Un viaje cervantino con acento argentino

Pretender de nuevo seguir los pasos de don Quijote parece redundante y, sin embargo, nos con-mueve como la primera vez, cuando mi padre me dijo que don Quijote en realidad no existió, que era una invención.

Mis amigos Fernando y Teresa nos han embarcado en una ruta de cuatro días, corta para la que recorrió el Caballero de la Triste Figura pero cuán inspiradora. Al viaje se nos une una pareja argentina; no conocen La Mancha más que de paso, pero están embebidos de Borges y de amplia cultura, él historiador, ella abogado y empresaria. Por un azar que quizás no sea casual, venir con un borgiano por estos caminos es muy especial, pues ya el escritor se inventó un autor del Quijote, Pierre Menard, y en sus cuentos suele poner en evidencia esa ambigüedad que hay en el triángulo de escritor, lectores y personajes inventados. Aunque, como decía Borges, los argentinos se han querido distanciar de la literatura española para crear la propia, lo que es lógico para romper el cordón umbilical, ha habido cervantistas argentinos, entre ellos Alberto Gerchunoff (La jofaina maravillosa, Ed. Losada, 1945), recreación quijotesca en la que, por ejemplo, Rocinante habla; es un libro sobre Cervantes y no sólo sobre El Quijote (que lleva la jofaina, es decir el yelmo) y que indaga con mucha perspicacia sobre la personalidad del escritor, incluso diría, que más que Unamuno.

Hemos empezado por Tembleque, seguido por Puerto Lápice, y llegamos al Toboso al caer la tarde. Todavía podemos visitar la que llaman Casa de Dulcinea y dar una vuelta por las apacibles calles, limpias, prístinas, del pueblo que está, como entonces, en un sosegado silencio. Pero, como decía el tango, “verás que todo es mentira, verás que nada es amor, que al mundo nada le importa, yira, yira”, porque todo lo inventó don Miguel. Ni el lugar del que no quería acordarse era Argamasilla (muchos pueblos, incluso ahora los de Mota del Cuervo lo reivindican), ni había Dulcinea en El Toboso, ni don Alonso Quijano ni Sancho y, sin embargo, qué emoción recorrer esos pueblos, esos paisajes, carreteras tranquilas, rectas, campos bien cultivados y a veces esos montes bajos de sabinas y chaparros donde nos imaginamos al caballero y a su escudero en su ininterrumpido y ameno diálogo. Si el Quijote es más citado que leído, y usado como recurso turístico, recorrer estos campos y estos pueblos, en un paisaje que en la tan poblada Europa, es algo único. Recorremos kilómetros sin casi cruzarnos con nadie. En La Mancha hay pueblos a treinta kilómetros el uno del otro, el paisaje lo impregna todo, la llanura a veces ondulada, viñedos extensos, tierras de cereal que ahora verdean, encinares, sabinares.

Los cinco viajeros llevamos nuestros quijotes para leer algunos trechos en las paradas, reírnos y admirarnos. Teresa, filóloga, precisa en su lenguaje, nos ha leído un capítulo en El Toboso, entre las campanadas de la iglesia; Rodolfo, junto a los molinos del Campo de Criptana; Sonia, en Puerto Lápice. Previamente, hemos repasado libros sobre Cervantes como el clásico de Navarrete, el de Muñoz Machado y el de Jean Canavaggio.

Nuestro periplo ha sido mucho más actual que aquel del ‘caballero inactual’ que fue Azorín, cuya Ruta del Quijote admira Mario Vargas Llosa, pero que ya me resulta algo sabida, agotada, envejecida.

Si la Casa de Dulcinea nos gusta aunque no sea tal, una casa de labrador rico, bien amueblada y con patios, almazara, bodega y el palomar histórico, nos deja más fríos la Casa de Medrano en Argamasilla, demasiado modernizada, tan preparada para eventos culturales que ha perdido todo el carácter, el alma que tuviera hace cien años, un caserón manchego cuando la visitó Azorín. Ya sabemos que fue mentira, ficción, que Cervantes padeciese reclusión en la cueva de Medrano -fue en Sevilla-, pero la han rehabilitado de tal forma que ni imaginar la historia conseguimos.

No hemos olvidado, claro, los molinos, los de Consuegra, de Campo de Criptana y los de Mota del Cuervo. Mi amiga portuguesa Ana Coelho -que sabe mucho de geografía y libros y tiene una de las mejores librerías lisboetas en la rua São Bento, Palavra de Viajante-, a quien le mando la fotografía, me advierte de que tengamos ‘cuidado com os gigantes’. Desde los altos de esas lomas contemplamos La Mancha, nos identificamos con el territorio que Miguel de Cervantes eligió para su grande, genial parodia. Los molinos han sido reconstruidos, uno de Mota por el mismo Ramón Serrano Suñer (el cuñadísimo de Franco), y en este pueblo los han dedicado a insignes personajes, incluso a Goethe.

Cometa sin bramante y prisionera,

ventilador del trigo hacia la harina,

sombrilla descarnada en la calina,

naipe brutal de extraña barquillera.

Molino a brazo abierto en tolvanera,

leguleyo en batalla vizcaína,

la nueva lanza y más: ¡toda la encina!,

te diera mi señor si reviviera.

(…)

(Juan Alcaide)

En Mota del Cuervo nos hemos alojado en un pequeño hotel y hemos cenado en un restaurante singular, excepcional, que se llama Chicote. A la mañana siguiente nos lleva el incansable Fernando a ver los flamencos rosas en las cercanas Lagunas de Manjavacas, uno de esos paisajes insólitos de La Mancha, con agua, en esa tierra tan singular que ha dado lugar al río más raro de la península, el amigo Guadiana, de manantial tan discutido (¿será Viveros, el Arroyo de Gredales en el Campo de Montiel o las Lagunas de Ruidera?).

En todos los pueblos encontramos sosiego, orden, cuidado, limpieza. Los manchegos están orgullosos de su tierra, de sus pueblos y su historia, y lo demuestran. Así, llegamos a Infantes donde nos acercamos a ver el último aposento del gran desterrado que fue don Francisco de Quevedo, en el convento de los dominicos. Calles armoniosas, sin un edificio que desentone, sin alardes ni pretensiones, un pueblo sencillo, apacible. Así han sido muchos pueblos manchegos, como San Carlos del Valle.

Pero no sólo de Cervantes vive La Mancha sino que hay que detenerse en Valdepeñas, donde el museo Gregorio Prieto merece una demorada visita. El museo ha sido remodelado, ha ampliado la exposición de las obras del pintor valdepeñero y nos transporta a esa vida cultural española, de la Generación del 27, cuya antorcha mantuvo Gregorio Prieto hasta 1992, cuando falleció. Y hay también un pequeño homenaje a ese poeta olvidado, amigo de Gregorio Prieto, y tan digno de recuerdo como fue Juan Alcaide (1907-1951). Valdepeñas, tierra que ha sido también de Francisco Nieva, dramaturgo, escritor y pintor, al cual está dedicado el flamante teatro. De Francisco Nieva se recuerda su teatro, pero no desmerece su trilogía disparatada, El viaje a Pantaélica, Granada de las mil noches y La llama vestida de negro, en las que su humor, su lenguaje y las aventuras de Cambicio de Santiago nos sumergen en un mundo irreal y alegremente trastornado. Antes de salir de Valdepeñas nos damos una vuelta por su extraordinaria la plaza mayor, llena de niños, junto a la iglesia principal, bien restaurada.

Desde Valdepeñas hemos ido a parar a Las Virtudes, que tiene una de las tres plazas de toros cuadradas que hay en España, es decir en el mundo, del siglo XVIII, un rincón que conoce sólo Fernando. Y de allí a un lugar que también está ligado a Cervantes, El Viso del Marqués, Marqués de Santa Cruz. Allí evocamos la batalla de Lepanto, una de las muchas que ganó don Álvaro de Bazán, en la que se ilustró Cervantes. Dejemos a los historiadores navales la evocación del marqués, pero nos sirven de recordatorio los frescos de batallas, ciudades y símbolos clásicos, todos pintados por maestros italianos (los españoles estaban ausentes). El Palacio, suntuoso, ha sobrevivido a las guerras y a distintos usos, hospital, prisión, checa, cuartel de tropas de Regulares Marroquíes para luchar contra el maquis y después de 1949, finalmente, museo. Destaca imponente desde lejos sobre el caserío modesto, bajo, de la población, El Viso que, nos dice un guía, tuvo hace cuarenta años siete mil vecinos y hoy, dos mil. No basta el atractivo histórico para generar riqueza. Nosotros, viajeros que queremos ilustrarnos, notaremos la ausencia de una mínima librería donde rellenar nuestro desconocimiento. Una historia así merecería disponer, en el mismo palacio o en el pueblo, de una librería con obras de historia, de arte. Pero en España los libros casi no llegan a los pueblos.

Tras el Viso (viso, como visión, lugar elevado desde donde se divisan los alrededores), por una bellísima carretera, hemos ido al castillo de Calatrava la Nueva, una construcción de origen musulmán digna de Asia, elevada sobre un monte pétreo que guarda un paso por un valle por el que se puede adentrar el viajero, el conquistador, hacia Andalucía.

Concluimos el periplo en Almagro, uno de los pueblos más bellos -no ya bonito, de España (el marchamo de Pueblos Bonitos está bastante devaluado por haber incluido algunos que no lo merecen).

Nuestro viaje ha ido del siglo XXI, con esos nuevos molinos generadores de electricidad, a los molinos de trigo del siglo XVI, de las autovías -excesivas, dispendiosas-, de La Mancha, a las carreteras solitarias y rectas entre campos no muy diferentes a los de hace tres siglos, las conversaciones sobre la Argentina de después de aquellos siniestros dictadores militares a la restauración democrática de Raúl Alfonsín. Cervantes y El Quijote han estimulado nuestros diálogos porque la cultura abre los horizontes. Y desde el Corral de Comedias de Almagro al muy interesante Museo Nacional del Teatro, de las calles empedradas de Infantes y de las casas de portales de piedra a los cuadros de Gregorio Prieto, desde aquellos vinos en pellejos a los nuevos vinos manchegos (anotamos el Vulcano, de casta syrah, por ejemplo), hemos seguido un hilo conductor de la historia del país.

Y nos despedimos con un soneto de Juan Alcaide, a Cervantes, tras el 4º centenario

Sobre el adiós

Y a descansar -ya es justo- en cuerdo y loco.

Dispensa tanto verso y tanta prosa.

No habrá temblor de llanto por tu fosa:

pero de frase y frase, ¡qué sofoco!

¡Cuánto de clasicismo y de barroco!

¡Qué romántica lira mentirosa!

Y acaso ni una vela abriose en rosa

deshojando su cera poco a poco…

Para tu pobre angustia, ni un latido.

Ni una pluma pinchada en una vena.

Ni la emoción de un grito contenido.

Perdona este barullo de centena.

¡Con cuánta oscuridad te habrás reído!

¡Cuánta risa, Miguel, con… tanta pena!

A descansar, en efecto, como decía Alcaide, porque El Quijote, el libro, y su creador, Cervantes, están muy por encima del localismo que se pretende de dónde estuvo exactamente ese “lugar de La Mancha”. No importa, el viaje ha sido agradable, un hermoso escenario en esta incipiente primavera sin agua y el libro desborda desde que se imprimió del color local pues es universal en su lenguaje, en sus ideas, en el recuerdo que guardamos de él este quinteto de españoles y argentinos.

(la imagen de portada es un cuadro de Gregorio Prieto)

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De forasteros y turistas, Una historia del turismo en España (1880-1936), de Ana Moreno Garrido

Bienvenido sea este libro que nos presenta un pedazo de la historia de España poco conocido, una contribución tanto más necesaria porque el turismo ha sido relativamente poco estudiado, a pesar de representar el 14% de nuestro PIB. Además, como este libro demuestra, el turismo es objeto de intervenciones económicas, culturales -ha sido uno de los pioneros de la publicidad- y siempre ha estado muy vinculado a la protección -o destrucción- de la naturaleza, al paisaje y al patrimonio histórico. A pesar de su peso económico estructural ha sido mucho menos estudiado si se compara con el número de títulos, revistas especializadas y acervo bibliográfico de otros sectores que representan menos en el PIB pero han sido objeto de mucha más investigación económica e histórica, como la minería, el ferrocarril o la siderurgia, por ejemplo. Ana Moreno, que ya ha publicado trabajos y otro libro sobre el turismo (Historia del turismo en España, Editorial Síntesis 2007, que incide en otros aspectos muy diferentes), viene a colmar ese hueco. Éste ilustra la trayectoria desde el origen y los primeros tiempos del turismo con abundancia de datos interesantes y reveladores y con una redacción impecable que hace su lectura amena. Ana Moreno, a través de su trabajo, enlaza los tres vectores del turismo que son la cultura, la economía y la intervención y regulación estatal.

El turismo, hasta 1936, se enmarcó en un contexto que ha sido excepcional en España como fue la efervescencia cultural de principios de siglo y luego la llamada ‘Edad de Plata’, con profusión de poetas, artistas, pensadores, que también incidió sobre ese sector de la economía que era el turismo.

Describe cómo desde su origen el turismo estuvo muy vinculado a la naturaleza (como las sociedades excursionistas, en particular las catalanas, mucho más dinámicas) y a la cultura, corriendo paralelo a la progresiva – aunque lenta e incompleta-, acción pública en defensa del patrimonio histórico, fueran la pintura, los monumentos civiles y religiosos, la arquitectura y el urbanismo.

La obra, siguiendo el hilo histórico, se centra en lo cultural y patrimonial, en las infraestructuras (alojamiento y redes de transporte), y en la intervención política, sin olvidar el contexto internacional, es decir, lo que hacían nuestros directos competidores, como Francia o Italia. Ana Moreno, cuyo método de trabajo conozco de hace años, no se limita a teorías ni libros, sino que ha indagado en archivos como el AGA (Archivo General de la Administración), llenándose de polvo, lo que nos da una obra llena de detalles inéditos, de aspectos desconocidos de nuestro turismo, de quienes lo impulsaron e intervinieron. Son páginas que se leen con fruición porque es una obra viva, creativa e innovadora.

La intervención política fue siempre una constante y no fue casualidad el apoyo de Alfonso XIII, de la Dictadura de Primo de Rivera y de la II República en esa puesta en valor de lo que ya empezaban a llamarse recursos turísticos. Como ejemplo, la poco conocida historia de la supuesta Casa del Greco, y la de Cervantes en Valladolid y Covadonga, que están muy bien explicadas como ejemplos de cómo se trató ya entonces de convertir la cultura en recurso económico (e ideológico), en foco de atracción de turistas.

Es muy interesante la indagación de Moreno en muchos personajes relevantes que impulsaron el gusto por los viajes, algunos de los cuales quedaron en la penumbra. Destacan el inefable Vega-Inclán, Sangróniz, Peypoch o Bolín, muy ligados al poder o sus víctimas (Peypoch sería asesinado por milicianos, Bolín sería un conspicuo franquista, el que consiguió el Dragon Rapide para Franco).

También destaca cómo hubo también extranjeros con mucho interés y pasión por nuestro país, como Gerald Brenan, Robert Graves o Walter Benjamin, mientras los escritores españoles, con cierto noventayochismo nostálgico, desde Azorín a Unamuno, nos presentaban más los aspectos de una España ‘eterna’, castellana sobre todo, más líricos que reales; otros, como Blasco Ibáñez, que fue un gran paisajista, como muestra su descripción de la Ibiza rural en Los muertos mandan, han sido olvidados.

Era aquel un turismo que se centraba en lo histórico, monumental y artístico mientras el Mediterráneo, el turismo de playa y, por tanto, de masas, quedaba aún en esa época en un segundo plano, afortunadamente. El dilema era ya si proteger espacios o atraer turistas, algo que ni siquiera fue debatido en los años 1960 ni lo es ahora, en pleno siglo XXI.

Los medios de transporte y las infraestructuras de comunicación no son olvidados y la autora se detiene, además de en el desarrollo ferroviario indispensable, en el impacto del automóvil y de las carreteras, que iban a facilitar y promover las visitas a la España más profunda. No olvidemos que en esos años hubo una incipiente industria nacional del automóvil como ha estudiado Salvador Estapé-Triay, acompañada de una drástica mejora de la red viaria, sobre todo durante la Dictadura de Primo de Rivera.

Es interesante el excurso y atención al turismo en el Protectorado del Norte de Marruecos que tras la guerra del Rif fue promocionado con bastante inteligencia, con revistas culturales, protección urbana como en Tetuán y ayudado, entre otros, por una cartelería de calidad gracias a uno de los mejores pintores de la época, Mariano Bertuchi. Porque el libro también evoca esa publicidad y propaganda turísticas de altísima calidad, en la fotografía, en las imágenes de los folletos y carteles obras de dibujantes e ilustradores de élite que, no por casualidad, hacen hoy de las publicaciones de entonces la delicia de los coleccionistas.

El capítulo 5, ‘El Estado que construye hoteles’, es particularmente ilustrativo porque pone de manifiesto, leído hoy, ese contrasentido que son los Paradores, financiados por el Estado, con empleados públicos y a menudo con ubicaciones caprichosas según los políticos de turno que mandaron en el sector (como el disparate y agujero financiero de Parador de Ibiza con Juan Mesquida, o tantos paradores gallegos con Fraga, etc.). Ya en 1932 se decía que el PNT “ni debe ser hotelero, ni sabe serlo”. Hoy mismo, casi cien años después, Paradores está siempre dirigido por un cargo político del partido en el gobierno y los criterios políticos son los que prevalecen, “invadiendo la actuación privada”, como entonces.

La trayectoria, el hilo conductor de la intervención estatal, que va desde la Comisaría Regia del Turismo (creada en 1911), pasando por el Patronato Nacional de Turismo y por fin la Dirección General de Turismo republicana, ponen de manifiesto esa relación triangular que resalta la autora entre turismo, cultura e intervención pública. Un equilibrio que no siempre fue respetado y que la autora demuestra que cuando la política incide demasiado, apoyada en amistades, ideología o mero clientelismo, salen perjudicados los otros dos vértices, el económico y el cultural o patrimonial. Eso es palmario en lo que ha sucedido después de los años sesenta del pasado siglo, con el desarrollismo a cualquier precio de Fraga apoyado en los constructores, que ha dado en la destrucción del litoral -la destrucción a toda costa que ha denunciado Greenpeace desde hace años sin respuesta alguna del Estado, y ha contribuido en gran medida a esa España fea que ha denunciado Andrés Rubio (España fea https://laplumadelcormoran.wordpress.com/2023/02/04/la-espana-fea-libro-de-andres-rubio/).

Las vicisitudes de la organización del turismo en esos años a nivel estatal y provincial son sumamente interesantes, porque ya entonces se quería integrar administraciones públicas, entidades culturales y empresas, mientras la presión política a veces desbarataba las mejores intenciones. Así, observamos ya el comienzo de una presión nacionalista y localista que perjudicó la unidad de acción y dispersó recursos, como fue la del turismo catalán, que quería desde 1931 llevar la promoción por su cuenta, bien hecha, pero sin relación con el resto del país. Hoy, todas las Comunidades Autónomas hacen la promoción exterior por su cuenta, muchas como si no fuesen España. El ‘identitarismo’, esa faceta de la intervención estatal o regional también repercute en menor atención a la economía del turismo y a la protección real del patrimonio natural y artístico. Un exagerado acento en la identidad que hay que reconocer que también se filtraba enormemente en la promoción de un turismo de señas castellanas por el Estado (Vega Inclán, Bolín), y que desvió energías por presión política sin tener en cuenta suficientemente la rentabilidad económica, la iniciativa hotelera privada o las infraestructuras de transporte.

De forasteros y turistas. Una historia del turismo en España de 1880 a 1936 (Marcial Pons, 2022, 350 págs.) deberían leerlo cuantos trabajan en el turismo porque la autora consigue exponernos esos atisbos optimistas que en los años treinta prometían a España una inteligente, ilustrada y equilibrada promoción del turismo de calidad, y eso a pesar de errores, luces y sombras de la intervención administrativa en el sector. Es un libro que debería encontrar sus lectores en el campo del turismo, tan necesitado de reflexión, para que avive el necesario debate sobre qué hacer hoy con nuestro turismo de masas, equilibrando los tres vértices en vez de limitarse a la construcción y a la promoción publicitaria para atraer masas, que parecen ser los principales argumentos de las empresas y de las administraciones turísticas autonómicas y locales y que ha dado resultados tan negativos como pueden ser Potes, Palma, Barcelona o las costas mediterráneas, por ejemplo.

‘De forasteros y turistas. Una historia del turismo en España (1880-1936), de Ana Moreno Garrido, 360 págs.. Marcial Pons Historia, Madrid 2022. ISBN 978-84-18752-29-2.

Días de ocio en Valencina de la Concepción

En este verano que los comentaristas de diarios nos anuncian como el postrero, con ese fin del mundo que se nos viene encima este otoño, cuando las casandras de todo credo y condición nos llenan de miedo y pavor, nada como sestear en Valencina, a unos pocos kilómetros de Sevilla.

Es éste un pueblo residencial, sin alardes, con casas confortables, patios y jardines, cipreses, olor a jazmín tras algunas tapias, buganvilias rebosantes de púrpura, piscinas escondidas para refrescarse y algún bar que otro, pocos, entre ellos El Bovito, con casi cien años -hoy llamado El Bobito-, o la Bodega Chispas, cerca de la Peña Cultural Bética, del Betis Balompié. Desde estos altos del Aljarafe se ve el mundo de otra manera. Sosiego. Calles pulcrísimas, gente amable, nombres de Vírgenes por todos lados, Rocío, Esperanza Macarena, Nieves, Concepción. Pero también están en el callejero Emilio Prados y Cela, por ejemplo.

Ayer, dos jinetes bajaban en sendos altos caballos cartujanos, sus cascos resonando rítmicos por la calle blanca. El campo nos rodea, olivares bastante secos y sufridos, pero campo al fin, no todo especulación (aunque aquí cerca hay carteles contra la especulación, en Gines).

Oigo en al patio de al lado a la mujer que le pregunta a la abuela “¿le hago un arrocito con salchicha?”, y la abuela, sorda, pregunta de nuevo. Los perros, innumerables, excesivos, vigilantes, ladran tras las verjas de las cocheras. Eso es lo único un poco molesto para el caminante inadvertido.

Se debe leer poco en este pueblo, a pesar de que la librería y editorial Renacimiento, de Abelardo Linares, una de las mejores de España, está en su término. Entre piscina, jardines y siestas larguísimas, queda poco espacio para leer. Sólo algunos raros lo hacemos. Los raros.

Lo más interesante y curioso de este lugar es lo lejos que nos sentimos de todos los conflictos que asolan el mundo. Ucrania parece no existir, como no existen los incendios forestales ni Taiwan, ni Sánchez ni Pelosi. Descanso total, que vendrá el invierno de todos los males y desgracias (nos dicen el ABC, El Mundo y demás optimistas natos). A vivir que son dos días, que luego -afirman- habrá llanto y rechinar de dientes (inflación, paro, frío y sin calefacción, todos los males traídos, cómo no, por el gobierno culpable)-.

Ah, y el calor es perfectamente soportable y por las noches uno se cree Lezama Lima o Hemingway fumándose un puro en el jardín oscuro, donde suena, leve, el gotero de riego moderado y ahorrativo.

Burdeos, la ciudad clara

Para José Carlos Llop, que ama Burdeos,

pero a quien no conozco más que por su obra

Tras unas semanas de recalcitrante tedio, cuando ya has leído todos los libros y los paseos no aportan nada interesante, cuando el calor nos apelmaza el espíritu, es bueno salir de la ciudad y descubrir otro lugar. De vez en cuando, cada vez con más frecuencia, necesitamos de estímulos visuales y culturales.

Así, he ido a Burdeos, a la capital de Aquitania o de la Gironde, una ciudad con dimensiones humanas, equilibrada, sin edificios altos, que ha sabido conservar su arquitectura de piedra caliza amarillenta, el gusto por el paseo sin agobios, respetado su historia y mejorado la vida de sus habitantes. Pero ¿qué se puede decir de Burdeos después de los poemas de José Carlos Llop, La vida distinta o La chanson de Bordeaux, y Poema inacabado?

La ciudad fue, junto a Toulouse, uno de los tradicionales puertos de abrigo para los españoles emigrados y exiliados, desde Francisco de Goya hasta los republicanos vencidos en 1939. De hecho, el Instituto Cervantes está donde vivió el pintor, en el Cours de l’Intendance. Más abajo, cerca del Garona, la Garonne eternamente marrón del arrastre de limos –“una lámina de bronce el río”, nos dice José Carlos Llop-, está la Allée de Tourny, en cuyo número 20 estuvo el taller de Lawalle y sobrino que imprimía los libros españoles, como la Biblioteca selecta de Literatura española de Mendíbil y Manuel Silvela.

Sin ser en absoluto un gastrónomo he de decir que se encuentran muy buenos bistrots en la ciudad. Recuerdo ahora algunos, en la zona del mercado des Capucins: Le Bistrot, y Gaúta, y, más allá de la Iglesia de la Sainte Croix, Le Point Rouge. Y repare el viajero que esta no es sólo tierra del vino, sino que hay un gusto considerable por los cocktails, como los que prepara el joven del restaurante Gigi, junto a la iglesia de Saint Michel, en ese barrio medio magrebí medio galo, de perfecta convivencia, un poco detrás del mercado des Capucins.

El Museo de Aquitania es uno de los mejores museos de historia que nunca he visto. Allí encuentra el visitante toda la historia de la Aquitania, de Burdeos, de su comercio, -incluido el de esclavos, que enriqueció a tantas familias bordelesas-, de su urbanismo, perfectamente explicada, con un sentido docente que alía la modernidad a la claridad.

Hay en estos momentos una exposición temporal importante sobre Aristide de Sousa Mendes, el cónsul portugués que extendió visados a miles de judíos en 1940, lo que desencadenó la furia de Salazar y su expulsión del Cuerpo y su muerte en la ruina material, aunque no moral. Es uno de los Justos reconocidos por Israel. La exposición no ahorra críticas a la actitud de las autoridades francesas de Vichy, de Pétain, que colaboraron ignominiosamente en la persecución y detención de millares de judíos para entregarlos a los nazis y a su consiguiente deportación a los campos de exterminio. Que yo sepa, no ha habido en Portugal una exposición sobre su cónsul de esa envergadura.

Burdeos, católica, protestante, es también judía desde la expulsión de los hebreos de España y Portugal; entre otros monumentos, esconde un pequeño cementerio israelita, cerca de Les Capucins, abierto en 1724 para los judíos portugueses, la Nation juive portugaise, donde aún quedan 279 tumbas antiguas.

Una de las paradas -parada de mucho tiempo, para descubrir y encontrar tanto libro desconocido, desbordados en nuestro limitado conocimiento- ha de ser la Librairie Mollat, la mejor que he visto en Francia, donde nos sorprende la cantidad de compradores de toda edad y condición. Francia -confirmamos- es el país más literario y más lector del mundo. No en vano esta es la ciudad de Montesquieu, cuyo château de La Brède no está muy lejos, y de Michel de Montaigne. Pero también es la de François Mauriac, aunque él se refugiaba en su propiedad de Malagar, en los pinares de las Landas.

Grandes personajes contemporáneos han conseguido hacer de Burdeos una ciudad de la excelencia, como Jacques Chaban-Delmas, el gran resistente, o como el más reciente Alain Juppé que, además de ser Primer ministro fue un excelente alcalde, en la tradición del ilustrado Aubert de Tourny, que en el siglo XVIII la convirtió en la ciudad más bella de Francia, como la calificaba Stendhal.

En La Cité du Vin, singular conjunto de arquitectura ultramoderna al borde del Garona, he visto la exposición sobre Picasso que, sin ser muy grande, perfila muy bien las relaciones del pintor con los intelectuales y artistas de su época, como Juan Gris, Paul Éluard o Max Jacob, entre otros.

Al viajero hispano le llama la atención que los trabajadores de la hostelería y hoteles sean locales, con excelente formación y amabilidad, que saben su oficio, lo que se traduce en un servicio impecable. No parece existir ese rechazo a determinados empleos que prolifera en España. Aquí no se le hacen ascos al trabajo. Burdeos ha creado en 2020 un 20% más de empleos cualificados, aprovechando su calidad de vida, su entorno, sus buenos transportes (por tierra, mar y aire). Muchos extranjeros se han instalado en la ciudad y alrededores pues, además, hay buenas escuelas y liceos. Se puede ir a la playa -le Bassin d’Arcachon- , a St. Émilion, a todos los lugares, en tren. Las empresas han pasado de 15.900 en 2019 a 19.154 en 2021 (Financial Times). No hay secretos: conectividad, profesionales activos, transportes, servicios públicos, medio ambiente y buen gusto. Así se atrae la inversión de calidad.

Al ser una ciudad plana, se ha fomentado el transporte sin emisiones, desde el campanilleante tranvía moderno a las trotinettes y las bicicletas (que, por cierto, nunca son tiradas atravesadas en las aceras, como en Lisboa; aquí hay orden y civismo). El actual alcalde, Pierre Hurmic, apuesta claramente por la ecología bien entendida y la ciudad habitable.

El resumen de la vista a Burdeos y a St. Émilion es el elogio a eso tan francés como es la ordenación del territorio y el urbanismo bien concebidos. No he visto en cinco días de estancia ni un horror urbanístico aunque, eso sí, hay obras de adaptación y mejor por muchos barrios. No puedo por menos que citar al casi olvidado Léon Duguit, aquel jurista del siglo XIX, de Libourne (a 20 kms de Burdeos), que insistió siempre sobre la necesidad y el deber estatal de los servicios públicos para todos. La tradición continúa.

Blasco Ibáñez o ‘la epopeya de los humildes’

Este es un título paradójico pues este gran vividor, que no desdeñaba lujos, era admirado precisamente por los menos favorecidos; Blasco dijo una vez que «la novela no es más que la epopeya de los humildes». Los dos primeros libros que leí de Blasco Ibáñez me los regalaron, en efecto, dos obreros. Mare Nostrum me lo regaló Gonzalo Gozalo Martín, trabajador de Re-Con y dirigente de Comisiones Obreras de Alcobendas, a quien conocí en la cárcel de Carabanchel. La Araña Negra me lo regaló Luis, el fontanero del paseo de Extremadura que había sido carabinero en la guerra y se emocionaba cuando me contaba la caída de Madrid o la manifestación pidiendo la liberación del comunista Thaëlmann, preso por los nazis. Efectivamente, don Vicente era un escritor para el pueblo, cuando el pueblo leía y no solamente veía la televisión.

He leído recientemente otras como Sónnica la cortesana, Cañas y Barro, y releído Los muertos mandan. Blasco Ibáñez acabó la novela de Sónnica en La Malvarrosa, en 1901, una historia del cerco y destrucción de Sagunto por Aníbal.

“Tuve que realizar vastos y monótonos estudios… necesité rehacer mis estudios latinos del bachillerato…para escribirla me inspiré en el poema sobre la segunda guerra púnica del poeta latino Silvio Hálico… algunos de mis personajes secundarios los he sacado de éste, así como determinadas escenas”. A Hannibal -como él lo escribe- lo presenta como un ser obseso por la guerra y la destrucción de Roma, tildándolo de áspero, no interesado ni en las mujeres, como en su encuentro con la amazona Asbyte. Es una novela que algunos, malignamente, compararon a la Salammbô de Flaubert, tratando de acusar de plagio a nuestro escritor, pero no se parece en nada. La descripción del cerco de Sagunto es soberbia, casi diríamos cinematográfica. En el relato también parecen personajes históricos como Publio Cornelio Escipión, el pelirrojo Catón o el dramaturgo Plauto, reducido a la esclavitud trabajando en un horno de pan. Blasco describe incluso los contratos entre romanos, como el dare sponsio, la Ley de los Quirites -derechos de los ciudadanos libres- y los censores (como Apio Claudio). Pero el verdadero protagonista es Sagunto, “le debía esta novela a mi tierra”, y dos personajes griegos, Acteón y Sónnica.

En 1862 se había publicado Salammbô, en la que Flaubert, sin duda mejor documentado que Blasco, ofrece la imagen que dio Roma de Cartago y los cartagineses, sobre los que planea el espectro legendario de Dido.

Otra novela muy conocida como Cañas y barro nos presenta ese personaje, Sangonera, el vago redomado que vive de nada en las huertas y canales de la Albufera. Tiene toda una filosofía de vida, un elogio de la pereza que hasta superaría las teorías de Paul Lafargue.

En Los muertos mandan, cuya lectura recomendaría a todos los herederos de familias de postín venidas a menos, se explaya sobre la decadencia familiar de Jaime Febrer, las contradicciones entre el viejo feudalismo, el naciente capitalismo, representado por el chueta Valls, y la vida campesina de Ibiza hace más de cien años están perfectamente descritos. Me imagino que sentarían bastante mal en la Mallorca de la época.

Hubiera sido interesante que Marx hubiera leído a Blasco Ibáñez; nos gustaría leer sus impresiones, como las que dejó sobre Les Mystères de Paris, de Eugène Sue (en ese peculiar libro de Marx que es La Sagrada Familia[1]). Las novelas del valenciano son referencias históricas, están empapadas del espíritu de la época y podemos seguir la evolución de la sociedad española de su tiempo. En Cañas y barro, está el trasfondo de la guerra de Cuba, “donde Tonet reconocía que había matado tantos negros”, o los colonos levantinos en Argelia. La Horda es un cuadro del Madrid miserable de truhanes, ropavejeros, de los marginados, que considero incluso superior a La Busca, de Pío Baroja, aunque sea mucho menos conocido. Toda España y gran parte del mundo desfilan en sus páginas. Como Baroja y Azorín, fue además un excelente paisajista.

Una cierta élite literaria española siempre tuvo cierto menosprecio por este escritor naturalista, pletórico, tan prolífico como difundido, leído, traducido y, por tanto, tan bien remunerado. Amar la vida, no ser un cenizo ni un cariacontecido suele ser visto por la intelectualidad como algo vulgar. Francisco Umbral lo apreciaba, aunque «los entusiasmos de entonces (por Blasco) se me han desfallecido hoy…» y, feroz, como a menudo era Umbral, dice que su cosmopolitismo «es de paleto valenciano». Y la riqueza en un escritor que la gana con sus derechos de autor, se suele ver como un cierto baldón más que como un mérito: “será un escritor popular”, o “un escritor para porteras”, como decían, en plan clasista, de algunos novelistas franceses como Ohnet, Ponson du Terrail y, más tarde, Pierre Benoit. En España Fernández y González fue también despreciado.  Vender muchos libros sienta muy mal a los concurrentes. Algo parecido a lo que sucede hoy con escritores de gran calidad y muchas ventas, como Arturo Pérez-Reverte.

La gran difusión de los libros populares siempre ha suscitado la curiosidad y a veces la envidia de los escritores llamados serios. Antonio Gramsci le dedicó muchas reflexiones en sus Nipoti del padre Bresciani. Entonces se trataba de Dumas o Eugène Sue, de Victor Hugo o también de Jules Verne. Decía Gramsci que una obra era tanto más popular cuanto su contenido moral, cultural, sentimental encajaba con la moralidad, cultura y sentimientos nacionales, lo que además nunca es estático sino que va cambiando.

Don Visént, como le llamaban en Valencia, fue siempre un republicano federal, un irredento, sufrió cárcel y exilio y el ostracismo por parte de muchos intelectuales, unos de izquierda, otros del franquismo (Eugenio D’Ors hablaba de sus escritos como ‘fullerías’). Era todo lo contrario a las capillitas, a esas sacristías que abundan en el mundo de las artes y las letras.

Precisamente, en una carta al crítico Julio Cejador decía:

“Así se conoce la vida (con la acción, la aventura, los viajes, la vida de soldado), creo yo, mejor que pasando la existencia en los cafés, viéndolo todo a través de los libros ajenos o de las conversaciones, reuniéndose siempre los mismos interlocutores, momificando el pensamiento con idénticas afirmaciones, nutriéndose de los propios jugos, sin ver otros horizontes, sin moverse de la orilla junto a la cual se desliza la corriente de la humanidad activa”.

Admirador de Balzac, Hugo y Zola, gran francófilo, Vicente Blasco Ibáñez era un defensor de la grandeza histórica de España, lo que hoy no está en absoluto de moda. Otro motivo de la deserción de los lectores es que cultivamos un horror al tipismo y la intelectualidad tiene alergia a las cosas ‘españolas’; así, Sangre y arena queda excolmulgada para siempre por muchos bienpensantes. Como buen espíritu libre, no encajaba en los moldes y era políticamente incorrecto.

Otro aspecto importante es que Vicente Blasco Ibáñez fue nuestro escritor más viajero, uno de los pioneros de esta categoría de escritores, con una cultura suficiente para respetar las gentes que veía, los ambientes, lejos de esa especie de distancia altiva y superioridad irónica de otros viajeros contemporáneos ingleses o franceses. Sus viajes a los Balcanes, a Turquía y China está reflejados de manera excepcional en su obra, además de la famosa Vuelta al mundo de un novelista sigue sin tener parangón en las letras españolas.

Ya sé que se escribe hoy de otra forma, que muchas de sus novelas se alargan a veces, como en El fantasma de las alas de oro, por lo que, desde Azorín a Blasco hay muchos escritores arrumbados en el baúl de los recuerdos, meras referencias para los estudiantes de bachillerato. Por cierto, que eran amigos, ambos levantinos, aunque el de Monóvar era lo opuesto a don Vicente en cuanto estilo, la frugalidad frente a la exuberancia, el dibujo a sanguina frente a la paleta rica, densa, de colores intensos.

Pasados tantos años, habiendo cambiado tanto el mundo de hace más de ciento veinte años, dos guerras mundiales, cambios de países, banderas, costumbres, ya no se lee a Blasco Ibáñez como antes, ni en sus obras, ni en la posición del lector. Quizás haya pasado de moda (¿qué es la moda literaria sino una invención de los actores de la vida literaria?) pero qué satisfacción, qué solaz, facilidad, da leer esos cuadros impresionistas, mediterráneos, casi con el óleo aún por secar, de aquel Levante, de la Mallorca o la Costa Azul de antes del turismo de masas y de las urbanizaciones y las torres, de aventuras, amores, andanzas y querellas campesinas y comerciales. Además, y por ello no es casualidad que a los obreros les gustase este escritor pues sus obras reflejan muy bien la división en clases sociales, la lucha eterna entre pobres y ricos, solapada, encubierta y maquillada entonces por creencias y tradiciones ancestrales y hoy por el consumismo hedonista.

Nota: hay una fundación dedicada al escritor https://ateneoblascoibanez.com/libros/


[1] Curiosamente, parece que Blasco Ibáñez se inspiró precisamente en El judío errante, de Eugène Sue, para escribir La araña negra, que consideraba su peor libro.

Chéjov, Deledda, la dignidad del paisaje

Ya sé que hablar del paisaje es reaccionario, es como querer volver a un pasado preindustrial, pobre, primario. Va contra el crecimiento económico, el eterno crecimiento.

Si hoy evoco el paisaje es porque está siendo sistemática, irremediablemente destruido por el turismo, por la especulación inmobiliaria que lo acompaña, por la agroindustria (vean esos modernos y patéticos olivares en setos) y por su domesticación en forma de parques temáticos, de parques naturales ‘protegidos’, amansados, fuera de los cuales todo es permitido. Crear un parque natural es como extender una patente de corso fuera de él, para atropellar la naturaleza sin límite; el parque natural es como la coartada.

El paisaje español era mucho más bello, prístino, intocado, cuando Unamuno escribía Andanzas y visiones españolas, o Azorín su antología del Paisaje de España visto por los españoles. Lo siento, pero es así. Los campos eran antiguos, las noches oscuras, sin esa obsesión de los alcaldes que es la contaminación lumínica; al campo se llegaba desde la ciudad hasta en tranvía, como en Granada cuando su vega no era un conglomerado de almacenes, carcasas de naves industriales abandonadas, bloques feos y carreteras humeantes de camiones y automóviles.

Afortunadamente, los pintores, poetas y escritores de varios estilos han sido siempre los salvadores del paisaje, los que han otorgado a la naturaleza la dignidad y respeto que merecen. Virgilio ya lo hizo en sus Bucólicas. Incluso, en el siglo XX, pasado el naturalismo y el impresionismo la abstracción lírica, como la de Vieira da Silva, Zao Wou Ki, o el expresionismo abstracto como Jackson Pollock, o la menos conocida pero genial Joan Mitchell, aluden al paisaje y éste se transparenta en sus telas.

La consciencia del paisaje como objeto pictórico es relativamente tardía. Antes se pintaba el paisaje sin saberlo, como Monsieur Jourdain hablaba en prosa sin saberlo al pedir las zapatillas y el gorro de dormir a Nicole.

Una de las primeras veces en que se habla de paisaje es una frase de Miguel Ángel con el portugués Francisco de Holanda, sobre la pintura de Flandes:

“Su pintar son ropas, construcciones, verduras de los campos, sombras de árboles, y ríos y puentes, a lo que llaman paisajes, y muchas figuras por aquí y por allí”.

El paisaje, concepto renacentista, se despliega sobre todo en el siglo XIX gracias a la poesía y la pintura.

Pero hoy ya está catalogado y es inerte, es una fotografía. La forma de viajar, sobre todo la turística, que es la más masiva y destructora, ha relegado el paisaje al concepto de parque temático, como ya se ha dicho. También lo ha hecho con muchas ciudades (Venecia, Brujas, Toledo, Barcelona, París, por ejemplo).

Antes, el viaje consistía en ver el paisaje. Paisajes desde el tren. He leído los versos de un viajero en tren que tenía tiempo y disfrutaba del solaz del paisaje, que fue Agustín García Calvo, (Del tren, 83 notas o canciones, Lucina Ed. 1981):

Es como mar tembloroso el campo

de almoradujes y clavellinas.

¡Quién se cayera en él rodando

desde esta ventanilla!

(…)

…verdecidas las siembras,

verdeante lo no sembrado,

y hasta rompiendo de los cantos

de los resquicios de las tapias,

malvas y jaramagos,

según el tren que nos lleva,

según pasamos.

No es casual que aquellos trenes inspirasen a los poetas. Leí hace unos días que Pasolini dijo “más de la mitad de mis poemas han sido pensados o escritos en un tren” (Pasolini, cuyo centenario se celebra este año, entre otros trabajos, tuvo un encargo de los ferrocarriles italianos, o tempora, o mores, si a la Renfe se le hubiera ocurrido algo parecido… qué escándalo).

Hoy los viajes son cada vez más planificados, más fulgurantes y superficiales. Me refiero a los viajes turísticos, en avión, en AVE o por autopista. Nos se pasa por los pueblos comunes y vulgares ni se contempla el paisaje. No hay tiempo ni interesa, hay prisa. Desde el avión no se ve nada, ni desde la autopista. Ya lo conté hace años en un relato inspirado en una historia real, como dicen ahora las películas, El viajero imaginario https://wordpress.com/post/laplumadelcormoran.me/379,

Muchos otros poetas han mirado el paisaje, dos, como Unamuno o Antonio Machado destacaron, y escritores, como Josep Pla, que también son como pintores. Pero esto es ya muy sabido y muy trillado, no hay que insistir. No tan conocidas son las descripciones de paisajes de calidad geológica, topográfica, que hizo Juan Benet en sus obras cuyo escenario es Región y en Herrumbrosas Lanzas, que también sucede en esa zona.

Para reivindicar el «reaccionario» concepto del paisaje bello, dos escritores me llaman la atención en su tratamiento del paisaje y su lectura tiene a veces rasgos parecidos. Ambos apuntan a las mismas vidas, aunque las separen miles de kilómetros y hablan de cómo era el paisaje hace más de un siglo, antes de ser maltratado, desfigurado, convertido, como todo, en mera mercancía. Son Anton Chéjov y Grazia Deledda. De Rusia a Cerdeña.

El jardín de los cerezos es una de las primeras alertas contra la especulación inmobiliaria que aparece en la literatura. La venta del cerezal proviene de la abulia y mala administración de una familia propietaria decadente y pródiga y de la ascensión de los negociantes rapaces, como Lopajín. Es la última obra de Anton Chéjov, escrita en 1903. El fue un gran amante de la naturaleza y de la humanidad. Su informe sobre la colona penitenciaria de la isla de Sajalín -él fue voluntariamente a donde nadie quería ir- es una buena muestra de lo segundo, mientras en sus obras de teatro y sus relatos hay siempre un especial cuidado con los árboles, el campo, el paisaje. La naturaleza entra por las galerías de las dachas e isbás de sus relatos y dramas, por los viajes por la estepa, en los cuadros de las historias junto al mar Negro (ese que en este momento es arrasado por las bombas y los tanques rusos).

Chéjov me lleva a otra escritora casi de su tiempo, a Grazia Deledda que, además estaba muy influenciada por la literatura rusa. Esta fue durante largo tiempo olvidada, y ha sido rescatada recientemente porque su obra presenta las mujeres luchadoras, las sufridoras, las sometidas, en aquella Cerdeña de antes de la Primera guerra mundial.

Deledda fue apartada ignominiosamente del Parnaso de las letras con la excusa del saludo que le hizo Mussolini cuando fue a recibirla al volver de recibir el Nobel en 1926; eso parece que la catalogó como fascista (nada más lejos). Quizás también por ser mujer fue relegada. También a Ungaretti le escribió un prólogo el Duce y nadie dice nada. Ella nos relata esa Cerdeña antes del desastre que fue para Italia la Gran guerra, con la masacre de los Dolomitas, su postergación en Versalles (que sería utilizada por el Duce para aliarse con Alemania, la otra gran humillada). Es la isla de los pastores, los campesinos, las mujeres que trabajan, paren y, algunas, se rebelan contra el orden ancestral. Describe los campos, los animales, los bandoleros, las comidas y las faenas agrícolas, hasta el mobiliario de las viviendas campesinas sardas, con una plasticidad que no es la del realismo, sino que está teñida de lirismo. Las conversaciones y las veladas a la par de la lumbre, cuando se tejían y destejían familias y compromisos. Los criados participaban en la vida familiar, opinando, administrando, calmando los ánimos encrespados. En este sentido, Grazia Deledda forma parte de la herencia cultural sarda, cuya lengua y paisajes son el fermento poético de su trabajo.

Aparte de sus historias, sin tono épico, con personajes fuertes y bien dibujados, sus descripciones de la naturaleza podrían ser la guía para que un pintor usase sus pinceles y su paleta de memoria, sólo con leerla. Algunos lo considerarán mero lirismo rural, pero los que recordamos algunos paisajes mediterráneos no podemos sino evocarlos en sus páginas. En cualquier caso, Deledda no se limita a representar paisajes, en una especie de mímesis, sino que sus paisajes -como en Chéjov, tanto en los relatos como en su teatro- acompañan los sentimientos, las vidas y avatares de los personajes que intervienen en sus obras. Lo importante, aparte del análisis literario, que no me compete ni para el que soy competente, es la emoción que transmiten.

“El viento sacude los viejos olivos, espesos en la ladera del valle, dándoles ondulaciones y tonos grises cambiantes, como de nube; las aceitunas caen, verdosas y violáceas, brillantes como perlas, y es preciso apresurarse para recogerlas de la tierra fría”.

“Los olivares plateados imitan el ondular del agua bajo la Luna”.

“La Luna resplandecía en el cielo, de un azul tan puro como el alba estival; y cada hierba exhalaba su más suave perfume”.

Salvo Machado, nadie en España ha escrito así sobre los olivos.

En fin, una frase chejoviana en Deledda me incita aun más a presentarlos juntos:

“¡Si llegara la noche, y después de la noche otro día, y el final de la espera, y el olvido!”.

¡Si llegara la paz, no sólo de las armas sino de las excavadoras, a los campos!