El tiempo pasará y partiremos para siempre, nos olvidarán, olvidarán nuestros rostros, nuestras voces…
Anton Chéjov (Las tres hermanas)
Jean Rodolphe Rahn vivió en Madrid en los años treinta del pasado siglo, en la calle Viriato, 67, y después en Lisboa, desde enero de 1938, en la rua São Bento, 193, en un primer piso. Este edificio, prédio, como dicen en portugués, ya no existe, estaba frente a la Asamblea de la República, el Parlamento.
Probablemente tuvieron que salir de España por la guerra y frecuentó la École Française de Lisboa (alumno nº 122) tras haber estado en la de París, con el número de alumno E 90- 623429. Hablaba, como buen suizo, el francés y el alemán, y también el portugués y el español. En Lisboa, a 1600 kms de Berna, vivió aquellos años treinta. Tuvo amigas portuguesas, como Alda Monteiro de Barros y J. Calleça, hija de un olvidado crítico que estudió el teatro de Corneille, así como amigos portugueses del Lyceu Pedro Nunes, en la avenida Alvares Cabral, junto al Jardim de Estrela, no muy lejos de su casa. L’École Française, precursora del Liceo Francés, fue fundada en 1907 y cuando la frecuentaba Rahn estaba en el Palacio Braamcamp, junto al Príncipe Real. También cita a un enigmático español, don Eloy, que vivía en Lisboa en plena guerra civil y cuya familia frecuentaba.
Cuenta que le gustaba ir a pescar a Paço de Arcos donde, entre otras capturas, señala, dos peixesdo diabo, un saco de cangrejos y otro de mejillones; se bañaba en alguna de las tres playas de entonces, la que va desde Geribita hasta el Fuerte de São João das Maias o a Praia Antiga y Praia Nova. Como indica, solía quemarse por el sol. Paço de Arcos todavía era un pueblo de pescadores, aunque los veraneantes ya lo frecuentaban, teniendo como patrón a Nosso Senhor Jesus dos Navegantes.
Como lector, no parece muy avanzado, lee, por ejemplo, Ces dames auxchapeaux verts, de Germaine Acremant.
Jean Rodolphe Rahn se llamaba igual que su ilustre antepasado y tenía incluso algún pariente portugués, Leandro Mário Rahn, y otros suizos, como los Gossweiler y los Köttel. Jean Rodolphe Rahn, el Viejo, también llamado Johann Rudolf Rahn fue un conocido historiador del arte suizo (Zurich, 1841-1912). Pero hubo otro Hans Rudolph Rahn (1805-1868), dibujante, y un Hans Rudolf Rahn, de 1889, así como él mismo, de 1921. Es curioso cómo va variando el nombre familiar según los tiempos: Hans Rudolph, Johann Rudolf, Jean Rodolphe. Provenían del cantón de Schwyz, cuyo blasón en gules muestra una pequeña cruz blanca en el ángulo superior derecho, que es el origen de la bandera suiza.
Lo que resulta interesante es cómo el joven lisboeta de adopción Rahn, con diecisiete o dieciocho años, observa los navíos de guerra franceses que atracan en Lisboa. Así, los cruceros (panzerschiff) Béarn (portaaviones con 17 aeroplanos), Provence (el buque insignia), Lorraine, y los torpederos como el Tornade, L’Alcyon o Le Foudroyant. Los que avituallan los submarinos son también cuidadosamente anotados, en una mezcla de francés y alemán, como el Jules Verne que, anota, lleva cuatro cañones antiaéreos, seis ametralladoras antiaéreas y varios talleres de reparación, así como un aviso, el Snippe. Llega incluso a nombrar a los capitanes (del Jules Verne, Cayol; de los torpederos, Bison y Brohan). También anota la llegada de la English Fleet Home (sic), en la que hay cinco destructores (1 de febrero de 1938). También apunta un desfile en la Baixa lisboeta de tropas y de la Legião. En todo caso, Paço de Arcos, a donde tantas veces iba, era un buen punto de observación.
Paço de Arcos, hace muchos años
No sé si serían unas notas de espionaje o si era una mera afición naviera. Lo que sí sabemos es que era un admirador del pedagogo de Zurich, como él, Johann Heinrich Pestalozzi, que insistió en la necesidad de observar. Rahn observaba muy bien las dársenas de Lisboa, no se sabe por qué.
De Suiza desconocemos todo. Sólo sé mencionar Max Frisch, todos cuyos libros leí ávidamente hace cuarenta o más años. Tras encontrar su agenda, recordamos hoy a este otro suizo, Rahn, que pasó una parte de su juventud en Lisboa, que quizás frecuentase la iglesia helvética de la rua do Patrocínio, y que ya ha sido olvidado.
Gracias a Olivier Rolin he podido descubrir cómo ha cambiado Bakú desde mi lejana estancia en la capital del Azerbaiyán, cuando tenía diecinueve años, era militante del PCE y estaba deslumbrado por lo que creía (creíamos) el progreso interminable, inalcanzable, inmarcesible, de la Unión Soviética (véase mi otro artículo https://wordpress.com/post/laplumadelcormoran.me/3355). Teníamos una religión.
Aun quedan -nos cuenta Rolin- restos de la época de los zares y de la Unión Soviética, entre ellas las mujeres que no están sometidas al velo y están en igualdad de condiciones (legales y educativas, la sumisión familiar y conyugal es otra cosa y algo ha empeorado con la resurgencia religiosa).
Olivier Rolin
El libro del escritor francés, que data de hace una década, Bakou, derniers jours, es muy gráfico y está escrito con desenfado. De este autor, escasamente conocido en España -pues parece que los editores no se arriesgan con los franceses-, leí el mejor recorrido por el periférico de París (una especie de M 30 pero estrecha, fea y encajonada, permanentemente atascada por la que se tarda en llegar a Orly más que se tarda en volar de París a Madrid, además del sofoco y la irritación). Era Tigre en papier, una alusión a los tigres de papel que Mao decía eran las potencias imperialistas. Como yo, Rolin también fue marxista leninista en su juventud (Ara que tinc vint anys) pero luego se le pasó.
Lo que no nos contaban hace medio siglo los del Intourist es que la isla de Nargin, que se vislumbra en el horizonte, era una inmensa prisión para los disidentes (incluidos muchos antiguos bolcheviques).
El libro sobre Bakú, como tantos libros franceses, parece casi una guía literaria pues Rolin va haciendo alusiones a escritores y evocando libros, incluso los suyos. A los pedantes nos gusta ese tipo de libros, trufados de referencias históricas y culturales. No es un libro de viajes ni un relato, ni un diario. Además, con un humor raro, Rolin va hilando su deambular en la idea de que iba a morir en Bakú y eso no ha sucedido.
Bakú ya no es lo que era, como no lo es ninguna ciudad del mundo de las que guardamos postales marchitas. Como París ya no es la París de mi padre, allá por 1948, ni siquiera la mía de 1981; ahora es una mezcla de museo y de centro comercial poblado de gente cada día más insufrible que está harta de turistas, extranjeros y de ser piezas de museo y centro comercial. O como Bruselas que dejó de bruseler -que cantó Brel- hace décadas, antes de ser dinamitada por ellos mismos para preparar la Expo del 58. Lisboa va por el camino de Barcelona, de ser un puerto de cruceros gigantes y de barrios para turistas de los que previamente se ha expulsado a los lisboetas. Bakú ahora está en manos de los nuevos ricos de Mercedes negros, rutilantes y temibles (por favor ¿quién diseña estos Mercedes de ahora? Son mamotretos que imprimen -mal- carácter), de corrupción y de una oligarquía que ha sustituido (¿o es la misma?) a la Nomenklatura.
Bakú siempre llamó la atención (rusa desde 1806), fue desde 1820 una de las ciudades soviéticas más importantes dada su riqueza petrolera. En el siglo XIX recordemos a Alexandre Dumas, en su Voyage auCaucase y en el XX a Banine, la amiga de Ernst Jünger, o a la familia Gulbenkian.
En su viaje al Turkmenistán evoca también al para nosotros desconocido RonaldSinclair, oficial británico y viajero muerto con cien años en 1989. Este escribió su Adventures in Persia al final de su vida, rememorando su viaje en un Ford A en 1926. Sergei Essenin (el Rimbaud ruso, dice), Lev Nussinbaum (que escribió bajo el seudónimo Kurban Said), el capitán inglés Teague-Jones, y el mismo Koestler. Y, por supuesto, a Koba, Stalin, que por aquellas tierras hizo sus primeras acciones delictivas, unas, revolucionarias, otras.
El Azerbaiyán ha pertenecido a Roma, a Persia, a los Árabes, a los Mongoles y a los turcos seljúcidas. Terminço siendo anexionada por los rusos entre 1804 y 1828, tras las guerras ruso-persas. Hoy ha pasado, tras la desmembración de la URSS (automoribundia) por guerras crueles contra los armenios (Nagorno-Karabaj y hasta contra los georgianos, además de contra los rusos), no ha establecido una democracia sino una especie de satrapía más o menos tolerante en función de los precios del petróleo, una economía meramente extractiva y usuraria y un modelo de régimen acorde con todo ello. Una maravilla.
Rolin nos habla de las personas que va encontrando, algunas ya como barcos varados, desvencijados, restos de la URSS como el pintor Tahir Shalakhov (Chalajov) que del neorrealismo se recicla en el kitsch azerbaiyano, y otros, muy jóvenes que no han conocido aquellos tiempos y cuya ilusión es ser o parecer lo más occidentales posible.
Atraviesa también el Caspio en unos barcos de la época soviética que son pura chatarra y se adentra en la vecina Turkmenistán, otra satrapía donde perduran las ruinas de grandes ciudades milenarias, como Erk Kala, Merv o Marguch (arrasada en el siglo XIII por los mongoles), todas perdidas ya en la estepa. Evoca a Omar Khayam, a las mil y unas noches y todas esas civilizaciones desaparecidas.
No es, pues, un mero relato de viaje, sino un retrato de la ciudad, de sus habitantes, con sus referencias históricas y culturales. Rolin es un escritor que viaja. Además, carece por completo de ese espíritu de superioridad, de ironía o de desprecio encubierto de folklorismo que se percibe en tantos escritores de viajes. Me hace recordar las descripciones del país, y los encuentros con jóvenes koljozianos y komsommolianos, del entonces muy comunista Arthur Koestler, cuando viajó al Cáucaso en los años treinta (The invisiblewriting, en francés, Hiéroglyphes). Koestler no oculta su decepción por lo que va viendo de las consecuencias de la revolución.
Hoy, los edificios en Bakú han cambiado: la arquitecto Zaha Hadid ha diseñado el Centro Heydar Aliyev, padre del presidente, antiguo miembro del KGB y del Politburó del PCUS y un dictador total. Las tres Flame Towers, de 30 pisos (en Madrid tenemos cuatro de ese estilo, igual de arrogantes), evocan la religión de Zoroastro, y centenas de bloques y edificios singulares ocupan la capital azerbaiyana, así como las más lujosas cadenas hoteleras. Menos mal que el Bakú clásico, con los edificios de Nobel y Rothschild, y otros imitación del Moscú de 1930, con bulevares y bloques ampulosos, han sido preservados.
La retórica antioccidental sigue su curso, a pesar de las petroleras occidentales instaladas en el país, gracias a Aliyev hijo y su mujer, que es la Vicepresidente (algo parecido a Nicaragua). Y el número de presos por razones (más o menos) políticas sigue siendo desconocido. Como no volveré a Bakú, si es que alguna vez fui, este libro de Rolin me hace evocar otros tiempos.
A los biógrafos se les escapan muchos detalles. La mayor parte de la vida cotidiana de escritores suele quedar oculta tras sus ediciones, presentaciones, fracasos y éxitos. Para muchos biógrafos de escritores solamente cuenta lo que llaman crítica literaria.
Por eso, no es extraño que una corta estancia de Pío Baroja y Azorín en la Sierra de Segura, en los confines orientales de la provincia de Jaén, haya quedado oculta durante mucho tiempo. El hermano de Azorín, don Ramón Martínez Ruiz, ejercía de médico en La Puerta de Segura y estaba encargado del Dispensario Antipalúdico. Recibía revistas, periódicos y muchos libros que le enviaba su hermano cuando ya los había leído. Don Ramón pasaba largas veladas leyendo en su gabinete, alejado del ruido doméstico; su cultura era un secreto para sus familiares políticos, parientes de su mujer, doña Carlota, con los que sólo hablaba de medicina, vida saludable, alimentos sanos y la moderación que debía presidir las dietas de todos aquellos señores rurales. Los demás sólo hablaban de aceituna, aceite, capachos y ovejas. No siempre consiguió que siguieran una dieta correcta, aceptable, pues muchos abusaban del cerdo, la caza y las fuertes salsas con que se aderezan los platos serranos. Así, mi abuelo, su concuñado, terminaría con gota, otros tendrían problemas de azúcar y algunos estuvieron tosiendo por el tabaco hasta morir.
Quiero ahora consignar un hecho que tuvo lugar en la Sierra de Segura, donde nunca ha sucedido nada muy notable. Antes de la República, en los años veinte, don Ramón invitó a su hermano a pasar unos días de junio en la Casería de Santa Matilde, un cortijo umbroso, fresco, que se eleva sobre una colina entre olivares y montes de pinos, con un ancho panorama sobre las primeras estribaciones de la sierra. Allí estaría también su otro hermano, don Amancio, y tendrían asegurado el sosiego para leer y escribir, que eran sus ocupaciones principales. Al caer la tarde, con la fresca, pasearían despacio por los senderos que suben hacia la vieja ruina del castillo de la Espinareda, o irían en el Chevrolet hasta La Capellanía, en las faldas del Yelmo, por aquella carretera de macadam.
Ojalá Daniel Vazquez Díaz hubiera pintado a Azorín y a Baroja juntos. Aquí, los hermanos Ricardo y Pío Baroja.
Azorín le pidió que invitase también a su cercano amigo, Pío Baroja. Esto aseguraba interesantes tertulias y conversaciones en las tibias veladas bajo el denso parral. Aquel año, la primavera había sido lluviosa y las noches eran muy agradables. Del jardín, presidido por el viejo júpiter (lagerstroemia indica) plantado por la gran señora doña Matilde Aguilar, suegra de don Ramón, se elevaban perfumes de flores, de tierra mojada y jugosa, fruto del trabajo de Tirso, el encargado fiel. La paz del campo, las comidas agradables y no pesadas, garantizaban a los escritores un solaz lejos de Madrid.
Don Ramón fue a recogerlos a la estación Baeza con su mecánico, almorzaron en Úbeda y en dos horas y media estaban en el cortijo. Para Pío Baroja el paisaje fue una revelación pues su experiencia andaluza era principalmente de la campiña cordobesa. Sus ideas sobre los andaluces se le hicieron añicos en aquella sierra jiennense, más murciana y levantina que andaluza, o incluso, en algunos pueblos, casi manchega. El había expuesto sus impresiones, con gracia y algo deshilachadas como siempre, en La Feria de los discretos, en 1905. Desde entonces, no había vuelto a tocar el tema andaluz, a pesar de que su padre había trabajado en la provincia de Huelva, en las minas de Río Tinto.
Don Ramón, detallista, nos ha dejado, en una de sus agendas médicas, bien encuadernadas, que le ofrecía anualmente Bailly-Baillière, unas breves notas de aquellos días de junio. Sólo ochenta años más tarde, hojeando sus papeles las he encontrado en una carpeta que, quizás, para que nadie las consultase, había rotulado en lápiz grueso rojo, ‘Yo, enfermo’. Además de las recetas y cartas de sus colegas a los que había consultado sobre sus achaques, estaba esa agenda. Creo que se había limitado a reseñar algunas frases, impresiones, de don Pío y de su hermano que se le quedaron grabadas. No es en absoluto un diario sino una especie de lista como una de esas de recados y de gastos que don Ramón solía guardar.
Es el registro telegráfico de aquellas veladas de verano de aquellos cuatro solitarios, pues aunque don Ramón y Azorín estaban casados con Carlota y Julia, sus vidas eran independientes, solitarias y ellas no compartían nada de sus inquietudes ni gustos. Ambas parejas eran perfectamente asépticas. De Pío Baroja no hace falta decir nada, gran solterón, en sus títulos ya se adivina, desde Las horas solitarias (1918) hasta Paseos de un solitario (1955). Don Amancio, más que un solitario, fue un hombre solo, muy solo, al que con cariño acogió muchas veces su hermano Ramón en la casería. Pero eran éstas, soledades creativas, no apesadumbradas, aunque a la mayoría la soledad voluntaria les parezca casi una enfermedad, una anomalía, sobre todo en una sociedad tan gregaria como la española.
He aquí algunas de sus anotaciones:
PB, “con las sombras del anochecer, parece un paisaje más nórdico que andaluz”,
Pepe (su hermano, Azorín), “las casas del pueblo son más levantinas que andaluzas, se parecen más a la del Collado…”.
PB “aquí no enjalbegan las casas, no es esto muy andaluz”.
Se refiere al Collado de Salinas, cerca de Monóvar, que era la casa de campo de los Martínez Ruiz. Es verdad que muchas casas se dejaban con piedra vista, serranas, otras con ladrillo sin enlucir, como a medio terminar, en todos estos pueblos, aún hoy, sin que los alcaldes hagan nada. A otras se les echan fachadas pardas, amarillentas, ocres, nada andaluzas, como si pintarlas de blanco fuera de pobres.
PB, “¿nadie ha querido estudiar los orígenes de estos castillos y esas torres?”
R (don Ramón) “dicen algunos que por aquí anduvo Prim”.
PB “no puede ser, y además no hay un solo papel, ya me gustaría encontrar datos para escribir una de las aventuras de don Eugenio” (Aviraneta).
Para don Pío, Andalucía era la tierra de los señoritos calaveras, de los caballos briosos, de gritos y cantes flamencos. Una tarde, don Ramón parece que hizo venir a Antonio y Domingo con sus laúdes, pues anota después,
PB “es curioso, que aquí no toquen la guitarra y en cambio haya tantos que sepan tocar el laúd”.
“aquí ni boleros ni fandangos”
“¡y jotas!”
La jota serrana despertaría la curiosidad de don Pío, que siempre ha dejado en sus libros, sobre todo los de ambiente vasco, transcripciones de cantares en euskera o en castellano, hoy ya perdidos. Ya no se canta en los campos, hay demasiado ruido de maquinaria. Su curiosidad por la antropología la heredó, sin duda, su sobrino, don Julio Caro Baroja (a quien recuerdo ver en la desaparecida librería Miessner, en la calle Ortega y Gasset, donde era recibido con mucho respeto y afecto; iba con su pajarita y hablaba bajo, con voz algo atiplada y como con una cierta timidez).
PB, pintura, Sorolla, Rembrandt.
Debieron hablar de pintura, algo que tanto a Azorín como a Baroja les interesaba mucho. Ya sabemos que a este último, el cubismo le parecía una sandez y un producto de los intelectuales bien situados. A don Ramón, el anfitrión, toda esta conversación le dejaría algo frío pues en su casa no había casi cuadros, sólo algunas estampas enmarcadas y una reproducción de la Mona Lisa que tuvieron que descolgar después de la guerra porque el párroco, un ultramontano especialmente zafio, dijo en un sermón que era una inmoralidad. Luego resultó que este cura del pueblo vivía abarraganado con una que decía que era una sobrina huérfana.
PB, “mucha gente con ojos azules”.
Efectivamente, hay por estos pueblos y aldeas muchos con ojos azules, no sabemos si restos de visigodos perdidos o de celtas. Baroja, gran observador, se dio cuenta inmediatamente. La misma mujer de don Ramón, Carlota, tenía unos bellos ojos azules.
PB “¿no hay ni un libro sobre la historia de estas sierras?”
PB rastacuero, ramplonería, pragmatistas.
Don Ramón sin duda anotó palabras que Baroja usaba a menudo en su conversación y que le llamaron la atención.
Debieron también hablar en esas veladas de viajes y países porque hay apuntes en la agenda:
Tánger, Basilea.
Hablarían de medicina, de fisionomía, pues Baroja era, no hay que olvidarlo, médico, aunque ejerció poco. Hablarían del paludismo, de las charcas insalubres junto al Guadalimar, de lo poco que hacía el Estado por aquel rincón de España.
Don Ramón no había salido todavía de España, con excepción, si se puede decir así, de un viaje con su mujer a Tánger, entonces Protectorado español. Más tarde iría a París, recorriendo muchos de los lugares que su hermano le había recomendado. De hecho, estuvieron en el mismo hotel de la Chaussée d’Antin en la que estuvo Azorín con doña Julia, su mujer.
Y hablaron, cómo no, de escritores, que don Ramón apuntó con esmero: Ibsen, Pedro Antonio de Alarcón, Goethe, Larra, Freud … y hay unas notas crípticas, ‘curas, misas, lecturas’.
Luego he leído en Baroja esa frase contundente que explica lo que conversaron los cuatro una noche:
“Cuando alguna vez las luces eléctricas del pueblo se apagan, yo siempre lo achaco al catolicismo. Los que me oyen creen que hablo en broma: pero no, lo creo así. En un pueblo de dos a tres mil almas debía haber, por lo menos, quince, veinte, treinta personas que leyeran de noche y otras tantas que estuvieran en un casino, y todas ellas tendrían interés grande en que no se apagara la luz.
Si se piensa por qué no hay esas personas que les gusta leer, se verá que una de las causas principales, la principal quizá, es el catolicismo, que proscribe todos los libros.”
He de decir que en esos años no había luz eléctrica más arriba de La Puerta de Segura y los cortijos y aldeas solamente empezaron a tener luz eléctrica, algunos, a partir de 1963. La carretera se asfaltó en 1967 o 68. En cuanto al catolicismo, por lo que sé, don Ramón no era practicante. Creo que ninguno de los cuatro contertulios lo era; don Ramón muy influenciado por la Institución Libre de Enseñanza y el que menos Baroja, claramente anticlerical. Sus charlas, amenas, a la luz de los candiles, debían estar preñadas de segundos sentidos cuando se referían a la iglesia, al poder del cura en los pueblos y de cómo tenía dominadas a todas las mujeres (que, como decía otro tío mío, preferían decirle las cosas al confesor que a su propio marido).
Respecto a la referencia a Freud, que el doctor Martínez Ruiz consigna, hay que recordar la aversión de Pío Baroja al psicologismo.
Otra de esas notas breves dice PB ‘tiempo, lluvia, cosechas’. Sabemos que a Baroja le interesaban mucho el clima, los cambios de estación, las lluvias y las sequías. Sin duda se interesó por los olivos, los viejos olivos centenarios que rodean la Casería. Se paraba seguramente a hablar con los peones que encontraba y les preguntaría por los hortales, por las diferentes clases de aceitunas. Entonces había mucho ganado, muchas bestias, burros y mulos sobre todo, y todas las labores se hacían a fuerza de sangre.
Contrariamente a don Ramón Martínez Ruiz, que anotaba todo, Baroja no llevaba un cuaderno de notas, preguntaba, escuchaba, miraba el paisaje y seguramente sacaría sus propias conclusiones, que no conocemos pues no ha dejado nada escrito sobre aquellos días.
A Baroja le extrañó el vacío cultural, histórico, literario, de la Sierra de Segura, algo que siempre ha sido -y es aún hoy- dramático, sin parangón con los demás rincones de España, que han tenido sus escritores, sus historiadores, poetas y hasta pintores. Sólo muchos años más tarde don Genaro Navarro y Emilio de la Cruz Aguilar paliarían en parte ese hueco del que nadie se ha preocupado ni se ocupa (para la autonomía andaluza la Sierra de Segura no representa muchos votos, es inane, sea cual sea el partido que domine la Junta, le da igual). Es un enigma cómo estos valles, llenos de castillos y torres árabes, o probablemente anteriores, cartaginesas, que tuvieron una densidad militar y por tanto histórica, se hayan convertido en el desierto cultural que son hoy. El abandono por el Estado, el desinterés de los políticos de todo borde y condición por estas tierras no explica esa decadencia, esa postración actual. Es una zona prácticamente incomunicada en la que, menos el aceite de oliva, cuya mayor parte se vende a granel a envasadores y comercializadores que se llevan la plusvalía, no ha creado industria ni empresa singular alguna.
Quiero pensar que si Pío Baroja hubiera encontrado algún dato histórico, verificable, habría dedicado un volumen de Las memorias de un hombre de acción a esta sierra. Los de allí sólo recordaban vagamente las historias del ‘Diablo’, al parecer un carlista sanguinario que hasta herró al revés su caballo para despistar a sus perseguidores.
Tengo la duda de si Azorín escribió algo allí, pues algunos de sus relatos están fechados en La Puerta (¿de Segura?), pero no se refieren a la sierra. En las notas de su hermano hay pocas referencias a ‘Pepe’, como le llamaba, quizás porque sabía de memoria lo que sus hermanos, Azorín y el otro, don Amancio, pensaban.
En aquellos años había dos centros en el pueblo para discutir, el Casino y La Peña. En ambos se recibían los principales periódicos, entre ellos El Sol y el ABC, y revistas como La Esfera y Blanco y Negro. En ellas escribía Azorín. Los socios, las fuerzas vivas de la localidad, desde los republicanos moderados como mi abuelo, a los monárquicos liberales, el médico, el boticario, el veterinario, el ebanista, el juez de Paz, entre otros, hablaban de política, de libros y de acontecimientos internacionales. Todo eso ya no existe desde que acabó la guerra y luego la televisión y la emigración desertizaron este pueblo, todos los pueblos, acabando con un modo de vida que, si pobre, tenía su dignidad y sabiduría antiguas. Con la postguerra y el desarrollismo de los sesenta, estas tierras sucumbieron a la apatía, la resignación y el subsidio.
Don Ramón, que había promovido al homenaje a Ramón y Cajal, que ejercía de fuerza viva a pesar de ser muy circunspecto y de pocas palabras, las justas, llevó seguramente a Baroja y Azorín al Casino de La Puerta. No era como el Casino de Monóvar, tan querido y tan elogiado por el escritor, pero en aquellos años de antes de la guerra era un pequeño puerto de abrigo para hablar de algo más que de las cosechas de aceituna y el precio de los jornales (que eran de subsistencia, por no decir de hambre).
Mientras, las mujeres de la Casería de Santa Matilde, con un profundo respeto por estos cuatro personajes, educados, discretos, se harían invisibles; doña Carlota rezaba el rosario con las muchachas y alguna sobrina, las criadas garantizaban la pulcritud de los cuartos, de las sábanas, colchas y el aseo de los señores, así como las refecciones puntuales y el acomodo de esos ilustres invitados que nunca volverían.
Es una pena que ni don Pío Baroja ni Azorín hayan registrado aquellas dos semanas de estío en la hospitalidad de don Ramón y su esposa. Pero ese ha sido el sempiterno destino de esta sierra, que todos han ido de paso y los que se quedan son menospreciados por los políticos provinciales, reducidos al ostracismo. Aún hoy no consigue que escritores, pintores o músicos echen allí raíces aunque hay bibliotecarios municipales diligentes y con ganas de enseñar y difundir la cultura, hay algún pintor, algún artesano, quedan músicos y personas que bailan bien aquellas jotas serranas. Las pequeñas brasas aún podrían alumbrar.
Pasaron muchos años, llegó la República, la guerra, la siniestra postguerra[1]. Don Ramón vio poco a su hermano Pepe, que vivía en Madrid, en la calle Zorrilla. Don Amancio siguió viniendo al cortijo en los veranos. A Baroja nunca más lo vería -pienso que ésta sería probablemente su última estancia en tierras andaluzas-. Pero su hermano y don Pío siguieron siendo amigos y daban algunos paseos juntos, con sus gabanes, uno con boina, el otro con sombrero, casi sin hablar, acercándose Azorín a la calle Ruiz de Alarcón a encontrar a su viejo amigo, y subiendo hasta el Retiro. Pero de todo eso hace ya mucho tiempo, luego se hicieron muy viejos y ya los paseos no eran posibles, quedaron recluidos y más solos. Encontrar las notas de don Ramón de aquellas dos semanas de verano en ese apartado lugar de hace casi un siglo han sido como una brisa, una especie de nostalgia vaporosa, desvanecida, pues ya no hay tanta luz por allí.
[1] Opto siempre por escribir postguerra a la antigua, con t, que me parece más adecuado.
Su tradición le viene de su padre, que tenía su librería de lance en la empinada rua A Voz do Operário, una de las calles más bonitas de Lisboa. El senhor Martinho tenía una voz grave, sabía de libros y ediciones y toda la vida fue un alfarrabista, hasta que falleció hace un par de años a la edad de 94 años, lleno de días, como dice la Biblia. Cuando yo vivía por allí cerca, en el Largo do Outeirinho da Amendoeira, solía pasar ratos agradables en su sótano atiborrado de libros. El señor Martinho luego refunfuñaba, con gracia, que cómo era posible que hubiera pasado una hora y sólo me hubiera llevado un libro, “así los libreros no podemos vivir”, fingiendo un enfado que me invitaba a volver.
Su hijo tiene su librería permanente en una de las esquinas del Mercado de Santa Clara, donde se instala los martes y sábados la Feira da Ladra, el rastro lisboeta. Eduardo Martinho sabe mucho de libros, de encuadernaciones, ama la música francesa, desde Aznavour a Claude François, habla el francés perfectamente y siempre tiene algún ejemplar que enseñarnos y, ay, tentarnos, porque además es muy buen vendedor. En su librería siempre se escucha buena música en su pick up con discos LP. Entre las fotografías que tiene en el corcho, discretamente en un rincón, Jeremy Irons está junto a él, cuando pasó por su tienda.
Martinho conoce bien la pintura y el arte portugueses pues estudió en la Escuela de Bellas Artes y en sus ratos libres ha sido pintor.
El campo de Santa Clara, con el viejo mercado, tiene una de las vistas más hermosas de Lisboa sobre el Mar da Palha. Hay unos antiguos edificios militares de corte pombalino, guardianes, junto al Monasterio de São Vicente da Fora, de todo ese barrio, milagrosamente intacto.
El paseo por el barrio de Graça nos reconcilia con la Lisboa eterna, con los acentos de las gentes. Deténgase el paseante en el Largo da Graça en la cafetería y pastelería Baga-Baga y beberá un excelente café y el mejor Molotov (dulce de claras de retumbante nombre) que he probado en la ciudad. Y si es algo dandy, acérquese a la Sastrería São Giorgio (alfaiate, palabra que antes en España también se usaba, como hizo Azorín), donde João -a quien le gustan también los libros- le presentará ropa bien escogida.
Encuadernación en tafilete con hierros secos y bordes dorados
Para llegar, lo mejor es ir en el tranvía 28, el eléctrico 28 que, ahora, con la ausencia de turistas, ha vuelto a ser un medio de transporte y no un reclamo turístico. Las viejecitas se pueden sentar (los turistas no ceden nunca el asiento, comportándose de forma colonial con la población local), los padres llevan los niños a los colegios y el trayecto se hace agradable, puntual, sosegado. Muchos de los viajeros habituales se saludan y conversan. Dice una amiga mía portuguesa que después de la pandemia el modelo turístico tendrá que cambiar, apartándose de la barcelonización de estos últimos años, que ha desfigurado y quitado su carácter y personalidad a muchos barrios, sobre todo a la Baixa, reducida a un parque temático con tiendas de pacotilla turística y restaurantes sin gracia. Como dicen los andaluces, veremos a ver.
Aprovechando pues este desahogo de masas turísticas de selfies, indiferencia y mala educación en general, subir a Graça y a la Feira da Ladra vuelve a ser un solaz. Y tenemos tiempo para hablar tranquilamente con el senhor Martinho, que nos explica meticulosamente los diferentes tipos de encuadernaciones en piel: media amadora, de ‘amateur’ -con los tejuelos bien delimitados, con cantos y nervaduras o nervios-, media inglesa -sin cantos ni nervaduras-, y media francesa, con cantos pero sin nervaduras y los tejuelos sin enmarcar; los ferros o hierros, los secos sobre tafilete (marroquim, en portugués) y los dorados, así como los canales dorados de los libros, ‘doré sur tranche’ o ‘dourado à página’, que se hacían con mucho cuidado con pan de oro pegado sólo con una capa adhesiva finísima de clara de huevo. Otros canales se marmorizaban o jaspeaban. «Todo lo aprendí con mi padre», nos dice. Por la calçada de Santana, Sant’Anna, había antes algunos talleres de doradores. Pero ya desaparecieron. Eduardo Martinho aún sigue.
Una calle oscura, lluviosa, un balcón. Abajo, un gran automóvil americano azul oscuro. Mi padre señalaba los pocos automóviles estacionados.
¿Y después?
Saliendo de un taxi negro. Un avión. Llegar a una ciudad luminosa, una plaza con sol.
Una casa entre los árboles. Era verano. En un pilón se bañaban los niños. La piscina era para los mayores, que sabían nadar.
Eran los veranos de la infancia, veranos perdidos en el tiempo, cuando siempre aprendías algo, a nadar, a montar en bici, a leer, a conocer los árboles y los animales. A buscar caracoles en la hiedra después de regar. Eran los veranos de la primera edad del tiempo. O mejor, sin tiempo, el tiempo no existía. No hacía falta tampoco comprender, sólo ver, oír, respirar, estar.
Veranos largos, con mucha gente siempre, tíos, abuelas, primos, criadas, peones, muleros, gañanes, pastores, el hermano Vicente, el hermano Ventura, que traía una canasta con las primicias de su huerta todas las mañanas. No se hacía nada, salvo ir a bañarse a una alberca -pocos tenían las nuevas ‘piscinas’-, ir al monte, contar historias. Bajar al pueblo era una aventura, medio mareado de curvas y polvo por las carreteras de macadam, blancas bajo el sol, en autos calurosos que olían a carrocería y aceite quemado. A comprar Sacis en la tienda de Lillo.
Eras niño de la ciudad, niño de estufa, descubrías los animales, los gatos, las gallinas, los perros, mulos, burros, algún caballo. Y los animales salvajes, los pequeños reptiles, salamanquesas y tiros, los insectos, los escarabajos. Y los ruidos y los olores eran parte de la vida. Olores de los cuerpos, de cuando no se usaban tantos afeites, olor de los hombres trabajando, con el sano sudor, de las sirvientas, el almidón de planchar, el olor los domingos de los aparceros recién rasurados, con camisa sin cuello y loción Floïd. El crujido del charol de los zapatos de las criadas -que les regalaban los amos- para ir a misa.
Los mayores hablaban a veces en voz baja para que no supieras de qué hablaban. ¿Del padre y madre ausentes, cada uno en su país? Los silencios eran más expresivos de lo que decían, más importantes porque había siempre ese misterio de la vida, de un lugar desconocido, de aquella bruma en la que recordaba el taxi negro llegando a un aeropuerto donde, te decía él, ibas en avión para ir de vacaciones a España.
Se te quedó grabado para siempre el campo, su luz, sus sombras de árboles y montes, sus olores y sus ruidos, el calor entre las olivas y en el monte. Así fueron tantas vacaciones, esas vacaciones que se convirtieron en la vida. Pero no siempre era verano. Los veranos eran todo; el resto era un túnel en Madrid con el colegio, los deberes, profesores ceñudos y calles grises. Sólo las meriendas, el pan y chocolate, o el emparedado con mantequilla y jamón de York, leyendo tintines.
Como eran sólo tres meses, con la sacudida extemporánea y rara de alguna tormenta, que llamaban una nube, el tiempo no existía. Nada ocurría y sin embargo recuerdas aquellos meses llenos de acontecimientos. Todo era, al cabo, banal, rutinas de los campos y ganados, cuando la vida era casi sólo existir, sentir. Y al recordarla, detienes el tiempo como aquella flecha en el aire que parece no moverse. Hoy confundes aquellos veranos con tu niñez que quizás sólo fue eso.
Pero has ido pasando, o aquello pasó por ti. Y se cierne el invierno.
Los inviernos, que eran un misterio. Nunca ibas en invierno, partíais a finales de septiembre y no volvíais hasta finales de junio. ¿Qué pasaba durante el invierno cuando todos aquellos se podían quedar en los cortijos y debíais volver a la gran ciudad?
La lengua que habías olvidado, enterrado; la que habías aprendido y siempre te asombraba. Y allí hablaban de otra manera, decían otras cosas, hablaban de otras cosas. No era como en Madrid.
Catena
El cortijo grande, antiguo, lleno de patios y cámaras por explorar, esa Casería de Santa Matilde que se alza en un pequeño cerro que dicen fue castro ibérico. Está rodeado de chopos y almotejas, olmos, y dos acequias corren por sus cuestas. Es centenario y las hiedras y las higueras, los olivos más afuera, van rodeándolo, protegiéndolo.
Con Ramón Campos eran largas lecturas de El Jabato y El capitán Trueno que él subía del pueblo en su bicicleta negra, una vieja BH. Mientras leías, en el cuarto blanco se oía el zureo de las palomas arriba, en el palomar.
Los cortijos entonces tenían cuadras, los animales, las bestias, eran parte de nuestra vida y la paja mojada, el estiércol, la piedra de salegón en los establos, eran otro lugar de exploración.
Anochecido, con los primos, jugabais de rodillas a hacer una procesión y tía Carlota, en su mecedora, os iba ‘bendiciendo’: “Yo soy el obispo de Roma, y para que te acuerdes de mí, toma”.
No había luz eléctrica y el misterio se cernía cada noche. La luz de la casa era amarilla y recuerdas los candiles de bronce de Riópar con sus torcías empapadas en aceite de oliva que apagabais para asustar a las primas cuando ya las escaleras estaban a oscuras. “Es noche”, decían, o “ayer noche”, como decían “está nublo”. La oscuridad era una presencia permanente que invocaba leyendas y patrañas. Y cuando amenazaba nube, ponían las palometas en aceite, encendidas frente a una estampa, para conjurar el peligro.
Las grandes alacenas olían a harina candeal, a rancio y al poso del aceite en las hondas tinajas. Las criadas te daban la ternura que la madre ausente, ignorante, nunca te dio.
Una mendiga de negro, en harapos, venía a pedir pringue con su hijo descalzo y famélico de la mano que te miraba, que tenía tu edad. Le daban un pedazo de pan, vertían aceite frito de la matanza, con sabor, en su alcuza y se iban por el carril abajo, desapareciendo, furtivos, huidizos, entre los árboles.
A la entrada del carril, la carrascona, que aun está, en cuyo agujero vive el lagarto viejo y verde. Por el carril por el que suben renqueando, en primera, los Seats bicolores y el camión de Rebulle de antes de la guerra con los guardabarros abollados y los faros bizcos.
La trilla, la aventadora Ajuria, un viejo tractor Mc Cormick, rojo, casi escondido bajo los chopos y las hiedras donde te subías a girar el volante, el casinillo donde iba a leer el hermano del escritor, escritor quizás también él, elegante, y al que no se le podía incomodar. Acontecimientos intrascendentes y deshilachados que se los llevaba el aire, como a la parva y al bálago de las eras.
Mucho más abajo, escondida entre unas pobres olivas, la choza del Julián y la Elvira, donde, en medio de la suciedad y la miseria, eran felices y siempre sonreían. Estaba en el camino a la fuente donde por las tardes bajaban las criadas con el mulero y los cántaros y botijos. Hacia mediodía, cruzando la carretera, el ‘cortijo feo’, de piedra, rodeado de pinos y chaparras, solitario, vacío.
Las conservas de tomate que se guardan en botellas verdes y desfarfollar panizo, todas las mujeres riendo y contando historias viejas mientras los hombres fumaban, callados, en la puerta del patio.
Monte arriba, la cueva Zorrilla y la Sima de la Loca, a donde no dejaban subir a los niños, sólo los primos mayores tenían ese derecho.
Chipiona
Sobre la marisma la torre bermeja. Vientos de los mares salitre le dejan…
Joaquín Romero Murube
Jugabais a la guerra porque había restos de pequeños bunkers de hormigón con troneras de hierro oxidado, medio hundidos en las dunas, y más allá de las rompientes unos pecios, barcos, decían que ingleses, cuyos restos estaban medio sumergidos y aparecían con la marea baja, espectrales, negros y amenazantes. Helicópteros de la base de Rota sobrevolaban la playa y desde la cabina de cristal os tiraban chicles mientras corríais por la arena, saludándoles. Eran como los héroes de la televisión, Pájaros de Acero.
En la playa aparecían medusas y las pequeñas rayas que tenían electricidad en un punto verde y en los jardines, entre las buganvilias, los camaleones. La hermana pequeña, con su eterno bañador rojo con volantes. No sabíais nadar todavía y la arena era vuestro fortín.
La estación de Jerez de la Frontera, la noche calurosa al llegar el expreso de Madrid, el Mercedes 190 gris que os esperaba para llevaros hasta Chipiona, cuyos asientos picaban. El único Mercedes en que te habías montado era un 90 con palanca de cambios en el palier, que los Salinas trajeron de Guinea, con su matrícula TEG. Por los llanos, los molinos de viento metálicos para sacar agua, girando lentos entre alguna palmera, sobre los huertos con cercas de caña.
En Regla, la capilla con el esqueleto de la ballena. Por el pueblo, las calesas con toldos de lona y rucios flacos.
El Hotel Sur de Paco Cotro, blanco, con un comedor luminoso y las eternas ensaladas de remolacha. Él, atento, cuidadoso con los clientes (un torero de postín, familias sevillanas de hijos rubios y pecosos que a los jerseys les llaman yerzis) paseaba entre las mesas, por la terraza de mármol, impecable en su terno de lino blanco, cara de libanés, bronceado, con bigote lineal y una boquilla con el eterno cigarrillo. El padre llegaba de visita desde un pueblo no muy lejano en su motocicleta y os paseaba y os compraba helados en el pueblo.
Albaladejuelo
Bajo el Castillo de Altamira, la antigua torre mora, una aldea donde viven Leoncio y otros pocos, familias de peones pobres.
Bonifacio y Felicitas. El se levantaba antes del amanecer para echar de comer a las vacas y a las chirras que mugían agradecidas. Echarle a los marranos el salvado y las mondas de las patatas y oír como mastican ruidosos, húmedos, chapoteando sus fauces en las gamellas de madera, talladas en un tronco, gruñendo de placer.
Contar o inventar películas trepados en los frutales de la huerta durante las siestas, mientras los mayores descansan.
Nadar y montar en bici. El te trajo tan contento una bicicleta roja, pero era de segunda mano y te desilusionó (luego te arrepentirías, como tantas veces en su vida te has arrepentido) de haber sido tan desagradecido. Piensas que quizás tu vida ha sido una sucesión de ingratitudes.
Cuando os portabais mal Ramón padre os castigaba, con cierta zumba, a cada uno en una esquina del cortijo. El castigo duraba unos cinco minutos.
Gijón
En Somió, oculta por unas hayas rojas, la vieja casona de tejados muy inclinados -entonces llovía más-, de ventanales medio cerrados y ocultos por la vegetación que trepa por los muros descascarillados, quebrados y deslucidos de humedad. La anciana, viuda de un militar que quizá hiciese la guerra de Cuba, avara pero tierna y amable, desbordada, extraviada por una vida que se prolongaba sin más sentido y porque su única hija, Manolita, la había abandonado, esperando ávida el óbito y la herencia. En las vitrinas, las vajillas y cuberterías que no se usan, mientras en la cocina sólo hay cubiertos desparejados y cuchillos sin filo. Camas desvencijadas, medio hundidas, cubiertas por colchas floreadas y con flecos, raídas, también de cuando Cuba. En las paredes, cuadros oscuros de paisajes de otros siglos y daguerrotipos enmarcados.
Bajáis a Gijón en el tranvía, pasando la Laboral. En la playa, con jersey, sin amigos, familias del norte calladas y elegantes. Y las casas de comidas con camareros viejos de chaqueta blanca gastada y andares resueltos y urgentes, sin mucha simpatía por aquella señora sola con dos niños que pedía un salero y se lo tiraban en el mantel con un golpe como un pedrusco.
Los helados de Sirvent, un valenciano, con nata de verdad, antes de volver a la casa tristona y oscura, donde solamente los tebeos y algún libro de Enid Blyton te entretenían a tu hermana y a tí.
Huele a vacas y a heno y en el puerto ves casi por primera vez los barcos y las gaviotas que gritan entre los mástiles de los pesqueros.
El Molino
La radio de tío Ramón, sentado a la sombra inmensa y fresca de la noguera. Con Isidro o Vicente dándole conversación, ellos con su tabaco verde, sus petacas y chisqueros de mecha amarilla, él con el puro de picadura cuyas chispas le van haciendo agujeros en la guayabera gris y la garrota entre sus piernas. Los hombres del campo, viejos ya, con la sabiduría tranquila, el aplomo que no dan las aulas ni las escuelas, que casi no había en su tiempo.
Unos periódicos de la provincia -donde a veces escribe tío Ramón artículos sobre agricultura, olivos y las mejoras necesarias para el campo jiennense-, y la colección entera del Reader’s Digest donde lees historias americanas.
Pasadas las huertas, la piscina donde aprendes a tirarte de cabeza, dejándote caer despacio, encogido y al tocar el agua estirarte, tratar de enderezar las piernas y no caer como un buñuelo en una sartén.
Abajo, el riachuelo donde hay ranas, peces, alguna bicha. Con una caña y un bramante has pescado alguno, casi sin querer. Hacia el monte, una alberca llena de obas, mucho más interesante que la piscina.
Y el camino de vuelta, por Machacón, bordeando el monte, entre olivar y pinos, bajo las piedras, alacranes; cuando llegas a Cristales ya se ha pasado el efecto refrescante de la piscina. A veces acompañado por Grillera.
Grillera apareció un día en la obra, cachorra juguetona que saltaba tras los grillos y los albañiles la bautizaron así, le echaban las sobras y la adoptaron como mascota. Grillera se sabía mejor que el catastro los límites del cortijo y sólo ladraba a quienes traspusieran aquella barrera invisible. Cazadora, humilde y parca, fue fiel compañía por el monte y los caminos entre olivares, siempre delante y alerta. Pero cuando te acompañaba por otra propiedad te seguía unos pasos atrás, prudente; si notaba que era mal recibida daba media vuelta y se volvía a su cortijo, a Cristales, donde esperaba tu vuelta aplastada a la sombra del único chaparro que allí había, junto al carro, algo desolada. Cuando te seguía al Molino, tío Ramón no le daba la bienvenida y le decía muy serio “¿Y Cristales?” Y la Grillera se volvía, sumisa, las orejas gachas.
Cristales
En el sitio del Centenar, con la Viña del Hondo y la Viña de la Solana, perdidas cuando la filoxera, en aquel lugar donde hubo una casa del que llamaban Antoñillo Cristales porque llevaba anteojos, que sería comprada en 1836 tras la primera Desamortización, en tierra de una vieja e improductiva capellanía, allí se alzó una nueva casa en 1962. El rutilante Seat 1400 C gris marengo M-344.610 estacionaba, solemne y polvoriento, junto a la camioneta de los materiales. Apartados, cerca del portón del patio, el tractor Ebro azul y el viejo carro, Segura de la Sierra nº 1.
Recordar el tedio como forma de vida, la tristeza de las tardes secas de septiembre donde ya todo había sido agotado y ya habías leído todos los libros y terminado los cuadernos de vacaciones. Allí ibas creciendo hacia la edad monótona e inquieta de la adolescencia.
Y, al fin…
Pero no eran veranos de estudio ni lectura, ni aprendías nada que pareciese muy difícil, andar por los campos labrados, sortear los gasones, coger garbanzos secos que sonaban como sonajeros; tiempo después te diste cuenta de que si sabes los nombres de algunos árboles, si aspiras el halo de los montes, si te inclinas ante la sabiduría antigua y humilde los viejos, a esos veranos lo debes. Viste el mar, el del norte y el atlántico, recorriste la variada geografía del país al que volviste. Aprendiste sin libros ni lecciones el sol inclemente, las sombras, las vertiginosas tormentas que dejaban olor a tierra mojada y montes oscuros. Todavía los sientes, los montes que se oscurecen tras la tormenta y los olivos que cambian de color, y sigues viendo ese mismo mundo como entonces lo veías. El tiempo, aunque todo lo oscurece, no ha empañado -todavía- aquella luz.
La primera vez que la vio fue en la Livraria Luso-Espanhola que estaba en el 88 de la rua Nova doAlmada, muy cerca de la antiquísima y noble Livraria Ferin. Ella estaba buscando, le contó luego, un libro sobre el Vaticano, sobre la historia de los Papas. El se presentó y ella recurrió a él, como español, para que le recomendase algún libro. No tenía Félix mucha imaginación en ese momento pues toda su atención se había quedado centrada en la figura de ella. Pelo negro, recogido, piel mate, con esas gotas de sangre foránea que hacen el exótico encanto de tantas mujeres portuguesas, pómulos altos, ojos profundos, expresivos pero suaves, separados, rasgados, como en un leve sueño, boca ancha, voluntariosa. Esbelta, con el busto firme, hombros altos, manos finas.
El trabajo le llevaba a la capital portuguesa unas cuantas veces al año. Sólo el tren aseguraba entonces el enlace de Madrid con Lisboa; un tren nocturno de una lentitud exasperante, decimonónica, de posguerra. Acabada su ocupación meramente comercial, café, corcho, telas, sus estancias en Lisboa las dedicaba a divagar por los barrios menos conocidos, alejándose de su hotel, en Restauradores. Se dedicaba sobre todo a rebuscar viejos libros en francés, ese libro inesperado que podía aparecer en las librerías de lance que abundaban entonces por el centro de la ciudad. No era bibliófilo sino lector.
Muriel trabajaba en la radio, una radio que se especializaba en información y música. La guerra había acabado y empezaban a menudear los conciertos, las visitas de afamados músicos que incluían Lisboa en sus giras. Un público anglófilo, fiel, acudía a los conciertos y la radio cubría aquellos eventos con gusto y elegancia. Muriel aseguraba la calidad y el contenido de las emisiones con una voz lenta, clara, de dicción perfecta. La escuchaban en todo Portugal.
Ella lo llevó por otros caminos. Le invitó a acompañarla al Teatro São Luis, al São Carlos. Le presentaba amigos, celebridades, entre ellos a los hermanos Katz, en cuya casa asistió a un concierto privado. Le abrió a los violines de Paganini, a la música de Marcos Portugal.
Descubrió otra ciudad, aprendió mejor la lengua portuguesa, compró libros de poetas portugueses. Iban por el Jardim do Torel, el mirador de Monte Agudo, en los tranvías hasta los barrios nuevos y anchos por la avenida da República, por las calles estrechas y sinuosas que bajan por las laderas de Graça entre palacios decrépitos y casas tambaleantes.
En apartados, silenciosos cafés de luz incierta ella le recitaba en voz baja, en esa voz tan bella que él llevaría siempre grabada igual que se recuerda un perfume, poemas antiguos.
Moça fermosa despreza todo o frio e toda a dor olhai quanto pode Amor mais que a própria Natureza.
Muriel había quedado viuda muy joven con un hijo de corta edad. Aun llevaba la alianza en su anular izquierdo. Provisionalmente vivía en casa de sus padres cerca de Lisboa, en Algés. Su padre era un especialista en medicina tropical y su contacto con sudafricanos e ingleses en Mozambique eran la razón de su nombre. Era una casa con jardín, con un quintal, como dicen, Vila Claridade, de gusto falsamente normando, que habían heredado de sus antepasados, “algo pretenciosos”, le decía ella, disculpando el estilo. A veces se había acercado en un taxi a recogerla, por la avenida dos Combatentes da Grande Guerra.
En los conciertos, Félix disfrutaba, con una especie de picor en las yemas de los dedos, de su proximidad en medio de todos aquellos amigos, de una intimidad intangible. Todos conocían a Muriel y muchos parecían pretenderla. Félix, no sin algunos celos, ciúmes, comprobaba cómo los más insolentes, de sonrisa satisfecha, envolventes, intentaban cortejarla y apartarla del castelhano. Pero al acabar los intervalos y la función, tras los últimos saludos, ella siempre se le acercaba y volvían despacio, rua Garret abajo, en las templadas noches del otoño lisboeta.
Muriel era conservadora, tímida, a pesar de ser locutora y periodista. Cuando alguna vez subía a buscarla, en los estudios, ella lo saludaba con una cortesía distante para que sus compañeros no sospechasen nada. ¿Qué iban a sospechar, se preguntaba Félix? Sólo que iban juntos, públicamente, a algunos conciertos cuando él recalaba unos días en Lisboa, y que iban al almorzar al Bairro Alto, al pequeño restaurante de un italiano en una esquina de la rua da Rosa, un lugar discreto, sosegado, donde se podía hablar tranquilamente.
Alguna vez había ido a esperarlo al andén, temprano, a su llegada a Santa Apolónia. Salían de la estación -ajetreo de porteadores y taxis- e iban a un café por el Largo do Trigo, el primer café del día. Luego, él se quedaba en el escritorio del despachante en la Baixa y ella subía hacia los estudios. Mañanas esplendentes sobre el Tajo.
Un día, al volver de un concierto, al bajar por las escadinhas de la Calçada Nova de São Francisco que sirven de atajo entre la rua Ivens y la Nova do Almada, se detuvieron, él en el escalón inferior, sus bocas a la misma altura. Ella, inquieta, recelosa, miró a los lados. No hay nadie, le susurró él, exaltado. Al día siguiente Félix volvía a Madrid.
El viajaba mucho por la península, sobre todo a los puertos, a Bilbao, Vigo, Cartagena. Quería olvidar aquellas escadinhas, pensaba que ella, viuda y tan católica, no aceptaría al hijo de un exilado, agnóstico, indiferente a todo lo que fuera religión. Pero un mes después, en el hotel Dardé, donde Félix paraba en Madrid, al volver de un viaje a Barcelona (el corcho y las telas, siempre), le esperaba un telegrama azul de Lisboa, “tenho saudades suas”. Se las compondría para ir a Portugal, inventando un contrato, una gestión inaplazable.
(…)
Pasaron unos años. En un viaje más largo a Lisboa (ya en avión), subió a los estudios. Anduvo entre puertas acristaladas, escritorios de madera y pisos de parqué, aplicadas mecanógrafas tras las mamparas, el sosegado desorden de la emisora. Muriel estaba de baja por maternidad. Supo que se había casado con un profesor de matemáticas (al fin y al cabo es sabida la relación entre las matemáticas y la música, dos lenguajes universales, pensó él con amargo sarcasmo). Su trabajo cambió, fue ascendido y ahora era un portugués quien debía venir a Madrid o a Barcelona a cerrar los negocios. Nunca más quiso volver a Lisboa. La indecisión y la duda habían sido siempre sus principales defectos (menos para firmar contratos comerciales), pero esta decisión final la mantuvo. Indispensável era evitar-te.
(…)
Entre los papeles que dejó Félix en su pequeño piso en Madrid de la calle Constancia, en el barrio de La Prosperidad, junto a muchos libros -tanto libro francés…-, encontré unos en portugués con la etiqueta azul de Livraria Luso-Espanhola, Lda., telef. 24917, Lisboa. Entre estos he encontrado una carpeta con las gomas secas ya partidas; he visto aquel telegrama azul, doblado, unos programas del teatro São Carlos de 1946 y 1947 y una fotografía, una sola, de una mujer que sonríe sentada en un banco de una avenida bajo la sombra de altos árboles y de palmeras, con la leyenda por detrás “Com o maligno desejo de que nunca possas me esquecer. M”. He sido el albacea de Félix y aun no sé qué hacer con sus papeles, sus cartas, sus fotografías que me resisto a quemar y no quiero que terminen en una caja de cartón en el Rastro, pasto de curiosos que riéndose las manoseen. Yo creo que Félix nunca la olvidó.