Misión en Angola, 5. Los contubernios contra Portugal

Una vez despachado el contubernio sudafricano, el señor doutor atacó una rapsodia anticastellana de las que a mi me gustaban por aquella época y a la que no podía por menos que asintir alborozado, sintiéndome que comulgaba en todas las ideas de nuestro prócer. Pues si los boers y sus aventuras me resultaban algo lejanas, a pesar de haber leído con fruición algunos relatos de Conan Doyle, que cubrió aquella sangrienta guerra, la enemiga castellana era mi canción de cuna, los cuentos de mi infancia y mis primeros sobresalientes en historia patria. Desde los albores de Aljubarrota hasta la guerra de las Naranjas, me sabía de memoria todos los agravios perpetrados por tan avieso enemigo. Que el señor Doutor evocase el peligro castellano con motivo de la salvación de nuestras provincias ultramarinas, no hacía sino confirmarme su preclara visión de la historia.

– No se engañe usted, España está al acecho aquí al lado, las provincias de ultramar son nuestra única fuerza, nuestro cordón sanitario. En cuanto perdiésemos nuestro Imperio, esperarían a que cayéramos en sus codiciosas manos como una fruta madura. Toda la historia de Portugal no ha sido más que la de nuestra testaruda (teimosa, decía el señor Doutor) resistencia a ser absorbidos, asimilados, engullidos por Castilla. Y ha acontecido con todos los gobiernos, con todos los Estados -se embalaba el Presidente del Consejo-, desde los Felipes españoles, Godoy, los apoyos a los Miguelistas, que distaban mucho de ser tan generosos y desinteresados como el absurdo Don Miguel suponía, pues através de la ayuda se nos colaban por Duero las tropas españolas; y no olvide usted las tentativas durante la República, del socialista Prieto, para entregar armas a los irredentos de 1934, hace ahora treinta años casi justos, los editoriales del falangista ‘Arriba’ clamando por la anexión, en pleno poderío de Serrano Súñer, ese que llamaban el cuñadísimo (que el agitado Teotonio Pereira le reproducía en sus telegramas). Nuestro último bastión es Ultramar. Si lo perdiéramos no tendríamos más línea de resistencia y, ya fuera por la fuerza, que no creo, o mediante inversiones, Portugal pasaría a ser un apéndice peninsular. Nuestro designio histórico nos obliga a defender con imaginación, con energía y con visión de futuro, nuestra lusitanidad pluricontinental.

El palacete donde me recibió Salazar

EL palacete donde me recibió Salazar

Yo recordaba al escucharle mis atisbos de la España imperial, en aquel poblacho de Badajoz, polvoriento y destartalado, donde lo único que se podía comprar eran caramelos y algún cigarro puro reseco. Se me habían quedado grabados los guardias civiles hoscos y con olor a sudor, correaje y tabaco y los arrieros agitanados que se arremolinaban ante el Mercedes de mi padre. Todos aquellos inquietantes símbolos de un pueblo taimado, brutal y maleducado, dispuesto a arrebatarnos la nacionalidad al menor descuido.

– Y hoy en día, continuaba Salazar, Inglaterra ya no es apoyo, nos toleran pero nos envidian. Incluso a Sudáfrica la considero un aliado interesado, recuerde usted los boers, cómo pretendían ir extendiéndose como una mancha de aceite hacia el norte del Cunene. Inglaterra se sirvió de la famosa Alianza durante cuatro siglos, hasta que perdió la India. No oculto que nos sirvió para contrarrestar la codiciosa España, que aún hace sólo veinte años coqueteaba con los alemanes dando a entender cuán fácil les resultaría invadirnos. Por eso les tuve que ceder las Lajes, en mis queridas Azores, para equilibrar el peso sobre la Península, totalmente escorada hacia Alemania por culpa de Franco.

….

-Mi asistente le facilitará cuantos datos necesite, los papeles y cartas de introducción. Pero no espere que nadie de esta casa, e hizo un gesto hacia el techo, salga en su ayuda si las cosas se tuercen. No me volverá a ver. Cuando vuelva, en un par de meses, se entrevistará con mi asistente, al que deberá usted entregar un informe de por lo menos cien páginas. Quiero nombres, haciendas, datos sobre los bienes, lo que se dice en las haciendas alemanas, quiénes son de fiar, con quién podemos contar. El conde Von Bodenberg tiene buena cabeza, pero no quiero que venga por aquí, sería indiscreto, peligroso. Usted será el mensajero, el intermediario, el correo. Y además, necesitamos que no adquiera mucho protagonismo. Esta acción será llevada a cabo por Portugal y por los portugueses.

El resto de aquella velada trascurrió escuchando el cansino monólogo del señor Doutor, su disertación sobre la obra civilizadora, nuestras provincias, la voluntad de los pueblos, la subversión, la excesiva humildad de los portugueses rayana para él en el servilismo ante las grandes potencias, los informes de Teotonio Pereira –del que se fiaba sólo a medias por considerarlo un anglófilo, un exagerado y un alarmista-, las insidias de los capitalistas y de los traficantes de armas, la perversidad de los suecos, que por un lado eran los apóstoles de la democracia y por otro vendían armas a los insurgentes, los judíos y todos los demás grupos especialmente dilectos para Salazar.

Cuando salí era noche cerrada. Seguía lloviendo lentamente, con tristeza, como si nunca hubiera dejado de llover ni fuera a dejar hasta el fin de los tiempos. Un taxi me estaba esperando, con las luces discretamente apagadas y el motor parado, llamado sin duda con la debida antelación por los sumisos y silenciosos guardias republicanos que custodiaban San Bento.

Eran todavía los tiempos en que el Presidente del Consejo aún tenía cierta paciencia y conservaba una cierta esperanza en que el inmenso imperio ultramarino, venticinco veces más grande que el Portugal continental, seguiría siendo una nación plurinacional bajo el empuje de la raza portuguesa. Africa, como diría el profesor Caetano, no era sólo de los negros. Eran los tiempos suaves en que su fiel María seguía preparándole suculentos platos del Portugal profundo y oficiando de ama de llaves, de jefa incógnita del gabinete, además de servirle para espantar mosconas del tipo de la señorita Christine Garnier que hacía unos años, con motivo de unas sospechosas Vacances avec Salazar, había intentado seducirlo y robarle a su verdadera y única esposa, Lusitania. Hay encontradas versiones de si el señor Doutor cayó en la tentación. Mis amigos más iconoclastas sostienen que era impotente, mientras otros reivindican un machismo oculto del que el Presidente del Consejo gustaba hacer gala con toda la hipocresía del católico aldeano que siempre fué. El señor doutor seguiría soltero, casado sólo con Lusitania y prisionero de la residencia de san Bento y el fuerte de San Julián donde pasaba algunos días del estío.

El señor Doutor había tenido que trasladarse a San Bento a raíz de un atentado fallido. Pero no le gustaba, añoraba su pequeño y pacato piso de solterón ensimismado y se le notaba. Era difícil recordar si en todo el despacho, en el que trabajaba hasta altísimas horas todos los días de la semana, como un rey Felipe encerrado en El Escorial verificando y anotando hasta la más nimia correspondencia de Indias, era difícil, digo, recordar si había algún detalle personal. Creo que no, quizás una pluma con la que jugueteó brevemente para volverla a colocar en la escribanía. Ni una fotografía, ni un libro dejado como al azar, ni un papel manuscrito. Pareciera como si aquel despacho de maderas oscuras, barnizadas, lisas, impecables, se hubiera usado por primera vez para recibirme a mí, anónimo y gris súbdito.

-Ya recibirá el señor instrucciones, me susurró un personaje gris, de gafas, que me acompañó mudo hasta la salida, y que parecía una especie de edecán más que un secretario civil. Su cara me resultaba familiar, como un vago recuerdo de mis años universitarios.

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Misión en Angola. 4. El Doctor Oliveira Salazar. Una tarde en São Bento.

Era del año la estación lluviosa. La Calzada de Estrela relucía y los rieles de los tranvías rayaban la sombra brillante en la inútil espera de un eléctrico amarillo. No había nadie en las calles, el país no estaba para muchas alegrías. Las farolas marcaban conos macilentos, dejando el fondo del parque en la penumbra. Postigos cerrados y apenas alguna ventana lejana denunciaba la presencia de algún callado vecino que tal vez escuchara la radio inglesa tras los visillos.

Podría decir que tengo nostalgia, sin embargo, de aquella tristeza que se abatía sobre la ciudad entera, bajo la llovizna. O quizás fuese el tedio, esa ceniza que cubría mi vida forense y amorosa. Pero es más probable que mi nostalgia provenga de que a partir de aquella noche empecé a perder la inocencia, el amor y la fe. Y las ganas de trabajar.

El taxi negro con el techo verde nilo me dejó en la esquina de la rua da Imprensa a Estrela. Un guardia, con el quepis reluciente, observaba desconfiado mis movimientos. Cuando me acerqué se puso rígido y se acercó, cortándome el paso. Le mostré un papel que traía cuidadosamente doblado en el bolsillo del gabán.

-Sígame, señor.

imagesSin necesidad de llamar, como si alguien hubiera estado atisbando por algún escondido tragaluz, la puerta de la pequeña casa que pega a la verja, se abrió, iluminando fugazmente la calzada, como un triángulo blanco. Otro guardia se adelantó, me pidió la cédula personal y tras apuntar los datos en un libro de entradas, se encaminó hacia una puerta.

-Sígame, señor.

La vivienda del Presidente del Consejo de Ministros no era, comprobé, más grande que la de muchos amigos míos, instalados suntuosamente muy cerca de allí, en la rua Borges Carneiro, en Miguel Lupi o en la rua das Praças. Ni siquiera había paneles de azulejos. Sólo un impecable suelo de mármol, que brillaba como si hubiera sido pulido ese mismo día, denotaba un aséptico lujo. Los muebles, con ser de buena factura y nobles maderas, no hubieran entonado en la quinta de mis abuelos, cerca de Moura.

El guardia me dejó unos instantes en un recibidor amplio, a donde acudió, también como por transmisión del pensamiento, sin mediación de señal acústica ni eléctrica, una uniformada criada, ya de cierta edad (anterior a la era eléctrica, desde luego), que traía en una bandeja de plata, un vaso y una pequeña frasca de cristal con agua que dejó, con apenas un tintineo, sobre un velador.

Nadie me había invitado a sentarme y allí permanecí, con mi gabán algo mojado y mis zapatos húmedos, en el mismo centro de la habitación. Apenas me atrevía a mirar hacia un gran espejo que sobre una chimenea había por temor a verme encogido, nervioso, despeinado.

Oí unos pasos quedos, sacerdotales, casi monjiles ; alguien se acercaba sin apresurarse, con seguridad.

Había visto alguna vez de lejos al señor doctor, al doctor Oliveira Salazar, en algún acto más o menos académico, pero nunca había tenido la ocasión de contemplarlo frente a frente. Me pareció elegante pero con la misma elegancia que puede portar un alto oficial de una banca londinense, sin concesión alguna al adorno o a una mínima libertad indumentaria. Creo recordar que iba de negro y con una camisa blanquísima, con una corbata oscura, quizás negra también.

Me saludó breve, casi apresuradamente, con una mano algo marmórea. La mía me temo que transpiraba a pesar de que llevaba un rato frotándola denodadamente en el bolsillo.

-Sígame, señor, tenga la bondad.

El vaso quedó en la bandeja, olvidado en aquel descabalado velador del vestíbulo, y yo empezaba a convencerme que la conocida austeridad del dictador también se extendía al vocabulario utilizable en la residencia oficial.

El señor doctor se sentó tras su despacho, una mesa severa, reluciente de barniz y con apenas un par de carpetas, unos folios en blanco, y una escribanía de cuero donde reposaba, solitaria como un proyectil perdido, una enorme estilográfica de plata.

-Tengo las mejores referencias suyas y de su familia, comenzó, con un leve atisbo de sonrisa, la única que le percibiría en toda la entrevista. Su abuelo se distinguió en las algaradas que siguieron el cobarde atentado que costó la vida a don Carlos y a don Luis. Y nuestra bella villa de Alcácer no sería la misma si no hubiera sido por la honesta y eficaz tarea de su padre –mi padre había sido durante casi ocho años alcalde de esa villa alentajana donde, efectivamente, se había desvivido por organizar un pequeño dispensario, reconstruir unas cuantas escuelas y restaurar el moruno castillo-. En fin, éso y las inmejorables noticias que me ha facilitado el señor Queiroz de M, hacen de usted la persona idónea para encomendarle una misión muy delicada.

-El señor Presidente del Consejo dirá, dije, pensando con alborozo en que me ofrecería un puesto de gobernador civil en alguna adormilada ciudad del Alentejo, territorio que me era sumamente caro y en el que mi familia se había ilustrado durante siglos con un paternalismo y un cristianismo ejemplar, además de hacer una fortuna en aceite de oliva y corcho.

-Sé, además, que habla alemán, añadió, con un suave tecleo de la carpeta que tenía sobre la escribanía.

De repente se desvanecían mis sueños de gobernación provincial. Mi presunto dominio de la lengua alemana era uno de los mitos mejor cultivados por mí en el despacho. Había pasado, en efecto, un verano en la aburridísima y pacata ciudad de Münster, por orden de mi padre que bajo ningún concepto estaba conforme con mis ociosos veraneos en la quinta, sesteando y cogiéndole su Vauxhall favorito para llenarlo de polvo por los carriles de la provincia. Unos cursos seguidos con pereza en los servicios culturales de la embajada alemana habían bastado, para que entre mis colegas abogados y pasantes, fuera el único capaz de descifrar una carta de algún proveedor, o un despacho aduanero de la Afrika Amerika Line. Pero de ahí a hablar la lengua tedesca había tanta distancia como de Lisboa a la Isla Terceira.

-Está usted al corriente, me figuro, de la situación que se vive en nuestra amada provincia Angola desde hace unos meses, del temor en que viven tantas familias portuguesas y africanas amenazadas por los asesinos comunistas…

(Otro de los mitos tejidos en torno a mi humilde persona era mi « amplio conocimiento de la vida internacional », basado en que de vez en cuando hojeaba Le Monde, que compraba, cuando no era retenido por la censura, en la Tabacaría de la rua da…., sin entender apenas los titulares, y en que de vez en cuando citaba a Churchill o a De Gaulle en algunas de mis tertulias con los colegas del despacho, todos ellos procedentes del fondo de la Beira Alta, aturdidos por la capital, deslumbrados por mis apariencias de señor cosmopolita y para quienes cualquier estadista extranjero era el marchamo de dignidad y alcurnia.)

Sí, en efecto, todos sabíamos de los luctuosos acontecimientos que habían sacudido nuestra obra civilizadora. Hacía apenas unos meses, grupos de terroristas procedentes del antiguo Congo Belga habían atravesado la frontera, se habían adentrado en los distritos de Zaire y Uige, y sin motivo aparente (por lo menos para nosotros, que estábamos apaciblemente dormidos en los laureles de nuestro extenso y anacrónico imperio basado en el sano principio de que el Estado garantizaba la pax lusitana mientras unos cuantos empresarios hacían su agosto entre inmensas plantaciones, concesiones mineras y la explotación a fondo del negocio del Estado con sus vías férreas, construcciones y otros benéficos proyectos ) habían atacado a los colonos europeos, asesinando a centenares de ellos (sólo a principios de 1961, habían también matado a ochocientos en el norte del país) sin distinguir entre sexos o edades. Los servidores angoleños no había sido la excepción y habían sido asesinados a veces con mayor crueldad que los propios blancos, por traidores. Otros, más afortunados o más listos, se habían unido a los atacantes y habían desaprecido en la selva. Finalmente, habían quemado las plantaciones y destruido las granjas, así como una misión salesiana y un dispensario médico. Los nombres de Lucunga, Ucua, Mucaba, Songo, Sanza Pombo, Carmona, Negaje, Ambriz,…habían quedado grabados en nuestra memoria de los horrores de los inicios de lo que iba a ser una larga guerra colonial.

El gobierno portugués veía con aprensión la posibilidad de que se reprodujera en Angola el mismo proceso que había llevado a la independencia de la colonia belga, con esa escalada de masacres, de provocaciones para desatar la represión militar y policial –que en Angola no se había hecho esperar y había sido violentísima e indiscriminada- . Así hasta lograr que los blancos abandonasen el Congo. La comunidad internacional, bienpensante, liberal y envidiosa de nuestro subsistente Imperio, ignorante del humanismo portugués que subyacía en nuestra misión civilizadora, nos dejaría solos frente al peligro. Pero, en fin, también habían dejado sola a Francia en Argelia, a la España republicana, a Checoslovaquia, a Polonia. La solidaridad y la razón de Estado no suelen ir del brazo.

Manteníamos todavía un imperio que era veinticinco veces la extensión de Portugal, de lo que alardeábamos en los aeropuertos, en la Gares Marítimas donde, en grandes paneles, proclamábamos Portugal não é um país pequeno. Angola tampoco era pequeña, era catorce veces Portugal. Desde hacía apenas diez años se había empezado a explorar y colonizar el planalto, terra incógnita hasta los años cuarenta. Hacía un par de años había habido ya algunas agitaciones, como la intentona del general Botelho Moniz, vendido a los anglo-americanos, que hizo que el señor Doutor tuviera que quitarle la cartera de Defensa, la crisis del paquebote Santamaría, los enredos del embajador americano, la actitud envidiosa de Francia que, como siempre, hacía el caldo gordo a todos los que podían poner en peligro o arruinar algunos de sus rivales…

-No es mi voluntad entrar en ese juego espiral para que Inglaterra y los Estados Unidos terminen aconsejándonos, forzándonos a marcharnos de nuestras provincias de Ultramar. Ya hace unos años, en plena guerra mundial, usted era muy joven, sería un niño, yo había sopesado la idea de trasladar el gobierno y la capital a Luanda, a lo que siempre fue São Paulo de Loanda. Si no lo hice fue porque tuve las suficientes garantías de los ingleses de que impedirían una posible invasión española y germana, esa segunda guerra de las Naranjas con las que soñaban muchos en Madrid, entre ellos el perverso cuñado del general, ese don Nicolás que se dedicó a trasegar cereal para sus camiones…, pero además, a la postre, no quise que pareciera que huíamos, como sucedió con don Pedro en 1808, y que, como bien sabe, permitió que Brasil se separase de la madre patria.

Ahora se trata de nuevo de Brasil. Al cabo, Brasil no fue una mala experiencia y hoy conviven allí en una feliz concordia racial los portugueses con los africanos y con todos los demás ciudadanos que han venido de todo el mundo, de Italia, de Alemania, de Yugoslavia, del Japón. Recuerde que si Dios creó los blancos y los negros, Portugal creó los mestizos. Angola no puede dejar de ser lusíada. Es una prolongación del territorio metropolitano, cada vez debe estar más unida a él, más identificada con él. No renuncio a la realización del Portugal Mayor, esa idea que llevamos desde ha ce siglos, que nos impulsó a conquistar nuevas tierras.

Pero si hubiera existido la ONU en 1822, añadió el Presidente del Consejo, alterándosele la voz, con un pasajero fulgor de indignación, Brasil no existiría, sería tierra de barbarie sin la aportación fecunda de los portugueses y de la inmigración europea. Africa no es de los negros solamente

Yo había leído hacía poco la obra de Stefan Zweig y, como muchos, me preguntaba si ese sería el país del futuro y cuándo acontecería ese futuro incesantemente anunciado, pues el futuro se acercaba a toda prisa y Brasil seguía en manos de los garimpeiros y de los bon vivants a pesar de los esfuerzos de Goulart por encarrilar los tumultos políticos amazónicos.

-La única solución para conservar Angola, continuó sin pausa el señor Doutor, hablando en el vacío, sin mirarme, sin preguntarme ni mostrar el mínimo interés por mi reacción – es convertirla en un nuevo Brasil, un Estado asociado a Portugal, con fuertes vínculos culturales y comerciales. Sólo así podremos conservar Africa. Así conseguiremos vencer el cerco de incompresión internacional. Y si Angola resiste, Mozambique, Guinea, Cabo Verde resistirán. No quiero otra Katanga, no quiero una Argelia, ni una Goa (creía percibir que la voz clara del doctor se empañaba, dudaba un segundo). No podemos dar lugar a eso, ni abandonar a esos pueblos que sólo en nosotros confían para continuar su camino hacia el progreso y la civilización.

No apruebo, y esto que quede en entre estos muros –dijo, mirando furtivamente a la estantería de madera, lugar idóneo para que hubiera malévolos micrófonos disimulados tras las pilas de libros de la hacienda del Estado-, la táctica del general …de la tierra quemada, no somos animales, quiero que la paz reine en Portugal y todo su Imperio. Lo que quieren los bandoleros es que perdamos los nervios. Hay que evitar los dislates de algunos militarones.

Salazar hizo una pausa, tocó un timbre a su derecha y me miró, por primera vez, como invitándome a responder. Durante unos minutos permanecimos en silencio, mientras se retiraba la sirvienta de almidonados mandiles y negras sayas con la bandeja y los vasos vacíos, tras haber dejado otros sobre la mesilla de cristal. Yo pensaba en los grandes sueños de Norton de Matos, cuya familia era amiga de la mía, que gustaba de repetir « Angola será un nuevo Brasil ». Preferí no aludir al egregio virrey, gobernador, embajador, porque temía que hubiera caído en póstuma desgracia para Salazar. Y además, ¿para qué quitar al señor doctor la ilusión de que lo que decía era una idea novedosa, genial ?

-Pero, señor Presidente, yo ¿qué puedo hacer en estos planes? Es un honor inmenso para mí que me haya llamado, pero estoy un poco confuso…

Había olvidado todo lo que había pensado decirle, las ideas, hasta las palabras. Asentí, sin más diálogo, a cuanto él iba diciendo, incapaz de argumentar nada, a pesar de que yo era tenido en mi pequeño círculo de amigos como uno de los más ocurrentes, con más ideas. Allí, en aquel despacho severo, se me habían ido todas las fuerzas, todas las ideas. Estaba mudo y sólo asentía, fascinado por aquel monólogo perfectamente coherente, como un informe judicial, que el doctor iba declinando con una voz monótona, lisa.

-Necesito alguien, ajeno a toda administración, a todo movimiento político. Es más, incluso que sea más liberal, como sé que es usted (me conocía y sabía, sin duda, de todos mis deslices de salón), para ir a Luanda, a Novo Redondo, a Gabela, visitar los colonos alemanes de Quilumbo, Vila Nova, Cela, todas esas quintas que se extienden por el Cuanza Sur, y encontrarse con una serie de personas cuyos nombres y acceso mi secretario le facilitará, para explorar la posibilidad de crear un movimiento natural, angoleño, blanco, que pueda hacer algún activismo por una independencia como la de la Unión Sudafricana, como la que está tramando el zorro de Ian Smith en Rodesia. Pero debemos contar sobre todo con los alemanes. Tienen el sisal, el café, tienen contactos con los emporios mineros del Transvaal y de Africa del Sudoeste, tienen dinero y están organizados. Pero no quiero aventuras del tipo Lagaillarde[1].

La misma prehistórica sirvienta (algo así como una ursulina camarera de las que nos deleitaban en las pudibundas Pousadas de Portugal en Estremoz o Elvas cuando paraba camino de mis cacerías), procedente probablemente de la cantera inagotable de Vimieiro, trajo otra bandeja de plata con el consabido vaso y correspondiente su frasca de cristal -ya no era la legendaria María la que le servía directamente-. Habían pasado varios minutos desde que el doctor había presionado el botón. En aquella casa, en aquel gobierno, no había prisa, ese era el mensaje. Quizás era la misma frasca que había dejado hacía un rato en el vestíbulo. Con la misma agua.

El señor doctor se sirvió con parsimonia. Nadie me ofreció agua nunca más. Era una estrategia para vencerme por la sed y que aceptara aquel dudoso, y quizás peligroso, encargo.

-Ya se que los alemanes pretendieron colonizar nuestro planalto, resarciéndose de la pérdida del Sudoeste en 1919, dijo el señor doutor, como adivinando mis reservas. Y los italianos, los ingleses, todos acechan, todos querrán cobrarse los despojos de nuestra provincia si algún día la abandonáramos.

Sorbió con parsimonia del cristalino vaso y añadió, firme y profético, « lo que no sucederá mientras yo viva».

-El mayor peligro, sin embargo, es Sudáfrica. Su codicia no tiene límites. Yo sólo puedo parar la presión sudafricana, anglo-holandesa, en el fondo, oponiéndoles la fuerza de una colonia bien organizada, multirracial. Y eso, mi querido amigo, sólo con alemanes podemos confiar en llevarlo a buen puerto. Los portugueses tenemos blandas costumbres, no nos aferraríamos a la presa, abandonaríamos. Portugal va a garantizar, qué duda cabe, la seguridad militar, las fronteras. Pero precisamos de un proyecto civil, de un programa económico. Y la columna vertebral de la futura economía angoleña pasará, en los campos, por los hacendados alemanes. De los puertos, de las refinerías, de la Bahía de los Tigres, objeto de la codicia sudafricana, nos ocuparemos nosotros. Pero el interior será alemán.

[1] Uno de los jefes de la OAS, muerto en Madrid en febrero de 1961.

Los ministros de una dictadura son siempre malos, ¿o no? Adriano Moreira, un buen ministro de Oliveira Salazar

Nos llena siempre de perplejidad –en nuestra simpleza o nuestros prejuicios- tener noticia o re-conocer cómo hombres que sirvieron a una dictadura pueden ser más honestos, íntegros, cultos e inteligentes que muchos de los que hoy se reclaman de la democracia. Produce desconcierto ver cuán raros son los ministros de gran talla humana y política que el régimen parlamentario ha producido en España y Portugal. En nuestra ingenuidad pensábamos que todo demócrata siempre sería superior a un conservador reaccionario. Gran error que la realidad actual de Portugal y España se está encargando de desmentir a diario.adriano-moreira-c1b2

Así, observamos que hubo ministros de Salazar, como de Franco, que no fueron intrigantes, que cumplieron con cuidado y esmero su misión, que sirvieron a su país. E incluso, como Adriano Moreira, que fueron encarcelados por actividades contra el Régimen. Leer las biografías de algunos nos revela que no hay poder monolítico y que los matices y sensibilidades de los que sirvieron esos regímenes fueron muy variadas.

Adriano Moreira (Grijó, 1922), en su excelente autobiografía, A espuma do tempo. Memórias do tempo de vésperas (Ed. Almedina, www.almedina.net, Coimbra, 2009, 465 páginas), cuenta cómo era hijo de un policía y de una costurera que llegaron a Lisboa desde la lejana Tras-os-Montes, donde nació. Con una infancia y adolescencia humildes, estudió, y llegó a altos puestos del Foro, de la Universidad y del Estado.

Jurista y constitucionalista, aceptó ser Ministro de Ultramar con Salazar, con el afán de mejorar las condiciones de vida en las colonias. Su idea es que una persona no podá excusarse de servir a su patria. Así, consiguió en 1961 la abolición del Estatuto del Indigenato, un paso casi tan importante como la de la esclavitud en el siglo XIX. Se apartó discretamente del régimen por desacuerdo con la política militar en las colonias. Tras haber pasado por el Parlamento como diputado del CDS, es Presidente de la Academia de Ciencias de Lisboa.

En su libro, despacha con lucidez el desastre y desbandada que constituyó el abandono de las colonias y de centenares de miles de personas, negros, blancos y mestizos, tras el 25 de abril de 1974. Fueron dejados a su suerte, sin ningún heroísmo militar ni una mínima defensa de los intereses de la población portuguesa y africana. Pero ésto, en Portugal, sigue siendo políticamente incorrecto y se oculta a la opinión pública.6a00d83451e35069e2011570a5ad38970b-200wi

Profundamente cristiano, desde siempre del sector de la doctrina social de la Iglesia (el que hoy representa el Papa Francisco), está hoy preocupado por los valores éticos, que son supeditados a la ley del mercado –“los valores, sustituidos por el nuevo riquismo”, ha dicho hace poco- y considera que hay que respetar y mantener el Estado social, que forma parte de la esencia de la democracia verdadera, la de Jefferson. Como gran experto en política y derecho internacional, lamenta el fin del Euromundo. Está, en fin, profundamente preocupado por el futuro que dejaremos a nuestros hijos.

En este sentido, Adriano Moreira no es nada crepuscular, no es un vestigio del pasado, sino que sigue esforzándose en comprender la sociedad internacional y en explicarla a sus lectores. Leer sus libros, densos, bien documentados, es un estímulo y un acicate a la responsabilidad de los políticos.

Más: un buen artículo de António Sampaio da Nóvoa: Adriano Moreira: Um século sem bússola (Memórias do Outono Ocidental), Jornal de Letras, nº 130, www.jornaldeletras.sapo.pt