Cada vez que leemos el Quijote leemos un libro distinto, como nunca cruzamos el mismo río. Ahora me ha dado por volver al Quijote, estimulado por mi reciente viaje a La Mancha. A él vuelvo al menos una o dos veces al año. Y cada vez que lo leo, que leo episodios sueltos -una vez leído entero, se pueden escoger los capítulos, que se sostienen solos-, es un libro diferente.
No es que los libros tengan varias vidas (algunos no tienen ninguna, son fast-sellers), es que el lector no es el mismo cada vez que vuelve al mismo libro. La vida nos ha cambiado, sabemos más, o sabemos menos, hemos leído otras cosas, visitado otros países u otras provincias. Hemos conocido personas nuevas y hemos perdido amigos. A veces, se nos ocurre que debemos releer el Quijote o una de las aventuras del Caballero de la Triste Figura porque se nos había escapado un detalle, una palabra, una frase memorable. Además, no sólo ha cambiado al lector, ha cambiado el mundo. No podemos leer la Ilíada como hace cinco o doce siglos. El contexto cambia el texto.
Esto sucede con todos los clásicos, incluida, naturalmente, la Biblia. Y nos pasa con la poesía, que dependerá de nuestro estado de ánimo, del momento, hasta de la estación del año, para apreciar un verso que habíamos pasado por alto.

Hay tres tipos de libros: los libros eternos, los que releemos y cada vez es un nuevo libro, los que son entretenimientos -y muy gustosos, por cierto, no hay que despreciarlos, como los buenos policiales- y, tercero, los de referencia, que usamos casi como diccionarios, manuales o anecdotarios -efímero, de efemérides-, a los que hemos de recurrir para recordar o fijar un dato; libros de consulta más que de lectura.
Pero los únicos que aceptan la relectura, la lectura siempre distinta, inspiradora, renovada, son los que la historia ha elevado a la categoría de clásicos, a los que podemos volver una y otra vez y leerlos como si fuera la primera. El fin de la historia lo podemos conocer, pero cada vez es un libro nuevo. Así, leer Los Buddenbrook después de haber estado en Lübeck, o À la recherche tras pasear por algunas calles de París, no será lo mismo.
El libro eterno cambia a medida que cambia su lector, que es la misma persona pero en diferente tiempo y distinto lugar. Cada vez que lo leemos somos diferentes, somos otro.
Así, la Biblia, cuya lectura es infinita gracias a los talmudistas, porque hay miles de maneras de interpretarla y hasta una sola palabra puede cambiar el sentido de un proverbio o un cantar.
El Quijote es diferente, no es que haya varias interpretaciones sino que se pueden escudriñar muchos detalles que en una primera lectura pasarán desapercibidos. Eso, a pesar de que los cervantómanos, como decía Navarrete, se han empeñado también en buscarle a veces tres pies al gato, a veces esquilando el huevo, sin contar con todas las teorías , bastante peregrinas, sobre el origen de su autor.
Lugar y tiempo. Por mucho que podamos fijarlos en un tiempo y en un lugar (La Mancha, Región, Yoknatawpha, Macondo, Vetusta o Balbec dejan de ser relevantes como lugares geográficos, aunque sean importantes en la descripción por sus escritores, que las inmortalizan), son libros que consiguen ser atemporales, su cronología, por así decirlo, es secundaria, se han desprendido de su contingencia y por eso los puede apreciar un andaluz, un argentino o un ucraniano, hoy y hace un siglo. Algunos autores, deliberadamente, han omitido el lugar, como Kafka y no es casual que muchos escritores se hayan inventado geografías imaginarias (Lilliput, el Infierno y el Purgatorio de Dante, …). Para creer en una historia no necesitamos tener la certeza del tiempo y del lugar, aunque seamos tan cartesianos que nos gusten esas precisiones. Las mil y unas noches las apreciamos sin que nos importe tanto el lugar o el tiempo, el invento, la historia o historias es lo que cuenta.
En el fondo, cuando releemos un libro estamos revisando o recordando nuestra propia vida. Ya sé que toda esta reflexión no aporta nada nuevo a la construcción de qué significa la literatura, el libro y que todo esto de los clásicos lo han contado mejor muchos escritores, desde Ítalo Calvino a Carlos Fuentes. No es nuevo, pero al releer el Quijote y descubrir otros giros, otras ideas, dentro de los mismos y ya conocidos episodios, me he dado cuenta de lo que los teóricos han contado y explicado tantas veces.