La búsqueda del coche perdido. Los Peugeot (16ª entrega)

Los Peugeot 203 y 403.-

Casi puedo sentir todavía el aire cálido y perfumado de la noche atravesando Sierra Morena por aquel Despeñaperros estrecho y difícil hasta remontar hacia Santa Elena, en verano, asomado al techo abierto de que disponían casi todos los Peugeot 203. Era el coche de mi tío Genaro, que guiaba siempre su mecánico, Florentino, de mote ‘el ganso’, fiable y sensato como pocos, y que marcó mi afición por ese coche. Entonces los llamaban peujeóos o puyós. Me recuerda mi prima Irene su matrícula, M 107.347. Lo trajeron de Bayonne con su matrícula verde M-529.

Con aquel coche subieron hasta París, se hospedaron cerca de donde había vivido nuestro lejano pariente Azorín –por la rue Caumartin- y para orientarse preguntaban a los guardias, que no ayudaban mucho o no les entendían. Así que mi tía Carmen, con su sentido común, les decía, “para el río, para el río, que allí nos orientaremos”. Claro, río abajo o río arriba podía uno darse cuenta de dónde estaba, siguiendo la costumbre de decir ‘bajar a Jaén’ o ‘subir a Madrid’. Por eso la numeración de las viejas calles parisinas parte siempre del Sena y de Nôtre Dame. Mi tía Carmen, años después, cuando los automóviles estaban ya al alcance de cualquiera, nos decía “¿habéis visto que gente tan fea se ve ahora en los coches?”. Y la verdad es que sí, en algunos coches muy caros se ve gente bastante bocinera y de malos modales.

El 203 era el sucesor del 202, de 1100 cc., aquel con sus faros tras la rejilla del motor que le daban un aire inconfundible. La serie 02 de Peugeot fue lanzada en 1935 y el 202 se fabricó de 1938 a 1948. Recuerdo cómo los identificaba de noche en las carreteras belgas gracias a sus luces amarillas pegadas, como el Land Rover antes de que las normas de industria obligaran a cambiarle los faros a las aletas.

El 203, que se fabricó de 1949 a 1960, llevaba un motor de 1290 cc en cuatro cilindros. En esos once años se fabricaron casi setecientos mil, 685.828 coches, para ser exactos. En aquella época tuvo que competir con el Tracción, y a partir del 1955 con su propio sucesor, el potente Peugeot 403, que lo acabaría destronando.

Los franceses siempre han sabido hacer los coches bien, decentes, y como no les gusta despilfarrar suelen fabricar automóviles duraderos, sobrios y sin tonterías. Su sentido práctico, jansenista (en este caso, más, protestante, pues la familia Peugeot lo es, como muchas familias industriales de Francia), no les ha impedido ser muy creativos aunque los intentos de hacer coches algo más ampulosos, presuntuosos, o que gastaban demasiado, como el Frégate o el Facel Vega, se estrellaron con un público reacio al dispendio, además de caer en una época (crisis de Suez) que había hecho de repente apreciar la austeridad en el consumo de combustibles.

403El Peugeot 403 fue el primer coche de la marca diseñado por Battista ‘Pinin’ Farina. Nunca ha tenido la aureola de los Citroën (Tracción y DS) pero es el que ha dado más prestigio a la casa. En Francia fue el coche más barato y más resistente en su categoría (Simca Ariane, Frégate, DS) y, aún hoy, para los coleccionistas presenta las ventajas de un motor prácticamente indestructible. El 403 era el equivalente del Seat 1400 B, con más potencia y más fiable. Por cierto, que no muchas personas saben por qué todos los modelos tienen un cero en medio. Era porque, en los antiguos diseños de antes de la guerra, el cero «disimulaba» el agujero para meter la palanca que servía para arrancar el motor.

El 403, la catresanetruá que mi padre se esforzaba en que yo pronunciase, está asociado también a su amistad con tío Pablo. El último viaje que los dos hicieron juntos por España –debía de ser en el verano de 1959- fue en un 403 negro, flamante, que llegó una tarde de verano al cortijo lleno de polvo y un faro partido de un canto que había saltado en

La Loma del Perro, mi padre nos explica algo, Vicente mira a la cámara

La Loma del Perro, mi padre nos explica algo, Vicente mira a la cámara

aquellas carreteras, como si hubiera hecho el rallye East African Safari (en el que consiguió éxitos el Peugeot 504, años  después). Esos viajes en automóvil, entre hombres, son muy diferentes al viaje en solitario, al familiar o al de negocios. El volante y la velocidad, las paradas en lugares extraños, innecesarios, fuera de las rutas habituales, sin confort, les dan un carácter algo más a la ventura, libre. Mi padre y tío Pablo tejían sus mejores conversaciones explorando Bélgica y España por carreteras imposibles, marginales.

403-1 2El 403, con sus 58 caballos, concurría con el resto de 1500 cc europeos para conquistar un mercado que ya había despegado (desde 1956 existía el Mercado Común), entre ellos, con el Borgward Isabella (60), el Fiat 1400 (58), el Volvo 444 (51), el Singer Gazelle (55) y, ya más distanciado, el Sunbeam Rapier, con 73 caballos, campeón de rallyes y pruebas. Eran en general coches que alcanzaban los 120-130 kms. por hora, aunque lo normal era ir en torno a los 90 por hora.

Hoy, tristemente, en la vía de la banalización generalizada, la Peugeot -tan buena marca, excelentes motores- se debate entre pasar a ser controlada por capital chino y seguir su lento declive.

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La búsqueda del coche perdido. El Morris Minor (11ª entrega)

El Morris Minor.-

Para conocer bien una ciudad, unos montes, un paraje, yo recomendaría la siguiente receta: pasear y pintar o dibujarla. Una ciudad se conoce callejeando, descubriendo los portales, las plazoletas, los patios, los solares y los jardines abandonados (esos huecos, esos vacíos que dejan respirar a la ciudad, resquicios por los que se cuela el campo antiguo). El Madrid de antes se pasea de la mano de Galdós y Baroja. Barcelona se pasea bien con Luis Goytisolo y su Recuento, de Antagonía. Sevilla con Romero Murube, Valencia con Manuel Vicent, Valladolid con Delibes. Es triste comprobar que los barrios nuevos de las ciudades no pueden tener su poeta, su escritor que nos guíe. Aún no tienen, o nunca tendrán alma. Los barrios nuevos, las ciudades dormitorios, las urbanizaciones de adosados, se hacen para que no se pueda pasear y por tanto para que nadie se sienta inspirado a escribir sobre ellas.

Pasear suele tener aún mayor aliciente si se hace con algún propósito, buscar la pieza rota de un reloj, comprar una loneta o un bote de pintura, ir a tomar café con unos amigos o a la búsqueda de algún libro viejo. No es ir a hacer recados ni hacer diligencias, ni correr de un lado para otro sorteando semáforos.

Yo siempre he sido bastante paseante desde que mi padre me entrenaba por el largo bulevar de Menéndez Pelayo y aún hoy no soy capar de hacerme la idea de una ciudad si antes no la recorro un poco a pie. A principios de los setenta me paseaba yo por Madrid con un cuadernillo y un lápiz a la caza del coche viejo, abandonado. Las mejores calles para descubrir reliquias eran las que el tránsito evita, las que restan del urbanismo que no tenía la lógica de la vía rápida, y en el que se daban plazas y calles que no daban a ninguna parte, simplemente existían para soolaz de los moradores. Todavía hay calles así en Chamberí, en especial los alrededores de la glorieta del General Alvarez de Castro, en las zonas adyacentes de la avenida de los Toreros (recuerdo un Peugeot 202 de 1937, el de los faros en la rejilla del radiador, aparcado alli como desde hacía años, olvidado), por la Fuente del Berro, la colonia del Rayo, algunas calles silenciosas, vecinales de la Prosperidad o de la Guindalera (por cierto, hay que pasear ese barrio antes de que se lo carguen, de manos de un libro de Juan José Cuadros, sencillo poeta y escritor), muchas callejuelas que escondían esos pequeños secretos que suelen pasar desapercibidos para el paseante normal: Peugeots, viejos Seat, Arondes, algún vetusto americano de los cincuenta y, claro, los Morris Minor. Yo iba dejando papeles en los parabrisas con mi teléfono por si querían vender aquella pieza.

Sólo me llamó el propietario de dos Morris Minor, que no los vendía pero me facilitó una preciosa información, con esa solidaridad espontánea de tantos coleccionistas por sus congéneres que padecen el mismo mal. Recuerdo que me decía que cuando muriera quería ser enterrado como en una mastaba, flanqueado por sus dos automóviles.

MinorAquel simpático coleccionista monotemático me dio la dirección de don Guillermo Lewin, en Aravaca, asegurándome que tenía un Morris, de los treinta y cinco que él tenía contabilizados en todo Madrid. Y fui a verle; era un señor elegante y cortés, rico de los de antes, admiré su colección de viejos ciclos, dos o tres coches de principios de siglo, ¡¡y un tren del siglo XIX, con su vagón salón guarnecido en carmesí!! Todo ello en una nave del jardín de su casa, que estaba detrás de La Romana. El señor Lewin, de pocas palabras, las necesarias, al enseñarme todas aquellas valiosísimas reliquias –carteles antiguos, herramientas, piezas, objetos dispares relacionados con los automóviles- que se apretaban en la nave, me hizo partícipe de la ansiedad típica del coleccionista “a mis hijos esto no les gusta, lo venderán todo cuando me muera”. Tenía el Minor para diario, junto con un modesto Simca 1200 (la elegancia de los ricos de verdad, tener y no aparentar) y se lo compré por treinta y cinco mil pesetas. Era de parabrisas partido, con volante a la derecha –lo había importado en 1955 por el puerto de Bilbao-, repintado de rojo y amarillo, muy patriótico y con un letrero atrás que decía ‘ojo, volante a la derecha’. Con aquel coche llevaba a mi hija Violeta a la guardería Groucho, por los altos de General Ricardos y circulaba por Madrid encantado de la vida.

Los orígenes del Minor se remontan a 1945 cuando la Morris Motor Limited, de Cowley, Oxford, decide recuperar el maltrecho mercado del automóvil barato en la Gran Bretaña de la postguerra y le encarga a su ingeniero Alexander Arnold Constantine Issigonis el proyecto de un automóvil para suceder al Morris Eight, lo que no era nada fácil, dado el gran éxito que este vehículo había tenido en los últimos treinta. Issigonis, nacido en Esmirna (hoy Izmir, Turquía) era uno de sus mejores dibujantes y proyectistas de la empresa. Diseñó y desarrolló los dos coches más emblemáticos de la marca, el Minor y el Mini. Con el Minor después del Eight, y luego con el Mini se demuestra que no es cierto eso de nunca segundas partes fueron buenas, porque aquí hubo hasta terceras.

El antepasado del Minor, el Morris Eight, había nacido en 1934 con un motor durísimo de 918 cc. y a pesar de la depresión logró revitalizar el mercado automovilístico británico de los treinta. Este era a su vez el sucesor del Morris Oxford que Roald Dahl –el autor de Charlie y la fábrica de chocolate– menciona en su libro Going Solo cuando describe su viaje en mayo de 1941 de El Cairo a Haifa, en la Palestina británica, 200 millas a través de la península del Sinaí, que hizo en un Morris Oxford Saloon de 1932. No todos los escritores tienen el detalle de dedicarle un pequeño recuerdo a su coche, incluso con una fotografía en el texto, razón por lo que lo reseño.

Desde 1948 se vendieron en el mundo más de medio millón de Morris Minor, en sus diferentes versiones, desde la de 850 cc. hasta la última de 1.098 cc. La mecánica era muy sencilla y es un coche prácticamente irrompible, razón por la que es un buen coleccionable, y no por su rareza pues hay miles por esos mundos. Como muchas de sus piezas también se instalaban en otros modelos del grupo, no es difícil encontrar recambios y además los ingleses están muy bien organizados para el coleccionismo y hay garajes especializados en muchas localidades, siendo el principal el de Bath. Del Minor se dio el salto al Mini, que marcaría la era de Los Beatles. Entre tanto, la Morris había pasado en 1951 a ser la BMC, British Motors Corporation, tras ir absorbiendo MG, Riley y otras pequeñas marcas, prefigurando así lo que serían las grandes concentraciones de los años setenta y ochenta que aún continúan. El Minor y el Mini pasarían a figurar con honores en la galería de los coches que han sido iconos de una época, como el 600, el Volkswagen o el Tracción. El fin del Minor coincide con el fin de una cierta idea de Inglaterra, país que hasta principios de los sesenta, hasta que aparecen Los Beatles, había dormido un poco en el sueño imperial y que mantenía una sociedad con valores victorianos. El fin de esa época coincide con el drástico cambio en la línea de los automóviles.

(continuará…)

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La búsqueda del coche perdido. El Rover P 4 (9ª entrega)

El Cíclope de la calle Padilla.-

Nuestros buenos amigos, los Lowenthal, británicos de toda la vida aunque con tres generaciones murcianas de Águilas, por las minas. Eran tan típicamente ingleses, que además de haber mantenido su nacionalidad y carácter, así como los deberes para con su patria, por ejemplo, cuando Henry pasó a Gibraltar al estallar la Segunda Guerra Mundial para alistarse en la RAF, se traían los coches de su isla. Así sucedió con aquel Rover en el que cabía la numerosa familia.DSCF4412

El Rover verde relucía como un tanque destacando entre los pocos utilitarios aparcados –nuestro 600- en la entonces casí vacía calle Padilla, aunque algunas veces durmiese junto al Mercedes 190 SL rojo con techo negro del actor Paco Rabal, que también vivía por allí cerca, junto a la siempre excelente pastelería La Húngara, en la que comprábamos los pasteles de crema cocida, los plunqueis (plum-cakes) y las barras de frambuesa, todavía uno de los mejores productos que salen de su horno.

En los cincuenta y sesenta madrileños, la calle Padilla era una calle tranquila, adoquinada, casi siempre bastante vacía y con espacio para las personas y los automóviles, todavía a medida del hombre. En ese tramo de la calle Padilla aún subsistían hasta hace poco casi las mismas tiendas que hace cuarenta años y los vecinos se conocían y saludaban. Ya sólo queda el bar El Cantábrico, aunque Silverio se fue de este mundo hace tiempo. El cuidaba que los percebes y las gambas fueran los mejores que se servían en Madrid y que la cerveza fuera bien tirada, una rareza ya, con su correspondiente espuma densa y cremosa, sólo la justa. El Segoviano, con su cortecillas de buen tocino, sus buenos guisos y sus tortillas de patatas, que alcanzan casi la perfección, decente casa de comidas de obreros, rodríguez y gente del barrio, el panadero, Emilio; el frutero de la esquina de Porlier, cuyo establecimiento llevaba desde los cuarenta, Mateo, de baldosines, materiales de construcción y mosaicos esquina a la calle General Díaz Porlier -entonces Hermanos Miralles-, la tienda de ultramarinos La Rosa del Azafrán con su frontal de los años treinta y La Húngara. Se fueron también Adolfo Eli, lapidario, que estaba junto a otra compatriota, La Alemana, donde comprábamos las mejores mermeladas y embutidos que había entonces en Madrid y que cambió de lugar. La cristalería está todavía en su lugar con los mismos dibujos enmarcados y el garaje Bolívar ha dejado paso a una tienda china. La calle aún conserva cierta identidad a pesar de haber pasado sobre ella los furiosos, desaforados, ochenta y noventa.

El Rover P4 significó el resurgimiento de la casa Rover, de Solihull, que a pesar de su veteranía, llevaba estancada años (sus orígenes fueron las máquinas de coser y después las bicicletas, 1886). Fue diseñado por Raymond Loewy –como el Studebaker- y fué lanzado en el otoño de 1949 en el Salón de Londres y tenía tres faros, con uno central, por lo que fue apodado El Cíclope. El diseño con un faro central era una pequeña gracia que evoca el ‘bullet nose’, pero sin faro. En aquellos años el adorno central era fundamental en la estética imperante y de ella da cuenta el Tucker, el Panhard ‘Grégoire’, el Kaiser o hasta el mismo Fiat/Seat 1400 B. Este modelo de Rover causó un enorme impacto en el mercado –la mayor sorpresa del Salón, se dijo- y fue uno de los coches británicos con más personalidad de la primera mitad de los años cincuenta. Sólo una vez lo vi en dificultades cuando se quedó una vez calado en un badén lleno de agua de una tromba repentina en Puerto Lápice, en una de esas gotas frías de las que hoy se asombra el personal y llevan aconteciendo desde Plinio el Viejo, por lo menos, pues el que fue Procurador de Roma en Hispania ya las menciona en sus libros.

En una película interpretada por Jean Gabin, Monsieur (Jean-Paul Le Chanois, 1964), éste hace de banquero desengañado y bondadoso, se presenta como mayordomo al volante de su Rover 90, la versión siguiente al 75, ya sin el faro ciclópeo que desapareció en 1952 (por prescripción facultativa de las autoridades de Tráfico probablemente, como hicieron cambiar los faros pegados de los Land Rover). La película es regular y quizá nunca se llegó a proyectar en España, porque a Jean Gabin le solía dar por una libertad amorosa poco compatible con nuestras rancias y honestas costumbres. Además eso de que un mayordomo se permitiera tener un Rover debía ser todavía más escandaloso.

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La búsqueda del coche perdido. El Hillman Minx (8ª entrega)

El Hillman Minx.-

Extrañado de que nunca aparecieran Hillman Minx 1954 en las subastas ni en las ofertas de venta, pregunté a mi amigo Pedro Vicente, gran historiador portugués y al mismo tiempo amante de los automóviles clásicos (que todo es compatible y los autos no están reñidos con saber desempolvar e interpretar archivos olvidados). Su explicación fue que aquellos Hillman fueron coches bastante malos, endebles, y pocos han sobrevivido. El malévolo Dave Barry (How to buy a car, Miami Herald, 1990) sostiene que tenía menos atractivo que un estacionamiento municipal y que era tan atrasado tecnológicamente que por su radio todavía se escuchaban los discursos de Churchill.

El único automóvil que compró mi padre fue precisamente un Hillman Minx, y de segunda mano. Cuando dio recado que venía con el coche lo esperé toda la noche despierto en la casa de mi primo, a las afueras del pueblo, a través de cuyas persianas se colaba la luz de los faros de los autos que emprendían la cuesta hacia el perdido Benatae, en la Sierra de Segura, de Jaén. Cada vez que unos faros que se reflejaban en la pared de mi cuarto me hacían contener la respiración hasta oír, decepcionado, cómo seguía adelante el coche carretera arriba. No llegó hasta la mañana siguiente pero ¡qué maravilla! Traía un coche que yo nunca había visto antes, un coche inglés, silencioso, cómodo, diferente y de un precioso azul grisáceo metalizado. En la puerta del Casino de Orcera todos salieron a verlo, abrirle el capot y a opinar, que es la afición primera de todo vecino y deporte

English: Hillman Minx Special 4-D Saloon 1955

English: Hillman Minx Special 4-D Saloon 1955 (Photo credit: Wikipedia)

nacional español. Yo estaba orgulloso de mi padre porque una vez más había demostrado que era distinto a los demás. Luego haría mi primer viaje largo en coche sólo con él hasta Madrid. ¡Qué bien conducía! A pesar de todas las curvas y de lo suave que andaba no me mareé, quizás por primera vez también, ni siquiera en el paso de la Sierra Morena. Por la carretera de Andalucía íbamos a más de cien y él decía que donde se podía correr con seguridad no era arriesgado ir tan rápido, que había que ir a la marcha que la carretera y el tráfico aconsejasen, ni más lento ni más rápido (la primera lección de conducir de mi vida). A los lentos les llamaba tortuguitas y de los madrileños se guardaba por la forma recortada de adelantar, costumbre ésta a la que siguen apegados.

Mi padre tenía, tras pasar fríos siderales en su moto MV Agusta, por fin su propio coche y yo creía haber subido de categoría de repente, con un elegante coche inglés, raro, singular. En realidad, no era sino un utilitario con ciertas ínfulas. Ya no era yo el pariente pobre, siempre teniendo que ir siempre en utilitarios como el Seat 600 o de prestado en los grandes coches de la familia, en el taxi del pueblo o en la ‘pava’, como llamaban al coche de línea. Porque en su corta vida sólo tuvo ese coche en propiedad, aunque también conducía un Citroën Dos Caballos del Servicio de Extensión Agraria o cabalgaba la MV. Con ésta tuvo algún percance, como cuando le entraron unas abejas por la camisa y tuvo que tirarse de la moto o cuando patinó en la arenilla de una curva a la salida del pueblo y volvió con las manos desolladas a que lo curasen en la botica.

El Hillman Minx MK VII Special, con matrícula 116.922 de Madrid, gris metalizado, lo heredó mi padrino, marino mercante acostumbrado a los barquinazos, que lo bautizó Popotito, por calentarse tanto. Años después, a mediados de los setenta, iba yo en el coche de línea y lo vi todavía haciendo humildemente de taxi en Valdepeñas, pintado de un blanco vulgar con una inmensa baca. Me debí haber bajado a intentar recuperarlo, recomprarlo, salvarlo.

La casa Hillman es ilustre; fue creada en 1907 por William Hillman, al comienzo para construir sólo coches de competición. A partir de 1932 se integró en el grupo Rootes (con sus parientes próximos los Humber y los Sunbeam) y su fábrica estaba en Coventry. Los Hillman Minx MK VII  nunca tuvieron el éxito ni el prestigio de otros coches del grupo, como los Minx de las series II y III, similares a los Sunbeam Rapier y al Singer Gazelle, a partir de 1958. Estos fueron los que recogieron los laureles dejando en la sombra a su antecesor que era considerado por la crítica de la época “un pequeño gran coche” (costaba menos de la mitad de un Rover P4 75 y era un 25% más caro que el Morris Minor). Ali y popotito al fondo 001Aún recuerdo su buena suspensión, su motor silencioso, su peculiar botón de arranque, como un timbre, y el capot bastante largo que le daba empaque.

Quizás haya quien piense que era un coche pretencioso, que quería ser un Humber y no llegaba, muy pesado para un motor de 1265 cc. Era verdad que se calentaba con facilidad (aquel viaje a Valencia en el verano del 62, donde sólo la comodidad del entonces reciente Hotel Astoria –hoy aún un buen hotel- haría olvidar a mi padre los avatares de las estepas castellanas, polvo sudor y hierro, que decía Manuel Machado) y las cuestas se le hacían difíciles, pero fue uno de los últimos coches ingleses que dejaron ver su característica silueta y su linaje.

Un último dato curioso sobre los Hillman es su rama asiática pues fueron fabricados también en Japón por la casa Isuzu de 1952 a 1957, dentro de un programa de reconstrucción de la industria japonesa en el que participaba la Rootes. Estos Hillman nipones terminaron casi todos en Australia y Nueva Zelanda, donde hoy son interesantes y mimadas piezas de colección.

La búsqueda del coche perdido (5ª, de Bruselas a Madrid)

De Bruselas a Madrid.-

Esta etapa de mi vida se inicia hacia 1952 o 1953, donde alcanza mi más lejana y nebulosa memoria, cuando empecé a hablar y a distinguir objetos y, naturalmente, los coches. Empieza en Bélgica, lo que tiene hasta un involuntario simbolismo ya que fue un jesuita belga quien inventó la propulsión mediante vapor en 1768; su nombre era Ferdinand Verbiest. En Bélgica destacarían también, en la primera mitad del siglo, dos marcas precursoras de la industria del automóvil, la Minerva y la Métallurgique. Minerva comenzó su historia con los hermanos De Jong, fabricantes de bicicletas y de motores que en 1900 construyen su primer automóvil, de 6 caballos, dos cilindros, transmisión por cadena y tres velocidades. En el Salón de Bruselas de 1908 presentaron un coche de 38 caballos con un motor sin válvulas, adelantándose incluso a los Daimler. Los Minerva ganaron muchos premios con ese tipo de motor en los años que precedieron a la Gran Guerra aunque las malas lenguas (¿de la competencia?) dijeran que la única forma de que un Minerva pudiese ganar una carrera era ponerlo delante de todos a la salida porque entonces las carreteras eran bastante estrechas y era muy difícil adelantar. Después de 1935 los Minerva deportivos y civiles prácticamente desaparecieron. Los últimos se fabricaron a finales de los cuarenta y eran una especie de Land Rover de injerto, los Land Rover belgas, de los que aún se pueden ver algunos (el último lo ví en la Chaussée d’Alsemberg, en Uccle). Sólo era posible destruir uno de estos Minerva todo terreno y militares serrándolo por la mitad. Pero la fábrica cerró en 1956.

Otros belgas célebres fueron los Métallurgique, marca que tuvo una vida corta pero brillante, especializada en vehículos de carreras y de sport. A partir de 1905 Métallurgique se dedicó a fabricar automóviles rápidos y en 1908 tenían ya cuatro velocidades, lo que era una novedad que no se generalizó hasta 1911. La mayoría de los Métallurgique eran –cómo no- exportados a Inglaterra y llevaban carrocería de Vanden Plas, carrocero que aún hoy existe. La empresa fue después adquirida por Minerva y también desapareció, dejando Bélgica de ser un país fabricante.

El automóvil en Bélgica deja huella cultural muy pronto y el mismo Maurice Maeterlinck, dramaturgo y poeta, será un enamorado de los autos y de la velocidad.

Mi padre había salido de la España seca y agostada y en París el azar un amor veinteañero lo llevó a la antigua provincia española. Hombre del sur, nací en el norte umbrío, gris y confortable de una Bruselas de casas con paneles de madera, buena calefacción, alfombras y parqués. Vieron mis días las impolutas y asépticas salas del hospital Edith Cavell, en honor de la valiente enfermera inglesa fusilada por los alemanes por albergar heridos y fugitivos británicos durante la primera guerra mundial. Es todavía una de las mejores clínicas de Bruselas y conserva sus cuidados y severos pabellones de ladrillo rojo en el barrio de Uccle.

Mis primeros recuerdos se remontan al Palais de Justice, desde el que se contemplaba en la bruma toda la ciudad antigua y a los pies, el barrio des Marolles, bruegheliano y español. La ciudad coronaba a Balduino -yo atisbaba el desfile en una gran avenida sobre los hombros de mi padre que me alzaba sobre la multitud de sombreros grises; era una Bruselas que se rehacía, capital neutra entre París y Bonn. Bélgica era el lugar del cruce de culturas, un país tampón y algo artificial entre Alemania y Francia creado en 1830. La capital tenía sin embargo personalidad propia desde el fin de la Edad Media. En el siglo XIX había conseguido un statu quo de ciudad cosmopolita, liberal y hospìtalaria (Victor Hugo, Rimbaud, Verlaine y Baudelaire, entre otros muchos, como el poeta catalán Josep Carner, allí encontrarían refugio), elegante y que todavía había mantenido sus gentes, sus barrios y sus costumbres, que a veces se remontaban a la época de la dominación española. El Congo todavía le suministraba sus diamantes y la vida era bella o lo parecía. Entonces todavía Bruselas bruxellait, como añoraba Brel. Hoy la Place de Brouckère y el Boulevard Anspach son apenas una frontera, una barrera frente a los barrios degradados más allá del bulevar de Midi, abandonadas por los bruseleses y ocupadas por almacenes de ropa usada, comida china barata y lugares bastante infrecuentables.

Sin título-Escaneado-02Era una Bruselas ordenada y civil. Pero hay un Bruselas de antes y después de la Expo. Antes, era una bella ciudad, de distinguidas, singulares construcciones (de arquitectos como Victor Horta o Paul Hankar), sus bulevares y plazas eran un modelo de urbanismo que conjugaba la comodidad con el respeto a la historia. La Avenue Louise, que tan bien evoca Marguerite Yourcenar en ‘Souvenirs Pieux’, tenía paseos enarenados para los caballeros y amazonas que cabalgaban hacia al contiguo Bois de la Cambre, un gran bosque de hayas en medio de la ciudad que es lo que resta, junto con el bosque de Soignes, de la antigua Silva Magna (bosque grande) que dividía la actual Bélgica en dos mitades y que explica la división entre los flamencos del norte y los valones del sur. Sus avenidas y calzadas de bello adoquinado y sus barrios no habían sido aún sacrificados al automóvil. Después de 1958, Bruselas quedó desfigurada para siempre, llena de cicatrices de hormigón, de túneles horadados en sus bulevares y de barrios destartalados como Midi y St. Gilles. Schuiten y Peeters dibujan una Brüssel de pesadilla en un álbum de tiras dibujadas o tebeo, en la que la destrucción ha llegado al absurdo. Afán demoledor que no ha parado y que se ha propagado por todo el mundo, desde Alejandría a Casablanca, desde Madrid a Moscú. Destruir lo bello para hacer más vías rápidas, más túneles, más bloques y garajes. Nadie sabe lo que esa ciudad ha padecido. Si los bombardeos casi la respetaron en las dos guerras mundiales, el verdadero lo perpetraron los mismos belgas a finales de los cincuenta.

Cuando salí de Bruselas empezó una vida muy diferente. Un día (todavía no acierto a saber si bueno o aciago) yo salí de aquella ciudad en un Super Constellation cuatrimotor de la Sabena con mi padre y mi hermana en un cesto y abrí los ojos al uso de razón en un Madrid deslumbrante de luz, con mujeres de vestidos claros, viejos taxis y autobuses de dos pisos, tranvías atestados y los brazos abiertos y la amplia sonrisa de Clark Gable de tío Juan en la terminal de Neptuno. A partir de aquel día las imágenes de Bruselas se desvanecieron como por ensalmo, y sólo retazos de conversaciones, interrumpidas al aparecer yo en la sala, dejaban caer algunas palabras que recordasen el país abandonado. Fui olvidando hasta el francés, que dejó paso al castellano …y en el primer colegio ya no era más que el belgicano.

En Madrid, la Castellana y el Paseo de Coches del Retiro, eran el lugar del paseo parsimonioso en buenos automóviles, que eran muy escasos. Los coches buenos eran de los muy ricos, de los nuevos ricos o de los diplomáticos, que por aquel entonces podían traerse algo así como un coche al año, gracias a su franquicia, que revendían a familiares y allegados. Los taxis eran los buenos Austin, muchos Citroën 8 de principios de los años treinta, y después empezaron a circular los Peugeots 203 Familiar y Citroën 15 Six, algún Renault Colorale, todos con transportín (donde a mí me gustaba ir); otros eran reliquias que habían atravesado la guerra civil y sobrevivido a las requisas y a los bombardeos y tenían matrículas anteriores al 60.000 que era donde se había detenido la numeración en 1936. Los taxistas iban con uniforme azul oscuro, un poco más oscuro que el azul de Vergara y con una gorra con visera acharolada. Los autos se concentraban semanalmente para la revisión municipal en el Paseo de Coches, cerca de la Casa de Fieras, lo que me permitía revisarlos a mí también, pues ese era mi territorio con mi coche de pedales, aquella grúa Austin de Tri-Ang enviada desde Bélgica, una auténtica originalidad entre los juguetes cutres de los niños españoles.Sin título-Escaneado-13

Después vendrían los Seats 1400 B y paulatinamente el cosmopolita parque de taxis iría perdiendo variedad, y después también singularidad cuando un avispado munícipe decidió que los taxis tenían que ser blancos en lugar de negros con su raya roja. Menos mal que en Barcelona no han cometido semejante tontería y mantiene sus taxis negros y amarillos que son una reminiscencia de los colores de los años veinte. En la ciudad condal tienen seny, se nota en todo.

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La búsqueda del coche perdido. El Seat 600 (2ª entrega)

Adelante, hombre del 600.-

 …la carretera nacional es tuya”; una canción cañí y jocosa con la letra de Moncho Alpuente sacó a la palestra el humilde y maravilloso 600. Este auto es el que más ha tenido protagonismo en el paisaje español y hasta en el folclore. El modelo de Barcelona era una réplica exacta del Fiat italiano. Con cuatro plazas (un decir, porque íbamos hasta seis), un peso de 500 kilos, y una velocidad máxima de 90 por hora, fué mejorando durante sus diecisiete años de vida activa (que la pasiva, en manos de piadosos nostálgicos, dura hasta ahora). Dotado al principio de una cilindrada de 600 centímetros cúbicos, pasó después a ser de 767, con más fuerza para llevar a las todavía algo numerosas familias españolas. Las innovaciones incluyeron versiones descapotables y también aquella de cuatro puertas, el feo y desgraciado Seat 800 -que nada tenía que ver con el curioso Fiat 600 Multipla, que parecía un coche al revés. Del Seiscientos se hicieron cerca de cuatro millones de vehículos, en Turín, Barcelona y alguna otra fábrica; sólo en España, casi 800.000.

España, a principios de los sesenta del pasado siglo se dividía, automovilísticamente, en cinco clases: los que tenían un Seat 1400 C o más, los que tenían un Seat 600, los que iban en las Guzzis, los de las bicicletas y los del burro o la alpargata. Gracias a López Rodó, la clase ‘b’ iba ganando terreno.

Nosotros también tuvimos dos Seiscientos, el primero blanco (M-183.724) y el segundo, azul (M-246.855). Con el primero, mis padres llegaron hasta Bruselas a visitar la Expo de 1958. Luego se acercaron por Holanda y Alemania. A la vuelta, el 600 venía tan campante, cargado de juguetes, ropa buena y una televisión Saba. En España, la televisión fue simultánea al Seiscientos. Los hispanos ya estábamos motorizados y entretenidos, aunque sólo unas horas, porque no había programación todo el día. Las marionetas de Herta Frankel, los policías montados del Canadá y Rin Tin Tin entraban en nuestras salitas.

La calle Alcalde Sainz de Baranda, uno de los pocos bulevares que nos han dejado en Madrid, junto con su paralelo de la calle Ibiza fue mi primer paisaje madrileño. Me llevaban al Retiro con mi coche de pedales que suscitaba la envidia, la demanda y el compromiso de todos los niños del parque y allí estrenamos el 600 blanco o gris claro. Todavía recuerdo ir a tomar las curvas en la Glorieta del Angel Caído –el único monumento a Lucifer que existe en España -. En el primer piso de nuestra casa, el 21 de la calle, había hasta una casa de citas, un meublé y recuerdo el fuerte y turbador perfume que dejaban algunas de sus huéspedas. En la acera de enfrente, el cine Sainz de Baranda, donde iba a ver películas del Oeste y de guerra, como Duelo en el Atlántico; más allá, el mercado y la siniestra casa escenario del famoso crimen de Jarabo, donde daba la vuelta el tranvía 61. Menéndez Pelayo era también un larguísimo bulevar y hacia la calle Doce de Octubre, estaba todavía la estación de ferrocarriles de Vicálvaro, por detrás del hospital del Niño Jesús y unos enormes e interesantes descampados llenos de cascotes, latas y gatos muertos.Sin título-Escaneado-01

Con aquellos Seiscientos íbamos los domingos de excursión a los pueblos de la sierra, con nuestras tarteras, llenas de abundantes y jugosas tortillas de patatas, croquetas, manteles de colores y cestas con embutidos. Las favoritas eran al Monte del Pardo, donde mientras jugábamos a la guerra en los restos de los nidos de ametralladoras, los mayores, los Leonato, los Alarcón, los O’Connor (con una de cuyas pecosas chicas tuve yo mi primer flechazo no correspondido), los Baquera, se refrescaban en alguno de los aguaduchos que por allí había. Las excursiones eran todavía fáciles, Madrid terminaba en Moncloa y en las Rondas, la Castellana era una carretera que iba hasta el destartalado pueblo de Fuencarral, y a la vuelta no había atascos. Cercedilla, El Escorial, Guadarrama tenían más campo que urbanizaciones y de vez en cuando se paraba en alguna casa de comidas donde los mayores echaban un vinito con un cigarro.

En verano emprendíamos la gran odisea de llegar hasta Andalucía. En España, los automóviles iban por delante de las obras públicas. La salida de Madrid tenía varios pasos a nivel, entre las chabolas y chatarreros del barrio de los Ángeles, incluído el de Aranjuez; la cuesta de la Reina era nuestra primera prueba para el mareo. Tras comer en alguna sombra o en un bar de Valdepeñas llegábamos a Infantes y a partir de allí seguíamos por las carreteras sin asfaltar de los polvorientos Campos de Montiel, con baches abismales; pasado Albaladejo, para atravesar Sierra Morena, nos daba la bienvenida un triágulo oxidado que decía ‘tres curvas’, y eran como cien, y una encina de la que colgaban muertas y semipodridas las alimañas que cazaban los pastores y que ofrecía despojos interesantes.  Aquellos polvorientos y cervantinos caminos –desde Don Quijote no había pasado nadie por allí- podían convertirse en barrizales, como a la salida de Montiel donde ya nos quedamos atascados varias veces y nos tuvieron que sacar un par de mulos del barro. En Montiel las casas tenían como un zócalo rojo de las salpicaduras del barro y la gente miraba pasar los rarísimos coches que por allí se aventuraban como si fueran alucinaciones. En aquellos viajes de estío nos dábamos por contentos cuando no teníamos ningún pinchazo y cogíamos los sesenta por hora algún rato. Ya nos tuvimos que volver alguna vez por una junta de culata quemada o quedarnos las horas muertas tras dos pinchazos sucesivos por El Bonillo, en otra ruta que por un tiempo intentamos abrir. Cuando llegábamos por fin al pueblo, sudados, aturdidos y con olor a vómito, el coche tenía una capa de fino polvo rojo que lo africanizaba.

Una vez en el campo, no nos volvíamos a mover hasta finales de septiembre o incluso primeros de octubre, los trayectos eran cortos y el Seiscientos lo más que hacía, que no era poco, era volver a la cercana Sierra Morena a llevar de caza al personal o subir a Santiago de la Espada a la codorniz. Las bicicletas, el carro y el puro borceguí sustituían al automóvil.

(continuará…)

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