Descubrimientos tardíos, como suele pasarme, han sido los artículos de Joan Fuster, sus cartas, sus reflexiones. Tardíos, porque sus libros en Madrid son inhallables, a no ser en la librería catalana Blanquerna, allí, junto al Círculo de Bellas Artes. Y además no hay traducción al castellano del 90% de su obra.
Leer a Fuster (Sueca, 1922-1992), en catalán (o en valencià, como pensarán los puristas), es un estímulo porque, aunque algunos de los temas que trató ya están pasados -hay artículos suyos de hace sesenta años- su forma de abordarlos, con cultura, humor, distancia y discrepància, son ejemplares. Leer a alguien que piensa, que plasma sus pensamientos en un Dietari o en sus artículos, nos ayuda y nos impulsa a pensar, sea para confirmar sea para disentir. Nos enfrenta, nos interpela. Es un ejercicio necesario, lo mismo que el andar. Su estudio sobre el habla de los moriscos, el gran ensayo histórico Nosaltres, els Valencians, son memorables.
Hoy, en esta época de woke, consignas partidarias y neopuritanismo cultural en algunos medios, es refrescante leer a Fuster, que siempre pensó por su cuenta -y riesgo- porque parece que el tiempo no ha pasado y seguimos en esta Piel de Toro, Pellde Brau, que dijo Salvador Espriú, tirándonos los trastos culturales, no sólo políticos, a la cabeza. Como él decía, le gustaba Borges, o Blasco, pero no los borgianos o antiborgianos ni los blasquistas o los antiblasquistas.
Los discrepantes, como Fuster, son incómodos porque no pueden ser utilizados, como cuando declara, por ejemplo, la “increíble bestialidad del ‘materialismo dialéctico’, o las admirables tonterías de Heidegger: todos eran los mismo, los mismos, puestos de acuerdo en joder al personal”. Irrecuperable pues para los adalides de lo política o culturalmente correcto. Contra Unamuno y los demás es un buen alegato contra un noventayochismo pesimista y demasiado centrado en lo castellano. Pero Fuster, al mismo tiempo, admiraba a don Josep Martínez Ruiz, como él dice, a Azorín.
No es casual su amistad con Josep Pla, con sus discrepancias precisamente, que no impiden un diálogo rico, con desenfado y con humor. Ambos escritores son inasimilables por los políticos de turno, son personas libres que dicen lo que piensan, reacios a ser encasillados. Y encima, escriben muy bien.
En resumen, este pequeño recuerdo del excelente y amable discrepante que fue Joan Fuster -con tantos libros suyos que no están en castellano- es para subrayar lo que desconocemos de las literaturas, por así llamarlas, periféricas, catalana, valenciana y otras, cuando reprochamos que allí intentan ignorar el castellano (lo que en Cataluña, a nivel oficial, me temo mucho que es cierto). Afortunadamente ya no es así y Joan Margarit, Ferrater, Pla y muchos otros que han escrito en catalán, son hoy apreciados y difundidos en el resto de España.
Abrirnos más a todas las literaturas peninsulares, del centro hacia afuera y de la periferia hacia el centro, es romper los compartimentos mentales estancos y permitir la saludable discrepancia, motor del pensamiento e imposible de manipular por los nuevos censores.
Ya sé que hablar del paisaje es reaccionario, es como querer volver a un pasado preindustrial, pobre, primario. Va contra el crecimiento económico, el eterno crecimiento.
Si hoy evoco el paisaje es porque está siendo sistemática, irremediablemente destruido por el turismo, por la especulación inmobiliaria que lo acompaña, por la agroindustria (vean esos modernos y patéticos olivares en setos) y por su domesticación en forma de parques temáticos, de parques naturales ‘protegidos’, amansados, fuera de los cuales todo es permitido. Crear un parque natural es como extender una patente de corso fuera de él, para atropellar la naturaleza sin límite; el parque natural es como la coartada.
El paisaje español era mucho más bello, prístino, intocado, cuando Unamuno escribía Andanzas y visiones españolas, o Azorín su antología del Paisaje de España visto por los españoles. Lo siento, pero es así. Los campos eran antiguos, las noches oscuras, sin esa obsesión de los alcaldes que es la contaminación lumínica; al campo se llegaba desde la ciudad hasta en tranvía, como en Granada cuando su vega no era un conglomerado de almacenes, carcasas de naves industriales abandonadas, bloques feos y carreteras humeantes de camiones y automóviles.
Afortunadamente, los pintores, poetas y escritores de varios estilos han sido siempre los salvadores del paisaje, los que han otorgado a la naturaleza la dignidad y respeto que merecen. Virgilio ya lo hizo en sus Bucólicas. Incluso, en el siglo XX, pasado el naturalismo y el impresionismo la abstracción lírica, como la de Vieira da Silva, Zao Wou Ki, o el expresionismo abstracto como Jackson Pollock, o la menos conocida pero genial Joan Mitchell, aluden al paisaje y éste se transparenta en sus telas.
La consciencia del paisaje como objeto pictórico es relativamente tardía. Antes se pintaba el paisaje sin saberlo, como Monsieur Jourdain hablaba en prosa sin saberlo al pedir las zapatillas y el gorro de dormir a Nicole.
Una de las primeras veces en que se habla de paisaje es una frase de Miguel Ángel con el portugués Francisco de Holanda, sobre la pintura de Flandes:
“Su pintar son ropas, construcciones, verduras de los campos, sombras de árboles, y ríos y puentes, a lo que llaman paisajes, y muchas figuras por aquí y por allí”.
El paisaje, concepto renacentista, se despliega sobre todo en el siglo XIX gracias a la poesía y la pintura.
Pero hoy ya está catalogado y es inerte, es una fotografía. La forma de viajar, sobre todo la turística, que es la más masiva y destructora, ha relegado el paisaje al concepto de parque temático, como ya se ha dicho. También lo ha hecho con muchas ciudades (Venecia, Brujas, Toledo, Barcelona, París, por ejemplo).
Antes, el viaje consistía en ver el paisaje. Paisajes desde el tren. He leído los versos de un viajero en tren que tenía tiempo y disfrutaba del solaz del paisaje, que fue AgustínGarcía Calvo, (Del tren, 83 notas o canciones, Lucina Ed. 1981):
Es como mar tembloroso el campo
de almoradujes y clavellinas.
¡Quién se cayera en él rodando
desde esta ventanilla!
(…)
…verdecidas las siembras,
verdeante lo no sembrado,
y hasta rompiendo de los cantos
de los resquicios de las tapias,
malvas y jaramagos,
según el tren que nos lleva,
según pasamos.
No es casual que aquellos trenes inspirasen a los poetas. Leí hace unos días que Pasolini dijo “más de la mitad de mis poemas han sido pensados o escritos en un tren” (Pasolini, cuyo centenario se celebra este año, entre otros trabajos, tuvo un encargo de los ferrocarriles italianos, o tempora, o mores, si a la Renfe se le hubiera ocurrido algo parecido… qué escándalo).
Hoy los viajes son cada vez más planificados, más fulgurantes y superficiales. Me refiero a los viajes turísticos, en avión, en AVE o por autopista. Nos se pasa por los pueblos comunes y vulgares ni se contempla el paisaje. No hay tiempo ni interesa, hay prisa. Desde el avión no se ve nada, ni desde la autopista. Ya lo conté hace años en un relato inspirado en una historia real, como dicen ahora las películas, El viajeroimaginariohttps://wordpress.com/post/laplumadelcormoran.me/379,
Muchos otros poetas han mirado el paisaje, dos, como Unamuno o Antonio Machado destacaron, y escritores, como Josep Pla, que también son como pintores. Pero esto es ya muy sabido y muy trillado, no hay que insistir. No tan conocidas son las descripciones de paisajes de calidad geológica, topográfica, que hizo Juan Benet en sus obras cuyo escenario es Región y en Herrumbrosas Lanzas, que también sucede en esa zona.
Para reivindicar el «reaccionario» concepto del paisaje bello, dos escritores me llaman la atención en su tratamiento del paisaje y su lectura tiene a veces rasgos parecidos. Ambos apuntan a las mismas vidas, aunque las separen miles de kilómetros y hablan de cómo era el paisaje hace más de un siglo, antes de ser maltratado, desfigurado, convertido, como todo, en mera mercancía. Son Anton Chéjov y Grazia Deledda. De Rusia a Cerdeña.
El jardín de los cerezos es una de las primeras alertas contra la especulación inmobiliaria que aparece en la literatura. La venta del cerezal proviene de la abulia y mala administración de una familia propietaria decadente y pródiga y de la ascensión de los negociantes rapaces, como Lopajín. Es la última obra de Anton Chéjov, escrita en 1903. El fue un gran amante de la naturaleza y de la humanidad. Su informe sobre la colona penitenciaria de la isla de Sajalín -él fue voluntariamente a donde nadie quería ir- es una buena muestra de lo segundo, mientras en sus obras de teatro y sus relatos hay siempre un especial cuidado con los árboles, el campo, el paisaje. La naturaleza entra por las galerías de las dachas e isbás de sus relatos y dramas, por los viajes por la estepa, en los cuadros de las historias junto al mar Negro (ese que en este momento es arrasado por las bombas y los tanques rusos).
Chéjov me lleva a otra escritora casi de su tiempo, a Grazia Deledda que, además estaba muy influenciada por la literatura rusa. Esta fue durante largo tiempo olvidada, y ha sido rescatada recientemente porque su obra presenta las mujeres luchadoras, las sufridoras, las sometidas, en aquella Cerdeña de antes de la Primera guerra mundial.
Deledda fue apartada ignominiosamente del Parnaso de las letras con la excusa del saludo que le hizo Mussolini cuando fue a recibirla al volver de recibir el Nobel en 1926; eso parece que la catalogó como fascista (nada más lejos). Quizás también por ser mujer fue relegada. También a Ungaretti le escribió un prólogo el Duce y nadie dice nada. Ella nos relata esa Cerdeña antes del desastre que fue para Italia la Gran guerra, con la masacre de los Dolomitas, su postergación en Versalles (que sería utilizada por el Duce para aliarse con Alemania, la otra gran humillada). Es la isla de los pastores, los campesinos, las mujeres que trabajan, paren y, algunas, se rebelan contra el orden ancestral. Describe los campos, los animales, los bandoleros, las comidas y las faenas agrícolas, hasta el mobiliario de las viviendas campesinas sardas, con una plasticidad que no es la del realismo, sino que está teñida de lirismo. Las conversaciones y las veladas a la par de la lumbre, cuando se tejían y destejían familias y compromisos. Los criados participaban en la vida familiar, opinando, administrando, calmando los ánimos encrespados. En este sentido, Grazia Deledda forma parte de la herencia cultural sarda, cuya lengua y paisajes son el fermento poético de su trabajo.
Aparte de sus historias, sin tono épico, con personajes fuertes y bien dibujados, sus descripciones de la naturaleza podrían ser la guía para que un pintor usase sus pinceles y su paleta de memoria, sólo con leerla. Algunos lo considerarán mero lirismo rural, pero los que recordamos algunos paisajes mediterráneos no podemos sino evocarlos en sus páginas. En cualquier caso, Deledda no se limita a representar paisajes, en una especie de mímesis, sino que sus paisajes -como en Chéjov, tanto en los relatos como en su teatro- acompañan los sentimientos, las vidas y avatares de los personajes que intervienen en sus obras. Lo importante, aparte del análisis literario, que no me compete ni para el que soy competente, es la emoción que transmiten.
“El viento sacude los viejos olivos, espesos en la ladera del valle, dándoles ondulaciones y tonos grises cambiantes, como de nube; las aceitunas caen, verdosas y violáceas, brillantes como perlas, y es preciso apresurarse para recogerlas de la tierra fría”.
“Los olivares plateados imitan el ondular del agua bajo la Luna”.
“La Luna resplandecía en el cielo, de un azul tan puro como el alba estival; y cada hierba exhalaba su más suave perfume”.
Salvo Machado, nadie en España ha escrito así sobre los olivos.
En fin, una frase chejoviana en Deledda me incita aun más a presentarlos juntos:
“¡Si llegara la noche, y después de la noche otro día, y el final de la espera, y el olvido!”.
¡Si llegara la paz, no sólo de las armas sino de las excavadoras, a los campos!
Uno de los primeros autores españoles a quien recurrí para tener una idea de Portugal fue Josep Pla, cuya Direcció Lisboa es una recopilación de artículos dedicados a este país.
Josep Pla necesita una presentación para el lector portugués. El escritor de Palafrugell (1897-1981), además de manejar la lengua catalana como nadie, tenía humor, ese humor socarrón y rural de su Ampurdán. Su prosa es límpida, con adjetivos singulares, nuevos, plásticos, inimitables.
Mantuvo un equilibrio político saludable, que los catalanistas más dogmáticos siempre le reprocharon porque en vez de leerlo prefirieron hacerle la autopsia. Dada su imagen política controvertida y aunque fue muy galardonado, nunca recibiría el Premio de Honor de las Lenguas Catalanas, el máximo premio literario de Cataluña. Francesc Cambó, el prócer catalán de la LligaRegionalista, millonario y político liberal conservador muerto en el exilio, será uno de sus apoyos más conspicuos. Su biografía escrita por Pla es un libro indispensable para entender el nacionalismo catalán y sus vicisitudes.
Su escritura se despliega deslumbrante en sus dietarios, como el Quadern gris, en sus semblanzas de personajes, Els homenots, en sus crónicas de viajes que hizo por todo el planeta. Nunca se propuso, decía, más que dar una imagen del mundo que vivió, constatar un hecho, “que forman unas vastas memorias, una sucesión de reflejos de mi insignificante pero auténtica existencia”. Curiosamente, gran parte de su obra no ha sido aun traducida al castellano y Direcció Lisboa sólo está en catalán, en el volumen 28 de sus obras completas de Edicions Destino.
Era demasiado escéptico e independiente y libre para ser absorbido por los vencedores de la guerra civil (había salido huyendo de la Cataluña republicana en un barco francés porque no se encontraba seguro en medio del “desorden anarquista”, viviría en Francia y en Roma y entró por Irún en octubre de 1938 en la zona nacional o franquista). Pero no era de la confianza de los nuevos amos y nunca llegaría a ser director de ese magnífico diario que es y ha sido siempre La Vanguardia, buque insignia de la prensa catalana y española.
Fue también un cronista político de envergadura y sus páginas sobre la proclamación de la República en Madrid son memorables. Con su humor, afirma que Madrid “huele a café con leche” y “los madrileños contemplan cómo arden los conventos mientras comen churros”. Sus crónicas parlamentarias de la época son demoledoras, de una objetividad tremenda, que deja bastante mal a todos los charlatanes que proliferaban en las Cortes.
Sus primeros artículos sobre Portugal datan de 1921 y después escribiría regularmente pues lo visita muchas veces. Lo recorre de norte a sur, se detiene en el Ribatejo (Santarém, dice, mordaz, recibe menos visitantes desde que tiene ferrocarril). Se extasía ante los colores de Corot del Estuario del Tajo, con todos los tonos de blancos –“he pasado muchas horas contemplando el inmenso estuario”; ya menciona los riesgos de salinización-
Destaca su admiración por la arquitectura y las artes, se detiene con fruición ante los Paneles de San Vicente y el pintor Nuno Gonçalves. Setúbal le merece unas líneas muy amables: “ciudad tranquila, limpia y de calles anchas, llena de color, de una arquitectura barroca ligera y ponderada. Los colores rosa y los aéreos verdes posados sobre una arquitectura tan razonable son una delicia”. En Abrantes “no ha pasado nada, que yo sepa, desde Wellington”, dice en 1953. “Cascais es un pueblecillo blanco, pescador, de un barroco de buena confitería popular que en verano es invadido por una muchedumbre turística insoportable”. Sus juicios, subjetivos, sinceros, son a menudo muy certeros.
Quizás el mejor escritor paisajista (“la patria es un paisaje”), la botánica, los cultivos son algunos de sus temas favoritos. En Portugal destaca cuatro árboles, el alcornoque, el pino, el eucaliptus y el olivo, “de todos los países del sur de Europa, Portugal es el más rico de botánica”, “de una riqueza arbórea considerable”. Los alcornoques le llaman mucho la atención porque son árboles también de Cataluña y de su Ampurdán (“la sierra de Caldeirão me ha hecho sentir la ilusión de no haber salido de casa”).
Los paisajes agrícolas portugueses le encantan aunque opina que la dictadura de Salazar ha hecho muy poco por el campo, y en cuanto “a la alimentación, ha mostrado una enorme parsimonia”. Sin embargo, cree que en materia de viñedos y corcho Portugal está muy por delante de España. En cambio, los paisajes más agrestes le dejan más indiferente y la Sierra de Estrela le parece “excesiva y puramente geológica”.
Interesante para los nostálgicos serán sus artículos sobre Salazar, Cómo piensa Oliveira Salazar (45 páginas), “uno de los hombres importantes más anti-exhibicionista que ha producido esta época”, escribe en julio de 1953. “Al slogan de Nietzsche, ‘vive peligrosamente’…, Salazar le ha contrapuesto ‘vive habitualmente’”. Pla usa los recuerdos y entrevistas de mademoiselle Garnier para su semblanza del dictador (“Portugal es una república dictatorial”), aunque reconoce sus méritos económicos y monetarios. Buen pagès, agricultor, un ‘falso pobre’, le da siempre mucha importancia al dinero. Pla, como me recuerda mi amigo Joan Mundet, muere rico y su principal preocupación era la estabilidad monetaria.
Respecto a las colonias dice en 1963, “el sistema colonial portugués ha sido, durante muchos años, una especie de anarquía larvada y carente, absolutamente aceptada, en la cual la explotación, si la ha habido, ha sido insustancial. Ahora comienza otra etapa”.
Pla se extiende sobre el fado y Amalia Rodrigues (irá a la Adega Machado del Bairro Alto), el barroco, los vinos, que aprecia mucho aunque no le gustan los verdes, demasiado ácidos para él, y la cocina y repostería portuguesas, ésta última que considera bastante afrancesada. Su artículo La cabeza, transportadora de mercancías lo dedica a las varinas, esas pescaderas descalzas que le fascinan y atraen como mujeres “que tienen fama de ser muy desenvueltas y de hablar un lenguaje muy directo y claro”.
Nadie piense en encontrar en Josep Pla los lugares comunes de las guías al uso ni los comentarios solamente elogiosos pues no se deja deslumbrar por las primeras impresiones y puede ser demoledor. “Portugal es un país en el que las cosas superfluas son muy buenas, y las indispensables, puede que no tanto”. Escapa de los lugares comunes y afirma también, sin reparo alguno, que “las puestas de sol en el Atlántico, incluso en los días de bonanza, suelen terminarse con una lividez inhóspita, agobiante y triste”. ‘Horripilante’, concluye. Obviamente, su mar preferido fue siempre el Mediterráneo, al que dedicó numerosas páginas de lo que él llamaba ‘literatura narrativa’, en particular a los marineros, contrabandistas, pescadores de la costa ampurdanesa y a muchos pueblos de la costa catalana cuando todavía eran genuinos.
Para el lector portugués sería muy importante que aquí se tradujera más a este, para mí y para muchos, mejor escritor catalán del siglo XX y uno de los mejores de España; no sólo por sus sabrosas páginas sobre Portugal sino porque creo que entendería mejor Cataluña y los catalanes.
(Este artículo ha sido publicado también en Entreletras)
Como en Lisboa no hay una librería Blanquerna, me manda mi amigo Mundet desde St. Pere de Ribes, el último libro que se acaba de publicar de Josep Pla. Juntos, hemos ido buscando libros catalanes por esas librerías de Barcelona, que van disminuyendo, lo mismo que lo hicimos por Lisboa hace años. El, que conoce la historia de España y su literatura tan bien como las catalanas, es quien ha ido ensanchando mis precarios, pero indispensables, conocimientos de la literatura catalana.
Hace un par de meses han salido a la luz las notas dispersas de Josep Pla que no llegaron a ser publicadas en su momento, interrumpida la edición de la Obra Completa en 1984. Ha habido que recurrir al inmenso AGA, Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares, esos hangares desabridos, para recuperar todos esos documentos que allí dormitaban pues habían tenido que ser sometidos a la censura.
Las ediciones Destino, gracias al trabajo de Francesc Montero, nos han permitido conocer esa cara oculta de Pla, esa que desmiente esa presunta indiferencia política que le achaca una izquierda poco ilustrada. Fer-se totes les illusions possibles, se nos descubre ese Pla que era sensible a la situación general en España en general («aquest règim d’abjecció de Franco») y en Cataluña en particular, de represión y de ignorancia, de indiferencia de las élites económicas por la cultura, algo que aun hoy arrastramos, en mi opinión. «Ha sido (el franquismo) un régimen de jesuitas y de capellanes abstemios, inútiles y fanáticos, con todo el producto del puritanismo».
Muchos de sus textos son de antes de la guerra y la mayoría de los años cincuenta y sesenta. Nos completan la idea de ese Pla algo desencantado, casi cínico a veces, «a los 19 años, casi todo queda (de la pasión) arrasado o destruido. Todo se hace administrativo, habitual, monótono e insignificante». Aunque nos dice que «jo soc un candorós recalcitrant», no un cínico «lo que llamamos felicidad no es más que una decepción razonable, sensata. Más allá no hay más que dolor y miseria».
Su gran sensibilidad por la cultura catalana, por el hecho catalán, le lleva a esa advertencia «Es pot conquistar amb un arrauxament. Colonitzar implica intelligència, Espanya». «Se puede conquistar en un arrebato, irreflexivamente. Colonizar implica inteligencia, España». Ojala alguien leyera esta frase en Moncloa. Pla es un gran pesimista y cree poco en los hombres y muy poco en los catalanes, de los que dice, «el catalá actual és un producte de la decadència de Catalunya. La seva nota característica és un complex d’inferiritat, degut a la deterioració de la seva personalitat. El catalá no té pàtria i per tant és un ésser diferent, que no pot comparar-se amb els que en tenem. Perdé la pàtria, féu un gran esforç per tenir-ne una altra sense lograr-ho». Por esa limitación el catalán, nos dice, es taciturno.
También hay notas desenfadadas, sinceras, sobre la literatura, como el breve retrato de Josep María de Sagarra, los comentarios sobre Léautaud, García Lorca, Unamuno, Fuster, de Josep Carner (le entristece enormemente su exilio en Bruselas), el muy irónico sobre Maurici Serrahima («es tan rápido y eficiente que solo puede escribir banalidades»), Teilhard de Chardin («que le vamos a hacer, era francés»),
Sus reflexiones siempre nos hacen pensar, nos sugieren otros caminos, como «se constata, a menudo, que la sensibilidad es más importante que la inteligencia. En general la inteligencia es una forma acusada de la memoria».
Y sus descripciones del paisaje, de los pueblos, de las gentes del Ampurdán, de las que sus lectores hemos ido disfrutando a lo largo de toda su obra, de sus relatos de viajes, con esas pinceladas breves, que lo convierten quizá en el mejor escritor paisajista de esta piel de toro. «El cel era pàllid, de color d’oliva».
Su sensualidad erótica, que también condenaban los censores, sus cartas pornográficas a A., Aurora, los recuerdos de las putas y burdeles, otros tantos temas que lo hacen incorrecto para los pudibundos.
Las páginas sobre la revista Destino son muy interesantes (Pla escribía hasta las falsas cartas de los lectores, la cuestión era llenar las cuarenta y dos o cincuenta y seis páginas semanales), sobre su organización, sobre el nefasto (Ignacio) Agustí, sobre todos los tímidos que allí escribían, según nos dice con ironía.
No pueden faltar sus comentarios sobre la alimentación, pues ya sabemos que era un apreciador de la cocina y de los productos, muy distinto del esnobismo actual tan extendido y de nuevos ricos. Léase su libro Lo que hemos comido, por ejemplo. «El vino español, hasta el de Rioja, no tiene ninguna importancia. Es un vino que no se puede tomar solo : siempre hay que comer algo. Los coñacs andaluces no tienen nada que ver con los coñacs auténticos; son una cosa destructiva. Los champans catalanes son contrarios al bienestar humano elemental y normalísimo. Las gentes del país beben este líquido porque este es un pueblo sobrio y, por tanto, aspira, a veces, a estar malo. Es fatídico». El whisky («cada artículo equivale a un número irrisorio de whiskys»), sin embargo, es «el líquid de la bondat, de la fantasia, de la imaginació».
Pla es un espectador, nunca un moralista. Por eso quienes quieren juzgarlo solamente por sus posiciones políticas se encontrarán con su ironía, con su gusto por la paradoja y el humor, pero no un sistema y menos una línea de pensamiento, pues detestaba el clericalismo, el jesuitismo y la intolerancia. Como dice el editor, esto es un collage sin sistema y por eso precisamente se lee con gusto, especialmente cuando ya se han leído otros libros del escritor.
No sé si en estos tiempos de fobias tremendas este libro va a ser traducido al castellano. Pero no es difícil leer el catalán, con un buen diccionario al lado (recomiendo el de la Enciclopèdia Catalana, con 56.000 entradas), pues siempre hay palabras que afortunadamente se nos resisten. Por otro lado, aprovecho la ocasión por abogar porque los que hablamos español nos abramos al catalán, a su cultura, a su historia. Otro gallo cantaría si muchos políticos se asomasen a la ventana que da a Cataluña, con menos arrogancia y con más ganas de entenderse, con menos fatxenda.