Era del año la estación lluviosa. La Calzada de Estrela relucía y los rieles de los tranvías rayaban la sombra brillante en la inútil espera de un eléctrico amarillo. No había nadie en las calles, el país no estaba para muchas alegrías. Las farolas marcaban conos macilentos, dejando el fondo del parque en la penumbra. Postigos cerrados y apenas alguna ventana lejana denunciaba la presencia de algún callado vecino que tal vez escuchara la radio inglesa tras los visillos.
Podría decir que tengo nostalgia, sin embargo, de aquella tristeza que se abatía sobre la ciudad entera, bajo la llovizna. O quizás fuese el tedio, esa ceniza que cubría mi vida forense y amorosa. Pero es más probable que mi nostalgia provenga de que a partir de aquella noche empecé a perder la inocencia, el amor y la fe. Y las ganas de trabajar.
El taxi negro con el techo verde nilo me dejó en la esquina de la rua da Imprensa a Estrela. Un guardia, con el quepis reluciente, observaba desconfiado mis movimientos. Cuando me acerqué se puso rígido y se acercó, cortándome el paso. Le mostré un papel que traía cuidadosamente doblado en el bolsillo del gabán.
-Sígame, señor.
Sin necesidad de llamar, como si alguien hubiera estado atisbando por algún escondido tragaluz, la puerta de la pequeña casa que pega a la verja, se abrió, iluminando fugazmente la calzada, como un triángulo blanco. Otro guardia se adelantó, me pidió la cédula personal y tras apuntar los datos en un libro de entradas, se encaminó hacia una puerta.
-Sígame, señor.
La vivienda del Presidente del Consejo de Ministros no era, comprobé, más grande que la de muchos amigos míos, instalados suntuosamente muy cerca de allí, en la rua Borges Carneiro, en Miguel Lupi o en la rua das Praças. Ni siquiera había paneles de azulejos. Sólo un impecable suelo de mármol, que brillaba como si hubiera sido pulido ese mismo día, denotaba un aséptico lujo. Los muebles, con ser de buena factura y nobles maderas, no hubieran entonado en la quinta de mis abuelos, cerca de Moura.
El guardia me dejó unos instantes en un recibidor amplio, a donde acudió, también como por transmisión del pensamiento, sin mediación de señal acústica ni eléctrica, una uniformada criada, ya de cierta edad (anterior a la era eléctrica, desde luego), que traía en una bandeja de plata, un vaso y una pequeña frasca de cristal con agua que dejó, con apenas un tintineo, sobre un velador.
Nadie me había invitado a sentarme y allí permanecí, con mi gabán algo mojado y mis zapatos húmedos, en el mismo centro de la habitación. Apenas me atrevía a mirar hacia un gran espejo que sobre una chimenea había por temor a verme encogido, nervioso, despeinado.
Oí unos pasos quedos, sacerdotales, casi monjiles ; alguien se acercaba sin apresurarse, con seguridad.
Había visto alguna vez de lejos al señor doctor, al doctor Oliveira Salazar, en algún acto más o menos académico, pero nunca había tenido la ocasión de contemplarlo frente a frente. Me pareció elegante pero con la misma elegancia que puede portar un alto oficial de una banca londinense, sin concesión alguna al adorno o a una mínima libertad indumentaria. Creo recordar que iba de negro y con una camisa blanquísima, con una corbata oscura, quizás negra también.
Me saludó breve, casi apresuradamente, con una mano algo marmórea. La mía me temo que transpiraba a pesar de que llevaba un rato frotándola denodadamente en el bolsillo.
-Sígame, señor, tenga la bondad.
El vaso quedó en la bandeja, olvidado en aquel descabalado velador del vestíbulo, y yo empezaba a convencerme que la conocida austeridad del dictador también se extendía al vocabulario utilizable en la residencia oficial.
El señor doctor se sentó tras su despacho, una mesa severa, reluciente de barniz y con apenas un par de carpetas, unos folios en blanco, y una escribanía de cuero donde reposaba, solitaria como un proyectil perdido, una enorme estilográfica de plata.
-Tengo las mejores referencias suyas y de su familia, comenzó, con un leve atisbo de sonrisa, la única que le percibiría en toda la entrevista. Su abuelo se distinguió en las algaradas que siguieron el cobarde atentado que costó la vida a don Carlos y a don Luis. Y nuestra bella villa de Alcácer no sería la misma si no hubiera sido por la honesta y eficaz tarea de su padre –mi padre había sido durante casi ocho años alcalde de esa villa alentajana donde, efectivamente, se había desvivido por organizar un pequeño dispensario, reconstruir unas cuantas escuelas y restaurar el moruno castillo-. En fin, éso y las inmejorables noticias que me ha facilitado el señor Queiroz de M, hacen de usted la persona idónea para encomendarle una misión muy delicada.
-El señor Presidente del Consejo dirá, dije, pensando con alborozo en que me ofrecería un puesto de gobernador civil en alguna adormilada ciudad del Alentejo, territorio que me era sumamente caro y en el que mi familia se había ilustrado durante siglos con un paternalismo y un cristianismo ejemplar, además de hacer una fortuna en aceite de oliva y corcho.
-Sé, además, que habla alemán, añadió, con un suave tecleo de la carpeta que tenía sobre la escribanía.
De repente se desvanecían mis sueños de gobernación provincial. Mi presunto dominio de la lengua alemana era uno de los mitos mejor cultivados por mí en el despacho. Había pasado, en efecto, un verano en la aburridísima y pacata ciudad de Münster, por orden de mi padre que bajo ningún concepto estaba conforme con mis ociosos veraneos en la quinta, sesteando y cogiéndole su Vauxhall favorito para llenarlo de polvo por los carriles de la provincia. Unos cursos seguidos con pereza en los servicios culturales de la embajada alemana habían bastado, para que entre mis colegas abogados y pasantes, fuera el único capaz de descifrar una carta de algún proveedor, o un despacho aduanero de la Afrika Amerika Line. Pero de ahí a hablar la lengua tedesca había tanta distancia como de Lisboa a la Isla Terceira.
-Está usted al corriente, me figuro, de la situación que se vive en nuestra amada provincia Angola desde hace unos meses, del temor en que viven tantas familias portuguesas y africanas amenazadas por los asesinos comunistas…
(Otro de los mitos tejidos en torno a mi humilde persona era mi « amplio conocimiento de la vida internacional », basado en que de vez en cuando hojeaba Le Monde, que compraba, cuando no era retenido por la censura, en la Tabacaría de la rua da…., sin entender apenas los titulares, y en que de vez en cuando citaba a Churchill o a De Gaulle en algunas de mis tertulias con los colegas del despacho, todos ellos procedentes del fondo de la Beira Alta, aturdidos por la capital, deslumbrados por mis apariencias de señor cosmopolita y para quienes cualquier estadista extranjero era el marchamo de dignidad y alcurnia.)
Sí, en efecto, todos sabíamos de los luctuosos acontecimientos que habían sacudido nuestra obra civilizadora. Hacía apenas unos meses, grupos de terroristas procedentes del antiguo Congo Belga habían atravesado la frontera, se habían adentrado en los distritos de Zaire y Uige, y sin motivo aparente (por lo menos para nosotros, que estábamos apaciblemente dormidos en los laureles de nuestro extenso y anacrónico imperio basado en el sano principio de que el Estado garantizaba la pax lusitana mientras unos cuantos empresarios hacían su agosto entre inmensas plantaciones, concesiones mineras y la explotación a fondo del negocio del Estado con sus vías férreas, construcciones y otros benéficos proyectos ) habían atacado a los colonos europeos, asesinando a centenares de ellos (sólo a principios de 1961, habían también matado a ochocientos en el norte del país) sin distinguir entre sexos o edades. Los servidores angoleños no había sido la excepción y habían sido asesinados a veces con mayor crueldad que los propios blancos, por traidores. Otros, más afortunados o más listos, se habían unido a los atacantes y habían desaprecido en la selva. Finalmente, habían quemado las plantaciones y destruido las granjas, así como una misión salesiana y un dispensario médico. Los nombres de Lucunga, Ucua, Mucaba, Songo, Sanza Pombo, Carmona, Negaje, Ambriz,…habían quedado grabados en nuestra memoria de los horrores de los inicios de lo que iba a ser una larga guerra colonial.
El gobierno portugués veía con aprensión la posibilidad de que se reprodujera en Angola el mismo proceso que había llevado a la independencia de la colonia belga, con esa escalada de masacres, de provocaciones para desatar la represión militar y policial –que en Angola no se había hecho esperar y había sido violentísima e indiscriminada- . Así hasta lograr que los blancos abandonasen el Congo. La comunidad internacional, bienpensante, liberal y envidiosa de nuestro subsistente Imperio, ignorante del humanismo portugués que subyacía en nuestra misión civilizadora, nos dejaría solos frente al peligro. Pero, en fin, también habían dejado sola a Francia en Argelia, a la España republicana, a Checoslovaquia, a Polonia. La solidaridad y la razón de Estado no suelen ir del brazo.
Manteníamos todavía un imperio que era veinticinco veces la extensión de Portugal, de lo que alardeábamos en los aeropuertos, en la Gares Marítimas donde, en grandes paneles, proclamábamos Portugal não é um país pequeno. Angola tampoco era pequeña, era catorce veces Portugal. Desde hacía apenas diez años se había empezado a explorar y colonizar el planalto, terra incógnita hasta los años cuarenta. Hacía un par de años había habido ya algunas agitaciones, como la intentona del general Botelho Moniz, vendido a los anglo-americanos, que hizo que el señor Doutor tuviera que quitarle la cartera de Defensa, la crisis del paquebote Santamaría, los enredos del embajador americano, la actitud envidiosa de Francia que, como siempre, hacía el caldo gordo a todos los que podían poner en peligro o arruinar algunos de sus rivales…
-No es mi voluntad entrar en ese juego espiral para que Inglaterra y los Estados Unidos terminen aconsejándonos, forzándonos a marcharnos de nuestras provincias de Ultramar. Ya hace unos años, en plena guerra mundial, usted era muy joven, sería un niño, yo había sopesado la idea de trasladar el gobierno y la capital a Luanda, a lo que siempre fue São Paulo de Loanda. Si no lo hice fue porque tuve las suficientes garantías de los ingleses de que impedirían una posible invasión española y germana, esa segunda guerra de las Naranjas con las que soñaban muchos en Madrid, entre ellos el perverso cuñado del general, ese don Nicolás que se dedicó a trasegar cereal para sus camiones…, pero además, a la postre, no quise que pareciera que huíamos, como sucedió con don Pedro en 1808, y que, como bien sabe, permitió que Brasil se separase de la madre patria.
Ahora se trata de nuevo de Brasil. Al cabo, Brasil no fue una mala experiencia y hoy conviven allí en una feliz concordia racial los portugueses con los africanos y con todos los demás ciudadanos que han venido de todo el mundo, de Italia, de Alemania, de Yugoslavia, del Japón. Recuerde que si Dios creó los blancos y los negros, Portugal creó los mestizos. Angola no puede dejar de ser lusíada. Es una prolongación del territorio metropolitano, cada vez debe estar más unida a él, más identificada con él. No renuncio a la realización del Portugal Mayor, esa idea que llevamos desde ha ce siglos, que nos impulsó a conquistar nuevas tierras.
Pero si hubiera existido la ONU en 1822, añadió el Presidente del Consejo, alterándosele la voz, con un pasajero fulgor de indignación, Brasil no existiría, sería tierra de barbarie sin la aportación fecunda de los portugueses y de la inmigración europea. Africa no es de los negros solamente
Yo había leído hacía poco la obra de Stefan Zweig y, como muchos, me preguntaba si ese sería el país del futuro y cuándo acontecería ese futuro incesantemente anunciado, pues el futuro se acercaba a toda prisa y Brasil seguía en manos de los garimpeiros y de los bon vivants a pesar de los esfuerzos de Goulart por encarrilar los tumultos políticos amazónicos.
-La única solución para conservar Angola, continuó sin pausa el señor Doutor, hablando en el vacío, sin mirarme, sin preguntarme ni mostrar el mínimo interés por mi reacción – es convertirla en un nuevo Brasil, un Estado asociado a Portugal, con fuertes vínculos culturales y comerciales. Sólo así podremos conservar Africa. Así conseguiremos vencer el cerco de incompresión internacional. Y si Angola resiste, Mozambique, Guinea, Cabo Verde resistirán. No quiero otra Katanga, no quiero una Argelia, ni una Goa (creía percibir que la voz clara del doctor se empañaba, dudaba un segundo). No podemos dar lugar a eso, ni abandonar a esos pueblos que sólo en nosotros confían para continuar su camino hacia el progreso y la civilización.
No apruebo, y esto que quede en entre estos muros –dijo, mirando furtivamente a la estantería de madera, lugar idóneo para que hubiera malévolos micrófonos disimulados tras las pilas de libros de la hacienda del Estado-, la táctica del general …de la tierra quemada, no somos animales, quiero que la paz reine en Portugal y todo su Imperio. Lo que quieren los bandoleros es que perdamos los nervios. Hay que evitar los dislates de algunos militarones.
Salazar hizo una pausa, tocó un timbre a su derecha y me miró, por primera vez, como invitándome a responder. Durante unos minutos permanecimos en silencio, mientras se retiraba la sirvienta de almidonados mandiles y negras sayas con la bandeja y los vasos vacíos, tras haber dejado otros sobre la mesilla de cristal. Yo pensaba en los grandes sueños de Norton de Matos, cuya familia era amiga de la mía, que gustaba de repetir « Angola será un nuevo Brasil ». Preferí no aludir al egregio virrey, gobernador, embajador, porque temía que hubiera caído en póstuma desgracia para Salazar. Y además, ¿para qué quitar al señor doctor la ilusión de que lo que decía era una idea novedosa, genial ?
-Pero, señor Presidente, yo ¿qué puedo hacer en estos planes? Es un honor inmenso para mí que me haya llamado, pero estoy un poco confuso…
Había olvidado todo lo que había pensado decirle, las ideas, hasta las palabras. Asentí, sin más diálogo, a cuanto él iba diciendo, incapaz de argumentar nada, a pesar de que yo era tenido en mi pequeño círculo de amigos como uno de los más ocurrentes, con más ideas. Allí, en aquel despacho severo, se me habían ido todas las fuerzas, todas las ideas. Estaba mudo y sólo asentía, fascinado por aquel monólogo perfectamente coherente, como un informe judicial, que el doctor iba declinando con una voz monótona, lisa.
-Necesito alguien, ajeno a toda administración, a todo movimiento político. Es más, incluso que sea más liberal, como sé que es usted (me conocía y sabía, sin duda, de todos mis deslices de salón), para ir a Luanda, a Novo Redondo, a Gabela, visitar los colonos alemanes de Quilumbo, Vila Nova, Cela, todas esas quintas que se extienden por el Cuanza Sur, y encontrarse con una serie de personas cuyos nombres y acceso mi secretario le facilitará, para explorar la posibilidad de crear un movimiento natural, angoleño, blanco, que pueda hacer algún activismo por una independencia como la de la Unión Sudafricana, como la que está tramando el zorro de Ian Smith en Rodesia. Pero debemos contar sobre todo con los alemanes. Tienen el sisal, el café, tienen contactos con los emporios mineros del Transvaal y de Africa del Sudoeste, tienen dinero y están organizados. Pero no quiero aventuras del tipo Lagaillarde[1].
La misma prehistórica sirvienta (algo así como una ursulina camarera de las que nos deleitaban en las pudibundas Pousadas de Portugal en Estremoz o Elvas cuando paraba camino de mis cacerías), procedente probablemente de la cantera inagotable de Vimieiro, trajo otra bandeja de plata con el consabido vaso y correspondiente su frasca de cristal -ya no era la legendaria María la que le servía directamente-. Habían pasado varios minutos desde que el doctor había presionado el botón. En aquella casa, en aquel gobierno, no había prisa, ese era el mensaje. Quizás era la misma frasca que había dejado hacía un rato en el vestíbulo. Con la misma agua.
El señor doctor se sirvió con parsimonia. Nadie me ofreció agua nunca más. Era una estrategia para vencerme por la sed y que aceptara aquel dudoso, y quizás peligroso, encargo.
-Ya se que los alemanes pretendieron colonizar nuestro planalto, resarciéndose de la pérdida del Sudoeste en 1919, dijo el señor doutor, como adivinando mis reservas. Y los italianos, los ingleses, todos acechan, todos querrán cobrarse los despojos de nuestra provincia si algún día la abandonáramos.
Sorbió con parsimonia del cristalino vaso y añadió, firme y profético, « lo que no sucederá mientras yo viva».
-El mayor peligro, sin embargo, es Sudáfrica. Su codicia no tiene límites. Yo sólo puedo parar la presión sudafricana, anglo-holandesa, en el fondo, oponiéndoles la fuerza de una colonia bien organizada, multirracial. Y eso, mi querido amigo, sólo con alemanes podemos confiar en llevarlo a buen puerto. Los portugueses tenemos blandas costumbres, no nos aferraríamos a la presa, abandonaríamos. Portugal va a garantizar, qué duda cabe, la seguridad militar, las fronteras. Pero precisamos de un proyecto civil, de un programa económico. Y la columna vertebral de la futura economía angoleña pasará, en los campos, por los hacendados alemanes. De los puertos, de las refinerías, de la Bahía de los Tigres, objeto de la codicia sudafricana, nos ocuparemos nosotros. Pero el interior será alemán.
[1] Uno de los jefes de la OAS, muerto en Madrid en febrero de 1961.
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