Este artículo ha sido también publicado en Crónica Popular el sábado 29 de febrero.
A favor de Tintín, contra lo inquisitorialmente correcto.
La semana pasada leía en Crónica Popular, http://www.cronicapopular.es, este mismo medio una crítica furibunda contra Tintín, el personaje de tebeo, que era calificado de nazi. Hay una gran diferencia entre la crítica y la libertad de expresión y el insulto. Era ese artículo a propósito de una exposición en la Fundación Carlos de Amberes, en la calle Claudio Coello, a la que descalifica rudamente, y que es una institución que nos ofrece magníficas y singulares exposiciones sobre artistas, escritores y músicos menos conocidos. Recuerdo por ejemplo una memorable sobre el dramaturgo Maurice Maeterlinck. El autor dice que irán a verla los extremistas de derecha, descalificando de entrada a todos los que les interese. Lo siento, yo iré a verla, rompiendo así esa estadística del prejuicio. El artículo es, como hubiera dicho Pío Baroja, de los de “pedrada en el ojo”. Ahora se distribuye el adjetivo de nazi o fascista a diestro y siniestro. Pero para insultar hay que ser muy preciso, pues si no se cae con facilidad en la difamación, la calumnia o la injuria.

El artículo estaba bastante, pero insuficiente y parcialmente, documentado. Aparte de denunciar el anticomunismo evidente en Tintin chez les Soviets, no aporta un solo dato por el cual hubiera podido ser Tintín acusado de nazi. Sólo desde el prejuicio ideológico se puede escribir así de este personaje de ficción y de tebeo que ha sido y es solaz para tantos jóvenes y no tan jóvenes. Tintín, el repórter belga recorre el mundo con sus aventuras, algunas ya pasadas de moda y con tintes, efectivamente, muy conservadores, como Tintín en el Congo (en donde la caricatura de los africanos roza el racismo primario, donde la superioridad del hombre blanco y la condescendencia con los indígenas es hoy totalmente incorrecta), o Tintín en el país de los Soviets, una imagen de la Rusia bolchevique muy ingenua y naïf. Eran los tiempos del colonialismo paternalista y del miedo cerval al comunismo.
Pero ahí no acaban todas sus aventuras. Tenemos El Loto Azul, La Oreja Rota, Tintín en el país del Oro Negro, Stock de Coque o Tintín en el Tíbet, por ejemplo, donde el belga se manifiesta contra la invasión japonesa de Manchuria, contra los expoliadores blancos de los tesoros de América del Sur, las dictaduras de los países árabes apoyadas por los consorcios petrolíferos occidentales, contra el tráfico de esclavos, o evoca la amistad con el joven Tchang (que fue un personaje real en la vida de Hergé), y un largo etcétera. Las referencias históricas, idiomáticas, los escenarios, paisajes, automóviles, barcos y aviones son de una exactitud raramente igualadas en el mundo de los tebeos. También abordan temas de nuestra época como los inventos o la conquista del espacio con el inefable Tornasol. Los dibujos son magníficos y han hecho escuela, siendo una referencia para toda la industria editorial de la bande dessinée, que es fundamentalmente belga.
Basta con leer algunos de los numerosos libros sobre Hergé, como la biografía de Pierre Assouline, para desbancar completamente el estereotipo que se ha creado en torno a Tintín como personaje reaccionario, asexuado, incluso estúpido con el que muchos ideólogos de alguna izquierda han interpretado a Tintín. En España ha habido entre cierta izquierda, que sólo lee ideológicamente, una fobia hacia Tintín.
Georges Remi, Hergé, fue efectivamente detenido cuatro veces por miembros de la Resistencia. No fue condenado pero sería excluido por haber colaborado con el periódico Le Soir durante la Ocupación y se le prohibió ejercer su profesión. Un diario de la Resistencia publica incluso una imitación insultante: Les aventures de Tintin au pays des nazis. La Depuración constituirá, como en Francia, una especie de ficción de la justicia pues hay que salvar la cara. Bélgica es calificada como la “pequeña tierra del heroísmo”. La presunción de culpa prevalece y hay que demostrar que se ha sido ‘cívico’. Esto dará lugar a abusos incontables. Sólo el coraje, ética y sinceridad de dos resistentes, Raymond Leblanc y Sinave, salvarán a Remi de esa especie de muerte civil pudiendo volver a dibujar, publicar y ganarse la vida. El no ser resistente activo (como el 90% de los franceses o belgas), empezaba a dejar de significar que se fuera nazi. No fue la reacción católica quien le restituyó su profesión, como dice el autor del artículo citado.

Remi fue “rexisant”, no rexista, manteniéndose en un equilibrio difícil entre su conservadurismo y el fascismo de Léon Degrelle, del que procuró mantenerse a distancia. De hecho, opta por salirse por la tangente y cuando más le piden su colaboración, dibuja y escribe La oreja rota, yéndose a Suramérica con los arumbayas.
Los albumes de Tintín, además de entretenidos y divertidos, aportan muchas novedades en la banda diseñada o tebeos (que se empeñan en llamar comics), la línea clara (¡que también algunos han considerado reaccionaria!), en la lingüística, como han expuesto muy bien Jan Baetens (Hergé écrivain) o Benoît Peeters (Hergé, fils de Tintin), que no son precisamente de la “derechona”.
No dejemos de observar cómo el perro Milú, así como el capitán Haddock, son una especie de sancho panzas frente al idealismo ingenuo del joven, que se empeña en desfacer entuertos a diestro y siniestro.
Hoy día, claro, el que no haya personajes femeninos (sólo la Castafiore, casi ridícula) podrá ser considerado por alguien un baldón (seguramente también acusarán a Tintín de machista). Otros han llegado incluso a la tontería de acusar a Hergé, por causa del capitán Haddock, de ser un apólogo del alcoholismo. Una demanda de prohibición de Tintín en el Congo –intento de censura inquisitorial- fue desestimada hace pocos años por un tribunal. Pero la inquisición políticamente correcta no cesa. El silogismo es perverso: es así que Tintín es nazi, luego a todos los que nos gusta se nos puede llamar nazis.
También podría la policía protestar por la imagen que se da, contra la graciosa estupidez de Dupont y Dupond (Hernández y Fernández), la pareja de policías que no hacen sino disparates y son básicamente tontos.
En cualquier caso, los tintines, si bien no transportan ideología extrema (salvo el del Congo y el de los Soviets, pero que de tan caricaturales no tienen fuerza ideológica), ni son revolucionarios ni reaccionarios. Son burgueses, reflejo de la sociedad europea. No son catolicoides ni defienden la discriminación de ningún tipo. ¿En dónde se puede ver una malévola ideología, en Las Siete bolas de cristal, en El secreto del Unicornio, en el El asunto Tornasol, en La estrella misteriosa? No sé dónde ve a un nazi el autor de ese artículo que rezuma no ya fobia, sino odio contra este personaje de tebeo.

Con esos parámetros podríamos llegar a calificar –diacrónicamente- de fascistas a escritores muy notables del siglo de Oro, como Góngora o Quevedo, que alabaron, lisonjearon y adularon a sus protectores y mecenas (Góngora al Duque de Lerma, por ejemplo, que fue un personaje más que dudoso), o incluso de escritores del siglo XX como Marcel Proust porque silencian la lucha de la clase obrera.
Es curioso cómo la fidelidad a una ideología puede nublar el entendimiento. Con estas anteojeras, descartaremos de plano a muchos escritres y artistas. Por ejemplo a Ezra Pound, que sí apoyó al fascismo italiano, y a quien evoca en dos poemas, en verso y en prosa, un poeta tan poco sospechoso de ser fascista como José Hierro. Podremos también echar por la borda a Ungaretti, que coqueteó inicialmente con el fascismo, o a Lawrence Durrell que parece que defendía el Imperio Británico y la nostalgia de aquella Alejandría cosmopolita que Nasser destruiría (léase El naufragio de las civilizaciones, de Amin Maaluf, para saber qué y cómo sucedió). No sé cómo calificará el autor del artículo, por ejemplo, a Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, que se pasaron la Ocupación tranquilamente en el café de Flore y el llegó a publicar y estrenar –Les mouches- bajo el mandato nazi. Pero sí podremos, con esos criterios, descartar a Céline o a Drieu La Rochelle, aunque escribieran bien. Y a Knut Hansum, que sí fue filonazi pero buen escritor, habrá que dejar de leerlo. A Von Karajan –personaje nada simpático, pero gran director-, no podremos escucharlo. Y así sucesivamente.
Usar este nuevo canon de lo políticamente correcto nos hará descartar también a escritores como Handke, y la visión de género a todos los que presenten a la mujer como objeto de deseo (hasta Cervantes sería culpable pues describe a una Maritornes, a Dulcinea y a la Marquesa, que no son precisamente modelos de mujer). Por eso claman contra la última película de Roman Polanski sobre el caso Dreyfus, haciendo abstracción de su calidad cinematográfica. Muchos nacionalistas vascos se han cargado así a Unamuno y a Pío Baroja, por criterios ideológicos, otros denostan a Josep Pla, y algunos siguen calificando a Ortega y Gasset de protofascista. Hasta Antonio Machado ha sido tachado recientemente de españolista –es decir, fascista- por muchos independentistas catalanes.
Desgraciadamente, este afán de clasificar a los escritores ideológicamente en afectos y desafectos –esa tradición inquisitorial que prevaleció en la postguerra española y que una cierta izquierda ha recuperado para su particular syllabus de errores, como el de Pío IX- sigue bastante vivo. También prevalece en la derecha, pues somos un país de fobias y filias: otro día hablaré de quienes, con otras anteojeras, desprecian y han tirado a la basura toda la literatura del realismo llamado socialista, o los que prohibieron en su momento a Brecht o a Peter Weiss y que siguen con la mentalidad de la guerra fría. Responden al mismo patrón.
La Fundación Carlos de Amberes, que preside Miguel Angel Aguilar, no merecía este insulto.