo siempre lo achaco al catolicismo. Los que me oyen creen que hablo en broma: pero no, lo creo así. En un pueblo de dos a tres mil almas debía haber, por lo menos, quince, veinte, treinta personas que leyeran de noche y otras tantas que estuvieran en un casino, y todas ellas tendrían interés grande en que no se apagara la luz.
Si se piensa por qué no hay esas personas que les gusta leer, se verá que una de las causas principales, la principal quizá, es el catolicismo, que proscribe todos los libros.”
He de decir que en esos años no había luz eléctrica más arriba de La Puerta de Segura y los cortijos y aldeas solamente empezaron a tener luz eléctrica, algunos, a partir de 1963. La carretera se asfaltó en 1967 o 68. En cuanto al catolicismo, por lo que sé, don Ramón no era practicante. Creo que ninguno de los cuatro contertulios lo era; don Ramón muy influenciado por la Institución Libre de Enseñanza y el que menos Baroja, claramente anticlerical. Sus charlas, amenas, a la luz de los candiles, debían estar preñadas de segundos sentidos cuando se referían a la iglesia, al poder del cura en los pueblos y de cómo tenía dominadas a todas las mujeres (que, como decía otro tío mío, preferían decirle las cosas al confesor que a su propio marido).
Respecto a la referencia a Freud, que el doctor Martínez Ruiz consigna, hay que recordar la aversión de Pío Baroja al psicologismo.
Otra de esas notas breves dice PB ‘tiempo, lluvia, cosechas’. Sabemos que a Baroja le interesaban mucho el clima, los cambios de estación, las lluvias y las sequías. Sin duda se interesó por los olivos, los viejos olivos centenarios que rodean la Casería. Se paraba seguramente a hablar con los peones que encontraba y les preguntaría por los hortales, por las diferentes clases de aceitunas. Entonces había mucho ganado, muchas bestias, burros y mulos sobre todo, y todas las labores se hacían a fuerza de sangre.
Contrariamente a don Ramón Martínez Ruiz, que anotaba todo, Baroja no llevaba un cuaderno de notas, preguntaba, escuchaba, miraba el paisaje y seguramente sacaría sus propias conclusiones, que no conocemos pues no ha dejado nada escrito sobre aquellos días.
A Baroja le extrañó el vacío cultural, histórico, literario, de la Sierra de Segura, algo que siempre ha sido -y es aún hoy- dramático, sin parangón con los demás rincones de España, que han tenido sus escritores, sus historiadores, poetas y hasta pintores. Sólo muchos años más tarde don Genaro Navarro y Emilio de la Cruz Aguilar paliarían en parte ese hueco del que nadie se ha preocupado ni se ocupa (para la autonomía andaluza la Sierra de Segura no representa muchos votos, es inane, sea cual sea el partido que domine la Junta, le da igual). Es un enigma cómo estos valles, llenos de castillos y torres árabes, o probablemente anteriores, cartaginesas, que tuvieron una densidad militar y por tanto histórica, se hayan convertido en el desierto cultural que son hoy. El abandono por el Estado, el desinterés de los políticos de todo borde y condición por estas tierras no explica esa decadencia, esa postración actual. Es una zona prácticamente incomunicada en la que, menos el aceite de oliva, cuya mayor parte se vende a granel a envasadores y comercializadores que se llevan la plusvalía, no ha creado industria ni empresa singular alguna.
Quiero pensar que si Pío Baroja hubiera encontrado algún dato histórico, verificable, habría dedicado un volumen de Las memorias de un hombre de acción a esta sierra. Los de allí sólo recordaban vagamente las historias del ‘Diablo’, al parecer un carlista sanguinario que hasta herró al revés su caballo para despistar a sus perseguidores.
Tengo la duda de si Azorín escribió algo allí, pues algunos de sus relatos están fechados en La Puerta (¿de Segura?), pero no se refieren a la sierra. En las notas de su hermano hay pocas referencias a ‘Pepe’, como le llamaba, quizás porque sabía de memoria lo que sus hermanos, Azorín y el otro, don Amancio, pensaban.
En aquellos años había dos centros en el pueblo para discutir, el Casino y La Peña. En ambos se recibían los principales periódicos, entre ellos El Sol y el ABC, y revistas como La Esfera y Blanco y Negro. En ellas escribía Azorín. Los socios, las fuerzas vivas de la localidad, desde los republicanos moderados como mi abuelo, a los monárquicos liberales, el médico, el boticario, el veterinario, el ebanista, el juez de Paz, entre otros, hablaban de política, de libros y de acontecimientos internacionales. Todo eso ya no existe desde que acabó la guerra y luego la televisión y la emigración desertizaron este pueblo, todos los pueblos, acabando con un modo de vida que, si pobre, tenía su dignidad y sabiduría antiguas. Con la postguerra y el desarrollismo de los sesenta, estas tierras sucumbieron a la apatía, la resignación y el subsidio.
Don Ramón, que había promovido al homenaje a Ramón y Cajal, que ejercía de fuerza viva a pesar de ser muy circunspecto y de pocas palabras, las justas, llevó seguramente a Baroja y Azorín al Casino de La Puerta. No era como el Casino de Monóvar, tan querido y tan elogiado por el escritor, pero en aquellos años de antes de la guerra era un pequeño puerto de abrigo para hablar de algo más que de las cosechas de aceituna y el precio de los jornales (que eran de subsistencia, por no decir de hambre).
Mientras, las mujeres de la Casería de Santa Matilde, con un profundo respeto por estos cuatro personajes, educados, discretos, se harían invisibles; doña Carlota rezaba el rosario con las muchachas y alguna sobrina, las criadas garantizaban la pulcritud de los cuartos, de las sábanas, colchas y el aseo de los señores, así como las refecciones puntuales y el acomodo de esos ilustres invitados que nunca volverían.
Es una pena que ni don Pío Baroja ni Azorín hayan registrado aquellas dos semanas de estío en la hospitalidad de don Ramón y su esposa. Pero ese ha sido el sempiterno destino de esta sierra, que todos han ido de paso y los que se quedan son menospreciados por los políticos provinciales, reducidos al ostracismo. Aún hoy no consigue que escritores, pintores o músicos echen allí raíces aunque hay bibliotecarios municipales diligentes y con ganas de enseñar y difundir la cultura, hay algún pintor, algún artesano, quedan músicos y personas que bailan bien aquellas jotas serranas. Las pequeñas brasas aún podrían alumbrar.
Pasaron muchos años, llegó la República, la guerra, la siniestra postguerra[1]. Don Ramón vio poco a su hermano Pepe, que vivía en Madrid, en la calle Zorrilla. Don Amancio siguió viniendo al cortijo en los veranos. A Baroja nunca más lo vería -pienso que ésta sería probablemente su última estancia en tierras andaluzas-. Pero su hermano y don Pío siguieron siendo amigos y daban algunos paseos juntos, con sus gabanes, uno con boina, el otro con sombrero, casi sin hablar, acercándose Azorín a la calle Ruiz de Alarcón a encontrar a su viejo amigo, y subiendo hasta el Retiro. Pero de todo eso hace ya mucho tiempo, luego se hicieron muy viejos y ya los paseos no eran posibles, quedaron recluidos y más solos. Encontrar las notas de don Ramón de aquellas dos semanas de verano en ese apartado lugar de hace casi un siglo han sido como una brisa, una especie de nostalgia vaporosa, desvanecida, pues ya no hay tanta luz por allí.
[1] Opto siempre por escribir postguerra a la antigua, con t, que me parece más adecuado.
A donde se fueron los moros que no se quisieron ir.
No sólo a las islas del Guadalquivir, como decía Fernando Villalón en su poema, sino a muchos otros lugares de España, de la España profunda, alejada de los centros de poder, se fueron aquellos moriscos, muchos probablemente convertidos pero aún así execrados. Por ejemplo, en la provincia de Alicante, me cuenta mi amigo Emilio Bauzá que por el Vall d’Alcalá hay varios pueblos de linaje morisco: Alcalá de la Jovada, Benixarcos, Rafelet, hasta Alcalalí y Parcent por encima del Coll de Rates. Me recuerdan esos enclaves a los de los hugonotes en el macizo central francés, inmortalizados en la pequeña novela de Jean Giono, Un de Baumugnes.
¿Habrá sido la Sierra de Segura, en el extremo oriental de Andalucía, en la provincia de Jaén, uno de esos lugares apartados refugio de moriscos? Como las tropas francesas de Napoleón quemaron, entre otros, Segura, los registros se han perdido y tenemos dificultad en encontrar muchos antecedentes y documentos. Poquísimo sabemos, salvo los estudios de Emilio de la Cruz y Genaro Navarro. Por eso hay espacio para una hipótesis.
Mi familia paterna viene de Santiago de la Espada, de esas sierras perdidas. Nadie de entre ellos, en los tres últimos siglos, desde que tengo registro, fue militar ni abrazó los hábitos. ¿Sería porque no podían demostrar su limpieza de sangre? Lo habitual, en familias sin grandes riquezas, era que alguno de ellos se hiciera cura, monja, militar o se fuese a Indias. Pero para esos pasos se requería no ser descendiente de judíos ni de moros, aunque se fuera ya cristiano, como dice esta escritura de 1767:
han estado y estan en esta Villa reputados por gente mui honrada, sin que assi en los parientes, como en sus antezesores se aia probado mancha ni raza alguna de Moros, Judios, Gitanos, ni Penitenziados por Delito alguno por el Sancto Tribunal, de la Inquisicion, y ni tienen, ni an tenido ninguna otra mala raza.
La escritura no se refiere a los Ruiz-Marín, sino a unos compradores de bienes de terceros; en ninguna parte aparece declarado que ellos, los Ruiz-Marín, estuvieran exentos de la “mancha”. Sólo en 1812 hay un Ruiz Marín que ostentó un cargo público, como Presidente de una Audiencia (y fue desterrado por Fernando VII). El siguiente, don Alfonso Ruiz-Marín Blázquez, hermano de mi abuelo, sería alcalde de Totana durante la guerra civil y por ello encarcelado en 1939, muriendo en la prisión de Murcia, viejo y enfermo, poco tiempo después. Ningún otro cargo público consta en la familia.
He ido releyendo a Julio Caro Baroja, al que siempre vuelvo, para desentrañar alguna pista que explique dónde “se fueron los moros que no se quisieron ir”.
Recordemos varios aspectos de Santiago de la Espada:
Era una aldea de pastores y hortelanos en la vega del Zumeta, llamada El Hornillo, poblada al parecer, dice Madoz, por pastores trashumantes de la serranía de Cuenca. Eso es como decir poblada por gente que no quería decir de dónde eran ni estaban bien identificados, es decir, que podrían ser de ascendencia morisca. Se establecen en uno de los lugares más apartados e inaccesibles de las sierras orientales. Una forma de borrar las pistas. Y como esas tierras están bajo la jurisdicción de los Montes de Marina y antes por la Orden de Santiago, se libran del control directo por el Estado, es decir, la Inquisición por allí no entra. Pertenecía al Reino de Murcia hasta la división provincial de 1833 y no tuvo ayuntamiento hasta 1691. No tiene torre ni castillo, ni está construida con un plan urbanístico, no como muchos pueblos andaluces, sólo una cárcel, pósito y la iglesia parroquial. Recordemos que su aislamiento hizo que fuera, con Mengíbar y con los pueblos de Alicante, precisamente los moriscos que he citado, uno de los últimos lugares de España donde hubo lepra endémica hasta hace setenta años.
Los Campos de Hernán Perea
No hay nobles ni aristócratas, viniendo la relativa riqueza de algunas familias de la Desamortización (con la consiguiente tala masiva y depredadora de los inmensos pinares, incluido Pinar Negro, que de pinar sólo tiene el nombre).
Allí las gentes distinguían los ‘castellanos’ de los demás, gitanos y otros. Todavía hace pocos años escuchaba yo decir, “ese es castellano”, equiparándolo a cristiano (cristiano viejo, se entiende).
Los moriscos, en general pobres y hortelanos o pastores, llamaron poco la atención de la Inquisición, no como los judaizantes, que solían ser profesionales, médicos, boticarios, etcétera, que residían en villas y poblaciones importantes y por tanto, con más influencia y peligrosidad a los ojos de la Inquisición, además de generar más envidia, lo que fomentaba la delación, incluso la falsa acusación. Los descendientes de los moriscos eran pobres y no suscitaban envidia alguna.
En fin, hacia los años sesenta del pasado siglo, los vínculos familiares, las formas de hablar y vivir se fueron perdiendo, disolviendo, con la televisión, la emigración, la uniformización del país. Pero yo dejo planteada esta hipótesis aquí. Poco probable, como muchos teoremas que los matemáticos persiguen toda su vida para resolvernos y no lo consiguen, pero no por ello menos probables.
El embalse de Alqueva, en el Alentejo, sobre el Guadiana, es el más grande de Europa occidental y tiene una capacidad de más de 4000 millones de metros cúbicos, aunque sólo ha llegado a llenarse en tres cuartas partes. Por ahora sólo ha servido para que el gran agrobusiness se llene los bolsillos, plantando olivos de riego, en seto o espaldera, de forma que se agota el suelo, el agua y encima no se da trabajo pues está todo mecanizado.
Viene al caso porque es al paradigma del erróneo desarrollo o, mejor dicho, crecimiento agrícola. Los nuevos cultivos de olivar en España y Portugal son un disparate ecológico, botánico social y paisajístico, son insostenibles. Pero se produce y se obtienen pingües beneficios de la venta granel, como una commodity más, y de las subvenciones de la Unión Europea, cuya política agraria sólo ayuda a más producción, con un pequeño lavado de cara ecologista, un greenwashing. Por ejemplo, no hay ayuda alguna para limpiar los montes, y lo afirmo porque tengo montes de pinar, de pinos carrascos o de Aleppo, malos para madera pero importantes ecológicamente para reducir la huella de carbono, y también un pequeño olivar.
Olivar antiguo, tradicional. Un paisaje creado por el hombre.
De esto no se habla en Glasgow ni en España ni en Portugal. Como, además, los ecologistas son fundamentalmente urbanos, de olivares, olivos y aceite no saben mucho. Y en España, las empresas agrarias no por casualidad detestan a Greta Thunberg.
A medio plazo, estos nuevos olivos no llegarán a ser centenarios ni mucho menos, se producirá y venderá aceite de menos sabor porque es de riego, habrá menos trabajo de recolección. Y se siguen vaciando los acuíferos y desertizando las cumbres de los montes. Además, ese tipo de inversión sólo la pueden hacer las grandes empresas, lo que curiosamente va a fomentar de nuevo el latifundio o el arrendamiento de tierras a los pequeños y medianos propietarios. Es un modelo parecido al que usan las papeleras con las plantaciones de eucaliptus, que pagan a los propietarios por plantarles sus tierras y montes.
El manido y cursi eslogan del “oro verde”, referido al aceite de oliva, es una falsedad cada vez mayor. Si no, vayan a la provincia de Jaén, la mayor extensión de olivar del mundo, un monocultivo, y vean que sigue relativamente atrasada, abandonada, incomunicada, en comparación con el resto del país, siendo una de las más pobres y con menor densidad cultural de España, si no la más.
España nos ofrece una naturaleza, unos paisajes y horizontes de una belleza indómita, prístina. A menudo parece intocada, otras, es un paisaje trabajado por el hombre desde hace milenios, como los olivares de Jaén. Así, recorremos las tierras extremeñas, La Mancha, Levante, los montes de Teruel, la Castilla inmensa, esas tierras de pan llevar y choperas que delinean los magros arroyos. La escasa población ha permitido dejar millones de hectáreas libres de construcciones, de postes eléctricos, de instalaciones diversas. “España es un gran museo al aire libre”, dijo el fotógrafo alemán Kurt Hielscher hace más de un siglo, cuando hizo más de 45.000 kilómetros con su Zeiss (La España incógnita, Espasa-Calpe, s/f). Aún hoy lo es.
Mojácar
Pero el viajero queda a menudo decepcionado cuando entra en un pueblo de una mezquindad estética deplorable. En algunos, parece como si no se hubiera construido nada bello desde hace dos siglos. Incluso en pueblos que fueron declarados Patrimonio de la Humanidad, como Úbeda, sus barrios modernos y sus alrededores son de una fealdad irremediable, como pasa en Talavera de la Reina, Simancas, de alta alcurnia, Mora de Toledo -donde vivió mi padre- o Calatayud, y así centenares de localidades. Por ejemplo, Tordesillas, de tanta solera histórica para España, Portugal y Flandes, muestra una parte contemporánea que desmerece de su denso pasado histórico. Otros pueblos bien cuidados, como La Solana, dejan sin embargo elevarse en la vecina colina desguaces y chatarra de automóviles, sin que el alcalde haya hecho nada. En Levante, no hay más que contrastar esos paisajes que parecen salir de la época cartaginesa y que Asdrúbal reconocería, para entrar en pueblos como Elda o como Preter o Carcaixent, Pretel o Carcagente, desfigurados. Queríamos seguir las descripciones de Azorín y nos topamos con bloques de ladrillo aberrantes, con construcciones que responden al desbarajuste constructor de más de media España.
Comparemos Peñíscola con el Mont Saint Michel, paremos en Sagunto. Cuanto más nos acercamos a las costas, menos probabilidades tenemos de encontrar pueblos bellos: el turismo ha sido la gran excavadora y la enorme apisonadora. No es nuevo ese desprecio por lo bello; ya Jovellanos se alarmaba de esa decadencia de pueblos y lugares, con la falta de plantaciones, paseos arbolados, riberas descuidadas. Pero hoy no tenemos la excusa de la pobreza.
La imagen que emana de esas poblaciones cuando nos acercamos, la sensación primera que producen y que transmitimos a nuestros visitantes es a menudo desoladora. Piquetas, deshonor y excavadoras. Afueras descuidadas y bloques disparatados y desparejados, además de los infames cables de la Telefónica colgando en las viejas y nobles fachadas, los excesivos y mal colocados postes de la luz y un exceso de alumbrado.
Menos mal que tenemos pueblos -que pasan bastante desapercibidos- que han conservado un cierto patriotismo estético, como Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), Sabiote (Jaén), Almonaster la Real (Huelva), Montoro y centenares de pueblos andaluces (sobre todo en Córdoba), castellanos, vascos, asturianos, etcétera.
A. Pueblosconvertidosenmeroscentrosdemográficos. La alienaciónde los moradores.-
Pero no es solamente un problema de mal gusto. Hay algo más profundo: ¿a qué ideología puede corresponder ese envilecimiento, esa ausencia de estética que observamos? ¿Quizás a la carencia de formación cultural de la nueva clase media emergente en la España de la postguerra?
La forma de nuestros pueblos y barrios se corresponde sin duda con los valores predominantes de las clases poseedoras para las que el dinero y la ganancia estaban por encima de la belleza y la armonía. Así, vemos cómo unas ciudades como Gijón o Santander destruyeron sistemáticamente sus frentes marítimos para llenar de bloques sin gracia sus orlas, sus entornos. Basta contemplar las viejas fotografías de ciudades como Palma de Mallorca o las antes mencionadas para percibir la desaparición de lo bello. Las fotografías de Ortiz Echagüe son una buena muestra de lo que aquí se dice.
Pancorbo
Este ‘envilecimiento estético’, como lo definió don Julio Caro Baroja se corresponde a esa enajenación de los habitantes respecto a su medio natural que este capitalismo primario de construcción y turismo ha deliberadamente engendrado. Los pueblos y ciudades han sido despersonalizados, sustituidos por conglomerados de urbanizaciones y polígonos. Lo mismo que la televisión ha ido borrando la antigua sabiduría popular, el gusto por las conversaciones, tertulias y sobremesas, así el modelo de construcción que desagrega la población en núcleos anónimos, intercambiables.
No es casual todo esto: el poder económico ha hecho que, lo mismo que los ciudadanos han perdido esa calidad para convertirse en meros clientes, en meros consumidores, los pueblos han perdido su alma para convertirse en meros centros demográficos, conjunto de urbanizaciones, polígonos, circunvalaciones, áreas comerciales y rotondas. Haga la prueba el lector de preguntar a un viandante por el nombre de una calle; con mucha frecuencia no sabrá indicarle: el habitante desconoce su propia ciudad, la alienación se ha consumado, lo mismo que el trabajador pierde el control de su producto, el habitante pierde su sentido de pertenencia.
B. El fracaso de la democracia local y de muchos ayuntamientos.-
La pregunta que nos hacemos es ¿qué ha sido de nuestros ayuntamientos teóricamente democráticos? ¿qué se ha hecho desde 1978? Porque no son nuestras costas las únicas asoladas por la construcción abusiva y sin gusto, son también nuestros pueblos del interior, muchos con más de mil años. Mientras las viejas casas se desmoronan y se dejan caer, se construyen edificios, ampliaciones que atentan contra toda belleza.
Parece que no se ha unido lo bello a lo útil, que el dinero y la ganancia han podrido todo. La armonía con el medio natural, es decir, con el paisaje que los rodea, la proporción y la simetría, hasta el color, la terminación de las calles y rotondas, están ausentes. Ciudades y pueblos de gran historia han perdido su carácter en pos de un falso progreso de autos, garajes, naves y locales comerciales.
Las próximas ayudas europeas son un gran peligro en manos de esos ayuntamientos que parecen más encargados de negocios de las inmobiliarias que representantes de los moradores.
El sistema fiscal, inapropiado para financiar los municipios, ha hecho que las licencias de construcción hayan sido la principal fuente de ingresos, con su cortejo de mal gusto, inversiones de dudoso mérito y el abandono de las zonas antiguas de los pueblos mientras se fomentan promociones inmobiliarias de nuevas ‘urbanizaciones’ a menudo feas y estrechas como, por ejemplo, las de Membrilla (la antigua Marmellaria romana, en Ciudad Real) con casas apretujadas, sin un árbol, que parecen una colonia penitenciaria.
Otra posible causa, en lo que al mal gusto respecta, quizás fue que grandes arquitectos españoles tuvieron que exilarse al final de la guerra civil, y otros, que permanecieron en el país, como un jardinero de la talla de Javier de Winthuysen, fueron relegados, marginados. La consigna parecía ser ‘enriqueceos’ a cualquier precio.
Se dirá, como excusa, que había pobreza, que éramos pobres, pero Portugal, con mucha menos renta, ha sabido mantener una cierta estética, como comprobamos si pasamos de Tuy a Viana do Castelo, de Verín a Chaves, o si comparamos muchos pueblos extremeños con sus vecinos del Alentejo, o los pueblos de Huelva con los aledaños del Algarve portugués, como Vila Real de Santo António.
Elche
La escasez de recursos o la pobreza no son una excusa. A veces ha sido lo contrario: la riqueza, el cemento, los materiales, han perjudicado la belleza. Una vieja casa de pueblo, un viejo cortijo o caserío suelen ser más bellos, en su sencillez, en su economía de líneas y usos, que los ‘chalets’ de las modernas urbanizaciones.
Diderot, en su Tratado de lo bello, un texto precursor del materialismo, expone su teoría de la relación. Las cosas son bellas en relación a algo, al entorno, a las de su especie, a su utilidad y finalidad. Los gustos pueden cambiar, divergen, en función de una serie de variantes, de las que el enciclopedista describe: el tamaño y la escala, el ambiente cultural e histórico, la perspectiva, la educación y la cultura del observador, el tiempo y la edad, la experiencia del pasado, las ideas y creencias y los valores. En muchas ciudades. Y pueblos ‘modernizados’ ninguna de estas excusas justifica el panorama que el viajero contempla.
C. La belleza atrae inversiones y no sólo turismo.-
Esto tiene consecuencias económicas importantes. El capitalismo francés, italiano, europeo en suma han sido más inteligentes. El turismo interior (véase Provenza, Dordoña, Normandía, Bretaña, la Toscana, Austria, Irlanda) se apoya en la belleza de los pueblos, la armonía, el cuidado de parques y jardines, los restaurantes y cafés, los mercadillos de antigüedades, libros, buenos productos locales y la calidad de los servicios y las comunicaciones (tanto ferroviarias como digitales). Cuando vemos los esfuerzos de muchas regiones y comarcas españolas en atraer turismo de calidad (es decir, que gaste dinero), echamos de menos ese cuidado por preservar lo bello, por no hacer estropicios urbanos, por facilitar la calidad, el ordenamiento urbano, la sencillez, en promocionar los artistas locales, en organizar pequeños eventos culturales, musicales, de pintura. La llamada España vacía es a menudo la España maltratada y descuidada.
No es casual que muchas regiones europeas prosperen, sean atractivas a la inversión y a residentes extranjeros que buscan luz, sol, clima, pero también cultura, servicios, autenticidad. Los ayuntamientos deberían ser los impulsores de ese crecimiento armónico, estético y de convivencia. La belleza es rentable. El objeto crea el sujeto; un pueblo bello y cuidado genera más civismo, más cuidado, más sentido de la pertenencia y atrae capital.
No es el cambio climático, es el abandono de los montes y bosques. No se limpian, no se quita la broza, no se deja que el ganado coma en los ribazos porque está prohibido el pastoreo. La hierba seca, los restos de ramas secas son el combustible ideal para los incendiarios.
Mi primo Ramón Olivares, que conoce el campo y los montes andaluces, dice con vehemencia que ahora todo se achaca al cambio climático y que eso es falso. Y tiene inmensa razón. Una parte, es verdad, puede tener visos de realidad, pero sobre todo es la consecuencia del abandono de los montes, de las tierras de labor que los alternaban como pequeños mosaicos, roturadas, labradas, limpias, hoy abandonadas. La agricultura industrial del monocultivo y las pésimas políticas de subsidios para todo, menos para limpiar los montes, hacen que el gran incendio de Sierra Bermeja no sea una excepción sino el síntoma de lo que está pasando en toda España.
Los pegujales que había entre los montes ora con olivos, ora con pequeñas plantaciones, han sido abandonados para dedicar la agricultura al llamado agrobusiness. La Unión Europea, secundada alegremente por el Estado español y las Autonomías, decretaron el fin de la ganadería de pastos abiertos para estabular todo y producir más carne en menos tiempo y con piensos industriales. Así se mataban dos pájaros de un tiro: se ayudaba a las grandes empresas de productos ganaderos y se dejaba a los ganaderos viviendo en sus pueblos de subvenciones y ayudas, una especie de limosnas para que dejasen la tierra y los montes y dejasen de molestar.
Pero como me decía hace unos años un propietario forestal y ganadero en la Sierra de Segura, “y ahora sin cabras, ¿quién va a limpiar las zarzas de las cunetas, acequias y taludes?” La Administración tiene muy clara la solución: con glifosato y herbicidas a granel que, además, siempre están de oferta y te venden dos por el precio de uno. ¡A fumigar! Es decir, además de fomentar la industria multinacional de maquinaria agrícola y los productores de piensos, fomentamos la agroquímica.
Mi padre murió en 1963 de una leucemia, literalmente envenenado por los productos que almacenaba su Agencia de Extensión Agraria en Mora de Toledo. En España entonces no se sabía, o no se quería saber algo que advirtió -censurada y marginadas por todos en EEUU- Rachel Carson en La primavera silenciosa, que era el uso abusivo de DDT y demás venenos. Hoy, no estaría de más que en las escuelas leyesen algunos de sus capítulos, pues seguimos matando la naturaleza, el mar, el paisaje.
Cada vez hay menos trashumancia, menos pastores y los campos se dedican a plantaciones subvencionadas con monocultivo, laboreadas con máquinas modernas, gastando combustible y haciendo ruido. Los montes, con nuestros pinos carrasco o pinos de Aleppo, no son rentables porque su madera sólo sirve para hacer serrín para conglomerados.
En la Sierra de Segura, Jaén, por ejemplo quedan ya sólo dos o tres madereros, dos o tres aserradoras; el monte no produce y hay que abandonarlo. En Siles, antes pueblo próspero gracias a la madera, queda uno, que anuncia que se va a retirar. En Orcera, otro. Y hasta la fabricación de biomasa no se aprueba ni fomenta: los pinos cortados han de ser transformados en Valencia, en esta sierras y pueblos, no. Los montes, como mucho, se dejan para el llamado, malévolamente, agro-turismo, como el Parque Natural de las Sierras de Segura, Cazorla y Las Villas, con restricciones y prohibiciones abrumadoras, burocráticas, pesadísimas, para los propietarios y sin ningún beneficio para nadie: como mucho, de mero adorno para que los políticos se pongan medallas de conservacionismo. Lo que los anglosajones llaman el green-washing, lavado verde, hacer como si fueran ‘verdes’ y ecologistas, para que todo siga abandonado.
La prensa, la televisión, que de campo parece que saben poco, ‘compran’ la versión apocalíptica del cambio climático para responsabilizarlo de todas las desgracias y así exonerar a los responsables de las Administraciones públicas, desde alcaldes hasta ministros.
Así, si una riada se lleva casas edificadas con la bendición y licencia de los alcaldes en ramblas y lugares que de siempre estuvieron dejados a las aguas, la culpa es del cambio climático. Si las casas se caen por un temblor de tierra y los puentes romanos, no, la culpa es del cambio climático no de los constructores que especulan con materiales y se saltan, una vez más, con el beneplácito o indiferencia de los alcaldes, las mínimas normas de seguridad.
Proliferan los incendios y las catástrofes ‘naturales’ y ya tenemos el chivo expiatorio: el cambio climático (antes eran los ‘actos de Dios’, o de los dioses). Este puede exacerbar y agravar las consecuencias, pero la responsabilidad es nuestra, no de los astros pero, a tenor de lo que dicen, esto parece como una vuelta al milenarismo y a la astrología. A este paso, pronto vamos a organizar rogaciones y procesiones contra las tormentas, contra el granizo y contra los fuegos forestales. A poner lamparillas o ‘palomitas’ en aceite para alejar las nubes, como se hacía hace sesenta años en las cortijadas.