‘Acta est Fabula’, las memorias del escritor portugués Eugénio Lisboa

¿Es necesario conocer la vida de un autor para leer su obra? Sí rotundo en este caso porque las memorias de Eugénio Lisboa (Lourenço Marques, 1930) son una gran guía personal y cultural, donde él entralaza su historia con la de Mozambique y Portugal.

Los cinco volúmenes de Acta Est Fabula pueden leerse incluso sin orden, al azar, porque siempre hay una frase, una nota sugerente, una referencia a un escritor y su obra, o a un evento que nos hace evocar toda una época. Para mí, en Portugal hay dos memorialistas y diaristas importantes: Miguel Torga y Eugénio Lisboa, totalmente diferentes, que nos hablan de realidades distintas, pero que escriben muy bien y con una sinceridad poco común. Porque estas memorias carecen precisamente de ese narcisismo que encontramos em muchas obras de esta naturaleza, que a veces parecen un escrito para la sociedad de bombos mutuos.

Son el resumen de una densa trayectoria literaria y cultural, un gran y ameno gráfico que nos muestra cómo ha evolucionado Portugal, sus letras, desde finales de los años cuarenta, cuando Eugénio Lisboa recién llegado de Lourenço Marques estudiaba en el Instituto Superior Técnico, cuando se encontraba con otros estudiantes en la Mexicana, ese café lisboeta tan clásico, junto a la Praça Londres, con esos magníficos paneles cerámicos del artista Querubim Lapa).

Eugénio Lisboa ha sido uno de los que rompió esa división entre las artes y las ciencias. Ingeniero siempre activo, nunca dejó las letras, la poesía, su interés por la gran cultura. Quería ser libre, pues “o Estado Novo ofendia seu espiritu de pensar libremente”. “O Estado era estúpido e caseiro. Usava a intensificação de uma emoção egoísta apoiada em armas violentas, mas canhestras (…) sabia promover, naquele povo amarfanhado e sem futuro que se visse, o medo da mudança e o apego ao chiqueiro em que se acomodava” [“el Estado Novo ofendía su espíritu de pensar libremente…el Estado era estúpido y casero. Utilizaba una emoción egoísta que se apoyaba en medios violentos pero burdos; sabía fomentar en aquel pueblo adormecido y sin porvenir, el miedo al cambio y el apego al chiquero en el que se acomodaba”]. Pero incluso en esos años Eugénio conseguía encontrar buenos libros en algunas librerías de Lisboa e incluso de Lourenço Marques, en la Baixa laurentina, como en la Minerva Central. Como él dice, había mucha gente culta, pero “o panorama geral era desolador”. Era el Lourenço Marques de cafés como los Scala o el Nicola, de los teatros de vanguardia, de los tele-clubs donde se podían ver más películas que en Lisboa, de las escapadas a Sudáfrica, del cosmopolitismo. Como me decía una amiga portuguesa de Angola, “tinhamos horizonte”, teníamos horizonte.

Hay evocaciones y retratos de muchos mozambiqueños que fueron la punta del iceberg de una vida cultural que después parece haberse olvidado en los círculos lisboetas, como Maria Lurdes Cortez, como e inefable Rui Knopfli, Reinaldo Ferreira, José Craveirinha y Alberto de Lacerda, entre otros. Pero también de los amigos de trabajo, como Francisco Bomba, trabajadores mozambiqueños, militares, empleados.

Lisboa es sobre todo un ensayista, especializado en José Régio y el grupo de la revista Presença, pero también en la poesía y literatura lusas. Como muchos portugueses divide su vida y sus lealtades entre Africa y Portugal, a lo que une una gran cultura anglosajona, que completó con su estancia de diecisiete años en Londres. También posee una amplia, aguda, cultura francesa -comparto su gusto por Roger Martin du Gard, injustamente “bajo la sombra do Proust”-. Es uno de esos intelectuales portugueses que tanto aire fresco trajeron al país, incluso en las épocas más cerradas del salazarismo, uno de los que hicieron posible que el país no se hundiera en la incultura y el provincianismo. Lisboa nos habla de sus trabajos en Mozambique, su tierra, en Johannesburgo, Estocolmo, Londres, de su primer viaje a París “esa ciudad generadora de ideas”, del servicio militar en Portalegre (Alto Alentejo), de amigos, escritores y poetas no solamente portugueses.

Encomia la prosa clara, a la Stendhal y la suya es precisamente así, limpia, viva, con gracia, usando incluso frases populares, el habla cotidiana, sin pedantería alguna.

Para un lector español es interesante esa parte tan propia de muchos portugueses de su pasado africano, ese vínculo con la tierra donde nacieron y vivieron millares de ellos, otra historia de la no bien contada descolonización (casi una desbandada mal gestionada por el gobierno de Lisboa), la ruptura de millones de vidas (tanto de los que emigraron como de los que se quedaron, indígenas que preferían, premonitoriamente el Estado portugués al desorden y guerras civiles que se avecinaban), fueron generaciones de africanos blancos que fueron menospreciados por los metropolitanos como colonialistas.

La vida en las colonias portuguesas no fue la que cuentan muchos manuales bienpensantes (políticamente correctos y bastante maniqueos). Desde hace poco, muchos escritores portugueses han empezado a contar el drama de los retornados, con objetividad, de esa otra historia que no es saudade sino contar cómo era la vida en Angola o Mozambique, más abierta que en Portugal, con más música, más cultura y más libertad de costumbres que en la metrópoli. Se había hecho bastante por la población indígena, como los Estudios Generales creados por Vega Simão. Recordemos que nunca hubo apartheid, que había mucha mezcla de razas, como el propio escritor sudafricano Laurens van der Post recordaría en sus viajes a Angola. Había diferencias económicas, pero quizás no mayores que las de ahora, cuando estos países llevan más de cuarenta años de independencia y se han convertido el cleptocracias. Eugénio Lisboa evoca la memoria de dos gobernadores generales de Mozambique que se destacaron por su trabajo a favor de los indígenas, como el almirante Sarmento Rodrigues y Baltasar Rebelo de Sousa, padre del actual presidente de la República Portuguesa. Son recuerdos que algunos no quieren ni oír ni reconocer.

Evidentemente, las opiniones de Eugénio Lisboa molestarán a muchos del establishment canónico cultural y político y sobre todo a los que él llama de “la ideología fría”. Se despide Eugénio Lisboa con toda su libertad con estas casi 1900 páginas que nunca cansan. La obra ha terminado, ‘la messe est dite’, Acta est Fabula, nos dice. Hay que agradecerle que nos hable de esos años que corren el riesgo de ser olvidados y, sobre todo, que no han sido debidamente interpretados y analizados, primero por la situación de guerra fría, que impedía todo debate objetivo, y, segundo, porque perdura una especie de sentimiento de culpa en Portugal respecto a la colonización, con una visión demasiado pesimista y negativa de lo que fueron las colonias.

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El otro Jean Rodolphe Rahn de Lisboa

El tiempo pasará y partiremos para siempre, nos olvidarán, olvidarán nuestros rostros, nuestras voces…

Anton Chéjov (Las tres hermanas)

Jean Rodolphe Rahn vivió en Madrid en los años treinta del pasado siglo, en la calle Viriato, 67, y después en Lisboa, desde enero de 1938, en la rua São Bento, 193, en un primer piso. Este edificio, prédio, como dicen en portugués, ya no existe, estaba frente a la Asamblea de la República, el Parlamento.

Probablemente tuvieron que salir de España por la guerra y frecuentó la École Française de Lisboa (alumno nº 122) tras haber estado en la de París, con el número de alumno E 90- 623429. Hablaba, como buen suizo, el francés y el alemán, y también el portugués y el español. En Lisboa, a 1600 kms de Berna, vivió aquellos años treinta. Tuvo amigas portuguesas, como Alda Monteiro de Barros y J. Calleça, hija de un olvidado crítico que estudió el teatro de Corneille, así como amigos portugueses del Lyceu Pedro Nunes, en la avenida Alvares Cabral, junto al Jardim de Estrela, no muy lejos de su casa. L’École Française, precursora del Liceo Francés, fue fundada en 1907 y cuando la frecuentaba Rahn estaba en el Palacio Braamcamp, junto al Príncipe Real. También cita a un enigmático español, don Eloy, que vivía en Lisboa en plena guerra civil y cuya familia frecuentaba.

Cuenta que le gustaba ir a pescar a Paço de Arcos donde, entre otras capturas, señala, dos peixes do diabo, un saco de cangrejos y otro de mejillones; se bañaba en alguna de las tres playas de entonces, la que va desde Geribita hasta el Fuerte de São João das Maias o a Praia Antiga y Praia Nova. Como indica, solía quemarse por el sol. Paço de Arcos todavía era un pueblo de pescadores, aunque los veraneantes ya lo frecuentaban, teniendo como patrón a Nosso Senhor Jesus dos Navegantes.

Como lector, no parece muy avanzado, lee, por ejemplo, Ces dames aux chapeaux verts, de Germaine Acremant.

Jean Rodolphe Rahn se llamaba igual que su ilustre antepasado y tenía incluso algún pariente portugués, Leandro Mário Rahn, y otros suizos, como los Gossweiler y los Köttel. Jean Rodolphe Rahn, el Viejo, también llamado Johann Rudolf Rahn fue un conocido historiador del arte suizo (Zurich, 1841-1912). Pero hubo otro Hans Rudolph Rahn (1805-1868), dibujante, y un Hans Rudolf Rahn, de 1889, así como él mismo, de 1921. Es curioso cómo va variando el nombre familiar según los tiempos: Hans Rudolph, Johann Rudolf, Jean Rodolphe. Provenían del cantón de Schwyz, cuyo blasón en gules muestra una pequeña cruz blanca en el ángulo superior derecho, que es el origen de la bandera suiza.

Lo que resulta interesante es cómo el joven lisboeta de adopción Rahn, con diecisiete o dieciocho años, observa los navíos de guerra franceses que atracan en Lisboa. Así, los cruceros (panzerschiff)  Béarn (portaaviones con 17 aeroplanos), Provence (el buque insignia), Lorraine, y los torpederos como el Tornade, L’Alcyon o Le Foudroyant. Los que avituallan los submarinos son también cuidadosamente anotados, en una mezcla de francés y alemán, como el Jules Verne que, anota, lleva cuatro cañones antiaéreos, seis ametralladoras antiaéreas y varios talleres de reparación, así como un aviso, el Snippe. Llega incluso a nombrar a los capitanes (del Jules Verne, Cayol; de los torpederos, Bison y Brohan). También anota la llegada de la English Fleet Home (sic), en la que hay cinco destructores (1 de febrero de 1938). También apunta un desfile en la Baixa lisboeta de tropas y de la Legião. En todo caso, Paço de Arcos, a donde tantas veces iba, era un buen punto de observación.

No sé si serían unas notas de espionaje o si era una mera afición naviera. Lo que sí sabemos es que era un admirador del pedagogo de Zurich, como él, Johann Heinrich Pestalozzi, que insistió en la necesidad de observar. Rahn observaba muy bien las dársenas de Lisboa, no se sabe por qué.

De Suiza desconocemos todo. Sólo sé mencionar Max Frisch, todos cuyos libros leí ávidamente hace cuarenta o más años. Tras encontrar su agenda, recordamos hoy a este otro suizo, Rahn, que pasó una parte de su juventud en Lisboa, que quizás frecuentase la iglesia helvética de la rua do Patrocínio, y que ya ha sido olvidado.

El último barojiano portugués

[Versión en español]

Encontré un viejo libro de Pío Baroja (1872-1956) en las baldas de la librera doña Crisálida, en el barrio lisboeta del Campo de Ourique. Esa librería de lance es un pozo sin fondo donde los hallazgos pueden ser sorprendentes algunos días, y otros, volvemos con las manos vacías. En Paseos de un solitario (Relatos sin ilación), publicado por Biblioteca Nueva en 1955, el autor divaga y deambula por París, contando sus recuerdos de su primera estancia, a principios del siglo XX y luego durante la guerra civil de España, de cuyos dos bandos, nacional y republicano, tuvo que escapar.

Un lector desconocido lo compró en la Livraria Ecléctica, que estaba en la Calçada do Combro. Este portugués leyó con atención el volumen pues hay pequeñas marcas a lápiz donde figuran nombres, autores, lugares. Y entre sus páginas encontré una entrada del Cinema Jardim de  17 de julio de 1965 (Matinée, 1ª Plateia, Fila L, nº 4, preço 6 $). El Cinema Jardim estaba en la avenida Alvares Cabral, junto al garaje Monumental. Ahora es una tienda china de dos plantas, y antes fue unos billares. Afortunadamente, el edificio es el mismo.

El libro de Baroja es una pura digresión (sin ilación, como él lo subtitula). Con su habitual visión desencantada nos cuenta de las calles desaparecidas de París, sobre todo las del barrio entre St. Séverin y el Sena, del Parque de las Buttes Chaumont, barrios del París ‘canalla’ del que él siempre gustó, más que los barrios más asépticos del VIII o el XVI. Le suele acompañar en sus andanzas el doctor Fournier -probablemente inventado o el nombre atribuido a algún amigo de la época. Visiones casi siempre negativas, escépticas. De los novelistas, sólo salva a Dickens, Balzac y alguno más. Y todos del XIX.

Baroja no tiene estilo, escribe como va pensando, sin adornos ni aderezos pedantes. De ahí que muchos críticos literarios lo hayan despreciado y dicho de él que era un mal escritor. Pero es precisamente esa espontaneidad, esa frescura, la que hace su obra interesante. Además, como su pensamiento y su escritura van a la par que sus paseos y divagaciones, puede decir una cosa y la contraria en pocas páginas.

Baroja solía pasear y buscar libros, revistas viejas y papeles para sus historias, en los bouquinistas de los muelles del Sena, y en Madrid por la Cuesta de Moyano. Una gran parte de su biblioteca está hoy en su casona de Itzea, en Vera del Bidasoa.

La lista de cosas de las que no gusta es inagotable. El lector se pregunta si le gustaba algo, si algo era aceptable -pero también confiesa que, como lo escribe con ochenta años, hay que excusarle esa desgana-. No le gusta ni el cementerio de Montparnasse (“feo y sin gracia”), ni los franceses, ni los judíos, ni los nuevos barrios construidos en lugar de los demolidos “barrios insalubres”.

“Siento en mí la desolación de todos estos lugares que recorro, su romanticismo, y comprendo que su aspecto de abandono y melancolía está un poco en consonancia con el tono sentimental de mi espíritu (…) La casa leprosa de las afueras de la gran ciudad, derrengada y con la pared reverdecida por la lluvia, da la impresión menos siniestra que el edificio nuevo, recién construido y recién pintado, que parece cosa de juguete .”

Baroja, gran andariego, fue un buen observador de las ciudades, de sus afueras y arrabales. Es probablemente, con Pérez Galdós, el escritor que más atención ha prestado al urbanismo. En sus novelas, siempre coloca a sus personajes en un contexto, rural, pueblerino o urbano, en un escenario bien vivo de los lugares que habitan o en donde se desenvuelve la acción. Los paisajes urbanos de Baroja son como una triste balada.

Tiene mucha razón, sin embargo, cuando escribe sobre la estupidez de la policía francesa. Y sus exigencias burocráticas, la Conciergerie y la Préfecture, donde pasa días para obtener documentos que luego no le sirven para nada. Todavía hoy yo he experimentado eso: la frase. Favorita de los funcionarios belgas y franceses de “il faut constituer un dossier”. Estamos entonces perdidos por meses, años. ¡Ah, el modélico centralismo jacobino!

Muchas de las cosas que cuenta ya nos las había contado en sus memorias (Desde la última vuelta del camino) y en su libro Desde el exilio. Vivió en diferentes barrios para recalar al fin en el Colegio o casa de España, en la Ciudad Universitaria del bulevar Jourdan, donde mi padre también se alojó a finales de los cuarenta. Cerca está el Parc Montsouris que Baroja frecuentaba y que aparece en su novela más parisina, Susana.

Todos han escrito sobre París, americanos, alemanes, italianos, portugueses, no es. una novedad. Lo que es más original en Baroja es la tristeza que se desprende; qué diferencia con las fantasiosas evocaciones de Carlos Fuentes en Terra Nostra o los paseos de la Maga y Oliveira en Rayuela (por cierto, Cortázar está enterrado en ese “cementerio feo y sin gracia” de Montparnasse). Baroja es, no obstante su melancolía, un gran pintor. Es el que mejor ha descrito su País Vasco, sus gentes y su pueblo. Aparentemente un misántropo, fue un hombre que conocía, por observarlos bien (era médico de formación, si no de ejercicio), la naturaleza humana.

Además de no seguir los cánones, él nunca pretendió ser significante ni importante. Lo que para él era importante no lo era para políticos y empresarios y, sin embargo, sus libros son un fiel reflejo de la España que vivió. Sin olvidar el fresco histórico del siglo XIX español que son sus veinte volúmenes de las aventuras de Eugenio de Aviraneta, Memorias de un hombre de acción, para algunos superior a los Episodios Nacionales de Pérez Galdós.

Quiero pensar que a nuestro desconocido lector que llevó el libro al cine y allí guardó la entrada, le gustaría Baroja porque su actitud le recordaba esa saudade y melancolía lisboetas, esos barrios un poco tristes como el de las Colónias, de la avenida del General Roçadas y la Penha de França, así como los barrios orientales como Marvila. Al igual que Baroja este portugués tendría nostalgia de los viejos edificios que eran echados abajo o reformados, que eran el alma de Lisboa y poco a poco van desapareciendo en aras de un supuesto progreso, robándoles el carácter, el alma de esta Ensenada Amena, como llamaba Augusto Abelaria a Lisboa.

El mito de las «costas voltadas» entre España y Portugal

(Este artículo fue publicado en portugués por el Diário de Notícias el pasado 1º de diciembre, Día de la Restauración de la Independencia Nacional.)

Los tópicos son duros de borrar. Todavía algunos siguen creyendo en el mito de las costas voltadas (vueltos de espaldas) entre españoles y portugueses. Los tópicos y los mitos solamente sirven para ocultar y enmascarar la realidad. En mi opinión fue una invención del salazarismo porque había que reforzar una identidad y Castilla había sido en tiempos la amenaza y la barrera para Europa. Había que buscar un vecino indiferente y hostil.

Los españoles y portugueses, mientras tanto, eran amigos, se frecuentaban. No fue solamente Estoril con su realeza, con don Juan de Borbón y su hijo Juan Carlos, ni fue solamente don José María Gil Robles, el dirigente de la CEDA que Franco no quería, y muchos más, de esas derechas ilustradas, como Sainz de Robles y tantos monárquicos y liberales. Fueron también muchos escritores y poetas, desde Torga, Eugenio de Andrade o José Cardoso Pires hasta Álvaro Cunqueiro o Ángel Crespo -el que nos trajo Pessoa a los españoles- sin olvidar al inefable Fernando Assis Pacheco que conocía mejor España que los propios españoles.

Por otros lugares el pueblo se unía y se juntaba. La Raya era un medio de encontrarse más que una barrera. El contrabando recíproco de café, tabaco y hasta de pan, era también contrabando de corazones, con muchos matrimonios entre los naturales de ambos lados. Eso lo cuenta una pequeña novela que describe perfectamente lo que sucedió durante toda la postguerra, Estraperlo, de Expedi Vázquez.

Muchos españoles no saben que tras la Restauração en 1640 la guerra continuó veinticinco años, hasta la batalla de Montes Claros en 1665 que dio la definitiva victoria a los portugueses. Después siguió, efectivamente, un largo periodo de frialdad que sólo empezó a derretirse tras la Guerra Peninsular. En el siglo XIX comienza un acercamiento cultural y político que ya no se interrumpe aunque con ritmo desigual. Nuestras historias siguieron muy paralelas, con los miguelistas aquí y los carlistas en España, con el mapa color de rosa aquí y el 98 en España.

Después, en los tiempos de las dictaduras era natural y lógico que nuestros escritores y artistas, aunque se conocieran, miraran más allá de los Pirineos. Mirar a nuestros vecinos era como mirarnos en el espejo, deprimirnos. En sendos países había gobiernos represores, con censura, con cárcel y exilio como única solución, y unas burguesías atemorizadas por el comunismo, que les hizo aceptar, a veces a regañadientes, a Salazar y a Franco como mal menor.

Señalemos dos puntos de inflexión en nuestras relaciones: el primero, en 1974, el segundo, en 1986. Tras el 25 de abril, los españoles pasamos del afecto a Portugal a la admiración. Se nos había adelantado para recuperar la democracia. Y en 1986, nuestros sueños europeístas se confirmaron y nuestras rutas convergían para la consolidación de la democracia y el avance económico y social.

En todas las encuestas en España aparecen siempre, desde hace decenios, Portugal y los portugueses como los más cercanos y los más apreciados. Somos muy distintos y eso nos hace interesantes y nos atrae recíprocamente. Los españoles apreciamos el sosiego portugués, la amabilidad, la cortesía, la belleza de sus pueblos y paisajes; los portugueses gustan de la animación española, del ‘barullo’ y la vitalidad de muchas de nuestras ciudades. Si los españoles somos incapaces de hablar más de diez palabras en portugués, es por nuestra inveterada dificultad para hablar bien lenguas extranjeras.

Cierto que todavía hay algunos resabios de antiespañolismo, que hemos podido ver cuando algunos intelectuales se han volcado a favor de los separatistas catalanes, evocando 1640 y el ‘imperialismo castellano’. Algunos incluso acusaron a España de no ser un Estado de Derecho. Parecía como si nuestras dificultades gobierno les regocijasen, una especie de schaudenfreude. Afortunadamente, creo que esa actitud es minoritaria y residual, aunque algunos medios le dieron un realce excesivo lo que ha sido agrio para nosotros, sobre todo para los que vivimos en Portugal; lo hemos sentido como injusto y sin conocimiento de la realidad. Con sus prejuicios criticaban más que las medidas -acertadas o erróneas- del gobierno español, a España como tal, como deseando con alborozo su desunión.

Siempre ha habido un interés recíproco entre los dos pueblos si bien es verdad que ha sido más intenso de los portugueses hacia España que a la inversa. Pessoa, Saramago, Torga y muchos otros son bien conocidos por las clases cultas españolas. Ya hay tres premios de poesía concedidos en España a autores portugueses: Sophia de Melo Breyner, Nuno Júdice y Ana Luísa Amaral. Nos faltan Premios Príncipe de Asturias para portugueses que lo merecerían sobradamente.

Sobra en Madrid bastante ombliguismo en las editoriales, en las galerías de arte. Esto hace que no se conozcan mejor tantos escritores y poetas portugueses actuales y pasados y, sobre todo, artistas. Todavía me llama la atención que muchos españoles no sepan nada o poco antes de venir a Lisboa de los Painéis de Nuno Gonçalves, y que los museos de Paula Rego, Helena Vieira da Silva y Júlio Pomar, o Soares dos Reis en Oporto, sean relativamente poco visitados.

Aún falta bastante. Es un escándalo que nos falte ferrocarril -los designios de Renfe son inescrutables y lamentables-, debemos reforzar mucho una estrategia común de la naturaleza y del agua más sostenible y efectiva. Una carta de Lisboa a Barcelona tarda por lo menos una semana, como antes de la aviación. Y falta el portugués como lengua optativa en las escuelas, (menos en Extremadura).

Que notemos esos huecos pendientes de cubrir es precisamente la prueba de que nos importa lo que hacemos y queremos trabajar juntos y conocernos mejor. Vamos avanzando, estamos en el camino.

El año europeo del tren y entre Lisboa y Madrid, nada.

Era o tempo em que o comboio parava em todas

as estações: o comboio correio, a camino de Lisboa,

levando familias da provincia para pasar o ano

com os parentes de Lisboa…

Nuno Júdice (No comboio correio entre Beja e Lisboa, fim dos anos 50)

Este poema de Nuno Júdice ya no podría ser escrito. Los trenes de provincia han ido desapareciendo por toda la península en ambos países. Es más, Lisboa y Madrid ya no tienen tren, justo este año que ha sido declarado del ferrocarril por la Unión Europea. Todo un programa. Y España sigue arrastrando los pies para poner en aplicación la directiva 34, del año 2012, de la Unión Europea, por la que se establece un espacio ferroviario europeo único. Ahora es el todo o nada: o AVE o nada.

La directiva 34, aunque obliga a liberalizar la gestión, recalca el carácter de servicio público del transporte ferroviario internacional. RENFE y CP (Comboios de Portugal) han hecho caso omiso: ni servicio público ni gestión libre.

En ambos países, las compañías ferroviarias son estatales, defienden su soberanía, se resisten a toda concurrencia y están ahogadas en deudas. Es como las líneas aéreas llamadas de soberanía de antes de su liberalización, antes de Ryanair o Easy jet, cuando TAP, Iberia o Air France ejercían su monopolio en tarifas, hubs aeroportuarios y horarios. Aún continúan disfrutando de suculentas ayudas estatales, es decir, de los contribuyentes, como acaba de suceder con Air France. Y luego nos extrañamos de que se comporten de esa manera arrogante (y hasta con cierto maltrato a veces, como Iberia) con los viajeros.

Los ferrocarriles estatales siguen imperturbables, ejerciendo sus monopolios y deciden qué líneas quitan, qué estaciones abandonan, sin que nadie les tosa.

Francia subvenciona su SNCF a 23€ por kilómetro, Italia, 10€, Alemania, 9€. No tengo cifras de España y Portugal. Por la pandemia, los trenes europeos han dejado de ingresar 26 mil millones de euros en 2020, según el Consejo Económico y Social Europeo. Portugal perdió 145 millones de euros. En España, el transporte ferroviario factura anualmente sólo 2.150 millones de euros.

Por culpa de la RENFE y CP ya no podemos llegar a Santa Apolónia por la mañana, con la luz nacarada sobre el Tajo, yendo derechos a tomarnos un cafecinho y un bolo de arroz (que son como magdalenas cilíndricas que Proust ni siquiera hubiera podido imaginar), y oír las primeras palabras en portugués de taxistas y empleados que comienzan su jornada.

Las empresas de gestión de ferrocarriles no saben que el tren es historia, economía, industria, tecnología, estructura de un país; y, además, literatura, sueños y evocaciones. Para la RENFE sólo representa rentabilidad en los libros de cuentas, lo que se llama costes de operación. Si no es rentable una línea se suprime, y ya está. Así se va vaciando España, lo que no sea AVE se liquida, y los pueblos considerados menos importantes -para RENFE- se quedan sin tren, como Hellín, por ejemplo. ADIF, mientras, parece dedicarse más al negocio inmobiliario que a las infraestructuras ferroviarias. No puedo por menos que recordar el lamentable estado de abandono de las estaciones de Manzanares (Ciudad Real), y Baeza (Jaén). Llenas de suciedad, hierbajos y polvo. Me imagino que a tenor de éstas debe haber muchas parecidas.

La supresión de líneas supuestamente no rentables (para la cuenta de resultados, no para la población rural o provincial que sufre esa limitación) es algo generalizado en muchos países, desde Japón hasta EEUU pasando, naturalmente, por España.

Mientras, nadie quiere poner en duda el modelo de gestión, las infraestructuras por un lado, el flete y pasajeros por otro. Los sindicatos ferroviarios, los intereses supuestamente ‘soberanos’, impiden que se liberalicen para que, como ha sucedido con las compañías aéreas, no haya monopolio en el transporte, aunque las empresas privadas deban pagar por usar las infraestructuras, los raíles y estaciones. Esto ya lo han hecho en la República Checa, lo que ha abaratado el transporte. Pero no siempre la privatización ha sido beneficiosa, como ha sucedido en el Reino Unido. El 60% de los británicos prefieren que se vuelvan a nacionalizar los ferrocarriles.

En Portugal, las prioridades son la línea de alta velocidad Lisboa – Oporto y la de Aveiro – Salamanca que les lleva a Francia (donde vive más de un millón de portugueses), no en alta velocidad, pero al menos en ancho europeo y vía doble porque la línea actual es un modelo decimonónico, anticuado, pesadísimo. La línea Badajoz- Lisboa no es una prioridad, salvo que hubiera conexión hacia Setúbal y Sines, dos puertos industriales importantes. El escaso tráfico en la autopista de peaje (carísimo) entre Lisboa y Badajoz -que beneficia sobre todo a los españoles- es muestra de que ese itinerario, en ferrocarril, sería solamente para beneficio español.

En el reciente viaje de responsables europeos, por el Año del Tren, por 26 países de Europa, que tardó 36 días, sólo para ir de Madrid a Lisboa ya se tardó dos días. Para llegar a Badajoz desde Madrid se llega en vías con traviesas de madera y una parte del recorrido hasta Lisboa no está electrificado. Se tarda lo mismo que en la época de Galdós y Eça de Queiroz. Lean, si no, el reportaje de Pérez Galdós sobre su viaje a Lisboa, en Excursión a Portugal, 1885). Bueno, se tardaba, porque ahora ya no hay tren de ninguna clase.

Pero no pasa nada, los ministros de transportes español y portugués (entre ellos, el lamentable y ya cesado, Ábalos) cambian como las estaciones (meteorológicas, no las del ferrocarril) y no hay una política estable ni continuada, ni ninguna voluntad política por mucho que digan en las cumbres o cimeiras.

En definitiva, por un lado, sigue subvencionado y exonerado de impuestos el queroseno de los aviones. La TAP acaba de recibir 150 millones euros -noticia del 21 de noviembre de 2021, sí) para compensarla de las pérdidas por el Covid (pero sus dirigentes no han perdido un euro de salario), el poder de las compañías parece sobrepasar el de los Estados y, por supuesto, el de los intereses generales de los dos países sin que nadie en los respectivos parlamentos parezca presentar un programa alternativo. Debe ser muy complicado, muy técnico. Como mucho, hay algunas plañideras preguntas de diputados provinciales sobre estaciones canceladas. Y los lobbies de las compañías aéreas, del transporte por carretera, del automóvil, de las constructoras y concesionarias de autopistas supongo que está para algo, para retrasar las inversiones ferroviarias. No es casual que uno de los proyectos del gobierno español para las ayudas de la UE, NGEU (Next Generation EU) sea el automóvil eléctrico, es decir, transporte individual, lo que me parece aberrante (además de que la extracción del níckel y del litio son todo menos respetuosas con la naturaleza y los países donde se extrae).

Para más información sobre los ferrocarriles europeos se puede consultar The Economist del 13-19 de noviembre, Disoriented express. Declarar 2021 el Año europeo del tren es uno de los mejores chistes que se le ha ocurrido a la Unión Europea. Esperemos por lo menos que los directivos de RENFE y de CP no lo celebren con alguna comilona de Navidad.

Oliveira da Serra y otras explotaciones de olivar que son disparates ecológicos

El embalse de Alqueva, en el Alentejo, sobre el Guadiana,  es el más grande de Europa occidental y tiene una capacidad de más de 4000 millones de metros cúbicos, aunque sólo ha llegado a llenarse en tres cuartas partes. Por ahora sólo ha servido para que el gran agrobusiness se llene los bolsillos, plantando olivos de riego, en seto o espaldera, de forma que se agota el suelo, el agua y encima no se da trabajo pues está todo mecanizado.

Viene al caso porque es al paradigma del erróneo desarrollo o, mejor dicho, crecimiento agrícola. Los nuevos cultivos de olivar en España y Portugal son un disparate ecológico, botánico social y paisajístico, son insostenibles. Pero se produce y se obtienen pingües beneficios de la venta granel, como una commodity más, y de las subvenciones de la Unión Europea, cuya política agraria sólo ayuda a más producción, con un pequeño lavado de cara ecologista, un greenwashing. Por ejemplo, no hay ayuda alguna para limpiar los montes, y lo afirmo porque tengo montes de pinar, de pinos carrascos o de Aleppo, malos para madera pero importantes ecológicamente para reducir la huella de carbono, y también un pequeño olivar.

De esto no se habla en Glasgow ni en España ni en Portugal. Como, además, los ecologistas son fundamentalmente urbanos, de olivares, olivos y aceite no saben mucho. Y en España, las empresas agrarias no por casualidad detestan a Greta Thunberg.

A medio plazo, estos nuevos olivos no llegarán a ser centenarios ni mucho menos, se producirá y venderá aceite de menos sabor porque es de riego, habrá menos trabajo de recolección. Y se siguen vaciando los acuíferos y desertizando las cumbres de los montes.  Además, ese tipo de inversión sólo la pueden hacer las grandes empresas, lo que curiosamente va a fomentar de nuevo el latifundio o el arrendamiento de tierras a los pequeños y medianos propietarios. Es un modelo parecido al que usan las papeleras con las plantaciones de eucaliptus, que pagan a los propietarios por plantarles sus tierras y montes.

El manido y cursi eslogan del “oro verde”, referido al aceite de oliva, es una falsedad cada vez mayor. Si no, vayan a la provincia de Jaén, la mayor extensión de olivar del mundo, un monocultivo, y vean que sigue relativamente atrasada, abandonada, incomunicada, en comparación con el resto del país, siendo una de las más pobres y con menor densidad cultural de España, si no la más.