La España fea, libro de Andrés Rubio

Al llegar a la Cruz del Portillo, que está en lo alto de una cuesta, aparece la magnífica vega de León; bello camino; buenos árboles; chopo y álamo blanco y negrillo; se va entre desmontes, bajando suavemente. Al fin aparece la ciudad; la Catedral, con sus torres a manera de una antigua fortaleza, como lo fue en tiempo de las tutorías. Una gran línea de edificios, interrumpida en lo alto con las torres, chapiteles y campaniles que sobresalen, y abajo, por las copas de los chopos, que en grandes y multiplicadas filas siguen, de lo más alto a lo más bajo de la vega, hasta perderse de vista.”

Jovellanos, Diarios

En nuestra historia literaria encontramos sólo unos pocos escritores e intelectuales que hayan defendido con tesón el paisaje y la estética urbana: Jovellanos, Unamuno, Azorín, Pío Baroja, Julio Caro Baroja, Miguel Delibes, Julio Llamazares. Y pocos más. Salvo excepciones, los intelectuales españoles no han prestado mucha atención a este problema y ni la estética de las ciudades ni el paisaje han sido de su interés. Incluso en la pintura, el paisaje ha sido algo secundario en comparación con la pintura flamenca, holandesa, inglesa, francesa o incluso italiana.

Julio Caro Baroja ya denunció el ‘envilecimiento estético de España’ hace más de cincuenta años por. Pero si viviera estaría aún más horrorizado. Esto es lo que demuestra con datos incontrovertibles Andrés Rubio en España fea, un libro que ya va por más de cuatro ediciones.

Andrés Rubio, periodista especializado con una larga trayectoria profesional, va describiendo los horrores urbanísticos más destacados de España al tiempo que los va contrastando con el cuidado por la estética y el paisaje que presiden la política de ordenación del territorio de otros países como Francia, Alemania, Italia o Portugal (pasar de Tuy a Valença do Minho ya nos da una idea del terrible contraste). Leer las 410 páginas es deprimente, con la descripción pormenorizada de los atentados, los ecomonstruos, los atropellos.

La destrucción del paisaje urbano y rural ha venido apoyada, además de en la incultura, falta de sensibilidad y mal gusto, en la corrupción. Si se observa, en la mayoría de los grandes casos de corrupción, financiación ilegal y enriquecimiento, han estado implicados constructores, empresas turísticas y autoridades municipales. No es por casualidad.

La despreocupación por el paisaje y por la belleza urbana han sido una constante y se agudizó tras la guerra civil. Y no ha sido solamente por las autoridades sino que los propios ciudadanos, en general, han permitido que los bloques, la destrucción de los centros históricos, de lugares tan emblemáticos como la vega granadina (la descripción de Jovellanos arriba citada, casi hubiera valido para ésta hace cincuenta años, con sus inmensas alamedas, sus huertos y blancas casas de trazas mudéjares), fueran pasto del mal gusto y la sobreedificación. De hecho, los pisos en los bloques se venden inmediatamente, a la gente les gustan. Además, como bien señala Rubio, la recuperación de la democracia incluso empeoró las cosas: las Comunidades Autónomas y los alcaldes elegidos democráticamente no pararon el horror sino que en su mayoría fomentaron la especulación, la construcción desaforada y la fealdad. Los intelectuales, los creadores de opinión, más preocupados por asuntos más ideológicos, se han callado.

En el PSOE nadie ha alzado su voz contra la destrucción, al contrario. Por ejemplo, la Junta de Andalucía -40 años de monocolor socialista- ha amparado y perpetrado los mayores desaguisados urbanos de nuestro país en Barbate, Sierra Nevada, la Costa del Sol, en Almería (la ciudad de Almería, tan antigua, en un lugar orográficamente privilegiado, es puro dolor de irremediable fealdad). De hecho, Andrés Rubio responsabiliza a Felipe González de esa falta de cuidado y atención, siendo los gobiernos del PSOE, tanto a nivel estatal como autonómico o local, la gran decepción.

Mi experiencia personal en Francia a este respecto es curiosa: cuando en 2009 nos hicimos eco de las críticas de los turoperadores, agentes de viajes y periodistas de turismo franceses hacia el exceso inmobiliario de la Costa del Sol (recuerdo que en un viaje unas periodistas murmuraron “c’est sinistre”), los responsables de la Junta, entre ellos Paulino Plata, se cerraron en banda y nunca más me dirigieron la palabra, con una falta de educación pasmosa, pidiendo incluso mi cese a Turespaña como director de la Oficina Española de Turismo en París sólo por hacerme eco de lo que todos decían en Francia.

Es decir, no se podía criticar ni poner en duda la gestión urbanística y turística andaluza. Y así en otros lugares de España, como Galicia, País Valenciano, Murcia, Baleares, Canarias, etcétera. El turismo con su pariente la construcción han sido y son las armas de destrucción masiva en grandes zonas de España.

Basta ver las partes antiguas de las ciudades y pueblos en contraste con las ‘modernas’, para percatarse de que en muchas ciudades sólo lo que tiene más de cien años es bonito. Hasta en Castilla la Vieja, ciudades históricas como Benavente, Medina del Campo, Olmedo, Tordesillas, han sido desguazadas por la construcción y sus zonas modernas de una vulgaridad desoladora. Sólo sus viejos centros han sido un poco respetados, y no siempre.

Y hay otros contrastes apabullantes, como Úbeda, declarada Patrimonio de la Humanidad, cuyas partes modernas y afueras son lamentables estéticamente e indignas de un país europeo medianamente ordenado. Sólo el centro anterior al siglo XX, es merecedor de ser destacado por la UNESCO (creo que fue un favor del a la sazón DG, el granadino Federico Mayor Zaragoza).

Llegan pronto las elecciones municipales y debería ser éste un tema de debate: ¿cómo y quién ha destruido nuestras ciudades, pueblos y paisajes españoles? ¿Cómo detener el desastre e intentar revertir la tendencia? Naturalmente, los alcaldes y los partidos políticos que engrasan sus aparatos propagandísticos para las próximas elecciones, ni van a leer este libro ni lo van a tener en cuenta (salvo para denostarlo). Lo que contará será el sacrosanto desarrollo, más construcción, más rotondas, más afueras desastrosas. Porque así hay empleo, la excusa comodín. La belleza, la estética urbana, el paisaje, no están en la lista de prioridades de ningún partido.

El libro de Andrés Rubio no contentará a nadie, pues las responsabilidades están muy repartidas: franquistas, socialistas, derecha, izquierda, nadie es inocente.

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Reservado el derecho de admisión

Hace pocos días, la vicepresidenta española, Nadia Calviño, expresó su enfado retirándose de una foto en un congreso organizado por el Madrid Leaders Forum en la cual ella iba a ser un mero florero. En efecto, no había mujeres en esa conferencia, preparada, organizada y protagonizada sólo por hombres, aunque hay muchas mujeres que podrían haber participado.

Pero más allá del machismo que implicaba, lo que ponía de manifiesto esa conferencia era la endogamia más absoluta que prevalece en muchas organizaciones en las que el derecho de admisión, como en los bares antiguos, está ‘reservado’ a los mandarines que deciden quién es o no digno de acceder al Sancta Sanctorum. Sólo participan en los paneles los que son del ‘grupo’, los ‘afectos’, no hay temor a disidencia, a que nadie desentone diciendo algo no deseado. Todos en paz. Por eso considero doblemente valiosa la actitud de la señora Calviño, porque era un encuentro que se puede llamar sin ser demagogo, machista, y porque además era una manifestación de la endogamia que subyace en tantos foros, encuentros de sabios (y alguna sabia), expertos y otros canónigos.

En efecto, bajo una apariencia de libertad, de democracia (esa palabra ya tan gastada y que a veces ha sido vaciada de contenido en la realidad), nuestras sociedades están perfectamente parceladas:

  1. los ricos tienen sus territorios, sus lugares de ocio, sus tiendas, sus barrios y comunidades de propietarios cerradas, las gated communities o condomínios fechados, en Portugal (Comporta, Troia, Vilamoura), sus circuitos y sus redes, a las que sólo se accede mediante el dinero;
  • los políticos tienen sus partidos a los que sólo se accede con obediencia plena -y ciega- y donde se puede estar a condición de respetar escrupulosamente las consignas (mucho más que el centralismo democrático que estableciera Lenin). No hay lugar para la disidencia. El que se mueve no entra en la lista electoral, diríamos, parafraseando a Alfonso Guerra.
  • Los sindicatos tienen sus cotos, sus protegidos, son prácticamente corporativos; los que no están sindicados no están tan bien -o nada- defendidos como es el caso, por ejemplo, si comparamos a los repartidores de comida o Ubereats con los maquinistas de la Renfe o del Metro.
  • los intelectuales tienen sus grupos, camarillas de influencia, sus suplementos culturales, sus editoriales, a las que sólo se accede mediante el beneplácito de alguno de ellos, por una recomendación; “entre unos y otros … deciden mucho en cuanto a la envergadura que adquieren los nombres y a la ‘importancia’ que se concede a las obras. Controlan los ‘nacimientos’ de autores, de filósofos, y reducen el volumen, hasta casi asfixiarlo, de lo ‘independiente’ (…) el autor que publica sus propias obras está perdido; no ‘entra’ en el Mercado.” (Alfonso Sastre, Sobre la crítica secreta y cuasi ejecutiva de ciertos comisarios de la cultura en España, Cuadernos para el Diálogo, marzo 1965).
  • la Universidad tiene sus reglas exclusivas y excluyentes, “la violencia intelectual y la competitividad en cátedras, en oposiciones, en ejercicios, es algo que hemos heredado (…) estoy convencido que hay especialistas que están a gusto con las luchas personales y las intrigas, e incluso las valoran” (Julio Caro Baroja, Disquisiciones antropológicas, con Emilio Temprano, Ediciones Istmo, 1985).

Así podríamos seguir definiendo las parcelas de la sociedad, eso sin entrar a hablar de las religiones, los modelos comunitaristas, impermeables y a menudo fanáticos.

La globalización es un instrumento comercial, nada más, no significa que haya libre tránsito ni de personas (veáse los inmigrantes, el nacionalismo y el racismo que prevalece en algunos sectores sociales), ni de talentos (véase la noblesse de robe de las grandes Écoles de Francia, los cotos cerrados de los Colleges norteamericanos, por ejemplo), ni de ideas.

Las redes sociales son un ersatz, un remedo de libertad de expresión; hacen como si, pero no es. En realidad, son una especie de válvula de escape para que la gente opine (o insulte amparado en el anonimato) y de una apariencia de participación.

Pero los que deciden siguen siendo los mismos, en la economía, la política, y en el mundo de la cultura establecida.

Todos hablan de Adam Smith, pero sus tesis sobre el libre comercio no traspasan el ámbito meramente mercantil. Pero hay además una diferencia porque mientras las barreras al libre comercio consisten en tipos de cambio, tasas o tarifas, el proteccionismo cultural y político no hay quien lo allane porque funciona la ideología, el miedo a la libertad de pensar y a los librepensadores, lo políticamente correcto. En la práctica, todos queremos protección, proteccionismo, que no entren intrusos, que el derecho de admisión siga reservado.

Donde se fueron los moros que no se quisieron ir (y dos poemas)

A donde se fueron los moros que no se quisieron ir.

No sólo a las islas del Guadalquivir, como decía Fernando Villalón en su poema, sino a muchos otros lugares de España, de la España profunda, alejada de los centros de poder, se fueron aquellos moriscos, muchos probablemente convertidos pero aún así execrados. Por ejemplo, en la provincia de Alicante, me cuenta mi amigo Emilio Bauzá que por el Vall d’Alcalá hay varios pueblos de linaje morisco: Alcalá de la Jovada, Benixarcos, Rafelet, hasta Alcalalí y Parcent por encima del Coll de Rates. Me recuerdan esos enclaves a los de los hugonotes en el macizo central francés, inmortalizados en la pequeña novela de Jean Giono, Un de Baumugnes.

¿Habrá sido la Sierra de Segura, en el extremo oriental de Andalucía, en la provincia de Jaén, uno de esos lugares apartados refugio de moriscos? Como las tropas francesas de Napoleón quemaron, entre otros, Segura, los registros se han perdido y tenemos dificultad en encontrar muchos antecedentes y documentos. Poquísimo sabemos, salvo los estudios de Emilio de la Cruz y Genaro Navarro. Por eso hay espacio para una hipótesis.

Mi familia paterna viene de Santiago de la Espada, de esas sierras perdidas. Nadie de entre ellos, en los tres últimos siglos, desde que tengo registro, fue militar ni abrazó los hábitos. ¿Sería porque no podían demostrar su limpieza de sangre? Lo habitual, en familias sin grandes riquezas, era que alguno de ellos se hiciera cura, monja, militar o se fuese a Indias. Pero para esos pasos se requería no ser descendiente de judíos ni de moros, aunque se fuera ya cristiano, como dice esta escritura de 1767:

han estado y estan en esta Villa reputados por gente mui honrada, sin que assi en los parientes, como en sus antezesores se aia probado mancha ni raza alguna de Moros, Judios, Gitanos, ni Penitenziados por Delito alguno por el Sancto Tribunal, de la Inquisicion, y ni tienen, ni an tenido ninguna otra mala raza.

La escritura no se refiere a los Ruiz-Marín, sino a unos compradores de bienes de terceros; en ninguna parte aparece declarado que ellos, los Ruiz-Marín, estuvieran exentos de la “mancha”. Sólo en 1812 hay un Ruiz Marín que ostentó un cargo público, como Presidente de una Audiencia (y fue desterrado por Fernando VII). El siguiente, don Alfonso Ruiz-Marín Blázquez, hermano de mi abuelo, sería alcalde de Totana durante la guerra civil y por ello encarcelado en 1939, muriendo en la prisión de Murcia, viejo y enfermo, poco tiempo después. Ningún otro cargo público consta en la familia.

He ido releyendo a Julio Caro Baroja, al que siempre vuelvo, para desentrañar alguna pista que explique dónde “se fueron los moros que no se quisieron ir”.

Recordemos varios aspectos de Santiago de la Espada:

Era una aldea de pastores y hortelanos en la vega del Zumeta, llamada El Hornillo, poblada al parecer, dice Madoz, por pastores trashumantes de la serranía de Cuenca. Eso es como decir poblada por gente que no quería decir de dónde eran ni estaban bien identificados, es decir, que podrían ser de ascendencia morisca. Se establecen en uno de los lugares más apartados e inaccesibles de las sierras orientales. Una forma de borrar las pistas. Y como esas tierras están bajo la jurisdicción de los Montes de Marina y antes por la Orden de Santiago, se libran del control directo por el Estado, es decir, la Inquisición por allí no entra. Pertenecía al Reino de Murcia hasta la división provincial de 1833 y no tuvo ayuntamiento hasta 1691. No tiene torre ni castillo, ni está construida con un plan urbanístico, no como muchos pueblos andaluces, sólo una cárcel, pósito y la iglesia parroquial. Recordemos que su aislamiento hizo que fuera, con Mengíbar y con los pueblos de Alicante, precisamente los moriscos que he citado, uno de los últimos lugares de España donde hubo lepra endémica hasta hace setenta años.

No hay nobles ni aristócratas, viniendo la relativa riqueza de algunas familias de la Desamortización (con la consiguiente tala masiva y depredadora de los inmensos pinares, incluido Pinar Negro, que de pinar sólo tiene el nombre).

Allí las gentes distinguían los ‘castellanos’ de los demás, gitanos y otros. Todavía hace pocos años escuchaba yo decir, “ese es castellano”, equiparándolo a cristiano (cristiano viejo, se entiende).

Los moriscos, en general pobres y hortelanos o pastores, llamaron poco la atención de la Inquisición, no como los judaizantes, que solían ser profesionales, médicos, boticarios, etcétera, que residían en villas y poblaciones importantes y por tanto, con más influencia y peligrosidad a los ojos de la Inquisición, además de generar más envidia, lo que fomentaba la delación, incluso la falsa acusación. Los descendientes de los moriscos eran pobres y no suscitaban envidia alguna.

En fin, hacia los años sesenta del pasado siglo, los vínculos familiares, las formas de hablar y vivir se fueron perdiendo, disolviendo, con la televisión, la emigración, la uniformización del país. Pero yo dejo planteada esta hipótesis aquí. Poco probable, como muchos teoremas que los matemáticos persiguen toda su vida para resolvernos y no lo consiguen, pero no por ello menos probables.

Toponimia

¿Quién nombró estos campos,

los sotos, las navas y las hazas?

¿Quién nombró los calares y los montes?

Fueron exactos en palabras,

alguaciles, notarios o pastores

que guardaron celosos los papeles

que contaban

las lindes, las fanegas y las fuentes.

Hoy, unas chapas banales y uniformes

nos recuerdan a veces esos nombres

mágicos, vulgares o inocentes.

Tierras conquistadas, de frontera,

de magras cosechas y ganados,

Los Goldines, Los Moños, Pinar Negro,

La Encomienda y Acebeas, La Conquista,

Capellanías, El Patronato y Los Teatinos,

Cueva Rincón y Rambla Seca,

allá por el Zumeta. Y Prado Moro.

No sabemos quiénes fueron

los primeros pobladores de esas breñas,

pobres eran, por seguro, desterrados

que encontraron pegujales

donde criar a los hijos y las ovejas,

plantar colmenas y alzar con piedras

sus viviendas sin ventanas,

con su cuadra, su horno y su tinada.

Tejos caídos, zarzales y agavanzos

de las viejas huertas son recuerdo

pues se fueron

a otras tierras cuando llegaron

los camiones y el teléfono,

y supieron de otros sitios más propicios.

El serbal y unos perales, cermeños ya,

únicas huellas de labores. Nunca sabremos

quiénes fueran Antoñillo Cristales

o Miguel Sancho.

Antigüedad

En cuesta los olivos te conducen

por hiladas al monte oscuro

donde los pinos calmos y quietos

esconden los secretos,

las cuevas, simas y cavernas,

las que fueron pobladas

por las tribus milenarias

de estas tierras.

No sabemos cuántas vidas

estas tierras albergaron,

refugio fueron de desterrados,

vencidos y moriscos,

de los que huían de la peste

y de las guerras.

El contraste entre el paisaje y los pueblos

España nos ofrece una naturaleza, unos paisajes y horizontes de una belleza indómita, prístina. A menudo parece intocada, otras, es un paisaje trabajado por el hombre desde hace milenios, como los olivares de Jaén. Así, recorremos las tierras extremeñas, La Mancha, Levante, los montes de Teruel, la Castilla inmensa, esas tierras de pan llevar y choperas que delinean los magros arroyos. La escasa población ha permitido dejar millones de hectáreas libres de construcciones, de postes eléctricos, de instalaciones diversas. “España es un gran museo al aire libre”, dijo el fotógrafo alemán Kurt Hielscher hace más de un siglo, cuando hizo más de 45.000 kilómetros con su Zeiss (La España incógnita, Espasa-Calpe, s/f). Aún hoy lo es.

Pero el viajero queda a menudo decepcionado cuando entra en un pueblo de una mezquindad estética deplorable. En algunos, parece como si no se hubiera construido nada bello desde hace dos siglos. Incluso en pueblos que fueron declarados Patrimonio de la Humanidad, como Úbeda, sus barrios modernos y sus alrededores son de una fealdad irremediable, como pasa en Talavera de la Reina, Simancas, de alta alcurnia, Mora de Toledo -donde vivió mi padre- o Calatayud, y así centenares de localidades. Por ejemplo, Tordesillas, de tanta solera histórica para España, Portugal y Flandes, muestra una parte contemporánea que desmerece de su denso pasado histórico. Otros pueblos bien cuidados, como La Solana, dejan sin embargo elevarse en la vecina colina desguaces y chatarra de automóviles, sin que el alcalde haya hecho nada. En Levante, no hay más que contrastar esos paisajes que parecen salir de la época cartaginesa y que Asdrúbal reconocería, para entrar en pueblos como Elda o como Preter o Carcaixent, Pretel o Carcagente, desfigurados. Queríamos seguir las descripciones de Azorín y nos topamos con bloques de ladrillo aberrantes, con construcciones que responden al desbarajuste constructor de más de media España.

Comparemos Peñíscola con el Mont Saint Michel, paremos en Sagunto. Cuanto más nos acercamos a las costas, menos probabilidades tenemos de encontrar pueblos bellos: el turismo ha sido la gran excavadora y la enorme apisonadora. No es nuevo ese desprecio por lo bello; ya Jovellanos se alarmaba de esa decadencia de pueblos y lugares, con la falta de plantaciones, paseos arbolados, riberas descuidadas. Pero hoy no tenemos la excusa de la pobreza.

La imagen que emana de esas poblaciones cuando nos acercamos, la sensación primera que producen y que transmitimos a nuestros visitantes es a menudo desoladora. Piquetas, deshonor y excavadoras. Afueras descuidadas y bloques disparatados y desparejados, además de los infames cables de la Telefónica colgando en las viejas y nobles fachadas, los excesivos y mal colocados postes de la luz y un exceso de alumbrado.

Menos mal que tenemos pueblos -que pasan bastante desapercibidos- que han conservado un cierto patriotismo estético, como Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), Sabiote (Jaén), Almonaster la Real (Huelva), Montoro y centenares de pueblos andaluces (sobre todo en Córdoba), castellanos, vascos, asturianos, etcétera.

A. Pueblos convertidos en meros centros demográficos. La alienación de los moradores.-

Pero no es solamente un problema de mal gusto. Hay algo más profundo: ¿a qué ideología puede corresponder ese envilecimiento, esa ausencia de estética que observamos? ¿Quizás a la carencia de formación cultural de la nueva clase media emergente en la España de la postguerra?

La forma de nuestros pueblos y barrios se corresponde sin duda con los valores predominantes de las clases poseedoras para las que el dinero y la ganancia estaban por encima de la belleza y la armonía. Así, vemos cómo unas ciudades como Gijón o Santander destruyeron sistemáticamente sus frentes marítimos para llenar de bloques sin gracia sus orlas, sus entornos. Basta contemplar las viejas fotografías de ciudades como Palma de Mallorca o las antes mencionadas para percibir la desaparición de lo bello. Las fotografías de Ortiz Echagüe son una buena muestra de lo que aquí se dice.

Este ‘envilecimiento estético’, como lo definió don Julio Caro Baroja se corresponde a esa enajenación de los habitantes respecto a su medio natural que este capitalismo primario de construcción y turismo ha deliberadamente engendrado. Los pueblos y ciudades han sido despersonalizados, sustituidos por conglomerados de urbanizaciones y polígonos. Lo mismo que la televisión ha ido borrando la antigua sabiduría popular, el gusto por las conversaciones, tertulias y sobremesas, así el modelo de construcción que desagrega la población en núcleos anónimos, intercambiables.

No es casual todo esto: el poder económico ha hecho que, lo mismo que los ciudadanos han perdido esa calidad para convertirse en meros clientes, en meros consumidores, los pueblos han perdido su alma para convertirse en meros centros demográficos, conjunto de urbanizaciones, polígonos, circunvalaciones, áreas comerciales y rotondas. Haga la prueba el lector de preguntar a un viandante por el nombre de una calle; con mucha frecuencia no sabrá indicarle: el habitante desconoce su propia ciudad, la alienación se ha consumado, lo mismo que el trabajador pierde el control de su producto, el habitante pierde su sentido de pertenencia.

B. El fracaso de la democracia local y de muchos ayuntamientos.-

La pregunta que nos hacemos es ¿qué ha sido de nuestros ayuntamientos teóricamente democráticos? ¿qué se ha hecho desde 1978? Porque no son nuestras costas las únicas asoladas por la construcción abusiva y sin gusto, son también nuestros pueblos del interior, muchos con más de mil años. Mientras las viejas casas se desmoronan y se dejan caer, se construyen edificios, ampliaciones que atentan contra toda belleza.

Parece que no se ha unido lo bello a lo útil, que el dinero y la ganancia han podrido todo. La armonía con el medio natural, es decir, con el paisaje que los rodea, la proporción y la simetría, hasta el color, la terminación de las calles y rotondas, están ausentes. Ciudades y pueblos de gran historia han perdido su carácter en pos de un falso progreso de autos, garajes, naves y locales comerciales.

Las próximas ayudas europeas son un gran peligro en manos de esos ayuntamientos que parecen más encargados de negocios de las inmobiliarias que representantes de los moradores.

El sistema fiscal, inapropiado para financiar los municipios, ha hecho que las licencias de construcción hayan sido la principal fuente de ingresos, con su cortejo de mal gusto, inversiones de dudoso mérito y el abandono de las zonas antiguas de los pueblos mientras se fomentan promociones inmobiliarias de nuevas ‘urbanizaciones’ a menudo feas y estrechas como, por ejemplo, las de Membrilla (la antigua Marmellaria romana, en Ciudad Real) con casas apretujadas, sin un árbol, que parecen una colonia penitenciaria.

Otra posible causa, en lo que al mal gusto respecta, quizás fue que grandes arquitectos españoles tuvieron que exilarse al final de la guerra civil, y otros, que permanecieron en el país, como un jardinero de la talla de Javier de Winthuysen, fueron relegados, marginados. La consigna parecía ser ‘enriqueceos’ a cualquier precio.

Se dirá, como excusa, que había pobreza, que éramos pobres, pero Portugal, con mucha menos renta, ha sabido mantener una cierta estética, como comprobamos si pasamos de Tuy a Viana do Castelo, de Verín a Chaves, o si comparamos muchos pueblos extremeños con sus vecinos del Alentejo, o los pueblos de Huelva con los aledaños del Algarve portugués, como Vila Real de Santo António.

La escasez de recursos o la pobreza no son una excusa. A veces ha sido lo contrario: la riqueza, el cemento, los materiales, han perjudicado la belleza. Una vieja casa de pueblo, un viejo cortijo o caserío suelen ser más bellos, en su sencillez, en su economía de líneas y usos, que los ‘chalets’ de las modernas urbanizaciones.

Diderot, en su Tratado de lo bello, un texto precursor del materialismo, expone su teoría de la relación. Las cosas son bellas en relación a algo, al entorno, a las de su especie, a su utilidad y finalidad. Los gustos pueden cambiar, divergen, en función de una serie de variantes, de las que el enciclopedista describe: el tamaño y la escala, el ambiente cultural e histórico, la perspectiva, la educación y la cultura del observador, el tiempo y la edad, la experiencia del pasado, las ideas y creencias y los valores. En muchas ciudades. Y pueblos ‘modernizados’ ninguna de estas excusas justifica el panorama que el viajero contempla.

C.  La belleza atrae inversiones y no sólo turismo.-

Esto tiene consecuencias económicas importantes. El capitalismo francés, italiano, europeo en suma han sido más inteligentes. El turismo interior (véase Provenza, Dordoña, Normandía, Bretaña, la Toscana, Austria, Irlanda) se apoya en la belleza de los pueblos, la armonía, el cuidado de parques y jardines, los restaurantes y cafés, los mercadillos de antigüedades, libros, buenos productos locales y la calidad de los servicios y las comunicaciones (tanto ferroviarias como digitales). Cuando vemos los esfuerzos de muchas regiones y comarcas españolas en atraer turismo de calidad (es decir, que gaste dinero), echamos de menos ese cuidado por preservar lo bello, por no hacer estropicios urbanos, por facilitar la calidad, el ordenamiento urbano, la sencillez, en promocionar los artistas locales, en organizar pequeños eventos culturales, musicales, de pintura. La llamada España vacía es a menudo la España maltratada y descuidada.

No es casual que muchas regiones europeas prosperen, sean atractivas a la inversión y a residentes extranjeros que buscan luz, sol, clima, pero también cultura, servicios, autenticidad. Los ayuntamientos deberían ser los impulsores de ese crecimiento armónico, estético y de convivencia. La belleza es rentable. El objeto crea el sujeto; un pueblo bello y cuidado genera más civismo, más cuidado, más sentido de la pertenencia y atrae capital.

Pueblos que fueron

Llegas a los pueblos de nombre antiguo

del Romancero, mas

¿qué se hizo de Olmedo y Madrigal,

de Medina y Almazán?

¿Dónde yacen Linares, Talavera?

Si Lope y Cervantes hoy volvieran,

caballeros y señores despertaran,

no entrarían más en los pueblos

que su historia

arrojaron al trastero,

que tiraron muros, torreones.

Ignorantes alcaldes de mal gusto,

encargados de negocios

de logreros constructores,

ganapanes

de comilonas y cochazos rutilantes.

Aduares y arrabales de rotondas,

aledaños de chatarras,

escombros y almacenes.

Solares esperando el pelotazo, 

semáforos y placas informantes,

bares, desguaces y carteles,

sus trofeos, su orgullo y su vergüenza.

Manuel Arroyo-Stephens y la destrucción de los pueblos españoles

El gran editor de Turner, el fundador de aquella magnífica librería de la calle Génova, de Madrid, ha fallecido demasiado pronto, con sólo setenta y cinco años. Yo recuerdo verlo de lejos, siempre hablando con personas relevantes -entre ellas con mi padre adoptivo, que le compraba muchos libros, prohibidos o no-, pero con quien hablaba yo era con Pepe Esteban y con Aletxu.

He vuelto a leer su libro Pisando ceniza, un conjunto de memorias y recuerdos de Manuel Arroyo-Stephens, entre ellos sobre inefable José Bergamín, del que fue generoso amigo y a quien apoyó editorialmente, a pesar de su locura pro-abertzale de sus últimos años.

Pero, sin hacer un obituario de una persona a la que sólo atisbé no puedo por menos que recoger este párrafo, que resume lo que ha pasado en miles de pueblos españoles, en ese proceso de “envilecimiento estético”, como le llamaba don Julio Caro Baroja.

Berrueza ya no es el pueblo adonde llegó mi madre. En realidad ya no existe. Mejor es de eso no hablar, mejor intentar olvidarlo. Donde hubo torres y casonas de sillería construyeron bloques de cuatro o cinco plantas con ladrillo barato y cierres de aluminio, calles estrechas sin aceras llenas de coches donde había prados y muros de piedra. Un alcalde y tres o cuatro promotores se hicieron ricos y se fueron a vivir a otra parte, a burgos o a Bilbao en la mayoría de los casos. Lo único reconocible, lo único que ha quedado como era, es el cementerio.

Berrueza es, o era, un pueblo de la provincia de Burgos. Así también, por ejemplo, Linares, donde mi abuelo no dejaba de acudir a su feria taurina, Madrigal de las Altas Torres, Simancas (sí, hasta Simancas, donde está el archivo), Calatayud, Vinaroz, pueblos de nombres antiguos donde los constructores y alcaldes se han ensañado -y, me temo, siguen ensañándose- con el mal gusto que nos suele caracterizar. No hay más que ver la diferencia entre Ayamonte y Vila Real de Santo António o entre Tuy y Viana do Castelo, o Elvas y Badajoz, o Bourg Madame y Puigcerdá, para comparar y evaluar nuestro irremediable desastre.

La España vacía, que se ha convertido ya en un lugar común, es la España vaciada y desfigurada, las aberrantes construcciones, que no sólo han destruido lugares como La Manga, sino los más humildes, medievales pueblecillos, que fueron bellos mientras no había ‘desarrollo’. En cuanto tuvimos dinero, a destruirlos.