Descubrimientos tardíos, como suele pasarme, han sido los artículos de Joan Fuster, sus cartas, sus reflexiones. Tardíos, porque sus libros en Madrid son inhallables, a no ser en la librería catalana Blanquerna, allí, junto al Círculo de Bellas Artes. Y además no hay traducción al castellano del 90% de su obra.
Leer a Fuster (Sueca, 1922-1992), en catalán (o en valencià, como pensarán los puristas), es un estímulo porque, aunque algunos de los temas que trató ya están pasados -hay artículos suyos de hace sesenta años- su forma de abordarlos, con cultura, humor, distancia y discrepància, son ejemplares. Leer a alguien que piensa, que plasma sus pensamientos en un Dietari o en sus artículos, nos ayuda y nos impulsa a pensar, sea para confirmar sea para disentir. Nos enfrenta, nos interpela. Es un ejercicio necesario, lo mismo que el andar. Su estudio sobre el habla de los moriscos, el gran ensayo histórico Nosaltres, els Valencians, son memorables.
Hoy, en esta época de woke, consignas partidarias y neopuritanismo cultural en algunos medios, es refrescante leer a Fuster, que siempre pensó por su cuenta -y riesgo- porque parece que el tiempo no ha pasado y seguimos en esta Piel de Toro, Pellde Brau, que dijo Salvador Espriú, tirándonos los trastos culturales, no sólo políticos, a la cabeza. Como él decía, le gustaba Borges, o Blasco, pero no los borgianos o antiborgianos ni los blasquistas o los antiblasquistas.
Los discrepantes, como Fuster, son incómodos porque no pueden ser utilizados, como cuando declara, por ejemplo, la “increíble bestialidad del ‘materialismo dialéctico’, o las admirables tonterías de Heidegger: todos eran los mismo, los mismos, puestos de acuerdo en joder al personal”. Irrecuperable pues para los adalides de lo política o culturalmente correcto. Contra Unamuno y los demás es un buen alegato contra un noventayochismo pesimista y demasiado centrado en lo castellano. Pero Fuster, al mismo tiempo, admiraba a don Josep Martínez Ruiz, como él dice, a Azorín.
No es casual su amistad con Josep Pla, con sus discrepancias precisamente, que no impiden un diálogo rico, con desenfado y con humor. Ambos escritores son inasimilables por los políticos de turno, son personas libres que dicen lo que piensan, reacios a ser encasillados. Y encima, escriben muy bien.
En resumen, este pequeño recuerdo del excelente y amable discrepante que fue Joan Fuster -con tantos libros suyos que no están en castellano- es para subrayar lo que desconocemos de las literaturas, por así llamarlas, periféricas, catalana, valenciana y otras, cuando reprochamos que allí intentan ignorar el castellano (lo que en Cataluña, a nivel oficial, me temo mucho que es cierto). Afortunadamente ya no es así y Joan Margarit, Ferrater, Pla y muchos otros que han escrito en catalán, son hoy apreciados y difundidos en el resto de España.
Abrirnos más a todas las literaturas peninsulares, del centro hacia afuera y de la periferia hacia el centro, es romper los compartimentos mentales estancos y permitir la saludable discrepancia, motor del pensamiento e imposible de manipular por los nuevos censores.
Rebuscando entre mis libros, me encuentro con 24 x 24, de Ana María Moix, con Conversaciones en Madrid, de Salvador Pániker, y con las entrevistas realizadas por Lillian Ross. Tres modelos distintos, pero todos sirven para describir no sólo al sujeto entrevistado sino para describir también una época cultural, política, artística. Las buenas entrevistas son pedazos de una vida que a veces dan una mejor idea del personaje que las biografías autorizadas o desautorizadas, pues unas son panegíricas y otras, centones de cotilleos sacados de aquí o allá que ni descubren ni sorprenden.
Ana María Moix (Barcelona 1947-2014), publicó mucho: relatos, poesía y también muchas entrevistas que eran breves y atinadas semblanzas de los personajes y de su entorno. Todas siempre con un rasgo de humor y hasta de impertinencia, de distancia discreta y sin el consabido listado de preguntas y respuestas, sino que los personajes hablan por sí mismos. Son un testimonio magnífico de lo que era la vida cultural, intelectual de una Barcelona que ya no existe, autohundida -que se ha sabordée- desde hace varios años en el nacionalismo más provinciano y cateto.
Cubierta de Jordi Fornas
Ana María era la hermana del escritor Terenci (+2003) y conoció todos los entresijos de aquella ciudad que los madrileños entonces admirábamos, más europea, más italianizante, más abierta a las corrientes de aire fresco.
Sus entrevistas son heterodoxas, por ejemplo, la de Castilla del Pino, en la que intervienen también los estudiantes progres de Barcelona haciéndole preguntas impertinentes. O la de su hermano, o la de Quino, el creador de Mafalda, más semblanzas que entrevistas.
Muy distintas fueron las de Salvador Pániker (Barcelona 1927-2017), de esa gran familia de intelectuales, que nos dejó una fotografía de una España del final de la dictadura franquista en sus Conversaciones en Madrid (1969) y en Cataluña (1966). Sus conversaciones eran más profundas, más de ideas que de ambiente; el entrevistador era interlocutor que estaba opinando ya en la misma forma de preguntar, dirigiendo al personaje a lo que él quería destacar. Sugería un tema y sobre él se explayaban los dos. No estaba nada mal, por ejemplo, hacerle hablar y pronunciarse a Emilio Romero en esos años sobre las Comisiones Obreras.
También añadía el contexto, la voz afónica del entrevistado, el problema del micrófono, su aspecto, el lugar. Todas son para releer porque muestran una sociedad de hace cincuenta años de una manera muy vívida.
Lillian Ross (Nueva York, 1918-2017) fue una escritora y periodista, gran testigo de su tiempo, que retrató a fondo y con habilidad a políticos, actores, cineastas… y hasta a chavales de Nueva York. Era una de las columnas (y columnistas) de The New Yorker y sus libros son estudiados en las escuelas de periodismo. Reporting back: notes on journalism, es uno de los básicos. Se especializó, sin dejar su gran angular para otros temas, en actores, teatro y cine, pero también el mundo de la moda o los políticos (como sus entrevistas con Kennedy). Con su conocimiento del tema iba construyendo una historia, como ella decía, a través de la entrevista o entrevistas (a veces, varias) que luego eran integradas en un largo artículo del NewYorker. De algunos entrevistados se hizo amiga, tan profundamente había estudiado al personaje y su entorno familiar, afectivo, cultural, sus gustos y costumbres.
Algunas de sus entrevistas o realmente reportajes, son antológicos, como el de Coppola y Kurosawa o el de los Redgrave y Harold Pinter.
Las de Moix tenían una gracia especial, las de Ross, mucha información, las de Pániker eran concienzudas, incluso las más breves. En las entrevistas de Moix y Ross los detalles cuentan -la vestimenta, el despacho, las bebidas, la estación del año, que Quino no hubiera traído ropa suficiente en el equipaje- y a veces el entrevistador se cuela también en el escenario dando ese toque íntimo, como cotidiano, al encuentro con el personaje, bajándolo del pedestal y acercándolo al lector. En eso Ana María Moix fue maestra. Había humor, como en las de Ross, quien consideraba que hacer reír al lector era ya un triunfo del reportero.
Estos tres entrevistadores nos presentaban al personaje, a veces sólo en un par de páginas, sin rodeos, sin retóricas. Los tres escritores poseían un acervo cultural realmente sólido, sabían con quién hablaban y de que había que hablar. De ahí sus referencias, sus temas, sus análisis que se perfilan bajo las palabras de los conversadores. Además, leídos veinte o treinta años después son un diagnóstico de la sociedad de entonces, nos devuelven también ese tiempo ya pasado, personas que ya se fueron. Sus bien trabadas conversaciones, encuentros, son piezas del mosaico de la pequeña historia de un país. ¿Quién recuerda, si no, al dibujante y humorista Cesc, a Cirici Pellicer, a Aranguren, al Marqués de la Deleitosa o a Mercedes Salisachs, al director de La Vanguardia Javier de Echarri, por ejemplo?
Destaco aquí sólo estos tres aunque hay muchos otros ejemplos de entrevista, como las de Francisco Umbral, los Lunch with the FT (Financial Times), las de La Contra de La Vanguardia, las de Lorenzo Gomis, fundador de El Ciervo y, las de Joaquín Soler Serrano, con sus Conversaciones con Josep Pla, todo un libro. No es casual que los catalanes hayan tenido a los mejores entrevistadores, biógrafos y también memorialistas, así como que haya buenos epistolarios (Joan Sales-Marius Torres), porque esas cuatro formas de contar pertenecen, en cierto modo, a la misma familia (Pla, Segarra, Villalonga, Ferrán Soldevila y tantos otros). El lector añadirá muchos nombres que olvido o desconozco.
Las entrevistas son un arte, siempre fueron uno de los puntales de un buen periódico, de un buen programa de radio o televisión; no son baratas ni fáciles. Algunos escritores, actores o artistas sólo acceden a ser entrevistados por un determinado medio, por uno que tenga relevancia. Todos aceptarán ser entrevistados por el Financial Times o LeMonde, pero no tantos por un periódico de provincias.
Pero eso no es óbice para que un medio modesto pueda publicar entrevistas memorables, sea por el personaje, sea por el momento, el ambiente o la circunstancia. A menudo, un escritor o un artista de provincias, un tractorista o un agricultor ante la sequía dirán más verdades que el consagrado y, por supuesto, que el político que se debe a la consigna. Éstos se atendrán a un guión la mayoría de las veces, a su ‘imagen’, pues ya están en el ‘parnaso’ o se deben a una línea política, a un tono que no ofenda a editores, colegas o políticos del día. El consagrado pocas veces será muy sincero y al entrevistador le será difícil, casi imposible, sacarle del cuévano en que se ha encajado y de su langue de bois, de la muletilla o la frase hecha. No se quitan el antifaz.
Y, por fin, hay que lamentar un problema de las entrevistas: se pierden en el tumulto de los diarios viejos, arrumbados, y ha de ser el editor curioso y osado quien las extraiga del olvido publicando un pequeño recuento de ellas, con las que podamos recordar al entrevistador y al entrevistado. A menudo, una recopilación de entrevistas es mejor que una novela o un libro de historia. Es cultura, es historia. Ana María Moix, Lillian Ross, Salvador Pániker, nos enseñan todavía mucho.
Salvador Espriu nació hace cien años (+1985). Su poesía en catalán es ya un canon clásico. Siempre con un sólido sentido religioso y ético, sus versos son un estímulo para el espíritu además de un regalo para el oído, recitados en catalán.
De su libro La pell de brau –La piel de toro- (1960) son los siguientes, casi premonitorios de la crisis económica y moral por la que atravesamos y de lo que se debería hacer para superarla (justicia, honestidad y trabajo):
Avui la paella xauxina a foc lent,
davant les obertes boques de la fam dels fills,
l’escassíssim xanguet que vàrem heure,
enmig del bàtec i de les fortunes del mar.
Els peixos són tres, com els peus del braser,
i designem els uns i els altres amb els noms
–que escrivim amb una lletra clara i prou petita-
de justícia, i honestadat, i treball.
I convidem a taula els jovens que badallen
i els mostrem imperativament el magre menjar,
perquè calmin amb ell una mica la gana
i puguin encendre després, amb els dits balbs,
havent ja obert a l’aire i a la llum les obligades golfes,
els primers i eterns carbons en el braser dels tres peus.
Hoy la sartén crepita a fuego lento,
ante las bocas hambrientas de los hijos,
la magra borralla que tendrán
en medio del chubasco y de la fortuna del mar.
Los peces son tres, como los pies de las trébedes
y los denominan unos y otros
–que escribimos con letra clara y bastante pequeña-
justicia, honestidad y trabajo.
E invitan a la mesa a los jóvenes que bostezan de hambre
y les muestran así la escasa comida,
para que con ella calmen algo las ganas
y puedan encender después, con los dedos ateridos,
una vez abiertos al aire y a la luz los forzados desvanes,
los primeros y eternos tizones en el brasero de tres pies.