Leer siempre otro Quijote

Cada vez que leemos el Quijote leemos un libro distinto, como nunca cruzamos el mismo río. Ahora me ha dado por volver al Quijote, estimulado por mi reciente viaje a La Mancha. A él vuelvo al menos una o dos veces al año. Y cada vez que lo leo, que leo episodios sueltos -una vez leído entero, se pueden escoger los capítulos, que se sostienen solos-, es un libro diferente.

No es que los libros tengan varias vidas (algunos no tienen ninguna, son fast-sellers), es que el lector no es el mismo cada vez que vuelve al mismo libro. La vida nos ha cambiado, sabemos más, o sabemos menos, hemos leído otras cosas, visitado otros países u otras provincias. Hemos conocido personas nuevas y hemos perdido amigos. A veces, se nos ocurre que debemos releer el Quijote o una de las aventuras del Caballero de la Triste Figura porque se nos había escapado un detalle, una palabra, una frase memorable. Además, no sólo ha cambiado al lector, ha cambiado el mundo. No podemos leer la Ilíada como hace cinco o doce siglos. El contexto cambia el texto.

Esto sucede con todos los clásicos, incluida, naturalmente, la Biblia. Y nos pasa con la poesía, que dependerá de nuestro estado de ánimo, del momento, hasta de la estación del año, para apreciar un verso que habíamos pasado por alto.

Hay tres tipos de libros: los libros eternos, los que releemos y cada vez es un nuevo libro, los que son entretenimientos -y muy gustosos, por cierto, no hay que despreciarlos, como los buenos policiales- y, tercero, los de referencia, que usamos casi como diccionarios, manuales o anecdotarios -efímero, de efemérides-, a los que hemos de recurrir para recordar o fijar un dato; libros de consulta más que de lectura.

Pero los únicos que aceptan la relectura, la lectura siempre distinta, inspiradora, renovada, son los que la historia ha elevado a la categoría de clásicos, a los que podemos volver una y otra vez y leerlos como si fuera la primera. El fin de la historia lo podemos conocer, pero cada vez es un libro nuevo. Así, leer Los Buddenbrook después de haber estado en Lübeck, o À la recherche tras pasear por algunas calles de París, no será lo mismo.

El libro eterno cambia a medida que cambia su lector, que es la misma persona pero en diferente tiempo y distinto lugar. Cada vez que lo leemos somos diferentes, somos otro.

Así, la Biblia, cuya lectura es infinita gracias a los talmudistas, porque hay miles de maneras de interpretarla y hasta una sola palabra puede cambiar el sentido de un proverbio o un cantar.

El Quijote es diferente, no es que haya varias interpretaciones sino que se pueden escudriñar muchos detalles que en una primera lectura pasarán desapercibidos. Eso, a pesar de que los cervantómanos, como decía Navarrete, se han empeñado también en buscarle a veces tres pies al gato, a veces esquilando el huevo, sin contar con todas las teorías , bastante peregrinas, sobre el origen de su autor.

Lugar y tiempo. Por mucho que podamos fijarlos en un tiempo y en un lugar (La Mancha, Región, Yoknatawpha, Macondo, Vetusta o Balbec dejan de ser relevantes como lugares geográficos, aunque sean importantes en la descripción por sus escritores, que las inmortalizan), son libros que consiguen ser atemporales, su cronología, por así decirlo, es secundaria, se han desprendido de su contingencia y por eso los puede apreciar un andaluz, un argentino o un ucraniano, hoy y hace un siglo. Algunos autores, deliberadamente, han omitido el lugar, como Kafka y no es casual que muchos escritores se hayan inventado geografías imaginarias (Lilliput, el Infierno y el Purgatorio de Dante, …). Para creer en una historia no necesitamos tener la certeza del tiempo y del lugar, aunque seamos tan cartesianos que nos gusten esas precisiones. Las mil y unas noches las apreciamos sin que nos importe tanto el lugar o el tiempo, el invento, la historia o historias es lo que cuenta.

En el fondo, cuando releemos un libro estamos revisando o recordando nuestra propia vida. Ya sé que toda esta reflexión no aporta nada nuevo a la construcción de qué significa la literatura, el libro y que todo esto de los clásicos lo han contado mejor muchos escritores, desde Ítalo Calvino a Carlos Fuentes. No es nuevo, pero al releer el Quijote y descubrir otros giros, otras ideas, dentro de los mismos y ya conocidos episodios, me he dado cuenta de lo que los teóricos han contado y explicado tantas veces.

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Un viaje cervantino con acento argentino

Pretender de nuevo seguir los pasos de don Quijote parece redundante y, sin embargo, nos con-mueve como la primera vez, cuando mi padre me dijo que don Quijote en realidad no existió, que era una invención.

Mis amigos Fernando y Teresa nos han embarcado en una ruta de cuatro días, corta para la que recorrió el Caballero de la Triste Figura pero cuán inspiradora. Al viaje se nos une una pareja argentina; no conocen La Mancha más que de paso, pero están embebidos de Borges y de amplia cultura, él historiador, ella abogado y empresaria. Por un azar que quizás no sea casual, venir con un borgiano por estos caminos es muy especial, pues ya el escritor se inventó un autor del Quijote, Pierre Menard, y en sus cuentos suele poner en evidencia esa ambigüedad que hay en el triángulo de escritor, lectores y personajes inventados. Aunque, como decía Borges, los argentinos se han querido distanciar de la literatura española para crear la propia, lo que es lógico para romper el cordón umbilical, ha habido cervantistas argentinos, entre ellos Alberto Gerchunoff (La jofaina maravillosa, Ed. Losada, 1945), recreación quijotesca en la que, por ejemplo, Rocinante habla; es un libro sobre Cervantes y no sólo sobre El Quijote (que lleva la jofaina, es decir el yelmo) y que indaga con mucha perspicacia sobre la personalidad del escritor, incluso diría, que más que Unamuno.

Hemos empezado por Tembleque, seguido por Puerto Lápice, y llegamos al Toboso al caer la tarde. Todavía podemos visitar la que llaman Casa de Dulcinea y dar una vuelta por las apacibles calles, limpias, prístinas, del pueblo que está, como entonces, en un sosegado silencio. Pero, como decía el tango, “verás que todo es mentira, verás que nada es amor, que al mundo nada le importa, yira, yira”, porque todo lo inventó don Miguel. Ni el lugar del que no quería acordarse era Argamasilla (muchos pueblos, incluso ahora los de Mota del Cuervo lo reivindican), ni había Dulcinea en El Toboso, ni don Alonso Quijano ni Sancho y, sin embargo, qué emoción recorrer esos pueblos, esos paisajes, carreteras tranquilas, rectas, campos bien cultivados y a veces esos montes bajos de sabinas y chaparros donde nos imaginamos al caballero y a su escudero en su ininterrumpido y ameno diálogo. Si el Quijote es más citado que leído, y usado como recurso turístico, recorrer estos campos y estos pueblos, en un paisaje que en la tan poblada Europa, es algo único. Recorremos kilómetros sin casi cruzarnos con nadie. En La Mancha hay pueblos a treinta kilómetros el uno del otro, el paisaje lo impregna todo, la llanura a veces ondulada, viñedos extensos, tierras de cereal que ahora verdean, encinares, sabinares.

Los cinco viajeros llevamos nuestros quijotes para leer algunos trechos en las paradas, reírnos y admirarnos. Teresa, filóloga, precisa en su lenguaje, nos ha leído un capítulo en El Toboso, entre las campanadas de la iglesia; Rodolfo, junto a los molinos del Campo de Criptana; Sonia, en Puerto Lápice. Previamente, hemos repasado libros sobre Cervantes como el clásico de Navarrete, el de Muñoz Machado y el de Jean Canavaggio.

Nuestro periplo ha sido mucho más actual que aquel del ‘caballero inactual’ que fue Azorín, cuya Ruta del Quijote admira Mario Vargas Llosa, pero que ya me resulta algo sabida, agotada, envejecida.

Si la Casa de Dulcinea nos gusta aunque no sea tal, una casa de labrador rico, bien amueblada y con patios, almazara, bodega y el palomar histórico, nos deja más fríos la Casa de Medrano en Argamasilla, demasiado modernizada, tan preparada para eventos culturales que ha perdido todo el carácter, el alma que tuviera hace cien años, un caserón manchego cuando la visitó Azorín. Ya sabemos que fue mentira, ficción, que Cervantes padeciese reclusión en la cueva de Medrano -fue en Sevilla-, pero la han rehabilitado de tal forma que ni imaginar la historia conseguimos.

No hemos olvidado, claro, los molinos, los de Consuegra, de Campo de Criptana y los de Mota del Cuervo. Mi amiga portuguesa Ana Coelho -que sabe mucho de geografía y libros y tiene una de las mejores librerías lisboetas en la rua São Bento, Palavra de Viajante-, a quien le mando la fotografía, me advierte de que tengamos ‘cuidado com os gigantes’. Desde los altos de esas lomas contemplamos La Mancha, nos identificamos con el territorio que Miguel de Cervantes eligió para su grande, genial parodia. Los molinos han sido reconstruidos, uno de Mota por el mismo Ramón Serrano Suñer (el cuñadísimo de Franco), y en este pueblo los han dedicado a insignes personajes, incluso a Goethe.

Cometa sin bramante y prisionera,

ventilador del trigo hacia la harina,

sombrilla descarnada en la calina,

naipe brutal de extraña barquillera.

Molino a brazo abierto en tolvanera,

leguleyo en batalla vizcaína,

la nueva lanza y más: ¡toda la encina!,

te diera mi señor si reviviera.

(…)

(Juan Alcaide)

En Mota del Cuervo nos hemos alojado en un pequeño hotel y hemos cenado en un restaurante singular, excepcional, que se llama Chicote. A la mañana siguiente nos lleva el incansable Fernando a ver los flamencos rosas en las cercanas Lagunas de Manjavacas, uno de esos paisajes insólitos de La Mancha, con agua, en esa tierra tan singular que ha dado lugar al río más raro de la península, el amigo Guadiana, de manantial tan discutido (¿será Viveros, el Arroyo de Gredales en el Campo de Montiel o las Lagunas de Ruidera?).

En todos los pueblos encontramos sosiego, orden, cuidado, limpieza. Los manchegos están orgullosos de su tierra, de sus pueblos y su historia, y lo demuestran. Así, llegamos a Infantes donde nos acercamos a ver el último aposento del gran desterrado que fue don Francisco de Quevedo, en el convento de los dominicos. Calles armoniosas, sin un edificio que desentone, sin alardes ni pretensiones, un pueblo sencillo, apacible. Así han sido muchos pueblos manchegos, como San Carlos del Valle.

Pero no sólo de Cervantes vive La Mancha sino que hay que detenerse en Valdepeñas, donde el museo Gregorio Prieto merece una demorada visita. El museo ha sido remodelado, ha ampliado la exposición de las obras del pintor valdepeñero y nos transporta a esa vida cultural española, de la Generación del 27, cuya antorcha mantuvo Gregorio Prieto hasta 1992, cuando falleció. Y hay también un pequeño homenaje a ese poeta olvidado, amigo de Gregorio Prieto, y tan digno de recuerdo como fue Juan Alcaide (1907-1951). Valdepeñas, tierra que ha sido también de Francisco Nieva, dramaturgo, escritor y pintor, al cual está dedicado el flamante teatro. De Francisco Nieva se recuerda su teatro, pero no desmerece su trilogía disparatada, El viaje a Pantaélica, Granada de las mil noches y La llama vestida de negro, en las que su humor, su lenguaje y las aventuras de Cambicio de Santiago nos sumergen en un mundo irreal y alegremente trastornado. Antes de salir de Valdepeñas nos damos una vuelta por su extraordinaria la plaza mayor, llena de niños, junto a la iglesia principal, bien restaurada.

Desde Valdepeñas hemos ido a parar a Las Virtudes, que tiene una de las tres plazas de toros cuadradas que hay en España, es decir en el mundo, del siglo XVIII, un rincón que conoce sólo Fernando. Y de allí a un lugar que también está ligado a Cervantes, El Viso del Marqués, Marqués de Santa Cruz. Allí evocamos la batalla de Lepanto, una de las muchas que ganó don Álvaro de Bazán, en la que se ilustró Cervantes. Dejemos a los historiadores navales la evocación del marqués, pero nos sirven de recordatorio los frescos de batallas, ciudades y símbolos clásicos, todos pintados por maestros italianos (los españoles estaban ausentes). El Palacio, suntuoso, ha sobrevivido a las guerras y a distintos usos, hospital, prisión, checa, cuartel de tropas de Regulares Marroquíes para luchar contra el maquis y después de 1949, finalmente, museo. Destaca imponente desde lejos sobre el caserío modesto, bajo, de la población, El Viso que, nos dice un guía, tuvo hace cuarenta años siete mil vecinos y hoy, dos mil. No basta el atractivo histórico para generar riqueza. Nosotros, viajeros que queremos ilustrarnos, notaremos la ausencia de una mínima librería donde rellenar nuestro desconocimiento. Una historia así merecería disponer, en el mismo palacio o en el pueblo, de una librería con obras de historia, de arte. Pero en España los libros casi no llegan a los pueblos.

Tras el Viso (viso, como visión, lugar elevado desde donde se divisan los alrededores), por una bellísima carretera, hemos ido al castillo de Calatrava la Nueva, una construcción de origen musulmán digna de Asia, elevada sobre un monte pétreo que guarda un paso por un valle por el que se puede adentrar el viajero, el conquistador, hacia Andalucía.

Concluimos el periplo en Almagro, uno de los pueblos más bellos -no ya bonito, de España (el marchamo de Pueblos Bonitos está bastante devaluado por haber incluido algunos que no lo merecen).

Nuestro viaje ha ido del siglo XXI, con esos nuevos molinos generadores de electricidad, a los molinos de trigo del siglo XVI, de las autovías -excesivas, dispendiosas-, de La Mancha, a las carreteras solitarias y rectas entre campos no muy diferentes a los de hace tres siglos, las conversaciones sobre la Argentina de después de aquellos siniestros dictadores militares a la restauración democrática de Raúl Alfonsín. Cervantes y El Quijote han estimulado nuestros diálogos porque la cultura abre los horizontes. Y desde el Corral de Comedias de Almagro al muy interesante Museo Nacional del Teatro, de las calles empedradas de Infantes y de las casas de portales de piedra a los cuadros de Gregorio Prieto, desde aquellos vinos en pellejos a los nuevos vinos manchegos (anotamos el Vulcano, de casta syrah, por ejemplo), hemos seguido un hilo conductor de la historia del país.

Y nos despedimos con un soneto de Juan Alcaide, a Cervantes, tras el 4º centenario

Sobre el adiós

Y a descansar -ya es justo- en cuerdo y loco.

Dispensa tanto verso y tanta prosa.

No habrá temblor de llanto por tu fosa:

pero de frase y frase, ¡qué sofoco!

¡Cuánto de clasicismo y de barroco!

¡Qué romántica lira mentirosa!

Y acaso ni una vela abriose en rosa

deshojando su cera poco a poco…

Para tu pobre angustia, ni un latido.

Ni una pluma pinchada en una vena.

Ni la emoción de un grito contenido.

Perdona este barullo de centena.

¡Con cuánta oscuridad te habrás reído!

¡Cuánta risa, Miguel, con… tanta pena!

A descansar, en efecto, como decía Alcaide, porque El Quijote, el libro, y su creador, Cervantes, están muy por encima del localismo que se pretende de dónde estuvo exactamente ese “lugar de La Mancha”. No importa, el viaje ha sido agradable, un hermoso escenario en esta incipiente primavera sin agua y el libro desborda desde que se imprimió del color local pues es universal en su lenguaje, en sus ideas, en el recuerdo que guardamos de él este quinteto de españoles y argentinos.

(la imagen de portada es un cuadro de Gregorio Prieto)

Joan Fuster y el ‘sentit de la discrepància’

Descubrimientos tardíos, como suele pasarme, han sido los artículos de Joan Fuster, sus cartas, sus reflexiones. Tardíos, porque sus libros en Madrid son inhallables, a no ser en la librería catalana Blanquerna, allí, junto al Círculo de Bellas Artes. Y además no hay traducción al castellano del 90% de su obra.

Leer a Fuster (Sueca, 1922-1992), en catalán (o en valencià, como pensarán los puristas), es un estímulo porque, aunque algunos de los temas que trató ya están pasados -hay artículos suyos de hace sesenta años- su forma de abordarlos, con cultura, humor, distancia y discrepància, son ejemplares. Leer a alguien que piensa, que plasma sus pensamientos en un Dietari o en sus artículos, nos ayuda y nos impulsa a pensar, sea para confirmar sea para disentir. Nos enfrenta, nos interpela. Es un ejercicio necesario, lo mismo que el andar. Su estudio sobre el habla de los moriscos, el gran ensayo histórico Nosaltres, els Valencians, son memorables.

Hoy, en esta época de woke, consignas partidarias y neopuritanismo cultural en algunos medios, es refrescante leer a Fuster, que siempre pensó por su cuenta -y riesgo- porque parece que el tiempo no ha pasado y seguimos en esta Piel de Toro, Pell de Brau, que dijo Salvador Espriú, tirándonos los trastos culturales, no sólo políticos, a la cabeza. Como él decía, le gustaba Borges, o Blasco, pero no los borgianos o antiborgianos ni los blasquistas o los antiblasquistas.

Los discrepantes, como Fuster, son incómodos porque no pueden ser utilizados, como cuando declara, por ejemplo, la “increíble bestialidad del ‘materialismo dialéctico’, o las admirables tonterías de Heidegger: todos eran los mismo, los mismos, puestos de acuerdo en joder al personal”. Irrecuperable pues para los adalides de lo política o culturalmente correcto. Contra Unamuno y los demás es un buen alegato contra un noventayochismo pesimista y demasiado centrado en lo castellano. Pero Fuster, al mismo tiempo, admiraba a don Josep Martínez Ruiz, como él dice, a Azorín.

No es casual su amistad con Josep Pla, con sus discrepancias precisamente, que no impiden un diálogo rico, con desenfado y con humor. Ambos escritores son inasimilables por los políticos de turno, son personas libres que dicen lo que piensan, reacios a ser encasillados. Y encima, escriben muy bien.

En resumen, este pequeño recuerdo del excelente y amable discrepante que fue Joan Fuster -con tantos libros suyos que no están en castellano- es para subrayar lo que desconocemos de las literaturas, por así llamarlas, periféricas, catalana, valenciana y otras, cuando reprochamos que allí intentan ignorar el castellano (lo que en Cataluña, a nivel oficial, me temo mucho que es cierto). Afortunadamente ya no es así y Joan Margarit, Ferrater, Pla y muchos otros que han escrito en catalán, son hoy apreciados y difundidos en el resto de España.

Abrirnos más a todas las literaturas peninsulares, del centro hacia afuera y de la periferia hacia el centro, es romper los compartimentos mentales estancos y permitir la saludable discrepancia, motor del pensamiento e imposible de manipular por los nuevos censores.

Dos libros alemanes contra el olvido

No podría haberlo hecho solo. Lo sé. No sin los ayudantes y los indiferentes.

George Steiner

Se han cumplido el pasado día 10 de noviembre 84 años de la Noche de los Cristales Rotos, Kristalnacht, cuando los nazis organizaron un enorme pogrom por toda Alemania. La memoria cuesta. El profesor de psiquiatría de la Universidad de Barcelona que fue don Emilio Mira y López, exilado tras la guerra, resumía así los cinco factores que influían en qué se recuerda y cómo se puede testimoniar de un hecho o suceso personal o social:

  1. Cómo es percibido.
  2. Cómo se ha conservado en la memoria.
  3. Cómo se es capaz de evocarlo.
  4. Cómo se quiere -si quiere- expresarlo.
  5. Cómo se puede expresarlo.

Las dos fases de la memoria, conservación y evocación, han sido objeto de estudio con las denominadas “curvas del olvido”, el embotamiento de los recuerdos neutros, y las “curvas de represión” u olvido forzado de los recuerdos emocionales.

La amnesia cumple un fin de defensa psíquica, nos dice este psiquiatra, y recuerda que Freud le daba más importancia al olvido forzado porque responde a la represión, que es sinónimo de inhibición, dificultando la evocación de los recuerdos. Según el profesor Mira no existen percepciones neutras, fáciles de olvidar, sino que se reprimen determinados recuerdos, una voluntaria amnesia emocional por repugnancia a lo que sucedió, por horror o por remordimiento.

En ese “no acordarse” o “haber olvidado”, que es la excusa de muchos acusados, sean delincuentes o meros testigos de lo que pasó, confluyen factores intelectuales, afectivos y cognitivos:

o La ignorancia o falta de cultura.
o El desafecto o indiferencia.
o El no saber cuál va ser la consecuencia.

En el caso del Holocausto y la indiferencia o colaboración activa o pasiva de la población (alemana, austríaca, francesa, etc), se dan los cinco puntos arriba mencionados:

  1. el antisemitismo ancestral, que genera
  2. indiferencia, desafecto, y
  3. el no querer saber más, por
  4. la falta de cultura y de conocimientos de la población, adormecida por la propaganda, para después
  5. no poder expresarlo en un ambiente de postguerra, derrota y ruinas.

Todos estos mecanismos del olvido deliberado o del alegato de “no sabía” son perfectamente aplicables a lo que nos describe el libro de Géraldine Schwarz, Los amnésicos (que podría titularse los conformistas). La autora, franco-alemana, ha dejado constancia de toda la evolución del pueblo alemán desde el nazismo hasta la caída del muro de Berlín siguiendo algo muy cercano, su propia familia, desde sus abuelos, típicos conformistas o mitläufers (su abuelo compra la fábrica a precio de saldo a unos judíos que deben huir) hasta su padre, nacido en 1942, que intenta limpiar ese pasado familiar contra el olvido deliberado.

En Alemania, y mucho más en Francia, Italia y sobre todo Austria, resultó tras la guerra que casi nadie reconocía que había sido colaboracionista, fascista o nazi. Y la mayoría “no recordaba”, aunque hubieran visto desfilar filas de judíos escoltados por soldados alemanes o por gendarmes franceses. Pero la diferencia es que Alemania, poco a poco, sí ha hecho su revisión del pasado, sí ha examinado su memoria histórica, aunque se tardó años y sólo a partir de los sesenta se comienza a investigar en serio el pasado y acciones de muchas personas que parecían estar por encima de toda sospecha . También se comprende pues las preocupaciones primordiales de los alemanes en la postguerra eran la alimentación y la reconstrucción. Además, cuando celebridades como Heidegger, u Ortega y Gasset en España (ver La pluma del cormorán, nov 2021), o la Iglesia protestante o la católica, no dijeron nada ni expresaron públicamente nada sobre el Holocausto, los campos o las persecuciones, ¿por qué habría que exigir a los meros ciudadanos de a pie que fueran más conscientes?

Un libro complementario a este es el de Maxim Leo, Historia de un alemán del Este, que no creo haya sido traducido al español. Maxim Leo nos habla de su familia, de su abuelo Gerhard, judío alemán asimilado, que lucha en la Resistencia francesa y luego forma parte de la élite de la Alemania del Este, y del otro abuelo, Werner, que fue nazi y luego se hizo comunista. En la RDA no se hizo la expiación ni el ejercicio de memoria pues oficialmente el nazismo parecía sólo haber existido en la otra Alemania, la capitalista. El muro era considerado por Gerhard como un muro para defenderse del fascismo del Oeste. La otra abuela, la de Werner, es muy expresiva cuando él le pregunta si supieron en la época de los crímenes nazis (contra los judíos), “no nos hemos preocupado”, responde. Y cuando desaparecen una compañera suya del colegio así como la profesora, ambas judías, dice “es así, no nos hicimos preguntas, quizás porque nosotros también teníamos miedo”. Exactamente algunos de los mecanismos que describe el profesor Mira, miedo, indiferencia y desafección.

Carl Schmitt y su influencia en los juristas del franquismo

Es importante, es necesario conocer el pensamiento conservador y sus orígenes sobre todo cuando la tendencia antiliberal avanza por el mundo. Siempre me llamaron la atención la personalidad y los escritos de Carl Schmitt. Sus tesis de enemigo-amigo, tierra-mar, el decisionismo, muchas ideas que él plasmó en sus libros a lo largo de más de medio siglo; pero mi conocimiento era muy superficial. Como hice la carrera de Derecho entre manifestaciones, detenciones y estudiando lo indispensable, nunca leí mucho sobre él. Y, además estábamos inoculados contra el pensamiento conservador, aunque tuve como profesores a Sánchez Agesta, García Arias y Eustaquio Galán, que conocieron bien a Schmitt. No les escuchábamos. Ahora, en esa editorial sevillana que es un pozo sin fondo para los amantes de la historia, de la poesía y de los libros impredecibles que es Renacimiento, he encontrado este libro del catedrático Jerónimo Molina Cano, Contra el “mito Carl Schmitt”. Está en la colección Espuela de Plata de Renacimiento. Molina Cano es catedrático en la Universidad de Murcia.

Los que estudiamos en los últimos años del franquismo (yo, entre 1968 y 1973) estábamos imbuidos de un maniqueísmo bastante pedestre que nos hacía desdeñar lecturas que nos hubieran ilustrado y en cambio adorábamos libros sin peso específico como las bazofias de Régis Debray o las simplificaciones de Marta Harnecker (ésta, con todos mis respetos). No todo era incultura, no, pero nuestras anteojeras antifranquistas nos hicieron, me hicieron, descartar algunas lecturas que hubieran sido provechosas, estimulantes. De todo este maniqueísmo cultural hablé en una especie de memorias, Comunistas y Pilaristas. Un romanticismo tardío[1].

Como es sabido, Schmitt (1888-1985) fue un inspirador del Tercer Reich, fue llamado el “enterrador” de la Constitución de Weimar y fue un maestro para muchos juristas españoles del segundo tercio del siglo XX. Franquista convencido, además de un gran amante de España, su hija Ánima se casaría con un catedrático español, Alfonso Otero Varela. Pero en Alemania, me dice mi amigo Alfons, es una ‘no-persona’.

Carl Schmitt es todavía ‘la bête à abattre’ de ciertos profesores porque ha representado uno de los baluartes de la crítica a la democracia, del pensamiento antidemocrático que se puede rastrear desde Rivarol, Joseph De Maistre, pasando por Donoso Cortés, Charles Maurras, Enoch Powell y muchos más. Pensadores que, si reaccionarios, antiliberales, antisocialistas, antirrepublicanos, anticomunistas, no habría que pasar por alto pues sus obras contienen elementos muy interesantes y no son banalidades ni panfletos.

El libro de Molina Cano, muy bien documentado y con una bibliografía precisa, pone de relieve algo que hemos obviado: que entre los franquistas hubo también numerosos intelectuales y profesores cultos, absolutamente conservadores, pero en absoluto ignorantes. No todos los catedráticos de la postguerra ganaron sus plazas por mero ardor patriótico ni por afinidad política, que también sucedió, sino porque muchos reunían méritos suficientes, dentro del pensamiento conservador, claro está. La vida universitaria no era un desierto a pesar de la censura, del exilio de tantos, y la muestra fueron revistas como Arbor, Atlántida, o la de Estudios Políticos.

Como tantos verdaderos pensadores, Schmitt, aunque se discrepe de sus conclusiones, sus obras son un revulsivo, constituyen un aporte a la razón, al pensamiento que nos vacuna contra el cretinismo bienpensante -políticamente correcto hasta la médula- de los eruditos a la violeta que tanto abundan. Porque incluso sus controversias -de noble amistad, aunque duras- con Hermann Heller, socialdemócrata y judío (+ Madrid, 1933), muestran el respeto de que gozaba en los medios jurídicos de la época. Con Ernst Jünger, con quien discrepaba, también mantuvo una larga amistad.

El libro del profesor Molina Cano hace justicia al alemán, “al viejo de Plettenberg”, sin escamotear ni disimular sus ideas ni sus relaciones con aquellos juristas del Régimen como Francisco Javier Conde, Jesús Fueyo, Díez del Corral, también con Eugenio D’Ors y con Álvaro D’Ors, así como con otros no franquistas como Pedro Salinas o Manuel García Pelayo. El profesor Molina afirma que existe “una enorme deuda que la ciencia del derecho constitucional tiene contraída con Schmitt”, pues hasta para la elaboración de la Constitución vigente de 1978 se echó mano a sus tratados e ideas.

También nos muestra la hispanofilia de Schmitt, su conocimiento de nuestro país e historia, estudioso a fondo de Donoso Cortés (por cierto, también despreciado hoy entre los unilaterales, pero de gran profundidad y una capacidad intelectual que no fue igualada en el siglo XIX español) y del Padre Vitoria. Aunque su fascinación por Francia fue quizás mayor, pues Carl Schmitt admiró siempre la capacidad de síntesis de los juristas franceses, conoció personalmente al gran escritor Drieu La Rochelle (un ‘collabo’ que se suicidó a la Libération) y no en vano Julien Freund -resistente, nada sospechoso de derechismo- fue su principal rehabilitador en Francia.

También es muy interesante el capítulo sobre el concepto de ‘nomos’ y la componente telúrica, de la tierra y el espacio, el raum, en el pensamiento de Schmitt. Son éstos, aspectos bastante dejados de lado hoy por el pensamiento jurídico constitucional a pesar de que serían muy útiles para abordar el problema nacional y territorial siempre a punto de desintegrarse, del país España.

Como muchos alemanes conservadores, Schmitt prácticamente no dijo una palabra, ni siquiera pronunció una mera excusa, sobre el Holocausto, al contrario, llegaba a criticar a los “emigrantes” que volvían pidiendo ser indemnizados, que eran judíos que pudieron salir a tiempo. Fue mucho más de lo que se llama un ‘Mitläufer’, esos que seguían la corriente del nazismo, aunque sólo permaneció en el partido tres años. Auschwitz parece que no estaba en su radar, como tampoco para Heidegger y tantos otros, que hicieron como si nada hubiese pasado, absolutamente impermeables. Ernst Jünger, en este sentido, fue mucho más explícito y ya en plena guerra mencionó en sus diarios la persecución de los judíos y los horrores que se perpetraban en el ‘Este’.

Al hilo de este interesante libro sobre el jurista alemán, la editorial Renacimiento acaba de publicar otro libro indispensable sobre el pensamiento conservador, Europa, análisis espectral de un continente, de Hermann Von Keyserling, una obra que era inhallable pues fue editada hace noventa años por Espasa-Calpe (1929).

La utilidad del libro sobre Schmitt del profesor Molina Cano es la de quebrar los tópicos y, como está escrito con agilidad y claridad, inducirnos a leer y conocer mejor esa tradición jurídica conservadora que no hay que menospreciar ni olvidar. Dado el crecimiento actual, casi exponencial, de los partidos antiliberales en Europa, es importante conocer mejor las raíces del pensamiento conservador sin prejuicios y sin esas zafias muletillas de llamar fascistas o fachas a toda la derecha. Eso simplifica demasiado las cosas y así no se puede argumentar en serio ni desmontar sus propuestas. Todo es más complejo de lo que parece. También sería positivo que los políticos de la derecha española de hoy conocieran mejor a los autores y pensadores conservadores ilustrados, que tenían más enjundia, pues no lo parece tal y como se expresan.


[1] Que sólo se vende en la librería madrileña ‘Sin Tarima’, en la calle Magdalena, 31.

¡Qué país, Miquelarena! La biografía.

Nunca había oído hablar de Jacinto Miquelarena, pero un día descubrí una placa en la calle de Serrano de Madrid (número 112, semi esquina a Diego de León, donde vivió un tiempo). Don Pedro Mourlane Michelena le había espetado esa frase que se ha convertido en una referencia obligada al periodista bilbaíno (o bilbaino, como algunos gustan de pronunciar) y casi una frase hecha.

He encontrado en ese paraíso de los libros que es la editorial Renacimiento y almacén de Abelardo Linares en Valencina de la Concepción (Sevilla), la biografía que escribe su nieta, Leticia Zaldívar Miquelarena. Me sumerjo en su lectura con un interés que no decae en las 330 páginas pues es seguir el itinerario no sólo del periodista y escritor sino de nuestro país desde 1891 a 1962, cuando muere en París.

No puedo ocultar que Bilbao es una de mis ciudades favoritas por lo que todo lo que a ella se refiere llama mi atención, como en este caso la vida de Miquelarena, que su biógrafa traza con afecto, pero con objetividad al mismo tiempo. Hacía falta, era preciso, rememorar a este periodista y escritor singular. Bilbao fue siempre una ciudad de cultura, de una riqueza especial, como comprobamos hoy con sus dos grandes museos, sus referencias literarias por todas partes, su dinámica biblioteca Bidebarrieta, las dos librerías de viejo, Boulandier y Astarloa, aquel mito cultural que fue la revista Hermes, sus poetas (Otero, Aresti, tantos) y pintores. No ha sido nunca sólo hierro, astilleros y bancos, sino mucho más, como fue aquella edad de oro de antes de la guerra.

Entre los amigos de Jacinto Miquelarena destacaba Mourlane, irundarra, miembro egregio -el Canciller- de la Escuela Romana del Pirineo. Fue uno esos que la Falange de la Victoria marginó (como a Sánchez Mazas o a Ridruejo), pero que nunca perdió ni su genio, ni su originalidad ni su gusto por el desplante elegante y culto. Otros amigos fueron Ramón Gómez de la Serna (ambos eran gregueristas), el dramaturgo Miguel Mihura (Miquelarena adoraba el teatro y escribió teatro), o Jardiel Poncela.

Como toda buena biografía, el libro de Letizia Zaldívar es también un retrato de la vida cultural de España en esa época, o esas épocas, menos conocida hoy porque sus protagonistas eran de derechas y, por tanto, sin albergue en la historia cultural, que ha hecho y suele hacer gala de maniqueísmo y sesgo. Parece como si solamente los exilados o perseguidos hubieran tenido derecho al recuerdo. Hubo escritores notables en el interior, incluidos los de derechas y muchos falangistas. Ni siquiera Andrés Trapiello ha prestado atención no ya a Miquelarena, sino incluso a Mourlane y otros escritores del grupo.

El libro tiene pasajes más interesantes que otros, por ejemplo, las corresponsalías de guerra (Salónica, con sus sefarditas, antes de llegar Kurt Waldheim y la Wehrmacht y comenzar la deportación de judíos, los Balcanes, Rusia), y después, de Londres y de París. Curiosa, la sensación que tuvo Miquelarena de abandono, indiferencia y hasta de acoso por parte de las direcciones de EFE y del ABC, de muchas exigencias sin tener ninguna palabra de apoyo o de mera comunicación, sin ningún retorno, algo que yo he percibido también cuando estuve destinado en el extranjero. Debe ser propio de las jefaturas madrileñas, sean ministeriales o empresariales. Su suicidio -en cierto modo inducido, como sostuvieron sus familiares- en la estación de metro Michel Ange-Molitor, también me ha estremecido; es la misma que yo cogía cuando trabajaba en París. Leticia Zaldívar describe atinadamente los últimos dos años del escritor en París, esa ciudad bulliciosa, desmedida que, en el país del cartesianismo, “la lógica cartesiana, en contra del tópico, no trasciende ni a la política ni a la vida”, según le había contado a su amigo Sito Alba. Donde de verdad se sintió a gusto fue en Londres, «las primaveras, en Londres».

Jacinto Miquelarena, cosmopolita, con dominio del francés y el inglés, gran viajero, culto, era una rara avis en el panorama de nuestra literatura y del periodismo. Probablemente generase envidias y recelos en aquel ambiente que él mismo, algo altivo, calificó alguna vez de ‘casposo’. Sus a veces feroces comentarios iban siempre envueltos en un tono de humor mordaz, nada sarcástico, además de expresado de una forma moderna, de vanguardia. A los bienpensantes del franquismo no les sentaban bien. Ojalá se reediten sus crónicas que, por lo que se deduce de las citas en la biografía, han de ser sabrosas, bien escritas y con ese toque de humor distante, quizás algo inglés, pero definitivamente español, de este señor de Bilbao.

No he sabido de la recepción crítica y de público de esta biografía, pero merece su difusión porque, repito, no es sólo la del escritor, sino el relato de un pedazo de nuestra rica, variada, densa, historia cultural y política.

Además, es de actualidad la frase famosa pues, tal como leemos las cosas que profieren muchos políticos y comentaristas -apabullantes, desmedidas, increíbles, irresponsables- en este difícil verano sobre las restricciones energéticas, por la sobriedad en el consumo de agua y electricidad, podríamos decir también, “¡Qué país, Miquelarena, qué país!”.