De forasteros y turistas, Una historia del turismo en España (1880-1936), de Ana Moreno Garrido

Bienvenido sea este libro que nos presenta un pedazo de la historia de España poco conocido, una contribución tanto más necesaria porque el turismo ha sido relativamente poco estudiado, a pesar de representar el 14% de nuestro PIB. Además, como este libro demuestra, el turismo es objeto de intervenciones económicas, culturales -ha sido uno de los pioneros de la publicidad- y siempre ha estado muy vinculado a la protección -o destrucción- de la naturaleza, al paisaje y al patrimonio histórico. A pesar de su peso económico estructural ha sido mucho menos estudiado si se compara con el número de títulos, revistas especializadas y acervo bibliográfico de otros sectores que representan menos en el PIB pero han sido objeto de mucha más investigación económica e histórica, como la minería, el ferrocarril o la siderurgia, por ejemplo. Ana Moreno, que ya ha publicado trabajos y otro libro sobre el turismo (Historia del turismo en España, Editorial Síntesis 2007, que incide en otros aspectos muy diferentes), viene a colmar ese hueco. Éste ilustra la trayectoria desde el origen y los primeros tiempos del turismo con abundancia de datos interesantes y reveladores y con una redacción impecable que hace su lectura amena. Ana Moreno, a través de su trabajo, enlaza los tres vectores del turismo que son la cultura, la economía y la intervención y regulación estatal.

El turismo, hasta 1936, se enmarcó en un contexto que ha sido excepcional en España como fue la efervescencia cultural de principios de siglo y luego la llamada ‘Edad de Plata’, con profusión de poetas, artistas, pensadores, que también incidió sobre ese sector de la economía que era el turismo.

Describe cómo desde su origen el turismo estuvo muy vinculado a la naturaleza (como las sociedades excursionistas, en particular las catalanas, mucho más dinámicas) y a la cultura, corriendo paralelo a la progresiva – aunque lenta e incompleta-, acción pública en defensa del patrimonio histórico, fueran la pintura, los monumentos civiles y religiosos, la arquitectura y el urbanismo.

La obra, siguiendo el hilo histórico, se centra en lo cultural y patrimonial, en las infraestructuras (alojamiento y redes de transporte), y en la intervención política, sin olvidar el contexto internacional, es decir, lo que hacían nuestros directos competidores, como Francia o Italia. Ana Moreno, cuyo método de trabajo conozco de hace años, no se limita a teorías ni libros, sino que ha indagado en archivos como el AGA (Archivo General de la Administración), llenándose de polvo, lo que nos da una obra llena de detalles inéditos, de aspectos desconocidos de nuestro turismo, de quienes lo impulsaron e intervinieron. Son páginas que se leen con fruición porque es una obra viva, creativa e innovadora.

La intervención política fue siempre una constante y no fue casualidad el apoyo de Alfonso XIII, de la Dictadura de Primo de Rivera y de la II República en esa puesta en valor de lo que ya empezaban a llamarse recursos turísticos. Como ejemplo, la poco conocida historia de la supuesta Casa del Greco, y la de Cervantes en Valladolid y Covadonga, que están muy bien explicadas como ejemplos de cómo se trató ya entonces de convertir la cultura en recurso económico (e ideológico), en foco de atracción de turistas.

Es muy interesante la indagación de Moreno en muchos personajes relevantes que impulsaron el gusto por los viajes, algunos de los cuales quedaron en la penumbra. Destacan el inefable Vega-Inclán, Sangróniz, Peypoch o Bolín, muy ligados al poder o sus víctimas (Peypoch sería asesinado por milicianos, Bolín sería un conspicuo franquista, el que consiguió el Dragon Rapide para Franco).

También destaca cómo hubo también extranjeros con mucho interés y pasión por nuestro país, como Gerald Brenan, Robert Graves o Walter Benjamin, mientras los escritores españoles, con cierto noventayochismo nostálgico, desde Azorín a Unamuno, nos presentaban más los aspectos de una España ‘eterna’, castellana sobre todo, más líricos que reales; otros, como Blasco Ibáñez, que fue un gran paisajista, como muestra su descripción de la Ibiza rural en Los muertos mandan, han sido olvidados.

Era aquel un turismo que se centraba en lo histórico, monumental y artístico mientras el Mediterráneo, el turismo de playa y, por tanto, de masas, quedaba aún en esa época en un segundo plano, afortunadamente. El dilema era ya si proteger espacios o atraer turistas, algo que ni siquiera fue debatido en los años 1960 ni lo es ahora, en pleno siglo XXI.

Los medios de transporte y las infraestructuras de comunicación no son olvidados y la autora se detiene, además de en el desarrollo ferroviario indispensable, en el impacto del automóvil y de las carreteras, que iban a facilitar y promover las visitas a la España más profunda. No olvidemos que en esos años hubo una incipiente industria nacional del automóvil como ha estudiado Salvador Estapé-Triay, acompañada de una drástica mejora de la red viaria, sobre todo durante la Dictadura de Primo de Rivera.

Es interesante el excurso y atención al turismo en el Protectorado del Norte de Marruecos que tras la guerra del Rif fue promocionado con bastante inteligencia, con revistas culturales, protección urbana como en Tetuán y ayudado, entre otros, por una cartelería de calidad gracias a uno de los mejores pintores de la época, Mariano Bertuchi. Porque el libro también evoca esa publicidad y propaganda turísticas de altísima calidad, en la fotografía, en las imágenes de los folletos y carteles obras de dibujantes e ilustradores de élite que, no por casualidad, hacen hoy de las publicaciones de entonces la delicia de los coleccionistas.

El capítulo 5, ‘El Estado que construye hoteles’, es particularmente ilustrativo porque pone de manifiesto, leído hoy, ese contrasentido que son los Paradores, financiados por el Estado, con empleados públicos y a menudo con ubicaciones caprichosas según los políticos de turno que mandaron en el sector (como el disparate y agujero financiero de Parador de Ibiza con Juan Mesquida, o tantos paraderos gallegos con Fraga, etc.). Ya en 1932 se decía que el PNT “ni debe ser hotelero, ni sabe serlo”. Hoy mismo, casi cien años después, Paradores está siempre dirigido por un cargo político del partido en el gobierno y los criterios políticos son los que prevalecen, “invadiendo la actuación privada”, como entonces.

La trayectoria, el hilo conductor de la intervención estatal, que va desde la Comisaría Regia del Turismo (creada en 1911), pasando por el Patronato Nacional de Turismo y por fin la Dirección General de Turismo republicana, ponen de manifiesto esa relación triangular que resalta la autora entre turismo, cultura e intervención pública. Un equilibrio que no siempre fue respetado y que la autora demuestra que cuando la política incide demasiado, apoyada en amistades, ideología o mero clientelismo, salen perjudicados los otros dos vértices, el económico y el cultural o patrimonial. Eso es palmario en lo que ha sucedido después de los años sesenta del pasado siglo, con el desarrollismo a cualquier precio de Fraga apoyado en los constructores, que ha dado en la destrucción del litoral -la destrucción a toda costa que ha denunciado Greenpeace desde hace años sin respuesta alguna del Estado, y ha contribuido en gran medida a esa España fea que ha denunciado Andrés Rubio (España fea https://laplumadelcormoran.wordpress.com/2023/02/04/la-espana-fea-libro-de-andres-rubio/).

Las vicisitudes de la organización del turismo en esos años a nivel estatal y provincial son sumamente interesantes, porque ya entonces se quería integrar administraciones públicas, entidades culturales y empresas, mientras la presión política a veces desbarataba las mejores intenciones. Así, observamos ya el comienzo de una presión nacionalista y localista que perjudicó la unidad de acción y dispersó recursos, como fue la del turismo catalán, que quería desde 1931 llevar la promoción por su cuenta, bien hecha, pero sin relación con el resto del país. Hoy, todas las Comunidades Autónomas hacen la promoción exterior por su cuenta, muchas como si no fuesen España. El ‘identitarismo’, esa faceta de la intervención estatal o regional también repercute en menor atención a la economía del turismo y a la protección real del patrimonio natural y artístico. Un exagerado acento en la identidad que hay que reconocer que también se filtraba enormemente en la promoción de un turismo de señas castellanas por el Estado (Vega Inclán, Bolín), y que desvió energías por presión política sin tener en cuenta suficientemente la rentabilidad económica, la iniciativa hotelera privada o las infraestructuras de transporte.

De forasteros y turistas. Una historia del turismo en España de 1880 a 1936 (Marcial Pons, 2022, 350 págs.) deberían leerlo cuantos trabajan en el turismo porque la autora consigue exponernos esos atisbos optimistas que en los años treinta prometían a España una inteligente, ilustrada y equilibrada promoción del turismo de calidad, y eso a pesar de errores, luces y sombras de la intervención administrativa en el sector. Es un libro que debería encontrar sus lectores en el campo del turismo, tan necesitado de reflexión, para que avive el necesario debate sobre qué hacer hoy con nuestro turismo de masas, equilibrando los tres vértices en vez de limitarse a la construcción y a la promoción publicitaria para atraer masas, que parecen ser los principales argumentos de las empresas y de las administraciones turísticas autonómicas y locales y que ha dado resultados tan negativos como pueden ser Potes, Palma, Barcelona o las costas mediterráneas, por ejemplo.

‘De forasteros y turistas. Una historia del turismo en España (1880-1936), de Ana Moreno Garrido, 360 págs.. Marcial Pons Historia, Madrid 2022. ISBN 978-84-18752-29-2.

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El viaje, el turismo y la muerte

Por todo el planeta se ciernen amenazas a la libertad de movimientos, se cierran fronteras, se imponen cuarentenas. El pueblo reacciona muy mal a estas cortapisas y prohibiciones. ¿Por qué? ¿Tan esencial es viajar, o tan vital es hacer turismo?

Sí, porque viajar es resistirse a morir pues morir es dejar de ver. Cuántas veces hemos oído la expresión ‘no quiero morirme sin haber visto, sin haber ido a..’. O, al contrario, ‘aquí ya no volveré’.

El viaje es la vida y la vida es un viaje. El viaje ha sido considerado desde que hay memoria como una metáfora de la vida. Hasta la lengua revela esa identificación pues destino geográfico y el destino, el hado, son en español la misma palabra, aunque en inglés y en francés las palabras sean un poco diferentes: destin, destiny, destination. Vivimos en la época de la movilidad. El viaje forma parte de nuestras vidas.

El Génesis casi empieza con un desplazamiento, la expulsión del Paraíso, y no cesa de relatar éxodos, peregrinaciones, destierros y viajes. La vida misma se ha identificado con un viaje, con un camino, se hace camino al andar, con el curso de los ríos, que van a dar a la mar. Mahoma, Buda, también emprenden un viaje necesario, improrrogable y vinculado íntimamente a su religión. Éxodo, Diáspora, Descubrimientos, Cruzadas, Exploraciones, los Paraísos Perdidos, las islas legendarias (Calipso, Jauja), son términos de nuestra civilización.


En todo viaje hay una pulsión, un deseo íntimo de desafiar el tiempo que pasa. Un viaje parece hacernos vivir más tiempo, pues las impresiones y luego los recuerdos se acumulan y nos parece que hemos vivido más en ese mes que en un mes de rutinaria vida. Vinculado a este afán de viajar, de ver, están todos los medios visuales, desde la Kodak a Instagram. Hay que ‘inmortalizar’, detener el tiempo y dejar registro de él. Quizás por eso sean tan tristes esas fotografías que encontramos en los mercadillos, vendidas casi al peso, de personas fallecidas que dejaron su memoria en un cliché en la playa, a menudo junto al automóvil, o esas tarjetas postales con banales textos al dorso, dando cuenta de lo que se ha visto, de a dónde se ha ido. Más que dar noticias, se trataba de mostrar dónde estábamos, fuera del lugar habitual, quizás, sólo quizás, algo más libres. Y el tiempo no se detuvo.

La España que vendíamos

Viajar es reconocer inconscientemente la relatividad del tiempo, creada por el desplazamiento, algo bastante parecido a lo que propusiera Einstein. Es intentar negar ese “carácter irrevocable del tiempo” que afirmaba Isaac Newton.

El viaje es una experiencia, un acto individual que forma parte de la sensibilidad personal. Si hay compañía, es especial, con una coincidencia parcial, nunca total, de las sensaciones.

La transformación del concepto de viaje en turismo forma parte de la transformación en una sociedad de masas, de la ‘rebelión de las masas’ o de esa masa de que hablaba extensamente Elias Canetti. El turismo, como fenómeno de masas, requiere varias características: densidad, crecer, sensación de igualdad (como en las playas brasileñas todos, pobres y ricos son básicamente iguales: por unas horas no hay clases sociales, sólo personas), y necesita un destino prefijado, organizado, dirigido (no se sale del itinerario marcado) que suele ser indiferente, escogido en función del precio, el sol, la facilidad. El turismo no es ya sino una commodity. Además, el turismo de masas se basa en la rapidez, es necesario practicarlo en un espacio de tiempo delimitado y cuanto más rápido mejor. De ahi que el avión sea consustancial al turismo de masas. Hay que ir y volver rápido, pues forma parte del sistema productivo. La peregrinación, el viaje demorado, no son, por así, decirlo, propias de las sociedades industriales sino que derivan de sociedades religiosas, más primitivas en la producción y envergadura.

El turismo, tan distinto a la experiencia individual del viaje, se ha hecho cada vez más esencial en la vida de las clases medias, menesterosas de tiempo y de impresiones. El turismo como fenómeno de masas, al alcance de casi todos, reúne algunas formas del viaje, tiene una escenografía parecida, pero el argumento es muy distinto. El turismo de masas es necesario para mantener la coherencia del sistema productivo repetitivo, reiterado, aburrido, a que se han sometido las poblaciones industriales, los trabajadores de los servicios. Es salir del corsé impuesto por las reglas cotidianas, unas familiares, otras laborales, la mayoría estatales. Normalmente, quien vive del campo y en el campo, parece necesitar menos el turismo, pues su vida cambia casi todos los días, con el clima, las cosechas irregulares, las incidencias propias de la naturaleza.

Necesitamos cambiar de escenario pues el nuestro, el habitual, nos aburre. Una solución contra ese tedio abrumador es la lectura, la televisión, las series, que nos quieren hacer soñar un rato, pero no nos basta con ese subterfugio, con ese remedo.

Tossa de Mar, hace ya muchos años…


El viaje, como experiencia vital ha sido siempre objeto de la literatura y del arte. No así el turismo. La literatura, podría decirse, está constituida en su mayoría por relatos y descripciones de viajes, desde la Odisea al Quijote, pasando por Moby Dick, e incluso el Ulysses de Joyce es el recorrido en veinticuatro horas de una ciudad. De ahí también la exaltación secular del nomadismo como símbolo de libertad, eso que los beatniks practicaron, desde Kerouac a Allen Ginsberg, viajeros incansables, privilegiados que podían prescindir de la fucha en la fábrica o la oficina. En el nomadismo queremos ver los orígenes además de la escapada de lo que los sociólogos franceses calificaron la ciudad industrial y el urbanismo contemporáneos como “univers concentrationnaire”. Mientras la industria, la ciudad, fija, retiene, en cierto modo aprisiona, el nomadismo es símbolo de libertad. Aunque la curiosidad, el deseo de saber, es la motivación de muchos viajes (recordemos que travel, en inglés, bien de la misma raíz que travail, trabajo), de las exploraciones y hasta de los alpinistas que quieren ver lo que hay arriba y demostrarse que son capaces, es mucho más secundaria en el turismo de masas.

El turista, por el contrario, diferente del viajero, más que saber, lo que quiere es cambiar de lugar, salir de lo cotidiano, engañar el paso del tiempo, tener un pequeño espacio de libertad, sin jefes, sin patronos. Poder vestirse de manera desenfadada y diferente. No es hedonismo, es simple epicureismo. Digamos que al viajero lo mueve la curiosidad, el afán de saber y conocer, mientras al turista le mueve sobre todo el salir del redil, de la rutina cotidiana. Pero las empresas de viajes más expertas, de turismo, hacen que el turismo se parezca lo más posible a la experiencia de viaje. Cuanto más selecto, más apariencia de vivir algo único, distinto de lo que hacen las masas.

Para ello, el Poder, los Estados de todas las ideologías, han establecido normas, lugares, itinerarios prefijados. Han ocupado el territorio del viaje, es decir, ya del turismo como fenómeno de masas, para regularlo (de esto me ocuparé en un próximo artículo sobre Viaje y Poder). Hay que canalizar las masas y controlarlas. Hay un libro que pasó demasiado desapercibido, ‘La fuerza centrífuga, sociedad en movimiento: migración y turismo’, de los alemanes Tom Holert y Mark Terkessidis (Eds. Carena, Barcelona, 2009) que sigue siendo de gran actualidad y debería ser lectura obligada en los cursos de turismo; explica muy bien el sentido de las vacaciones, la utopía y realidad del turismo, los poblados de vacaciones, la ciudad turística, etcétera. Es un libro muy ilustrador de los problemas de la sociedad industrial y del turismo como fenómeno global e inevitable. Para el ámbito español y la organización estatal del turismo, recomiendo el libro Historia del Turismo en España en el siglo XX, de Ana Moreno Garrido (Editorial Síntesis, 2007).

Los viajes hoy, es decir, el turismo, están organizados por las empresas de transporte, siguen las rutas fijadas por las carreteras públicas, los alojamientos están agrupados en función de los intereses inmobiliarios o estatales. El nomadismo sigue siendo la excepción que admiramos y deseamos pero que pocos consiguen llevar a cabo. El alejamiento sigue siendo privilegio de unos pocos, los que tienen propiedades, islas, casonas, pero esos siempre van al mismo sitio, más que viajar, se desplazan. Pero nadie, ni turistas, ni viajeros, ni los de las ‘segundas’ residencias, engañan el tiempo, que sigue su curso.

Por eso, toda restricción al viaje, como las que ahora padecemos, alzando fronteras, aduanas, barreras, es considerada un atentado contra la escasa libertad individual que nos queda en una sociedad totalitaria -porque casi todas lo son, aunque sea en sociedades formalmente libres y democráticas, pues por su organización total podríamos llamarlas totalitarias de baja intensidad-, que regula nuestros horarios (el tiempo), nuestros trayectos (al trabajo), nuestro lugar de residencia. Las limitaciones crean incertidumbre, y no solamente la de comprar un billete de avión, sino que ponen en duda el sentido que le queremos dar a nuestras vidas, ni más ni menos que nuestro afán de inmortalidad. Privarnos de viajar es rechazado y genera disputa, desobediencia y malestar.