Los recientes poemas de Luis Alberto de Cuenca

Luis Alberto de Cuenca siempre ha tenido gran sentido del humor, con una alegría y gusto por la vida que se reflejan en toda su poesía. En ella evoca amores, amigos, lugares, recuerdos y, por supuesto, muchos personajes de tebeos y cómics que le sirven para distanciarse, para establecer una membrana entre el sentimiento y no tomarse demasiado en serio.

El otro día, de paso por Madrid, compré en la librería Visor, ese puerto de abrigo poético y de hallazgos, su último libro, Después del paraíso. Aquí, en el campo, lo he leído en estos días de las primeras lluvias del otoño, el marco perfecto para sentir estos versos y, de paso, he releído muchos otros poemas en varios de sus libros.

No seré imparcial (la imparcialidad no existe), ni un comentarista de texto, eso lo dejo para mi hermana Cristina, tremenda y sagaz analista de textos literarios. Tengo demasiadas afinidades con Luis Alberto de Cuenca para mantenerme distante: Madrid, el barrio de Salamanca, el colegio del Pilar de Castelló, el gusto por la línea clara (¡Tintín!), Potocki, y más; pero él desborda cualquier paralelismo con su muy considerable cultura clásica, con cultura profunda, y hasta con su gusto por la literatura fantástica y los cómics de Urganda, Conan y Sonja la Roja, entre cientos.

Soy uno de esos que él llama ‘improbables lectores’ y su último poemario me ha dejado pensativo. Hay una continuidad en los temas y objeto de sus versos, una coherencia que se mantiene desde hace casi cuarenta años, como las frecuentes llamadas a los clásicos que tan bien conoce, los amores, los poemas dedicados a Alicia, su mujer, los recursos a personajes y escenas de ficción y del cine. Pero ahora flota en éstos una cierta tristeza. La significación del hombre ante la vida -y la muerte- están más presentes.

Después del paraíso reúne quizás los versos más tristes de Luis Alberto de Cuenca. El talante del libro está muy bien expresado en su título. Todo parece haber pasado y hasta los poemas amorosos son como la reminiscencia del amor que existió, que aún late, pero está nublado por la incertidumbre del futuro y un presente más desolado. “Duele el paso del tiempo”, en uno de los versos, resume bien el espíritu del libro.

Luis Alberto ha tenido siempre ese punto de humor, de desenfado, ese que daba un giro a sus poemas con la ironía, con la referencia a sus heroínas de los tebeos o cómics. Hoy, ya no tanto. Ansiedad, pánico son palabras que retornan en varios poemas. La muerte, la enfermedad, los tiempos de pandemia sobrevuelan también en muchos versos.

“Ella sabe que se irá alguna vez. Cuando un cielo brumal

amenace tormenta en el mar, por ejemplo.

Porque el mar que lo trajo a sus brazos será

también el que reclame su regreso a la patria,

y ya no volverá”. (Partir de Ogigia[1])

Aún en las referencias y alusiones a los clásicos, el poeta ha escogido las evocaciones más tristes, terminales.

Su preocupación cívica, desolada por esta España, brota con furia en Me largaré de aquí,

 “ya no puedo vivir en un país

que se avergüenza de sí mismo, en esta

casa de locos y descerebrados

que es España en el año del Señor

de 2017, annus horribilis…”.

Y por este Occidente que asiste a sus propias exequias. Pero no es una novedad, ya en su poema Europa (1985) denunciaba “gobiernan los cobardes, los oscuros”, y en España (1987), “es sólo un lugar pobre que ha perdido su alma / … un puñado de tierra desunido y estéril”.

Los títulos de muchos de sus poemas son expresivos, Salir del hoyo, Tarde te amé, belleza, Tu triste imagen (evocación del padre), La enfermedad, Solo, Dolor, Ültimo llanto, y así muchos más. El libro termina, significativamente, con el poema Sobre Les feuilles mortes, de Prévert,

“Estoy seguro de que tú también

te acuerdas de los días en que fuimos

felices, en un tiempo en que la vida

era hermosa y el sol brillaba más…”

Luis Alberto de Cuenca se abre aquí, se expone, como todo buen poeta sincero y no retórico, como siempre ha hecho, y no rehúye mostrar esa desesperación que puede ser nostalgia (“léeme otra vez el cuento de la infancia perdida”, “la lejanía, cada vez más brumosa, de la infancia”), que siempre viene teñida de una dulce, aunque no negra, melancolía.

Los lectores, sobre todo los que somos de su quinta, nos sentimos identificados en sus versos y señalados,

“La vejez parece que triunfa

sobre el deseo y lo destierra,

convirtiéndolo en un puñado

de ceniza, en una pavesa…”

Los amigos van desapareciendo, los “que gozaban de buena salud” o los que ya no están, y hay que prepararse para las ausencias, hasta para la nuestra. Pero no es un libro de lamentaciones, solo que nos vemos en él reflejados, son poemas que nos sumergen en nuestras propias dudas, angustias y esperanzas. A través de sus vivencias más recientes nos hace compartir esos sentimientos y desvelar los nuestros, que a menudo ocultamos o no vemos con el trajín de la vida cotidiana, con la diversión. La experiencia recordada, el que vamos cumpliendo años, así como estos tiempos en que el resentimiento parece la única guía de acción política, dan un significado actual, en presente histórico, a estos poemas.

Una de las cualidades que siempre he apreciado en la poesía de Luis Alberto de Cuenca, y en sus ensayos y reseñas, es que abren perspectivas, incitan a otras lecturas y a indagar en nuestros estados de ánimo. “Nunca expliques: sugiere”, cita en un poema. Por eso no cansan y se releen con gusto, es como volver sobre nuestra historia y nuestras vidas; son, en ese sentido, poemas abiertos que, como muchas historias de tebeos, piden un ‘continuará’.


[1] Ogigia, u Ogygia: lo he tenido que buscar en una vieja enciclopedia, Dictionnaire Général de Biographie et d’Histoire (1889); según éste, era el país donde reinaba Ogyges en el siglo 18º a.C., en el Ática y Beocia, o la isla donde reinaba Calypso.

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Madridfobia

Las capitales siempre provocan una especie de amor y odio por el hecho de ser la sede del Poder, de ser grandes, de avasallar. En España, como todo está preso de la ideología, Madrid es el Centro, el centralismo, la Banca, los madrileños somos considerados arrogantes, engreídos, hasta chulos. Las provincias miran con recelo a Madrid e incluso a los madrileños.

Pero con la victoria de Isabel Díaz Ayuso, la madridfobia ha alcanzado una altura verdaderamente atronadora. Para los puritanos, Madrid son sólo los bares y terrazas, ¡Madrid es culpable de todo! La izquierda y los nacionalistas execran Madrid, hoy más aún. Una izquierda maniquea ve en Madrid a los venezolanos que han huido del chavismo, a los del barrio de Salamanca como el non plus ultra del nuevo ‘eje del mal’.

No es nuevo este sentimiento. Ya muchos de la generación del 98, denostaban Madrid, fuente de todos los males, como la versión de Unamuno “ese gran patio de vecindad”, “un vasto campamento”. Azorín, Machado, fueron más amables, Baroja da una de cal y otra de arena. Como decía Umbral, los españoles tienen con Madrid una relación sádico-anal.

Mientras París, Lisboa, Roma, Nueva York, tienen su literatura, su pintura, Madrid parece, a los ojos de esa izquierda, una ciudad que no ha tenido (casi) quién le escriba. Pero a diferencia de París, Madrid no excluye otras ciudades de la cultura y el pensamiento; Barcelona, Sevilla, Bilbao, Vigo, Valencia, entre otras muchas, son un ejemplo también de una vida cultural intensa.

Pero veamos nuestras culpas, que resumiría en tres: la destrucción de hace unas cuatro décadas, la literatura de derechas y el cosmopolitismo.

Destrucción.- Los madrileños hemos sido quienes destruimos Madrid. Alcaldes como Arespacochaga, García Lomas y Arias Navarro perpetraron una destrucción de la ciudad mucho mayor que los bombardeos de la Legión Cóndor y la aviación italiana. El envilecimiento estético (Julio Caro Baroja dixit) se hizo a conciencia. Vean la plaza de Colón, que fue demolida para mayor gloria de especuladores sin gusto ni conciencia, véase la Castellana que culmina con esa Plaza de Castilla con su monumento dorado más propio de Arabia Saudita que de una ciudad europea, véase el estadio Bernabéu, cada día más elefantiásico, véanse sus barrios de colmenas, a veces más parecidas a la edificación estalinista. Recordemos esos bulevares que desaparecieron para hacer autopistas interiores como la calle Velázquez, Francisco Silvela y tantas otras. Curiosamente, toda la fealdad de las construcciones que asolan las ciudades y pueblos de España son una especie de mimetización de lo peor de Madrid, de ese Madrid ramplón y de mal gusto que se esparce por barriadas sin gracia. Parece que sólo copiaron de Madrid lo feo.

Recomiendo la lectura del propio Juan de Arespacochaga que nos dejó ingenuamente lo que se podría llamar una descripción de la masacre urbana -que él llama modernización- en su libro Alcalde solo (Prensa Española, 1979). Preste atención el lector, si tiene paciencia para leer esa autoelegía, cómo alaba la tarea de su joven concejal Florentino Pérez, ya entonces tan diligente en la destrucción-construcción.

La cantan sobre todo las derechas.- A esta ciudad la han cantado más los escritores de la derecha, como Agustín de Foxá, Díaz-Cañabate, Antonio Espina, Pedro de Répide y González Ruano. El gran franquista loco que fue Giménez Caballero escribió Madrid nuestro cuando entraron los Regulares en el 39.

Da igual que Galdós la haya inmortalizado, porque ha sido considerado un ‘garbancero’, da igual que fuera ‘el rompeolas de las Españas’, permaneciendo fiel a la República hasta el 31 de marzo de 1939. Da igual que su densidad cultural, en museos, salas de exposiciones, espectáculos, música sea envidiable (o precisamente por eso), su energía económica, sus transportes, su libertad; Madrid es la ciudad odiada.

Menos mal que hay poetas y escritores que la cantan todavía, como Luis Alberto de Cuenca, que Trapiello y Gómez Rufo la hayan puesto en su sitio, siendo más justos con ella. A menudo suele ocurrir que son precisamente los extranjeros quienes mejor nos. describen, como el historiador francés Philippe Nourry con su Roman de Madrid.

Cosmopolita.- En Madrid todos somos madrileños al cabo de un día (yo mismo, nacido en Bruselas, de padre de Jaén) y eso, para algunos no es mérito sino baldón. Ya acusaban los nazis a los judíos de ser unos “cosmopolitas desarraigados”. La diferencia, el color o la religión son para estas gentes algo negativo. Así, ERC o Bildu, cuyo odio a Madrid -que simboliza España- es su raison d’être.

Menos mal que este antimadrileñismo se hunde solo, que hay un alcalde amable y sensato, que los madrileños resistimos todo y que, en realidad, nuestra criticada falta de tradiciones y recuerdos como ciudad artificial, fundada por decisión regia en medio de una estepa, es precisamente nuestra mejor prueba de que estamos abiertos a toda España, a Europa y a América. Aquí cabemos todos, hasta los que nos detestan.