Un viaje cervantino con acento argentino

Pretender de nuevo seguir los pasos de don Quijote parece redundante y, sin embargo, nos con-mueve como la primera vez, cuando mi padre me dijo que don Quijote en realidad no existió, que era una invención.

Mis amigos Fernando y Teresa nos han embarcado en una ruta de cuatro días, corta para la que recorrió el Caballero de la Triste Figura pero cuán inspiradora. Al viaje se nos une una pareja argentina; no conocen La Mancha más que de paso, pero están embebidos de Borges y de amplia cultura, él historiador, ella abogado y empresaria. Por un azar que quizás no sea casual, venir con un borgiano por estos caminos es muy especial, pues ya el escritor se inventó un autor del Quijote, Pierre Menard, y en sus cuentos suele poner en evidencia esa ambigüedad que hay en el triángulo de escritor, lectores y personajes inventados. Aunque, como decía Borges, los argentinos se han querido distanciar de la literatura española para crear la propia, lo que es lógico para romper el cordón umbilical, ha habido cervantistas argentinos, entre ellos Alberto Gerchunoff (La jofaina maravillosa, Ed. Losada, 1945), recreación quijotesca en la que, por ejemplo, Rocinante habla; es un libro sobre Cervantes y no sólo sobre El Quijote (que lleva la jofaina, es decir el yelmo) y que indaga con mucha perspicacia sobre la personalidad del escritor, incluso diría, que más que Unamuno.

Hemos empezado por Tembleque, seguido por Puerto Lápice, y llegamos al Toboso al caer la tarde. Todavía podemos visitar la que llaman Casa de Dulcinea y dar una vuelta por las apacibles calles, limpias, prístinas, del pueblo que está, como entonces, en un sosegado silencio. Pero, como decía el tango, “verás que todo es mentira, verás que nada es amor, que al mundo nada le importa, yira, yira”, porque todo lo inventó don Miguel. Ni el lugar del que no quería acordarse era Argamasilla (muchos pueblos, incluso ahora los de Mota del Cuervo lo reivindican), ni había Dulcinea en El Toboso, ni don Alonso Quijano ni Sancho y, sin embargo, qué emoción recorrer esos pueblos, esos paisajes, carreteras tranquilas, rectas, campos bien cultivados y a veces esos montes bajos de sabinas y chaparros donde nos imaginamos al caballero y a su escudero en su ininterrumpido y ameno diálogo. Si el Quijote es más citado que leído, y usado como recurso turístico, recorrer estos campos y estos pueblos, en un paisaje que en la tan poblada Europa, es algo único. Recorremos kilómetros sin casi cruzarnos con nadie. En La Mancha hay pueblos a treinta kilómetros el uno del otro, el paisaje lo impregna todo, la llanura a veces ondulada, viñedos extensos, tierras de cereal que ahora verdean, encinares, sabinares.

Los cinco viajeros llevamos nuestros quijotes para leer algunos trechos en las paradas, reírnos y admirarnos. Teresa, filóloga, precisa en su lenguaje, nos ha leído un capítulo en El Toboso, entre las campanadas de la iglesia; Rodolfo, junto a los molinos del Campo de Criptana; Sonia, en Puerto Lápice. Previamente, hemos repasado libros sobre Cervantes como el clásico de Navarrete, el de Muñoz Machado y el de Jean Canavaggio.

Nuestro periplo ha sido mucho más actual que aquel del ‘caballero inactual’ que fue Azorín, cuya Ruta del Quijote admira Mario Vargas Llosa, pero que ya me resulta algo sabida, agotada, envejecida.

Si la Casa de Dulcinea nos gusta aunque no sea tal, una casa de labrador rico, bien amueblada y con patios, almazara, bodega y el palomar histórico, nos deja más fríos la Casa de Medrano en Argamasilla, demasiado modernizada, tan preparada para eventos culturales que ha perdido todo el carácter, el alma que tuviera hace cien años, un caserón manchego cuando la visitó Azorín. Ya sabemos que fue mentira, ficción, que Cervantes padeciese reclusión en la cueva de Medrano -fue en Sevilla-, pero la han rehabilitado de tal forma que ni imaginar la historia conseguimos.

No hemos olvidado, claro, los molinos, los de Consuegra, de Campo de Criptana y los de Mota del Cuervo. Mi amiga portuguesa Ana Coelho -que sabe mucho de geografía y libros y tiene una de las mejores librerías lisboetas en la rua São Bento, Palavra de Viajante-, a quien le mando la fotografía, me advierte de que tengamos ‘cuidado com os gigantes’. Desde los altos de esas lomas contemplamos La Mancha, nos identificamos con el territorio que Miguel de Cervantes eligió para su grande, genial parodia. Los molinos han sido reconstruidos, uno de Mota por el mismo Ramón Serrano Suñer (el cuñadísimo de Franco), y en este pueblo los han dedicado a insignes personajes, incluso a Goethe.

Cometa sin bramante y prisionera,

ventilador del trigo hacia la harina,

sombrilla descarnada en la calina,

naipe brutal de extraña barquillera.

Molino a brazo abierto en tolvanera,

leguleyo en batalla vizcaína,

la nueva lanza y más: ¡toda la encina!,

te diera mi señor si reviviera.

(…)

(Juan Alcaide)

En Mota del Cuervo nos hemos alojado en un pequeño hotel y hemos cenado en un restaurante singular, excepcional, que se llama Chicote. A la mañana siguiente nos lleva el incansable Fernando a ver los flamencos rosas en las cercanas Lagunas de Manjavacas, uno de esos paisajes insólitos de La Mancha, con agua, en esa tierra tan singular que ha dado lugar al río más raro de la península, el amigo Guadiana, de manantial tan discutido (¿será Viveros, el Arroyo de Gredales en el Campo de Montiel o las Lagunas de Ruidera?).

En todos los pueblos encontramos sosiego, orden, cuidado, limpieza. Los manchegos están orgullosos de su tierra, de sus pueblos y su historia, y lo demuestran. Así, llegamos a Infantes donde nos acercamos a ver el último aposento del gran desterrado que fue don Francisco de Quevedo, en el convento de los dominicos. Calles armoniosas, sin un edificio que desentone, sin alardes ni pretensiones, un pueblo sencillo, apacible. Así han sido muchos pueblos manchegos, como San Carlos del Valle.

Pero no sólo de Cervantes vive La Mancha sino que hay que detenerse en Valdepeñas, donde el museo Gregorio Prieto merece una demorada visita. El museo ha sido remodelado, ha ampliado la exposición de las obras del pintor valdepeñero y nos transporta a esa vida cultural española, de la Generación del 27, cuya antorcha mantuvo Gregorio Prieto hasta 1992, cuando falleció. Y hay también un pequeño homenaje a ese poeta olvidado, amigo de Gregorio Prieto, y tan digno de recuerdo como fue Juan Alcaide (1907-1951). Valdepeñas, tierra que ha sido también de Francisco Nieva, dramaturgo, escritor y pintor, al cual está dedicado el flamante teatro. De Francisco Nieva se recuerda su teatro, pero no desmerece su trilogía disparatada, El viaje a Pantaélica, Granada de las mil noches y La llama vestida de negro, en las que su humor, su lenguaje y las aventuras de Cambicio de Santiago nos sumergen en un mundo irreal y alegremente trastornado. Antes de salir de Valdepeñas nos damos una vuelta por su extraordinaria la plaza mayor, llena de niños, junto a la iglesia principal, bien restaurada.

Desde Valdepeñas hemos ido a parar a Las Virtudes, que tiene una de las tres plazas de toros cuadradas que hay en España, es decir en el mundo, del siglo XVIII, un rincón que conoce sólo Fernando. Y de allí a un lugar que también está ligado a Cervantes, El Viso del Marqués, Marqués de Santa Cruz. Allí evocamos la batalla de Lepanto, una de las muchas que ganó don Álvaro de Bazán, en la que se ilustró Cervantes. Dejemos a los historiadores navales la evocación del marqués, pero nos sirven de recordatorio los frescos de batallas, ciudades y símbolos clásicos, todos pintados por maestros italianos (los españoles estaban ausentes). El Palacio, suntuoso, ha sobrevivido a las guerras y a distintos usos, hospital, prisión, checa, cuartel de tropas de Regulares Marroquíes para luchar contra el maquis y después de 1949, finalmente, museo. Destaca imponente desde lejos sobre el caserío modesto, bajo, de la población, El Viso que, nos dice un guía, tuvo hace cuarenta años siete mil vecinos y hoy, dos mil. No basta el atractivo histórico para generar riqueza. Nosotros, viajeros que queremos ilustrarnos, notaremos la ausencia de una mínima librería donde rellenar nuestro desconocimiento. Una historia así merecería disponer, en el mismo palacio o en el pueblo, de una librería con obras de historia, de arte. Pero en España los libros casi no llegan a los pueblos.

Tras el Viso (viso, como visión, lugar elevado desde donde se divisan los alrededores), por una bellísima carretera, hemos ido al castillo de Calatrava la Nueva, una construcción de origen musulmán digna de Asia, elevada sobre un monte pétreo que guarda un paso por un valle por el que se puede adentrar el viajero, el conquistador, hacia Andalucía.

Concluimos el periplo en Almagro, uno de los pueblos más bellos -no ya bonito, de España (el marchamo de Pueblos Bonitos está bastante devaluado por haber incluido algunos que no lo merecen).

Nuestro viaje ha ido del siglo XXI, con esos nuevos molinos generadores de electricidad, a los molinos de trigo del siglo XVI, de las autovías -excesivas, dispendiosas-, de La Mancha, a las carreteras solitarias y rectas entre campos no muy diferentes a los de hace tres siglos, las conversaciones sobre la Argentina de después de aquellos siniestros dictadores militares a la restauración democrática de Raúl Alfonsín. Cervantes y El Quijote han estimulado nuestros diálogos porque la cultura abre los horizontes. Y desde el Corral de Comedias de Almagro al muy interesante Museo Nacional del Teatro, de las calles empedradas de Infantes y de las casas de portales de piedra a los cuadros de Gregorio Prieto, desde aquellos vinos en pellejos a los nuevos vinos manchegos (anotamos el Vulcano, de casta syrah, por ejemplo), hemos seguido un hilo conductor de la historia del país.

Y nos despedimos con un soneto de Juan Alcaide, a Cervantes, tras el 4º centenario

Sobre el adiós

Y a descansar -ya es justo- en cuerdo y loco.

Dispensa tanto verso y tanta prosa.

No habrá temblor de llanto por tu fosa:

pero de frase y frase, ¡qué sofoco!

¡Cuánto de clasicismo y de barroco!

¡Qué romántica lira mentirosa!

Y acaso ni una vela abriose en rosa

deshojando su cera poco a poco…

Para tu pobre angustia, ni un latido.

Ni una pluma pinchada en una vena.

Ni la emoción de un grito contenido.

Perdona este barullo de centena.

¡Con cuánta oscuridad te habrás reído!

¡Cuánta risa, Miguel, con… tanta pena!

A descansar, en efecto, como decía Alcaide, porque El Quijote, el libro, y su creador, Cervantes, están muy por encima del localismo que se pretende de dónde estuvo exactamente ese “lugar de La Mancha”. No importa, el viaje ha sido agradable, un hermoso escenario en esta incipiente primavera sin agua y el libro desborda desde que se imprimió del color local pues es universal en su lenguaje, en sus ideas, en el recuerdo que guardamos de él este quinteto de españoles y argentinos.

(la imagen de portada es un cuadro de Gregorio Prieto)

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José Carlos Llop, territorio poético re-conocido

“Porque soy de letras
sé, que la oculta tentación
del geómetra es la geografía:
trazar las cartas marítimas
sobre una piel desconocida.”

José Carlos Llop

Volver a la poesía de Llop, que iguala las letras con la vida, es como visitar una biblioteca en una casa en el campo largo tiempo cerrada y volver a encontrar esos libros que leímos hace mucho y casi habíamos olvidado. Es como pasar una tarde en un jardín cerrado, fresco, bajo una pérgola tupida con sólo los viejos cipreses de guardianes, solos, oscuros, silenciosos, leyendo un libro polvoriento redescubierto en la casa veraniega.

De José Carlos Llop se ha publicado hace un par de meses Mediterráneos[1], que recopila su poesía de los últimos veinte años, más algunos inéditos. Con su poesía intelectual, evocadora, retornamos a Eliot, a Kavafis, a Durrell, de Jünger a Chatwin, a las antiguas ciudades casi Estado que dictadores destruyeron, islamizaron, como Alejandría, Beirut, sobre todo, pero también Tánger o Estambul, la antigua Constantinopla. Son las ciudades que él prefiere, ciudades portuarias con gaviotas y cafés [Como Lisboa, aunque ésta sea atlántica y los cafés cerca del puerto, populares, hayan sido convertidos en bares de copas para jóvenes turistas branchés y altivos, indiferentes, que sólo prestan atención a sus móviles y a sus laptops, y que han expulsado a los clientes de toda la vida].

Leo estos días a Llop rodeado de árboles, no precisamente mediterráneos, sino de robles, abedules, hayas, castaños, pero también de viejos olivos, naranjos, almeces y moreras. Es en el valle del río Vouga, un río con color de cobre viejo, en el centro de Portugal, en las termas de São Pedro do Sul, donde se bañaron los romanos, el rey Afonso Henriques y hasta la última reina de Portugal, dona Amélia de Orléans, en 1894. Lugar escondido entre los montes, en hondo valle, no lejos de las sierras donde fue explotado el wolframio que vendían tanto a los alemanes como a los ingleses durante la segunda guerra mundial, de cuyo negocio Aquilino Ribeiro dejó una interesante novela.

Esta colección nos trae de nuevo La avenida de la luz, Cuando acaba septiembre y otros, pero además nos regala, como una generosa propina, el largo poema sobre Bordeaux, Burdeos, La vida distinta, o La chanson de Bordeaux, que es como una guía de la ciudad. Empieza, precisamente, citando a mi amigo Marc Lambron, y da la casualidad de que tenía programado un viaje a Burdeos para finales de julio, antes de leer este poema de cerca de 360 versos. También dedica a Burdeos, el Poema inacabado, que completa el paisaje urbano y cultural de la ciudad del Garona.

Afortunadamente el placer de su lectura no se agota, pues me faltan por leer muchas poesías de Llop y releerlas siempre da lugar a un nuevo hallazgo, un giro, una frase, una idea. Es una lectura como la “lectura de los clásicos, que siempre son modernos y enseñan lo que no sabes, hablándote de lo que sí” (del poema Mediterránea). La geografía, la historia, los libros que nos dejaron huella y las sensaciones se confunden en los versos de Llop. Pero también la vida cotidiana, las tardes pálidas y la idea del paso del tiempo, la alegría de vivir, y

sin embargo,

la vida continúa en posesión de los colores

más vivos.

Me identifico con él, en su Tríptico de Sa Marina, en esa sensación ante la despedida de un mundo, de un lugar en el que ha estado 33 años y muchas veces ha sido feliz, y tenía 29 años cuando llegó y ahora ya tiene más de sesenta.

Mis afinidades electivas con este poeta son bastantes más : el gusto por lecturas similares, la cultura francesa que se desprende en sus versos, los árboles, el mar. -aunque yo prefiero el Atlántico-. Por eso no puedo ser objetivo al comentar este último libro suyo. Sólo le conozco a través de sus versos que, por el azar de las librerías fui encontrando y leyendo en esas ediciones magníficas de Lumen. Quizá la única afinidad más física, no cultural, sea que él ha escrito un libro, inédito hasta ahora, El árbol de los cormoranes. Le interesan como a mí esas aves marinas que aparecen de vez en cuando en sus versos, pero ahí se detiene, en la cabecera de este libro de bitácora (que impropiamente llamamos blog) todo posible paralelismo. Y aún no he leído el poema de Brodsky, Intervención en La Sorbona, que Llop considera uno de los mejores del siglo XX, ni sus versos de Pasaporte diplomático, que un amigo poeta me recomienda como de lo mejor de José Carlos Llop.


[1] Ed. Vandalia, Fundación José Manuel Lara, abril 2022. Lástima que se hayan colado unas cuantas erratas en nombres: rue du Bac, no de Bach; Thurn und Taxis, no Thurnund; Etiopía, no Etopía; falta el cierre del entrecomillado tras la frase de Malaparte sobre Nápoles.

Kadish por Walter Benjamin, de Antonio Crespo Massieu

קדיש, plegaria mortuoria

He conocido el otoño pasado a Antonio Crespo y a su mujer, Carmen Ochoa, en el pueblo algarvío de Olhão, en el encuentro de Poesía a Sul, que organiza todos los años el también poeta portugués Fernando Cabrita. Son esas casualidades, esas sorpresas de afinidades electivas, que proporciona este tipo de encuentros, donde además de lecturas, hay una convivencia efímera pero estimulante. Tras escuchar algunos de sus poemas, me he hecho por fin con su libro Memorial de Ausencias (Ediciones Tigre de Papel, 2019), tras algunas gestiones librescas -de Cristina, la Librería del Mercado de la calle Tribulete, 18- porque no está tan bien distribuido como merece.

Y me he sumergido en su lectura. Ya sabemos que toda buena poesía se presta a ser leída y releída sin fin, como consuelo, como simple placer lingüístico, como fuente de evocación y de sugerencias inacabables.

Destaco ahora la Elegía en Portbou en la que Crespo va evocando, en poemas sin fin, lo que fue el fin de dos personas como Antonio Machado y Walter Benjamin, con poca diferencia de tiempo y menos de distancia: Colliure, 1939, Portbou, 1940. El mar, como una tumba, como lo fue para Alfonsina Storni. Pues no son sólo ellos dos sino los exiliados españoles y judíos, los niños, los perseguidos, los desposeídos de muchas tierras. ¿Tierra prometida o tierra permitida?, podríamos preguntarnos, parafraseando a Emmanuel Lévinas, otro autor que Crespo admira y respeta (debe ser uno de los pocos españoles que ha leído a Lévinas),

Y serán desperdigados, contados, ordenados,

despreciados y por el mar cercados entre alambradas,

enterrados en la playa, mascando, enloqueciendo,

llorando arena…

Como en el kadish, como en Yad Vashem, no son sólo gentes, centenares, miles, sino que se mencionan los nombres, de los niños de Terezin, de los niños de Portbou, españoles del viento y la arena: Martínez, Gómez, Suárez, Pérez, Martín, y los llama y comparece así

lo para siempre abandonado…

En toda esta elegía, comparecen, casi en silencio, otros derrotados, como Enrique Ruano

…en enero, estrellado en el patio, cuando se cumplía

el tiempo de las madrugadas, las noches

inciertas…

Hay también las alusiones, a Heidegger, cómplice por acción y omisión, “el anciano profesor que alzó su metafísica en la indiferencia osada de tantos huesos…”, a los abogados de Atocha, al Papa que no intervino, al que pintaba cuadros (Juan Gris),

Como todo kadish, Elegía de Portbou hay que leerla o, mejor, escucharla, de un tirón, sin parar, porque en el ritmo y la concatenación de las historias está gran parte del secreto de su fuerza. La reiteración deliberada, la invocación del ángel, de los pájaros, de las esferas, imprime un ritmo de plegaria, de súplica de salvación. Por eso esta elegía la califico de kadish, viniéndome a la memoria otro, el kadish de Allen Ginsberg a su madre.

Crespo va buscando la huella de Benjamin,

Y él llega hasta este hotel de Francia donde el hoy difunto (…)

fiel a una errancia hecha de destellos, de pérdidas, de lo fugaz,

de las sombras y los recuerdos restaurados como muebles antiguos,

de un necesario mañana…

aprovecha para evocar su propia trayectoria ‘por el país de las sombras’,

Descubriste entonces la geografía insumisa

de tu ciudad nunca vencida, las alejadas plazas,

el extrarradio, las barriadas humildes, las aceras

nunca antes visitadas…

Y sigo aquí preguntando al siglo por sus ausencias,

por lo no resuelto, por las lágrimas intactas y el temblor ajeno,

adivinando lápidas, lo ya borrado, lo que insinúa el signo,

la huella, lo inscrito un día…

Ausencias que son también alusiones a otros tiempos, a otros poetas, “no puedo más y aquí me quedo”, “la cara al viento”, “las alamedas de la libertad”.

La Elegía en Portbou, inserta en ese Memorial de ausencias, es más que un homenaje a Walter Benjamin, al que un funcionario anónimo le negó la entrada y la libertad. Es un canto a todos esos desterrados rechazados de un plumazo por aburridos y probos servidores de Estados sin alma.

La tierra española no le fue permitida a Benjamin, como la francesa no les fue permitida a millares refugiados republicanos que fueron hacinados tras alambradas en playas desoladas, como ganado apestado, vigilados por torvos soldados. Esas son las ausencias que, desgraciadamente, hoy se vuelven a hacer vivas con los millones de desplazados por todo el mundo. Los versos de Antonio Crespo no envejecen.

[fotografía de Carmen Ochoa Bravo]

‘Imprevisible, el apocalipsis’, poema de Nuno Júdice

Nuno Júdice, poeta portugués comprometido con su tiempo, que tiene una obra considerable trabajada desde hace medio siglo, no sólo de poesía sino de ficción y ensayos, ha contribuido en el diario Syndic Literary Journal, http://www.syndicjournal.us con un poema contra la invasión, devastación y masacre que está perpetrando el ejército de Putin en Ucrania.

Amablemente, con su habitual generosidad (pues participa a menudo en lecturas en colegios, asociaciones y reuniones), nos ha permitido publicar este reciente poema y que lo traduzcamos. (Nuno Júdice, en España, es Premio Reina Sofía de Poesía y Premio Rosalía de Castro)

IMPREVISIBLE, EL APOCALIPSIS

En una ciudad de muros azules, las tejas cuando caen

rayan de rojo el azul. Por el suelo,

al que las personas se tiran para que el azul

y el rojo caigan sobre ellas, los perros

rebuscan los cuerpos de los pájaros y los tiran

al río, provocando uma riada

de pájaros muertos y los peces les arrancan

las alas para volar sobre las aguas. “Y nada

de ésto tiene lógica alguna”, dicen los dioses, sentados

bajo los árboles para que no les

caiga nada encima.

IMPREVISÍVEL, O APOCALIPSE

Numa cidade de paredes azuis, as telhas

riscam o azul de vermelho quando caem. No chão,

onde as pessoas se deitam para que o azul

e o vermelho caiam sobre elas, os cães

procuram os corpos dos pássaros e levam-nos

para o rio, provocando uma corrente

de pássaros mortos a que os peixes roubam

as asas para voarem sobre as águas. «E nada

disto tem lógica», dizem os deuses, sentados

debaixo das árvores para que nada lhes

caia em cima.

Nuno Júdice, 21 de marzo de 2022

4ª semana de la invasión rusa de Ucrania.

Mirar para otro lado

La Historia truena, rueda

a nuestro lado, ciegos

nosotros no la vemos.

Seguimos nuestros juegos,

las conversaciones de rutina,

los deportes, los libros, los museos.

Así siempre ha sido:

durante la ocupación alemana,

intelectuales parisinos presumían

en los salones y brillaban

con bellas frases deslumbrantes.

No existían deportados ni campos,

ni crematorios, todo eso era mentira.

Cuando se quisieron dar cuenta

ya era tarde.

Hoy tampoco existen Irpin ni Mariúpol,

ni cadáveres maniatados en Bucha,

ni las fosas comunes en Mariúpol,

propaganda de la OTAN y Zelensky,

dicen nuestros infames

que sufrimos y aguantamos.

Es más serio y preocupante

el precio del combustible,

las baldas de los supermercados,

y el coste del pescado.

Adormecidos con las pantallas,

con el fútbol, parlamentos

y congresos de partidos,

con tertulias de los expertos,

y con la alta cultura (esa que

siempre se ha desentendido),

vivimos confiados en ciudades

donde el metro funciona,

los cines abiertos,

y las terrazas

resplandecen de cerveza.

La Historia, como siempre,

pasa a nuestro lado

y no la vemos ni interesa.

Mucho después,

escribiremos, sabihondos y graves,

sobre ella.

A la chica de Mariúpol

Color de ruina y de ceniza

quiere el déspota dejar

de la víctima sus campos

y ciudades, sus bosques,

avenidas y jardines.

La chica herida, el ojo morado

por los golpes, nos mira y

aguanta su sollozo, un puchero

casi infantil en su tristeza,

ante las cámaras que escrutan

por los escombros.

No comprende, todo ha perdido

en un instante, su casa,

sus plantas que cuidaba,

sus libros y cuadernos del colegio,

el recuerdo feliz de aquellos días,

no hace mucho, sólo un mes.

Todos ellos nos miran

abatidos, sin comprender

el odio que se abate

sobre sus vidas, sus afanes

cotidianos, tan comunes

y sencillos como eran.

Nos piden auxilio, el socorro

merecido y necesario

que cobardes resistimos, sentados

ante las pantallas, tan ajenos.

Pero esas miradas no las miran

los soldados, ciegos de obediencia,

entrenados a la muerte,

robots impasibles, oscuros,

sin conciencia y seguros

de su impunidad y la victoria

que su amo vitorea en los estadios.

Los generales cobardes disparan

con botones desde poltronas

en el Kremlin pues para matar

no hay que mirar

a los ojos de la presa, sea una joven,

un niño o un caballo, eso

bien lo saben los verdugos.

Matar, quemar, desnucar

es su único afán, su único oficio,

lumpen de suburbios moscovitas,

oficiales de dachas y uniformes,

orgullosos del fuego y de las ruinas,

morirán impunes en sus camas.