Tras un ataque mortal en un instituto de enseñanza media israelí, el policía Rami Davidi se pone a investigar quiénes hayan podido ser los autores. Inmediatamente descarta los tres trabajadores palestinos que son detenidos como sospechosos. Los asesinos están entre los alumnos, son israelíes.
La miniserie de ocho capítulos pone en cuestión sobre todo el ambiente familiar y estudiantil como causa última de los actos violentos entre los alumnos de instituto de una zona residencial acomodada en el que conviven hijos de papá con otros de barrios más desfavorecidos. Es una serie totalmente laica -sólo en la escena del entierro de un alumno aparece un rabino- que muestra una sociedad israelí lejos de los tópicos que se nos transmiten sobre el país.
Presenta los problemas de una sociedad israelí muy parecida a todas las desarrolladas, con jóvenes desmoralizados, sin grandes ideales, pegados a las redes sociales, bastante desesperanzados. Con familias desarticuladas y los políticos preocupados sólo por las repercusiones mediáticas, como cuando quieren influir en la investigación policial.
El inspector Davidi, tuerto a consecuencia de una agresión cuando era adolescente, explora ese mundo de los jóvenes, incomprendidos, ignorados o maltratados por sus padres que se refugian en una red social clandestina y anónima, Blackspace, para desahogarse y para ir contra el sistema. Al mismo tiempo, Davidi, que es violento, que deja escapar su rabia oculta en varios momentos, tiene a su compañera a punto de dar a luz, desgarrado entre el deber y el amor. El final de la serie significa precisamente el triunfo de la compasión y el entendimiento sobre la mera venganza, así como destapar la connivencia del establishment para ocultar la realidad.

“Los hijos se nos escapan, ya no sabemos nada de ellos, de sus vidas, de sus preocupaciones”, dice uno de los personajes. Hay acoso al homosexual, chulería de matones, chicas que se entregan por pasar el rato, en fin, todo ese mundo juvenil que puede degenerar en violencia, y del que se ven frecuentes muestras en Estados Unidos, “no somos como los americanos”, dice uno de los padres, que se obstina en reconocer la realidad de lo que está sucediendo. Las redes sociales sustituyen el diálogo, la convivencia, encubren más que desvelan, como en todos los países.
Algo muy importante para el espectador español, empapado de una imagen de Israel transmitida por los medios como un país abominable en manos de integristas y fascistas es que le muestra la sociedad israelí de otra manera. Al final, es una representación de una sociedad en la que los problemas son parecidos a los de los demás países desarrollados, con un subfondo de nihilismo, droga, alcohol, desamor y desesperanza en el que cada joven se intenta salvar como puede.
Muy bien filmada, con economía de medios y dos escenarios básicos -el instituto y el arrabal del árbol-, por el director Ofir Lobel, nacido en 1976, y actores de fuste como Guri Alfi, el detective Davidi, Shai Avivi, el directoir Chanoch del Instituto Herencia (Tijón Irochá), Liana Ayoun y Gily Itskovitch, o Yoav Rotman, de intensa mirada, que veíamos en otro papel opuesto como Hanina el alumno ultraortodoxo de la yeshivá en la gran serie Shtisel, también de Netflix.