La desconocida estancia de Baroja y Azorín en la Sierra de Segura

A los biógrafos se les escapan muchos detalles. La mayor parte de la vida cotidiana de escritores suele quedar oculta tras sus ediciones, presentaciones, fracasos y éxitos. Para muchos biógrafos de escritores solamente cuenta lo que llaman crítica literaria.

Por eso, no es extraño que una corta estancia de Pío Baroja y Azorín en la Sierra de Segura, en los confines orientales de la provincia de Jaén, haya quedado oculta durante mucho tiempo. El hermano de Azorín, don Ramón Martínez Ruiz, ejercía de médico en La Puerta de Segura y estaba encargado del Dispensario Antipalúdico. Recibía revistas, periódicos y muchos libros que le enviaba su hermano cuando ya los había leído. Don Ramón pasaba largas veladas leyendo en su gabinete, alejado del ruido doméstico; su cultura era un secreto para sus familiares políticos, parientes de su mujer, doña Carlota, con los que sólo hablaba de medicina, vida saludable, alimentos sanos y la moderación que debía presidir las dietas de todos aquellos señores rurales. Los demás sólo hablaban de aceituna, aceite, capachos y ovejas. No siempre consiguió que siguieran una dieta correcta, aceptable, pues muchos abusaban del cerdo, la caza y las fuertes salsas con que se aderezan los platos serranos. Así, mi abuelo, su concuñado, terminaría con gota, otros tendrían problemas de azúcar y algunos estuvieron tosiendo por el tabaco hasta morir.

Quiero ahora consignar un hecho que tuvo lugar en la Sierra de Segura, donde nunca ha sucedido nada muy notable. Antes de la República, en los años veinte, don Ramón invitó a su hermano a pasar unos días de junio en la Casería de Santa Matilde, un cortijo umbroso, fresco, que se eleva sobre una colina entre olivares y montes de pinos, con un ancho panorama sobre las primeras estribaciones de la sierra. Allí estaría también su otro hermano, don Amancio, y tendrían asegurado el sosiego para leer y escribir, que eran sus ocupaciones principales. Al caer la tarde, con la fresca, pasearían despacio por los senderos que suben hacia la vieja ruina del castillo de la Espinareda, o irían en el Chevrolet hasta La Capellanía, en las faldas del Yelmo, por aquella carretera de macadam.

Azorín le pidió que invitase también a su cercano amigo, Pío Baroja. Esto aseguraba interesantes tertulias y conversaciones en las tibias veladas bajo el denso parral. Aquel año, la primavera había sido lluviosa y las noches eran muy agradables. Del jardín, presidido por el viejo júpiter (lagerstroemia indica) plantado por la gran señora doña Matilde Aguilar, suegra de don Ramón, se elevaban perfumes de flores, de tierra mojada y jugosa, fruto del trabajo de Tirso, el encargado fiel. La paz del campo, las comidas agradables y no pesadas, garantizaban a los escritores un solaz lejos de Madrid.

Don Ramón fue a recogerlos a la estación Baeza con su mecánico, almorzaron en Úbeda y en dos horas y media estaban en el cortijo. Para Pío Baroja el paisaje fue una revelación pues su experiencia andaluza era principalmente de la campiña cordobesa. Sus ideas sobre los andaluces se le hicieron añicos en aquella sierra jiennense, más murciana y levantina que andaluza, o incluso, en algunos pueblos, casi manchega. El había expuesto sus impresiones, con gracia y algo deshilachadas como siempre, en La Feria de los discretos, en 1905. Desde entonces, no había vuelto a tocar el tema andaluz, a pesar de que su padre había trabajado en la provincia de Huelva, en las minas de Río Tinto.

Don Ramón, detallista, nos ha dejado, en una de sus agendas médicas, bien encuadernadas, que le ofrecía anualmente Bailly-Baillière, unas breves notas de aquellos días de junio. Sólo ochenta años más tarde, hojeando sus papeles las he encontrado en una carpeta que, quizás, para que nadie las consultase, había rotulado en lápiz grueso rojo, ‘Yo, enfermo’. Además de las recetas y cartas de sus colegas a los que había consultado sobre sus achaques, estaba esa agenda. Creo que se había limitado a reseñar algunas frases, impresiones, de don Pío y de su hermano que se le quedaron grabadas. No es en absoluto un diario sino una especie de lista como una de esas de recados y de gastos que don Ramón solía guardar.

Es el registro telegráfico de aquellas veladas de verano de aquellos cuatro solitarios, pues aunque don Ramón y Azorín estaban casados con Carlota y Julia, sus vidas eran independientes, solitarias y ellas no compartían nada de sus inquietudes ni gustos. Ambas parejas eran perfectamente asépticas. De Pío Baroja no hace falta decir nada, gran solterón, en sus títulos ya se adivina, desde Las horas solitarias (1918) hasta Paseos de un solitario (1955). Don Amancio, más que un solitario, fue un hombre solo, muy solo, al que con cariño acogió muchas veces su hermano Ramón en la casería. Pero eran éstas, soledades creativas, no apesadumbradas, aunque a la mayoría la soledad voluntaria les parezca casi una enfermedad, una anomalía, sobre todo en una sociedad tan gregaria como la española.

He aquí algunas de sus anotaciones:

PB, “con las sombras del anochecer, parece un paisaje más nórdico que andaluz”,

Pepe (su hermano, Azorín), “las casas del pueblo son más levantinas que andaluzas, se parecen más a la del Collado…”.

PB “aquí no enjalbegan las casas, no es esto muy andaluz”.

Se refiere al Collado de Salinas, cerca de Monóvar, que era la casa de campo de los Martínez Ruiz. Es verdad que muchas casas se dejaban con piedra vista, serranas, otras con ladrillo sin enlucir, como a medio terminar, en todos estos pueblos, aún hoy, sin que los alcaldes hagan nada. A otras se les echan fachadas pardas, amarillentas, ocres, nada andaluzas, como si pintarlas de blanco fuera de pobres.

PB, “¿nadie ha querido estudiar los orígenes de estos castillos y esas torres?”

R (don Ramón) “dicen algunos que por aquí anduvo Prim”.

PB “no puede ser, y además no hay un solo papel, ya me gustaría encontrar datos para escribir una de las aventuras de don Eugenio” (Aviraneta).

Para don Pío, Andalucía era la tierra de los señoritos calaveras, de los caballos briosos, de gritos y cantes flamencos. Una tarde, don Ramón parece que hizo venir a Antonio y Domingo con sus laúdes, pues anota después,

PB “es curioso, que aquí no toquen la guitarra y en cambio haya tantos que sepan tocar el laúd”.

“aquí ni boleros ni fandangos”

“¡y jotas!”

La jota serrana despertaría la curiosidad de don Pío, que siempre ha dejado en sus libros, sobre todo los de ambiente vasco, transcripciones de cantares en euskera o en castellano, hoy ya perdidos. Ya no se canta en los campos, hay demasiado ruido de maquinaria. Su curiosidad por la antropología la heredó, sin duda, su sobrino, don Julio Caro Baroja (a quien recuerdo ver en la desaparecida librería Miessner, en la calle Ortega y Gasset, donde era recibido con mucho respeto y afecto; iba con su pajarita y hablaba bajo, con voz algo atiplada y como con una cierta timidez).

PB, pintura, Sorolla, Rembrandt.

Debieron hablar de pintura, algo que tanto a Azorín como a Baroja les interesaba mucho. Ya sabemos que a este último, el cubismo le parecía una sandez y un producto de los intelectuales bien situados. A don Ramón, el anfitrión, toda esta conversación le dejaría algo frío pues en su casa no había casi cuadros, sólo algunas estampas enmarcadas y una reproducción de la Mona Lisa que tuvieron que descolgar después de la guerra porque el párroco, un ultramontano especialmente zafio, dijo en un sermón que era una inmoralidad. Luego resultó que este cura del pueblo vivía abarraganado con una que decía que era una sobrina huérfana.

PB, “mucha gente con ojos azules”.

Efectivamente, hay por estos pueblos y aldeas muchos con ojos azules, no sabemos si restos de visigodos perdidos o de celtas. Baroja, gran observador, se dio cuenta inmediatamente. La misma mujer de don Ramón, Carlota, tenía unos bellos ojos azules.

PB “¿no hay ni un libro sobre la historia de estas sierras?”

PB rastacuero, ramplonería, pragmatistas.

Don Ramón sin duda anotó palabras que Baroja usaba a menudo en su conversación y que le llamaron la atención.

Debieron también hablar en esas veladas de viajes y países porque hay apuntes en la agenda:

Tánger, Basilea.

Hablarían de medicina, de fisionomía, pues Baroja era, no hay que olvidarlo, médico, aunque ejerció poco. Hablarían del paludismo, de las charcas insalubres junto al Guadalimar, de lo poco que hacía el Estado por aquel rincón de España.

Don Ramón no había salido todavía de España, con excepción, si se puede decir así, de un viaje con su mujer a Tánger, entonces Protectorado español. Más tarde iría a París, recorriendo muchos de los lugares que su hermano le había recomendado. De hecho, estuvieron en el mismo hotel de la Chaussée d’Antin en la que estuvo Azorín con doña Julia, su mujer.

Y hablaron, cómo no, de escritores, que don Ramón apuntó con esmero: Ibsen, Pedro Antonio de Alarcón, Goethe, Larra, Freud … y hay unas notas crípticas, ‘curas, misas, lecturas’.

Luego he leído en Baroja esa frase contundente que explica lo que conversaron los cuatro una noche:

“Cuando alguna vez las luces eléctricas del pueblo se apagan, yo siempre lo achaco al catolicismo. Los que me oyen creen que hablo en broma: pero no, lo creo así. En un pueblo de dos a tres mil almas debía haber, por lo menos, quince, veinte, treinta personas que leyeran de noche y otras tantas que estuvieran en un casino, y todas ellas tendrían interés grande en que no se apagara la luz.

Si se piensa por qué no hay esas personas que les gusta leer, se verá que una de las causas principales, la principal quizá, es el catolicismo, que proscribe todos los libros.”

He de decir que en esos años no había luz eléctrica más arriba de La Puerta de Segura y los cortijos y aldeas solamente empezaron a tener luz eléctrica, algunos, a partir de 1963. La carretera se asfaltó en 1967 o 68. En cuanto al catolicismo, por lo que sé, don Ramón no era practicante. Creo que ninguno de los cuatro contertulios lo era; don Ramón muy influenciado por la Institución Libre de Enseñanza y el que menos Baroja, claramente anticlerical. Sus charlas, amenas, a la luz de los candiles, debían estar preñadas de segundos sentidos cuando se referían a la iglesia, al poder del cura en los pueblos y de cómo tenía dominadas a todas las mujeres (que, como decía otro tío mío, preferían decirle las cosas al confesor que a su propio marido).

Respecto a la referencia a Freud, que el doctor Martínez Ruiz consigna, hay que recordar la aversión de Pío Baroja al psicologismo.

Otra de esas notas breves dice PB ‘tiempo, lluvia, cosechas’. Sabemos que a Baroja le interesaban mucho el clima, los cambios de estación, las lluvias y las sequías. Sin duda se interesó por los olivos, los viejos olivos centenarios que rodean la Casería. Se paraba seguramente a hablar con los peones que encontraba y les preguntaría por los hortales, por las diferentes clases de aceitunas. Entonces había mucho ganado, muchas bestias, burros y mulos sobre todo, y todas las labores se hacían a fuerza de sangre.

Contrariamente a don Ramón Martínez Ruiz, que anotaba todo, Baroja no llevaba un cuaderno de notas, preguntaba, escuchaba, miraba el paisaje y seguramente sacaría sus propias conclusiones, que no conocemos pues no ha dejado nada escrito sobre aquellos días.

A Baroja le extrañó el vacío cultural, histórico, literario, de la Sierra de Segura, algo que siempre ha sido -y es aún hoy- dramático, sin parangón con los demás rincones de España, que han tenido sus escritores, sus historiadores, poetas y hasta pintores. Sólo muchos años más tarde don Genaro Navarro y Emilio de la Cruz Aguilar paliarían en parte ese hueco del que nadie se ha preocupado ni se ocupa (para la autonomía andaluza la Sierra de Segura no representa muchos votos, es inane, sea cual sea el partido que domine la Junta, le da igual). Es un enigma cómo estos valles, llenos de castillos y torres árabes, o probablemente anteriores, cartaginesas, que tuvieron una densidad militar y por tanto histórica, se hayan convertido en el desierto cultural que son hoy. El abandono por el Estado, el desinterés de los políticos de todo borde y condición por estas tierras no explica esa decadencia, esa postración actual. Es una zona prácticamente incomunicada en la que, menos el aceite de oliva, cuya mayor parte se vende a granel a envasadores y comercializadores que se llevan la plusvalía, no ha creado industria ni empresa singular alguna.

Quiero pensar que si Pío Baroja hubiera encontrado algún dato histórico, verificable, habría dedicado un volumen de Las memorias de un hombre de acción a esta sierra. Los de allí sólo recordaban vagamente las historias del ‘Diablo’, al parecer un carlista sanguinario que hasta herró al revés su caballo para despistar a sus perseguidores.

Tengo la duda de si Azorín escribió algo allí, pues algunos de sus relatos están fechados en La Puerta (¿de Segura?), pero no se refieren a la sierra. En las notas de su hermano hay pocas referencias a ‘Pepe’, como le llamaba, quizás porque sabía de memoria lo que sus hermanos, Azorín y el otro, don Amancio, pensaban.

En aquellos años había dos centros en el pueblo para discutir, el Casino y La Peña. En ambos se recibían los principales periódicos, entre ellos El Sol y el ABC, y revistas como La Esfera y Blanco y Negro. En ellas escribía Azorín. Los socios, las fuerzas vivas de la localidad, desde los republicanos moderados como mi abuelo, a los monárquicos liberales, el médico, el boticario, el veterinario, el ebanista, el juez de Paz, entre otros, hablaban de política, de libros y de acontecimientos internacionales. Todo eso ya no existe desde que acabó la guerra y luego la televisión y la emigración desertizaron este pueblo, todos los pueblos, acabando con un modo de vida que, si pobre, tenía su dignidad y sabiduría antiguas. Con la postguerra y el desarrollismo de los sesenta, estas tierras sucumbieron a la apatía, la resignación y el subsidio.

Don Ramón, que había promovido al homenaje a Ramón y Cajal, que ejercía de fuerza viva a pesar de ser muy circunspecto y de pocas palabras, las justas, llevó seguramente a Baroja y Azorín al Casino de La Puerta. No era como el Casino de Monóvar, tan querido y tan elogiado por el escritor, pero en aquellos años de antes de la guerra era un pequeño puerto de abrigo para hablar de algo más que de las cosechas de aceituna y el precio de los jornales (que eran de subsistencia, por no decir de hambre).

Mientras, las mujeres de la Casería de Santa Matilde, con un profundo respeto por estos cuatro personajes, educados, discretos, se harían invisibles; doña Carlota rezaba el rosario con las muchachas y alguna sobrina, las criadas garantizaban la pulcritud de los cuartos, de las sábanas, colchas y el aseo de los señores, así como las refecciones puntuales y el acomodo de esos ilustres invitados que nunca volverían.

Es una pena que ni don Pío Baroja ni Azorín hayan registrado aquellas dos semanas de estío en la hospitalidad de don Ramón y su esposa. Pero ese ha sido el sempiterno destino de esta sierra, que todos han ido de paso y los que se quedan son menospreciados por los políticos provinciales, reducidos al ostracismo. Aún hoy no consigue que escritores, pintores o músicos echen allí raíces aunque hay bibliotecarios municipales diligentes y con ganas de enseñar y difundir la cultura, hay algún pintor, algún artesano, quedan músicos y personas que bailan bien aquellas jotas serranas. Las pequeñas brasas aún podrían alumbrar.

Pasaron muchos años, llegó la República, la guerra, la siniestra postguerra[1]. Don Ramón vio poco a su hermano Pepe, que vivía en Madrid, en la calle Zorrilla. Don Amancio siguió viniendo al cortijo en los veranos. A Baroja nunca más lo vería -pienso que ésta sería probablemente su última estancia en tierras andaluzas-. Pero su hermano y don Pío siguieron siendo amigos y daban algunos paseos juntos, con sus gabanes, uno con boina, el otro con sombrero, casi sin hablar, acercándose Azorín a la calle Ruiz de Alarcón a encontrar a su viejo amigo, y subiendo hasta el Retiro. Pero de todo eso hace ya mucho tiempo, luego se hicieron muy viejos y ya los paseos no eran posibles, quedaron recluidos y más solos. Encontrar las notas de don Ramón de aquellas dos semanas de verano en ese apartado lugar de hace casi un siglo han sido como una brisa, una especie de nostalgia vaporosa, desvanecida, pues ya no hay tanta luz por allí.


[1] Opto siempre por escribir postguerra a la antigua, con t, que me parece más adecuado.

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La Sierra de Segura, en Jaén, aislada, como siempre.

Desde tiempos inmemoriales, la Sierra de Segura ha sido una comarca aislada, deprimida y pobre. Abandonada por los políticos, mero cazadero de votos. Es el Parque Natural de las Sierras de Segura, Cazorla y Las Villas, de singular belleza, con restos históricos -ibéricos, cartagineses, romanos, musulmanes- poco conocidos y estudiados. Es un pulmón que contribuye a rebajar las emisiones de dióxido de carbono de toda España en nuestra cuenta ambiental, y ya sólo por eso merecería más compensación porque posee crédito ambiental. Es madre de dos ríos históricos, cuencas de civilización, el Segura y el Guadalquivir y reserva forestal y botánica. Es una comarca que sólo añade, no resta. Y sin embargo, el abandono, la negligencia del Estado y de la Comunidad Autónoma, son lancinantes.

Hoy, todavía, a los pueblos de la Sierra de Segura, en la provincia de Jaén, sólo se puede llegar en automóvil privado y por carretera. Y el que no tenga automóvil, que no venga. Una amiga nuestra, que ya ha sacado su billete de avión desde Luxemburgo, se las verá canutas para llegar a estas sierras. De Madrid a Siles se tarda más que a Nueva York.

Los doce pueblos de la comarca están ayunos, entre otras cosas, de unas buenas comunicaciones y de un servicio público de transporte -ya que no habrá jamás ferrocarril, al menos autobuses- que permita venir de manera confortable y en tiempo razonable de Granada, Sevilla, Madrid, Valencia o Barcelona, por citar sólo cinco ciudades. Eso, sí, paradójicamente, tenemos derecho a atronadoras y ensordecedoras bandas de motoristas, en grandes cilindradas, sin tasa ni control, echando carreras, todos los fines de semana en la A 317 de Orcera a Hornos. Los alcaldes no las oyen.

No es de ahora el aislamiento. Hace un siglo, la situación de atraso era tal que fue objeto de una encuesta parlamentaria promovida por el diputado Luis Bello (Viaje por las Escuelas de España) que él casi resumía en tres palabras: paludismo, analfabetismo y caciquismo. Era parecido a Las Hurdes, pero con la diferencia que aquí no vinieron ni Alfonso XIII ni Marañón. Ni les merecía la pena. En Santiago de la Espada, Pontones y aquellas aldeas perdidas, hubo bocio endémico, la lepra perduró hasta bien pasada la postguerra, el analfabetismo era rampante.

La Sierra ha ido perdiendo habitantes desde hace casi un siglo, pues tuvieron que emigrar a buscar alimento y educación a Francia, Alemania, a Cataluña, a Baleares. La población hoy está envejecida y desanimada. Se vive, regular, de la aceituna y de los subsidios. El aceite se vende como una commodity por las grandes superficies comerciales y es cada vez menos rentable, aunque también se debe al aumento exagerado de plantaciones de olivar (regado, encima, para secar progresivamente las capas freáticas, y la Confederación Hidrográfica mirando para otro lado). Un exceso de oferta disparatado. Hay pocos establecimientos industriales, la mayoría talleres. El turismo es barato y hay contados establecimientos hoteleros y de restauración, que arriesgan capital y trabajo pero que dependen de las comunicaciones. La riqueza forestal apenas reporta nada a la población. NI miel, ni nueces, ni esencias aromáticas (del espliego, lavanda o alhucema), que antaño tenían algún retorno, son fomentadas. Ya no son rentables. La ganadería ha sido cercenada por intereses raros de la Unión Europea (que a veces parece que prefiere pagar desempleados que ganaderos).

Es uno de los ejemplos palmarios de la España vacía que denunció Sergio del Molino. En 1950 había 818.840 habitantes de hecho en la provincia de Jaén. En 2019 la provincia tiene 633.564 habitantes. En la Sierra de Segura el descenso es aún más pronunciado aunque los datos son difíciles de contrastar. Según un estudio publicado por el diario Jaén, de 2004 a 2019 perdió 2.950 habitantes.

Emilio de la Cruz Aguilar, a quien ese mismo diario acaba de rendir un merecido homenaje el siete de julio pasado, así como Genaro Navarro y José Bautista de la Torre, han sido algunos de los que han alzado su voz -en el desierto- por esta comarca. Pero, nada. Sólo más subsidios, más obras sin mucho sentido -restaurar o reedificar ruinas de torres y castillos, con dudoso criterio histórico, por ejemplo-, pero desarrollo real, fomento de la industria, poco.

Pero lo que hoy añade al olvido, y que motiva esta página, es la falta de comunicaciones, sobre la cual los alcaldes guardan riguroso silencio. La carretera N 322 -Córdoba Valencia- lleva en obras más de 30 años. Venir de la capital, Jaén (en vehículo privado). Circular por ella es un dolor, desde Jaén son 150 kms. en los que se echan dos horas pesadas, atorrantes. Samar, ese servicio -por llamarlo de alguna manera- de autobuses, heredado de La Sepulvedana, que siempre fue malo (no contestan al teléfono, no hay información fiable, nadie sabe, nadie contesta), ahora encima ha suprimido -con el pretexto de la covid 19- el servicio de Madrid (Méndez Alvaro) a Puente de Génave. Y es un trayecto en el que se tardaban casi seis horas, con transbordo en Valdepeñas en la estación de autobuses fea, lamentable, inhóspita y destartalada. El coronavirus sirve de pretexto para todo.

Las comunicaciones son un derecho, tanto las telemáticas como las físicas (carreteras, vehículos). El servicio de transporte público -que es una concesión administrativa que requiere un mínimo de regularidad, calidad y seguridad- debería ser protegido, exigido, por los municipios. Es como los desagües, el agua potable, el internet, la telefonía -por cierto, en manos de las operadoras que hacen lo que les es rentable, ni más ni menos- o la electricidad -Endesa, tres cuartos de lo mismo-. Pero los alcaldes y alcaldesas parece que están muy ocupados en otras tareas más políticas y de más interés.

En fin, aquí en la sierra, en este aislamiento en medio de una naturaleza pletórica, bellísima, tengo entre otros sobre la mesa un libro que los próceres que nos alumbran desde Madrid y Sevilla considerarán anticuado, pero que a veces creo que todavía es muy de actualidad por el deseo que lo impulsaba y el afán ilustrador y reformador, es de 1864 y fue escrito por don Fermín Caballero, Fomento de la Población Rural. Ya hablaba de la necesidad de comunicaciones, «si las autoridades recorriesen anualmente las provincias de su mando…» (pero, claro los presidentes de las Diputaciones, Consejeros autonómicos y ministros de la Nación, cuando vienen lo hacen en coche oficial con conductor, no se enteran de nada; Zapatero vino aquí, pero en helicóptero, y no es una broma). Mucho de lo que dice Caballero, cambiando medios y circunstancias, es válido hoy día, como son los artículos de Mariano José de Larra, su casi contemporáneo. Hoy necesitaríamos otro Fermín Caballero.