La España fea, libro de Andrés Rubio

Al llegar a la Cruz del Portillo, que está en lo alto de una cuesta, aparece la magnífica vega de León; bello camino; buenos árboles; chopo y álamo blanco y negrillo; se va entre desmontes, bajando suavemente. Al fin aparece la ciudad; la Catedral, con sus torres a manera de una antigua fortaleza, como lo fue en tiempo de las tutorías. Una gran línea de edificios, interrumpida en lo alto con las torres, chapiteles y campaniles que sobresalen, y abajo, por las copas de los chopos, que en grandes y multiplicadas filas siguen, de lo más alto a lo más bajo de la vega, hasta perderse de vista.”

Jovellanos, Diarios

En nuestra historia literaria encontramos sólo unos pocos escritores e intelectuales que hayan defendido con tesón el paisaje y la estética urbana: Jovellanos, Unamuno, Azorín, Pío Baroja, Julio Caro Baroja, Miguel Delibes, Julio Llamazares. Y pocos más. Salvo excepciones, los intelectuales españoles no han prestado mucha atención a este problema y ni la estética de las ciudades ni el paisaje han sido de su interés. Incluso en la pintura, el paisaje ha sido algo secundario en comparación con la pintura flamenca, holandesa, inglesa, francesa o incluso italiana.

Julio Caro Baroja ya denunció el ‘envilecimiento estético de España’ hace más de cincuenta años por. Pero si viviera estaría aún más horrorizado. Esto es lo que demuestra con datos incontrovertibles Andrés Rubio en España fea, un libro que ya va por más de cuatro ediciones.

Andrés Rubio, periodista especializado con una larga trayectoria profesional, va describiendo los horrores urbanísticos más destacados de España al tiempo que los va contrastando con el cuidado por la estética y el paisaje que presiden la política de ordenación del territorio de otros países como Francia, Alemania, Italia o Portugal (pasar de Tuy a Valença do Minho ya nos da una idea del terrible contraste). Leer las 410 páginas es deprimente, con la descripción pormenorizada de los atentados, los ecomonstruos, los atropellos.

La destrucción del paisaje urbano y rural ha venido apoyada, además de en la incultura, falta de sensibilidad y mal gusto, en la corrupción. Si se observa, en la mayoría de los grandes casos de corrupción, financiación ilegal y enriquecimiento, han estado implicados constructores, empresas turísticas y autoridades municipales. No es por casualidad.

La despreocupación por el paisaje y por la belleza urbana han sido una constante y se agudizó tras la guerra civil. Y no ha sido solamente por las autoridades sino que los propios ciudadanos, en general, han permitido que los bloques, la destrucción de los centros históricos, de lugares tan emblemáticos como la vega granadina (la descripción de Jovellanos arriba citada, casi hubiera valido para ésta hace cincuenta años, con sus inmensas alamedas, sus huertos y blancas casas de trazas mudéjares), fueran pasto del mal gusto y la sobreedificación. De hecho, los pisos en los bloques se venden inmediatamente, a la gente les gustan. Además, como bien señala Rubio, la recuperación de la democracia incluso empeoró las cosas: las Comunidades Autónomas y los alcaldes elegidos democráticamente no pararon el horror sino que en su mayoría fomentaron la especulación, la construcción desaforada y la fealdad. Los intelectuales, los creadores de opinión, más preocupados por asuntos más ideológicos, se han callado.

En el PSOE nadie ha alzado su voz contra la destrucción, al contrario. Por ejemplo, la Junta de Andalucía -40 años de monocolor socialista- ha amparado y perpetrado los mayores desaguisados urbanos de nuestro país en Barbate, Sierra Nevada, la Costa del Sol, en Almería (la ciudad de Almería, tan antigua, en un lugar orográficamente privilegiado, es puro dolor de irremediable fealdad). De hecho, Andrés Rubio responsabiliza a Felipe González de esa falta de cuidado y atención, siendo los gobiernos del PSOE, tanto a nivel estatal como autonómico o local, la gran decepción.

Mi experiencia personal en Francia a este respecto es curiosa: cuando en 2009 nos hicimos eco de las críticas de los turoperadores, agentes de viajes y periodistas de turismo franceses hacia el exceso inmobiliario de la Costa del Sol (recuerdo que en un viaje unas periodistas murmuraron “c’est sinistre”), los responsables de la Junta, entre ellos Paulino Plata, se cerraron en banda y nunca más me dirigieron la palabra, con una falta de educación pasmosa, pidiendo incluso mi cese a Turespaña como director de la Oficina Española de Turismo en París sólo por hacerme eco de lo que todos decían en Francia.

Es decir, no se podía criticar ni poner en duda la gestión urbanística y turística andaluza. Y así en otros lugares de España, como Galicia, País Valenciano, Murcia, Baleares, Canarias, etcétera. El turismo con su pariente la construcción han sido y son las armas de destrucción masiva en grandes zonas de España.

Basta ver las partes antiguas de las ciudades y pueblos en contraste con las ‘modernas’, para percatarse de que en muchas ciudades sólo lo que tiene más de cien años es bonito. Hasta en Castilla la Vieja, ciudades históricas como Benavente, Medina del Campo, Olmedo, Tordesillas, han sido desguazadas por la construcción y sus zonas modernas de una vulgaridad desoladora. Sólo sus viejos centros han sido un poco respetados, y no siempre.

Y hay otros contrastes apabullantes, como Úbeda, declarada Patrimonio de la Humanidad, cuyas partes modernas y afueras son lamentables estéticamente e indignas de un país europeo medianamente ordenado. Sólo el centro anterior al siglo XX, es merecedor de ser destacado por la UNESCO (creo que fue un favor del a la sazón DG, el granadino Federico Mayor Zaragoza).

Llegan pronto las elecciones municipales y debería ser éste un tema de debate: ¿cómo y quién ha destruido nuestras ciudades, pueblos y paisajes españoles? ¿Cómo detener el desastre e intentar revertir la tendencia? Naturalmente, los alcaldes y los partidos políticos que engrasan sus aparatos propagandísticos para las próximas elecciones, ni van a leer este libro ni lo van a tener en cuenta (salvo para denostarlo). Lo que contará será el sacrosanto desarrollo, más construcción, más rotondas, más afueras desastrosas. Porque así hay empleo, la excusa comodín. La belleza, la estética urbana, el paisaje, no están en la lista de prioridades de ningún partido.

El libro de Andrés Rubio no contentará a nadie, pues las responsabilidades están muy repartidas: franquistas, socialistas, derecha, izquierda, nadie es inocente.

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Los ayuntamientos, raptados por los partidos

“porque sabe que las quejas no han de llegar donde él, (que) tiene cerrados todos los postigos de oír”

Baños de Velasco, siglo XVII

Todos hemos sentido alguna vez, como ciudadanos, como vecinos, la sorpresa ante una obra inesperada, una prohibición municipal, un nuevo edificio que rompe la armonía y estética de una calle. Todos nos hemos sentido sorprendidos, desprevenidos, pillados por sorpresa ante muchas decisiones municipales que no sabíamos se estaban preparando, ni cómo ni por quién. Todo nos es ajeno y no hemos participado.

Es la misma sorpresa que nos llevamos cuando erigen una estatua, cambian el nombre de una calle o talan unos árboles. No sabíamos ni sabemos por qué se ha decidido así.

Son los hechos consumados, todo ha sido decidido en las ‘alturas’ sin que hayamos tenido arte ni parte. La falta de transparencia, el secretismo incluso, producen esa sensación de alienación, de que no pintamos nada.

¿Por qué sucede esto?

Porque los partidos han monopolizado el poder municipal y la lucha por el poder se ha trasladado a los ayuntamientos. Esto les ha privado de su independencia y de la efectiva defensa de los intereses de los moradores y habitantes.

Así han sido ahogadas en la lucha partidaria las instituciones más antiguas de España, mientras que las clases medias urbanas y la clase obrera se han dejado arrebatar el poder y la autonomía para gobernar sus asuntos. Los partidos políticos han monopolizado también los oficios y cargos públicos, no sólo a nivel local sino regional y estatal. Cuando se utiliza el voto como una forma de cheque en blanco se llega a la autocracia de los partidos.

En el ámbito local esta inundación de la administración por los  partidos es mucho más evidente, encontrándonos casi de hecho en aquella situación de hace cinco siglos de la “venta de oficios” que bloqueaba el acceso a los cargos municipales si no se está integrado o apadrinado por una máquina partidaria. Es lo que Max Weber llamaba ‘dominación patrimonial’.

Veamos cuál es la pertenencia política de los 8135 municipios españoles:

2845                PP

2797                PSOE

360                  JxCAT

352                  ERC

182                  CS

144                  PAR

122                  PNV

118                  EH-Bildu

68                    Compromis

58                    IU

44                    PRC

29                    BNG

27                    Adelante

24                    NA+

18                    UP

7                      Vox

Todos en manos de los partidos y los alcaldes, intangibles.

Se dirá que es lógico. Pero no es lógico porque quienes mandan en los municipios no son los vecinos a través de sus representantes sino los partidos estatales o regionales, para los que los ayuntamientos son meras escalas para acceder al poder nacional o autonómico. Los vecinos son los que menos cuentan. Los partidos instrumentalizan los ayuntamientos y diputaciones para sus propios fines de dominio del poder.

Además, los partidos han dejado de ser asociaciones para convertirse en iglesias, con sus dogmas, sus mandamientos y sacerdotes. Por eso vemos que los alcaldes hablan siempre en clave partisana, partidaria, no para los vecinos, funcionando más como portavoces de los partidos a los que pertenecen, careciendo tanto de libertad como de independencia (y no deben salirse del guión, como sucede con Francisco de la Torre, el alcalde de Málaga al que el PP, su partido, no quiere). Otro ejemplo es cómo Almeida en Madrid ha reducido presupuesto de cultura para asegurarse el apoyo por acción u omisión, de Vox, para que le aprobasen los presupuestos. Si el PP o el PSOE dan una consigna sobre un tema, pandemia, bares, etc, sus alcaldes la siguen a pies juntillas, independientemente de si se adapta a su ciudad o pueblo. La autonomía municipal es un mito, como lo fue bajo el franquismo cuando los alcaldes eran nombrados por el poder central, y en las provincias por los gobernadores civiles. Se ha sustituido un caciquismo por otro. Es la continuidad de los vicios de nuestra política. Ahora son designados por los partidos y los votantes han de decidir en listas cerradas, precocinadas en los comités ejecutivos de los partidos.

Los partidos, a través de sus agentes locales, esa correa de transmisión que son los alcaldes y concejales, deciden cargos, contratos, favores, empleos. La obediencia de los alcaldes a sus consignas es ciega pues se juegan no estar incluidos en la próxima lista electoral. Como tales miembros de un partido no responden frente a sus electores sino frente al partido que los ha escogido para figurar en las listas (salvo cuando la corrupción se hace tan evidente que la prensa la descubre y los jueces intervienen, porque los partidos lo primero que hacen es tratar de encubrir a sus propios corruptos o minimizar el escándalo con el “y tú, más”).

Por eso muchos ayuntamientos, en vez de dedicarse a los intereses locales son simplemente el eco de las intrigas de poder político. Ganar una ciudad por un partido es ganar un peón más en el tablero, pero lo que importa es el tablero, no la localidad. Si se portan bien pueden ascender, como ahora Juan Espadas, ex alcalde de Sevilla que es promovido como candidato (probablemente perdedor) a la presidencia de la Junta.

El resultado y consecuencia de esta forma de hacer política es que cada vez hay más gente ajena a ella; es la misma tradición de nuestro antiguo anarquismo que venía justificado por el hartazgo de la dominación por unos cuantos caciques, hoy partidos; es la pérdida de la legitimidad que se traduce en abstención, apatía, nihilismo y populismo de los dos extremos. No un izquierdista, sino el antiguo consejero delegado de Unilever, Paul Polman, decía hace días en el Financial Times (24 enero 2022), que

“Nuestras democracias están fallando en medio de una marea de desinformación, mientras las olas del populismo y el extremismo no parecen disminuir.”

Esto es particularmente grave cuando se trata de la que se supone más cercana institución política a los ciudadanos, el ayuntamiento. Su origen lo podemos rastrear en los concejos, que ya existían en el siglo XII y hasta en la España visigoda, con los conventus publicus vicinorum[1]. En general, debido a esta distancia, se manifiesta una falta de afecto y de empatía de los ciudadanos hacia sus representantes, si no es para la adulación y la lisonja en busca de favores, contratos o cargos.

El problema es que esto ya no es siquiera un tema de debate. Se da por supuesto que los ayuntamientos son de los partidos, su propiedad privada y privativa. El pueblo, a votar y a callar. Recuerden los alcaldes que son fiduciarios de los ciudadanos.


[1] Precisamente ahora, el alcalde de Lisboa quiere organizar un Concelho de Cidadãos para facilitar más participación. Veremos con qué resultados.

Alcaldes. ¿para qué?

No rebuznaron en balde

El uno y el otro alcalde

Don Quijote, II parte, cap. XXVII

La prensa nos trae a menudo noticia de las alcaldadas que se perpetran día a día en municipios españoles, en manos de promotores inmobiliarios y sus grandes cómplices, los alcaldes. La penúltima, el proyecto de Barbate de ampliar el cemento y la construcción en perjuicio de la costa y los pinares, todo ello aderezado con el mal gusto habitual de nuevos ricos. Hay centenares de ejemplos, desde el Algarrobico hasta el proyecto de la Playa de los Genoveses. Curiosamente, la mayoría de los dislates está ligada al turismo y la construcción y bendecida por los alcaldes.

Una de las grandes decepciones de la democracia formal establecida hace más de cuarenta años ha sido el régimen local, tanto municipal como provincial. La autonomía de las villas y ciudades se remonta a la Baja Edad Media, con las cartas pueblas, los regímenes forales de Vizcaya, Aragón, Valencia. Ya en la época de Alfonso VIII se intenta unificar en cierta medida el Derecho local, a base de Fueros, como el de Cuenca (extendido por Fernando III a los pueblos reconquistados de Jaén), o el Fuero Juzgo para Córdoba y Sevilla. Subsisten los alcaldes de fuero, pero los alcaldes de rey han de aplicar leyes generales del reino. Se conceden cartas pueblas o carta populationis para atraer pobladores a los territorios reconquistados. El régimen más uniforme, por ejemplo, se aplica en los pueblos reconquistados de Valencia, que priva a los nobles aragoneses de su control exclusivo y particular. A las ciudades les son concedidas autonomía y libertad, pero como una derivación del poder real, no del señorial.

Las libertades municipales son pues uno de los pilares de las instituciones. Más antiguas de España. Son algo muy importante, siempre a tener en cuenta, esencial para la población. Son la base de nuestra convivencia. Un ayuntamiento debería ser el ejemplo, el modelo de participación, de buen hacer, de eficiencia. Y no solamente para ser escuchados, lo que ni siquiera suele acontecer, sino para decidir. Nuestro voto no es un voto en blanco y menos un cheque en blanco para que luego hagan lo que se les antoje.

En la época de la dictadura franquista, los que éramos del Partido Comunista impulsábamos los movimientos vecinales en los que nos prometíamos felices -e ilusos- una suerte de democracia directa, de toma de decisiones colectiva, alargada en asambleas de barrios, en actividades sociales. Era parecido y casi paralelo a la experiencia del movimiento de los trabajadores en las incipientes comisiones obreras. Creíamos que un nuevo régimen local sería uno de los embriones más fecundos de la democracia y libertades por venir, por alcanzar.

Ante la distancia, inaccesibilidad e inanidad de los parlamentos, el poder local podría haber sido un ejemplo de participación popular, de democracia activa y directa. No ha sido así, ni mucho menos. Gran parte del famoso ‘desencanto’ de la democracia ha de achacarse al fracaso de la democracia local. Precisamente en esta época de degeneración del parlamentarismo, las entidades locales podrían ser la salvaguarda de la democracia y la avanzada de la lucha contra el desorden climático. Se salvaría así esa apatía política de los ciudadanos, esa inhibición y escape hacia el consumismo.

Sin embargo, los partidos políticos, diligentes, se preocuparon de neutralizar esa fuente de democracia y participación más directa, integrando en sus filas organizativas toda esa energía incipiente. Así, sustituyeron el debate por la consigna partidaria, la acción de los vecinos más dinámicos por el politicismo y el carrerismo de los militantes, sobre todo del PSOE. El PCE y el PSUC fueron desapareciendo de la escena de los barrios y las asociaciones vecinales a extinguir o enmudecer en manos del aparato partidario.

La consecuencia ha sido que la especulación inmobiliaria ha sido rampante, los constructores han ido haciendo sus ‘agostos’ en detrimento de la belleza y la calidad. El ladrillo ha sido el motor económico, ayudado por una corrupción muy generalizada que es la pura negación de lo que pensábamos o, más bien, soñábamos.

La mayoría de los alcaldes del país entero se han alejado, si es que alguna vez estuvieron cerca, de sus ciudadanos y de la población. Han sustituido el contacto, el diálogo, con salidas más o menos publicitarias y ‘mediáticas’. Hablar con un alcalde es igual de difícil que hablar con un diputado o con un ministro. También hay mucho clientelismo y corruptelas como los contratos de personal, que ha de ser ‘afecto’ para conseguir un empleo. Los plenos de los ayuntamientos sirven, de tarde en tarde, para el mero derecho al pataleo, meros trámites para ganar cierta -falsa- legitimidad. Los hechos consumados (inmobiliarios, talas de árboles -como en el Vigo de Abel Caballero– y otros desafueros) se llevan a cabo con total impunidad y sin posibilidad de enmienda. La autonomía local ha sido entendida como manos libres para hacer y deshacer a voluntad.

Ahora se avecina otro desafuero, y es el uso que hagan los alcaldes de los fondos europeos. Esperemos que no se lo gasten en arreglar aceras y hacer jardincillos decorativos con plantas exóticas -que se secarán antes de los próximos comicios-, como sé que se preparan a hacerlo en un municipio de Jaén, que no voy a nombrar.

¿Quiénes piensan muchos alcaldes que son? ¿qué se creen? Todopoderosos, inaccesibles, alertas sólo a las consignas de sus respectivos partidos, nada tienen que ver con la democracia local. Hacen lo que quieren sin rendir cuentas y los aparatos de sus partidos se encargan de que vuelvan a ser votados cada cuatro años. Un alcalde arriesga mucho más a no ser reelegido, si contraría a su partido que si decepciona a sus ciudadanos.

Los ayuntamientos y las Diputaciones se han convertido para los partidos en plazas de poder, en piezas de su particular tablero de ajedrez para sostener, o minar y contrarrestar, el poder del Estado o de la Comunidad Autónoma. Meros instrumentos del politicismo que ya denunciara el filósofo Manuel Sacristán cuando criticaba el funcionamiento de su propio partido, el PCE-PSUC.

El problema no es personal, hay alcaldes de buena fe que quieren velar por el bienestar de sus ciudadanos. El problema es que, tal y como están regulados, los ayuntamientos y sobre todo los regidores son estructuras obsoletas, anacrónicas en la era de la comunicación. Su ideologización, su seguimiento ciego de las consignas partidarias han hecho de Demos su propio tirano, como dijo Ernst Jünger.

Ante este panorama local y municipal, yo propondría la supresión de los alcaldes y su sustitución por asambleas vecinales, por anteiglesias, por concejos abiertos, esas viejas instituciones vizcaínas que trataban de los asuntos más importantes. Todo menos esa inaccesibilidad y esa falta de transparencia en la gestión que hoy padecemos y esa autoridad omnímoda, bonapartista, por no decir dictatorial, que ejerce la mayoría de los ocho mil alcaldes españoles.

Termino recordando alguno de los alcaldes que han dejado o dejan buena memoria por haber dedicado su esfuerzo a mejorar la vida y entorno de sus conciudadanos y no a reforzar el poder de su respectivo partido; entre ellos don Iñaki Azcuna, de Bilbao, o don Enrique Tierno Galván, de Madrid, el actual alcalde de Málaga, don Francisco de la Torre o la alcaldesa de Montoro, doña Ana María Romero.

Pero, recordemos a los ediles, “no sólo queremos ser escuchados sino participar en la toma de decisiones”, como dijo la Primer ministro neozelandesa, Jacinda Ardern, hace cuatro años hablando del papel de la mujer en la sociedad.