La desconocida estancia de Baroja y Azorín en la Sierra de Segura

A los biógrafos se les escapan muchos detalles. La mayor parte de la vida cotidiana de escritores suele quedar oculta tras sus ediciones, presentaciones, fracasos y éxitos. Para muchos biógrafos de escritores solamente cuenta lo que llaman crítica literaria.

Por eso, no es extraño que una corta estancia de Pío Baroja y Azorín en la Sierra de Segura, en los confines orientales de la provincia de Jaén, haya quedado oculta durante mucho tiempo. El hermano de Azorín, don Ramón Martínez Ruiz, ejercía de médico en La Puerta de Segura y estaba encargado del Dispensario Antipalúdico. Recibía revistas, periódicos y muchos libros que le enviaba su hermano cuando ya los había leído. Don Ramón pasaba largas veladas leyendo en su gabinete, alejado del ruido doméstico; su cultura era un secreto para sus familiares políticos, parientes de su mujer, doña Carlota, con los que sólo hablaba de medicina, vida saludable, alimentos sanos y la moderación que debía presidir las dietas de todos aquellos señores rurales. Los demás sólo hablaban de aceituna, aceite, capachos y ovejas. No siempre consiguió que siguieran una dieta correcta, aceptable, pues muchos abusaban del cerdo, la caza y las fuertes salsas con que se aderezan los platos serranos. Así, mi abuelo, su concuñado, terminaría con gota, otros tendrían problemas de azúcar y algunos estuvieron tosiendo por el tabaco hasta morir.

Quiero ahora consignar un hecho que tuvo lugar en la Sierra de Segura, donde nunca ha sucedido nada muy notable. Antes de la República, en los años veinte, don Ramón invitó a su hermano a pasar unos días de junio en la Casería de Santa Matilde, un cortijo umbroso, fresco, que se eleva sobre una colina entre olivares y montes de pinos, con un ancho panorama sobre las primeras estribaciones de la sierra. Allí estaría también su otro hermano, don Amancio, y tendrían asegurado el sosiego para leer y escribir, que eran sus ocupaciones principales. Al caer la tarde, con la fresca, pasearían despacio por los senderos que suben hacia la vieja ruina del castillo de la Espinareda, o irían en el Chevrolet hasta La Capellanía, en las faldas del Yelmo, por aquella carretera de macadam.

Azorín le pidió que invitase también a su cercano amigo, Pío Baroja. Esto aseguraba interesantes tertulias y conversaciones en las tibias veladas bajo el denso parral. Aquel año, la primavera había sido lluviosa y las noches eran muy agradables. Del jardín, presidido por el viejo júpiter (lagerstroemia indica) plantado por la gran señora doña Matilde Aguilar, suegra de don Ramón, se elevaban perfumes de flores, de tierra mojada y jugosa, fruto del trabajo de Tirso, el encargado fiel. La paz del campo, las comidas agradables y no pesadas, garantizaban a los escritores un solaz lejos de Madrid.

Don Ramón fue a recogerlos a la estación Baeza con su mecánico, almorzaron en Úbeda y en dos horas y media estaban en el cortijo. Para Pío Baroja el paisaje fue una revelación pues su experiencia andaluza era principalmente de la campiña cordobesa. Sus ideas sobre los andaluces se le hicieron añicos en aquella sierra jiennense, más murciana y levantina que andaluza, o incluso, en algunos pueblos, casi manchega. El había expuesto sus impresiones, con gracia y algo deshilachadas como siempre, en La Feria de los discretos, en 1905. Desde entonces, no había vuelto a tocar el tema andaluz, a pesar de que su padre había trabajado en la provincia de Huelva, en las minas de Río Tinto.

Don Ramón, detallista, nos ha dejado, en una de sus agendas médicas, bien encuadernadas, que le ofrecía anualmente Bailly-Baillière, unas breves notas de aquellos días de junio. Sólo ochenta años más tarde, hojeando sus papeles las he encontrado en una carpeta que, quizás, para que nadie las consultase, había rotulado en lápiz grueso rojo, ‘Yo, enfermo’. Además de las recetas y cartas de sus colegas a los que había consultado sobre sus achaques, estaba esa agenda. Creo que se había limitado a reseñar algunas frases, impresiones, de don Pío y de su hermano que se le quedaron grabadas. No es en absoluto un diario sino una especie de lista como una de esas de recados y de gastos que don Ramón solía guardar.

Es el registro telegráfico de aquellas veladas de verano de aquellos cuatro solitarios, pues aunque don Ramón y Azorín estaban casados con Carlota y Julia, sus vidas eran independientes, solitarias y ellas no compartían nada de sus inquietudes ni gustos. Ambas parejas eran perfectamente asépticas. De Pío Baroja no hace falta decir nada, gran solterón, en sus títulos ya se adivina, desde Las horas solitarias (1918) hasta Paseos de un solitario (1955). Don Amancio, más que un solitario, fue un hombre solo, muy solo, al que con cariño acogió muchas veces su hermano Ramón en la casería. Pero eran éstas, soledades creativas, no apesadumbradas, aunque a la mayoría la soledad voluntaria les parezca casi una enfermedad, una anomalía, sobre todo en una sociedad tan gregaria como la española.

He aquí algunas de sus anotaciones:

PB, “con las sombras del anochecer, parece un paisaje más nórdico que andaluz”,

Pepe (su hermano, Azorín), “las casas del pueblo son más levantinas que andaluzas, se parecen más a la del Collado…”.

PB “aquí no enjalbegan las casas, no es esto muy andaluz”.

Se refiere al Collado de Salinas, cerca de Monóvar, que era la casa de campo de los Martínez Ruiz. Es verdad que muchas casas se dejaban con piedra vista, serranas, otras con ladrillo sin enlucir, como a medio terminar, en todos estos pueblos, aún hoy, sin que los alcaldes hagan nada. A otras se les echan fachadas pardas, amarillentas, ocres, nada andaluzas, como si pintarlas de blanco fuera de pobres.

PB, “¿nadie ha querido estudiar los orígenes de estos castillos y esas torres?”

R (don Ramón) “dicen algunos que por aquí anduvo Prim”.

PB “no puede ser, y además no hay un solo papel, ya me gustaría encontrar datos para escribir una de las aventuras de don Eugenio” (Aviraneta).

Para don Pío, Andalucía era la tierra de los señoritos calaveras, de los caballos briosos, de gritos y cantes flamencos. Una tarde, don Ramón parece que hizo venir a Antonio y Domingo con sus laúdes, pues anota después,

PB “es curioso, que aquí no toquen la guitarra y en cambio haya tantos que sepan tocar el laúd”.

“aquí ni boleros ni fandangos”

“¡y jotas!”

La jota serrana despertaría la curiosidad de don Pío, que siempre ha dejado en sus libros, sobre todo los de ambiente vasco, transcripciones de cantares en euskera o en castellano, hoy ya perdidos. Ya no se canta en los campos, hay demasiado ruido de maquinaria. Su curiosidad por la antropología la heredó, sin duda, su sobrino, don Julio Caro Baroja (a quien recuerdo ver en la desaparecida librería Miessner, en la calle Ortega y Gasset, donde era recibido con mucho respeto y afecto; iba con su pajarita y hablaba bajo, con voz algo atiplada y como con una cierta timidez).

PB, pintura, Sorolla, Rembrandt.

Debieron hablar de pintura, algo que tanto a Azorín como a Baroja les interesaba mucho. Ya sabemos que a este último, el cubismo le parecía una sandez y un producto de los intelectuales bien situados. A don Ramón, el anfitrión, toda esta conversación le dejaría algo frío pues en su casa no había casi cuadros, sólo algunas estampas enmarcadas y una reproducción de la Mona Lisa que tuvieron que descolgar después de la guerra porque el párroco, un ultramontano especialmente zafio, dijo en un sermón que era una inmoralidad. Luego resultó que este cura del pueblo vivía abarraganado con una que decía que era una sobrina huérfana.

PB, “mucha gente con ojos azules”.

Efectivamente, hay por estos pueblos y aldeas muchos con ojos azules, no sabemos si restos de visigodos perdidos o de celtas. Baroja, gran observador, se dio cuenta inmediatamente. La misma mujer de don Ramón, Carlota, tenía unos bellos ojos azules.

PB “¿no hay ni un libro sobre la historia de estas sierras?”

PB rastacuero, ramplonería, pragmatistas.

Don Ramón sin duda anotó palabras que Baroja usaba a menudo en su conversación y que le llamaron la atención.

Debieron también hablar en esas veladas de viajes y países porque hay apuntes en la agenda:

Tánger, Basilea.

Hablarían de medicina, de fisionomía, pues Baroja era, no hay que olvidarlo, médico, aunque ejerció poco. Hablarían del paludismo, de las charcas insalubres junto al Guadalimar, de lo poco que hacía el Estado por aquel rincón de España.

Don Ramón no había salido todavía de España, con excepción, si se puede decir así, de un viaje con su mujer a Tánger, entonces Protectorado español. Más tarde iría a París, recorriendo muchos de los lugares que su hermano le había recomendado. De hecho, estuvieron en el mismo hotel de la Chaussée d’Antin en la que estuvo Azorín con doña Julia, su mujer.

Y hablaron, cómo no, de escritores, que don Ramón apuntó con esmero: Ibsen, Pedro Antonio de Alarcón, Goethe, Larra, Freud … y hay unas notas crípticas, ‘curas, misas, lecturas’.

Luego he leído en Baroja esa frase contundente que explica lo que conversaron los cuatro una noche:

“Cuando alguna vez las luces eléctricas del pueblo se apagan, yo siempre lo achaco al catolicismo. Los que me oyen creen que hablo en broma: pero no, lo creo así. En un pueblo de dos a tres mil almas debía haber, por lo menos, quince, veinte, treinta personas que leyeran de noche y otras tantas que estuvieran en un casino, y todas ellas tendrían interés grande en que no se apagara la luz.

Si se piensa por qué no hay esas personas que les gusta leer, se verá que una de las causas principales, la principal quizá, es el catolicismo, que proscribe todos los libros.”

He de decir que en esos años no había luz eléctrica más arriba de La Puerta de Segura y los cortijos y aldeas solamente empezaron a tener luz eléctrica, algunos, a partir de 1963. La carretera se asfaltó en 1967 o 68. En cuanto al catolicismo, por lo que sé, don Ramón no era practicante. Creo que ninguno de los cuatro contertulios lo era; don Ramón muy influenciado por la Institución Libre de Enseñanza y el que menos Baroja, claramente anticlerical. Sus charlas, amenas, a la luz de los candiles, debían estar preñadas de segundos sentidos cuando se referían a la iglesia, al poder del cura en los pueblos y de cómo tenía dominadas a todas las mujeres (que, como decía otro tío mío, preferían decirle las cosas al confesor que a su propio marido).

Respecto a la referencia a Freud, que el doctor Martínez Ruiz consigna, hay que recordar la aversión de Pío Baroja al psicologismo.

Otra de esas notas breves dice PB ‘tiempo, lluvia, cosechas’. Sabemos que a Baroja le interesaban mucho el clima, los cambios de estación, las lluvias y las sequías. Sin duda se interesó por los olivos, los viejos olivos centenarios que rodean la Casería. Se paraba seguramente a hablar con los peones que encontraba y les preguntaría por los hortales, por las diferentes clases de aceitunas. Entonces había mucho ganado, muchas bestias, burros y mulos sobre todo, y todas las labores se hacían a fuerza de sangre.

Contrariamente a don Ramón Martínez Ruiz, que anotaba todo, Baroja no llevaba un cuaderno de notas, preguntaba, escuchaba, miraba el paisaje y seguramente sacaría sus propias conclusiones, que no conocemos pues no ha dejado nada escrito sobre aquellos días.

A Baroja le extrañó el vacío cultural, histórico, literario, de la Sierra de Segura, algo que siempre ha sido -y es aún hoy- dramático, sin parangón con los demás rincones de España, que han tenido sus escritores, sus historiadores, poetas y hasta pintores. Sólo muchos años más tarde don Genaro Navarro y Emilio de la Cruz Aguilar paliarían en parte ese hueco del que nadie se ha preocupado ni se ocupa (para la autonomía andaluza la Sierra de Segura no representa muchos votos, es inane, sea cual sea el partido que domine la Junta, le da igual). Es un enigma cómo estos valles, llenos de castillos y torres árabes, o probablemente anteriores, cartaginesas, que tuvieron una densidad militar y por tanto histórica, se hayan convertido en el desierto cultural que son hoy. El abandono por el Estado, el desinterés de los políticos de todo borde y condición por estas tierras no explica esa decadencia, esa postración actual. Es una zona prácticamente incomunicada en la que, menos el aceite de oliva, cuya mayor parte se vende a granel a envasadores y comercializadores que se llevan la plusvalía, no ha creado industria ni empresa singular alguna.

Quiero pensar que si Pío Baroja hubiera encontrado algún dato histórico, verificable, habría dedicado un volumen de Las memorias de un hombre de acción a esta sierra. Los de allí sólo recordaban vagamente las historias del ‘Diablo’, al parecer un carlista sanguinario que hasta herró al revés su caballo para despistar a sus perseguidores.

Tengo la duda de si Azorín escribió algo allí, pues algunos de sus relatos están fechados en La Puerta (¿de Segura?), pero no se refieren a la sierra. En las notas de su hermano hay pocas referencias a ‘Pepe’, como le llamaba, quizás porque sabía de memoria lo que sus hermanos, Azorín y el otro, don Amancio, pensaban.

En aquellos años había dos centros en el pueblo para discutir, el Casino y La Peña. En ambos se recibían los principales periódicos, entre ellos El Sol y el ABC, y revistas como La Esfera y Blanco y Negro. En ellas escribía Azorín. Los socios, las fuerzas vivas de la localidad, desde los republicanos moderados como mi abuelo, a los monárquicos liberales, el médico, el boticario, el veterinario, el ebanista, el juez de Paz, entre otros, hablaban de política, de libros y de acontecimientos internacionales. Todo eso ya no existe desde que acabó la guerra y luego la televisión y la emigración desertizaron este pueblo, todos los pueblos, acabando con un modo de vida que, si pobre, tenía su dignidad y sabiduría antiguas. Con la postguerra y el desarrollismo de los sesenta, estas tierras sucumbieron a la apatía, la resignación y el subsidio.

Don Ramón, que había promovido al homenaje a Ramón y Cajal, que ejercía de fuerza viva a pesar de ser muy circunspecto y de pocas palabras, las justas, llevó seguramente a Baroja y Azorín al Casino de La Puerta. No era como el Casino de Monóvar, tan querido y tan elogiado por el escritor, pero en aquellos años de antes de la guerra era un pequeño puerto de abrigo para hablar de algo más que de las cosechas de aceituna y el precio de los jornales (que eran de subsistencia, por no decir de hambre).

Mientras, las mujeres de la Casería de Santa Matilde, con un profundo respeto por estos cuatro personajes, educados, discretos, se harían invisibles; doña Carlota rezaba el rosario con las muchachas y alguna sobrina, las criadas garantizaban la pulcritud de los cuartos, de las sábanas, colchas y el aseo de los señores, así como las refecciones puntuales y el acomodo de esos ilustres invitados que nunca volverían.

Es una pena que ni don Pío Baroja ni Azorín hayan registrado aquellas dos semanas de estío en la hospitalidad de don Ramón y su esposa. Pero ese ha sido el sempiterno destino de esta sierra, que todos han ido de paso y los que se quedan son menospreciados por los políticos provinciales, reducidos al ostracismo. Aún hoy no consigue que escritores, pintores o músicos echen allí raíces aunque hay bibliotecarios municipales diligentes y con ganas de enseñar y difundir la cultura, hay algún pintor, algún artesano, quedan músicos y personas que bailan bien aquellas jotas serranas. Las pequeñas brasas aún podrían alumbrar.

Pasaron muchos años, llegó la República, la guerra, la siniestra postguerra[1]. Don Ramón vio poco a su hermano Pepe, que vivía en Madrid, en la calle Zorrilla. Don Amancio siguió viniendo al cortijo en los veranos. A Baroja nunca más lo vería -pienso que ésta sería probablemente su última estancia en tierras andaluzas-. Pero su hermano y don Pío siguieron siendo amigos y daban algunos paseos juntos, con sus gabanes, uno con boina, el otro con sombrero, casi sin hablar, acercándose Azorín a la calle Ruiz de Alarcón a encontrar a su viejo amigo, y subiendo hasta el Retiro. Pero de todo eso hace ya mucho tiempo, luego se hicieron muy viejos y ya los paseos no eran posibles, quedaron recluidos y más solos. Encontrar las notas de don Ramón de aquellas dos semanas de verano en ese apartado lugar de hace casi un siglo han sido como una brisa, una especie de nostalgia vaporosa, desvanecida, pues ya no hay tanta luz por allí.


[1] Opto siempre por escribir postguerra a la antigua, con t, que me parece más adecuado.

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Don Ramón Martínez Ruiz, médico de pueblo

Se aproxima la Feria de La Puerta de Segura en la provincia de Jaén, que hace medio siglo aun era un acontecimiento en el mercado de ganado de la comarca y el sur de La Mancha. Con esta ocasión, quiero evocar a una de las personas más egregias que allí vivieron y trabajaron.

A principios del siglo XX, cuando el arte de la medicina todavía parecía una rama de las bellas artes, en los pueblos el médico era el taumaturgo, el que velaba por la salud, a quien se confiaban las desgracias íntimas de alcobas y matrimonios, el que trataba de la higiene, de los alimentos. Un médico pasaba años, si no toda su vida, en el pueblo. El médico escribía cuidadosamente las historias y cuadros clínicos con pluma tras observar, hablar y preguntar al paciente. Como nos ha enseñado Gregorio Marañón, se inquiría sobre su modo de vida, su alimentación, su trabajo, su estado anímico incluso.

En aquellos años llegó a La Puerta de Segura, en el confín oriental de la provincia de Jaén, don Ramón Martínez Ruiz, encargado de luchar contra el paludismo endémico (es decir, malaria) de esa apartada) zona de la provincia de Jaén (aún hoy, sigue apartada de todo). Nacido en Monóvar en junio de 1880, había estudiado en Madrid, conocía personalmente a su admirado Santiago Ramón y Cajal y a muchos profesionales de la medicina. Se casó con la última señora feudal de la comarca (un feudalismo manso, pues gracias a ella pudo ejercer casi de benevolencia ya que no les cobraba a los pobres, que eran muchísimos) y su deber hipocrático le hizo quedarse en el pueblo toda su vida. Si no, don Ramón hubiera llegado a ser un médico de postín en Valencia o en Madrid.

El pueblo, que no es ni manchego ni andaluz y en el fondo aún guarda su antigua identidad de pertenencia al Reino de Murcia[1], estaba alejado de las ciudades más importantes; Úbeda, a cien kilómetros, que se tardaban en hacer más de dos horas, otro tanto, Albacete, Jaén, lejano y distante, como hoy.

Luis Bello, en su Viaje por las escuelas de España en aquellos años veinte, hace un siglo, nos habla del médico y de otras personas, Jenaro Navarro, Juan Ardoy, Mariano Cospedal. A pesar de la acción benéfica de éstos, dice Bello, el 73% de los habitantes aún no sabía leer (en Santiago de la Espada era el 93%). La Puerta, por entonces, tenía unos 1.900 habitantes y estaba lejos de todo. ”Cuando el zigzag nos tapa la carretera de La Puerta a Siles y no vemos automóviles, el mundo ha vuelto al siglo XIII”.

En España, entre 1924 y 1929, el promedio de muertes anuales por infecciones epidemiológicas era de 80 a 100.000, es decir, la cuarta parte de los fallecimientos, siendo las cinco más mortales el tifus, la tuberculosis, la pulmonía, la gripe y las infecciones intestinales de los niños. En esos cinco años habían muerto por tuberculosis 144.000 personas, 11.000 por meningitis tuberculosa y 24.000 por otras formas de tuberculosis. Todo esto lo relata don Gregorio Marañón. Las epidemias eran algo grave y el paludismo endémico de esta zona requería un tratamiento permanente.

No había Seguridad Social y sólo algunos Montepíos y los pacientes pagaban por igualas que don Ramón guardaba cuidadosamente en sus archivos. Eran entonces las medicinas Sulfoidol inyectable, Pepto-kola Robin, Peptonato de hierro, o Gránulos del Dr. Charles Chanteaud, Mucogène para el estreñimiento. Casi todos los medicamentos venían de Francia. Otros se preparaban en la botica de don Mariano Cospedal.

En 1934 fue vuelto a confirmar en el cargo del Dispensario Antipalúdico. Tenía como subalterno a Desiderio Moreno. Su prestigio hizo que fuese respetado durante la guerra porque él había cuidado a los enfermos sin distinción de clase ni condición. Era un médico hipocrático. Gracias a él se libraron del ‘paseo’ algunos familiares y vecinos que estaban presos, sin causa, en la catedral de Jaén, que se usó de prisión en los primeros meses de la guerra.

Callado, taciturno, era de una elegancia simple, algo triste y muy educado en su trato. Para las fiestas de su santo, el 31 de agosto, preparaba, con su saber pirotécnico levantino, pequeños fuegos artificiales, una de las pocas libertades que se permitía. Meticuloso, anotaba todas las circunstancias de sus pacientes, elaboraba él mismo las recetas y cultivaba sus conocimientos gracias a las revistas médicas españolas y francesas que el correo le traía. Hermano de un gran escritor, tenía una selecta biblioteca donde libros de Freud convivían con las Greguerías de Gómez de la Serna, y la famosa revista Cruz y Raya con el Blanco y Negro.

Anotaba todo y aún encuentro, en una vieja agenda, notas de un viaje a Úbeda para seguir a Madrid:

Billete auto                 16,15

Comida Úbeda           4

Propina Úbeda           1

Gabán                         200

Café                            2

Metro                         0’30    

4 ptas. Entrada teatro

O, de otro viaje a Villanueva del Arzobispo:

8 de mayo de 1918

Mozos y mulos                       13,75 ptas.

Gasto de 6 limonadas            18 ptas.

Vino a Juan Mª                       0,25

Propinas                                 2

En Úbeda a Juan Mª para el regreso 50 ptas.

No se le conocía religión practicante ni militancia política alguna, era laico, callaba, acudía a los oficios indispensables y nunca le cerró la puerta a nadie. Cuando subía a las cortijadas por caminos de cabra, a pie, donde su Chevrolet no podía llegar, siempre pedía una jofaina con agua, jabón y una parella antes de examinar al enfermo. Escrupuloso, siempre recomendaba lavarse las manos, incluso antes de acostarse y cuidar mucho de la higiene personal así como dar regularmente paseos.

En plena guerra, en marzo de 1938, la Dirección General de Luchas Sanitarias le confirmó en el cargo de médico local del Servicio de Paludismo. En 1947 todavía había en España 98.495 enfermos de paludismo, siendo Jaén la provincia con más casos: 14.806, y dentro de la provincia La Puerta de Segura era la que más tenía, 1.524 enfermos. El Dispensario aún estuvo activo hasta bien entrados los años cincuenta.

Acabada la guerra, hubo de afiliarse a la Falange como prueba de ser ‘afecto’, que era prácticamente la condición necesaria para seguir ejerciendo, sobre todo si había servido ‘bajo la República’. Además, tenía en el debe la dudosa decisión, para el nuevo Estado, de haber mandado a su hijo a estudiar al Instituto Escuela, de la Institución Libre de Enseñanza, en vez de a los Escolapios como hacían todas las familias de la clase media. Su trabajo público corría a cargo de la Caja Nacional de Seguro de Enfermedad y el Servicio Nacional Antipalúdico dependía de la Dirección General de Sanidad, del temido Ministerio de la Gobernación.

Hacia 1940 empezó a sufrir de algunas molestias en el corazón por lo que se hizo varios análisis, pues era algo hipocondríaco. Los resultados siempre fueron bastante positivos pero él insistía en consultar sus molestias con varios colegas suyos, el doctor Arroyo, el doctor Calandre y otros de Jaén, Valencia y Madrid. Pero siguió trabajando en La Puerta hasta su muerte, en 1960. Hoy ya casi nadie sabe quién fue.

En el despacho del médico del pueblo,

muerto hace muchos años,

has encontrado sus libretas de recetas,

las igualas, los pésames  y entradas

del viejo circo, y su carnet de Falange.

Siempre, decían,

pedía jofaina, jabón y una parella

para auscultar a los enfermos

de míseras cortijadas

por los cerros, que

su Chevrolet de dos colores

por carriles de cabras trepaba,

Sus libros prohibidos, su tabaco,

parsimonioso, taciturno,

con sus claros ojos tristes,

respetado mas no amado

por vecinos, amigos y colegas,

su modesto ejercicio persiguió.

Sus paseos solitarios por los campos

y las afueras,

con botines, chaqueta y su garrota,

y el can fiel,

su solo solaz fueron,

meditando en los turbios destinos de su patria.


[1] Don Javier de Burgos, en 1833, decidió, quizás por albergar la cuenca del Guadalquivir, que esta comarca se incorporase a la provincia de Jaén, algo de lo que todavía se resiente, dejada de lado por la Junta de Andalucía, sin transportes, aislada.

Don Amancio Martínez Ruiz, lejano recuerdo

Los niños éramos dispersados ordenadamente cuando tío Ramón Martínez reposaba o leía. Y más, cuando su hermano, don Amancio Martínez Ruiz, vestido como del siglo XIX, con botines y un lazo en el cuello almidonado de la camisa, correctísimo a pesar de los calores, bajaba con un libro al casinillo a leer entre los árboles, olmos y chopos, un júpiter. No se podía molestar. Más que un recuerdo es casi un sueño, pues hace tantos años…

A tío Ramón Martínez le añadíamos el apellido para distinguirlo de los varios tíos Ramones de la familia.

Don Amancio pasaba temporadas en el cortijo de Catena, en la sierra de Segura, donde en los veranos se recogía su hermano Ramón, el médico; don Amancio no gozaba de la simpatía de su cuñada, mi tía Carlota. Desdén recíproco, irremediable, que el tiempo nunca aboliría.

Su hermano, Azorín, sin embargo, no vino nunca por estas tierras. Madrid, Monóvar y su Collado de Salinas, París, eran sus lugares en el mundo, así como Castilla y el País Vasco. En la provincia de Jaén no se le había perdido nada. Con Ramón se reunía, de tarde en tarde, en Madrid o en Monóvar. Nos hubiera gustado que dejase sus impresiones en su límpida prosa.

No ha dejado nada publicado don Amancio y es una lástima pues conoció personalmente a media generación del 98, era muy culto y agudo y sabía escribir. La tertulia El Caletre, en Madrid, en la calle de Alcalá, fue uno de sus territorios; a ella acudía incluso mi abuelo, otro Ramón, en sus esporádicos viajes a Madrid, donde adquiría algo del barniz cultural del que tanto carecía en el pueblo y en los cortijos. Don Amancio, con humor y sin ápice de presunción, decía “que a las greguerías, él respondería con las caletrerías” (que nunca publicó y no sabemos qué fue de ellas).

Aunque a veces los hermanos se hacen sombra unos a otros, como suele el padre insigne dejar en minúsculas a sus hijos aun sin proponérselo, Azorín evoca con cariño a su hermano Amancio. Entre otros papeles, en sus Memorias Inmemoriales, en el capítulo XXIX, Amancio. “Su expansividad encubre un meditar continuo; merecía un pasar holgado, que otros, gente baldía, tienen”.

“Cuando Amancio vio que avanzaban los años, consideró con cierta melancolía su reclusión en el cuartito lóbrego. Al abandonar Madrid, abandonaba lo más dilecto para él: la vida ciudadana y su tertulia en el café”.

Volvió al paisaje sobrio del Collado de Salinas, a la antigua casa familiar, a ese cuarto con tejavana que menciona Azorín. Se llaman de tejavana a los techos de mera teja, sin cámara de aire, directamente las vigas y el tejado. Es paisaje de montecillos, de almendros, olivos y algún pinar oscuro. La sierra del Cid, “con el peñón ingente”, preside la comarca. Tierra gris. Eran entonces , 1929, 1950, bellos todavía aquellos pueblos, Petrel –“con sus huertos placenteros”-, Elda, Yecla, hoy conglomerados de inmensos bloques de ladrillo rojizo sin orden ni concierto, sin personalidad. El paisaje, afortunadamente, permanece.

“Olivos, vides, almendros, higueras. Una serenidad inalterable: la seguridad gratísima de que esta quietud no ha de ser alterada. Y las horas que pasan, lentas, en el trabajo placentero. Cuartito a tejavana; el techo con troncos de pino, sinuosos, nudosos…”

Así, Amancio en el Collado de Salinas.

“Amancio es un estoico y sabe sobreponerse a la adversidad. Cuando van parientes al Collado, se esparce con ellos; cuando está solo divaga por el monte y lee …”.

Los Martínez Ruiz eran todos insignes en su propio campo. Ramón, como médico en La Puerta de Segura, donde fue destinado inicialmente a luchar contra el paludismo, la hermana María que Azorín encomia y ama, el propio Amancio, que escribió mucho pero no publicó. (Don Amancio, Monóvar 1878-1967).