El Morris Minor.-
Para conocer bien una ciudad, unos montes, un paraje, yo recomendaría la siguiente receta: pasear y pintar o dibujarla. Una ciudad se conoce callejeando, descubriendo los portales, las plazoletas, los patios, los solares y los jardines abandonados (esos huecos, esos vacíos que dejan respirar a la ciudad, resquicios por los que se cuela el campo antiguo). El Madrid de antes se pasea de la mano de Galdós y Baroja. Barcelona se pasea bien con Luis Goytisolo y su Recuento, de Antagonía. Sevilla con Romero Murube, Valencia con Manuel Vicent, Valladolid con Delibes. Es triste comprobar que los barrios nuevos de las ciudades no pueden tener su poeta, su escritor que nos guíe. Aún no tienen, o nunca tendrán alma. Los barrios nuevos, las ciudades dormitorios, las urbanizaciones de adosados, se hacen para que no se pueda pasear y por tanto para que nadie se sienta inspirado a escribir sobre ellas.
Pasear suele tener aún mayor aliciente si se hace con algún propósito, buscar la pieza rota de un reloj, comprar una loneta o un bote de pintura, ir a tomar café con unos amigos o a la búsqueda de algún libro viejo. No es ir a hacer recados ni hacer diligencias, ni correr de un lado para otro sorteando semáforos.
Yo siempre he sido bastante paseante desde que mi padre me entrenaba por el largo bulevar de Menéndez Pelayo y aún hoy no soy capar de hacerme la idea de una ciudad si antes no la recorro un poco a pie. A principios de los setenta me paseaba yo por Madrid con un cuadernillo y un lápiz a la caza del coche viejo, abandonado. Las mejores calles para descubrir reliquias eran las que el tránsito evita, las que restan del urbanismo que no tenía la lógica de la vía rápida, y en el que se daban plazas y calles que no daban a ninguna parte, simplemente existían para soolaz de los moradores. Todavía hay calles así en Chamberí, en especial los alrededores de la glorieta del General Alvarez de Castro, en las zonas adyacentes de la avenida de los Toreros (recuerdo un Peugeot 202 de 1937, el de los faros en la rejilla del radiador, aparcado alli como desde hacía años, olvidado), por la Fuente del Berro, la colonia del Rayo, algunas calles silenciosas, vecinales de la Prosperidad o de la Guindalera (por cierto, hay que pasear ese barrio antes de que se lo carguen, de manos de un libro de Juan José Cuadros, sencillo poeta y escritor), muchas callejuelas que escondían esos pequeños secretos que suelen pasar desapercibidos para el paseante normal: Peugeots, viejos Seat, Arondes, algún vetusto americano de los cincuenta y, claro, los Morris Minor. Yo iba dejando papeles en los parabrisas con mi teléfono por si querían vender aquella pieza.
Sólo me llamó el propietario de dos Morris Minor, que no los vendía pero me facilitó una preciosa información, con esa solidaridad espontánea de tantos coleccionistas por sus congéneres que padecen el mismo mal. Recuerdo que me decía que cuando muriera quería ser enterrado como en una mastaba, flanqueado por sus dos automóviles.
Aquel simpático coleccionista monotemático me dio la dirección de don Guillermo Lewin, en Aravaca, asegurándome que tenía un Morris, de los treinta y cinco que él tenía contabilizados en todo Madrid. Y fui a verle; era un señor elegante y cortés, rico de los de antes, admiré su colección de viejos ciclos, dos o tres coches de principios de siglo, ¡¡y un tren del siglo XIX, con su vagón salón guarnecido en carmesí!! Todo ello en una nave del jardín de su casa, que estaba detrás de La Romana. El señor Lewin, de pocas palabras, las necesarias, al enseñarme todas aquellas valiosísimas reliquias –carteles antiguos, herramientas, piezas, objetos dispares relacionados con los automóviles- que se apretaban en la nave, me hizo partícipe de la ansiedad típica del coleccionista “a mis hijos esto no les gusta, lo venderán todo cuando me muera”. Tenía el Minor para diario, junto con un modesto Simca 1200 (la elegancia de los ricos de verdad, tener y no aparentar) y se lo compré por treinta y cinco mil pesetas. Era de parabrisas partido, con volante a la derecha –lo había importado en 1955 por el puerto de Bilbao-, repintado de rojo y amarillo, muy patriótico y con un letrero atrás que decía ‘ojo, volante a la derecha’. Con aquel coche llevaba a mi hija Violeta a la guardería Groucho, por los altos de General Ricardos y circulaba por Madrid encantado de la vida.
Los orígenes del Minor se remontan a 1945 cuando la Morris Motor Limited, de Cowley, Oxford, decide recuperar el maltrecho mercado del automóvil barato en la Gran Bretaña de la postguerra y le encarga a su ingeniero Alexander Arnold Constantine Issigonis el proyecto de un automóvil para suceder al Morris Eight, lo que no era nada fácil, dado el gran éxito que este vehículo había tenido en los últimos treinta. Issigonis, nacido en Esmirna (hoy Izmir, Turquía) era uno de sus mejores dibujantes y proyectistas de la empresa. Diseñó y desarrolló los dos coches más emblemáticos de la marca, el Minor y el Mini. Con el Minor después del Eight, y luego con el Mini se demuestra que no es cierto eso de nunca segundas partes fueron buenas, porque aquí hubo hasta terceras.
El antepasado del Minor, el Morris Eight, había nacido en 1934 con un motor durísimo de 918 cc. y a pesar de la depresión logró revitalizar el mercado automovilístico británico de los treinta. Este era a su vez el sucesor del Morris Oxford que Roald Dahl –el autor de Charlie y la fábrica de chocolate– menciona en su libro Going Solo cuando describe su viaje en mayo de 1941 de El Cairo a Haifa, en la Palestina británica, 200 millas a través de la península del Sinaí, que hizo en un Morris Oxford Saloon de 1932. No todos los escritores tienen el detalle de dedicarle un pequeño recuerdo a su coche, incluso con una fotografía en el texto, razón por lo que lo reseño.
Desde 1948 se vendieron en el mundo más de medio millón de Morris Minor, en sus diferentes versiones, desde la de 850 cc. hasta la última de 1.098 cc. La mecánica era muy sencilla y es un coche prácticamente irrompible, razón por la que es un buen coleccionable, y no por su rareza pues hay miles por esos mundos. Como muchas de sus piezas también se instalaban en otros modelos del grupo, no es difícil encontrar recambios y además los ingleses están muy bien organizados para el coleccionismo y hay garajes especializados en muchas localidades, siendo el principal el de Bath. Del Minor se dio el salto al Mini, que marcaría la era de Los Beatles. Entre tanto, la Morris había pasado en 1951 a ser la BMC, British Motors Corporation, tras ir absorbiendo MG, Riley y otras pequeñas marcas, prefigurando así lo que serían las grandes concentraciones de los años setenta y ochenta que aún continúan. El Minor y el Mini pasarían a figurar con honores en la galería de los coches que han sido iconos de una época, como el 600, el Volkswagen o el Tracción. El fin del Minor coincide con el fin de una cierta idea de Inglaterra, país que hasta principios de los sesenta, hasta que aparecen Los Beatles, había dormido un poco en el sueño imperial y que mantenía una sociedad con valores victorianos. El fin de esa época coincide con el drástico cambio en la línea de los automóviles.
(continuará…)
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