La capitalidad de Madrid ¿sólo madrileña o de toda España?

                                                      

Todo el mundo habla de capitalidad pero no todos queremos decir lo mismo. Una capital forja, delinea, marca el país. Pero si una capital se limita a ser, eso, solamente centro de ministerios y embajadas, domicilio del rey, o emporio de museos, no es capital, es un centro administrativo y político, que los de la periferia no considerarán suya, aunque la consideren interesante. Así, Valencia creó el País Valenciano o Barcelona Cataluña. Otras capitales autonómicas no han sabido hacerlo. Para ser capital de España se precisa más que una norma (artº 5 de la Constitución), hay que ganárselo, hacerla de todos, así como ser una capital europea y mundial. No se trata de fuerza, potencia, comparación o superioridad, sino de capacidad de abarcar e incluir a todos, de estar abierta.

Madrid tiene que atraer y que la sientan suya todos los españoles y forasteros. Atraer además de a inmigrantes económicos, a refugiados políticos, arte y editoriales, espectáculos, también atraer empresas porque con los beneficios de éstas conseguimos traer e instalar a todos los demás. París lo ha entendido muy bien tras el Brexit y ha superado a Londres (ver el artículo de Simon Kuper en el Financial Times del jueves 2 de marzo, France is becoming the new Britain).

El jarro de agua helada de Ferrovial y Rafael del Pino, cuya empresa factura más del 90% de su cifra de negocios fuera de España, es un aviso. No porque sea un grave problema tributario sino por su simbolismo. Si nos cerramos, no somos atractivos.

Respecto a la periferia, Madrid necesita abrirse a los catalanes, valencianos, gallegos, vascos y todos los demás. No basta con que sus parlamentarios vengan a las sesiones y luego vayan a comer a Casa Salvador, ese restaurante tan castizo de la calle Barbieri, para sentir que están en la Villa y Corte. Hace falta que sea una ciudad abierta y no se mire el ombligo pensando que lo que no pasa en Madrid no existe. Barcelona ha hecho eso, ombliguismo, y así le va, cerrada a Erasmus, a empresas, a los judíos e israelíes, casi antipática, aprovincianada. Madrid está cada vez más abierta, pero aún falta que sus dirigentes sean más abiertos y menos ‘madrileñistas’, en el sentido estrecho de la palabra.

Un amigo vasco, Aletxu, me decía que lo bueno de Madrid es que nadie te preguntaba de dónde eras, que al día de estar aquí, eras uno más. En eso también coincidían unos amigos argentinos cuando estaban exilados por causa de Videla y sus secuaces.

Eso, que lo sentimos los madrileños, parece que no lo sienten los jefazos de los partidos, que medran en Madrid y sólo van por esas Españas cuando hay campaña electoral, lo mismo que van entonces a los mercados a hacerse una foto con el frutero.

Yo, en la plaza de Colón, por ejemplo, pondría también una ikurriña y unas barras catalanes, entre otras. La bandera es la de todos, pero no pasaría nada por mostrar que las otras también son honradas en Madrid. Madrid, tan novelera pero tan simpática, sacudidos ya los legados franquistas, de costumbres tolerantes, es superior a los políticos que en ella anidan. Éstos son centralistas en su cultura diaria aunque se deban a sus ‘barones’ regionales (por cierto ¿a quién se le habrá ocurrido esa aberración de ‘barones’, que evoca feudalismo y machismo? ¿es que no hay baronesas?). Una muestra de ello es el ostracismo a que ha sido sometida por el PP la diputada por Barcelona Cayetana Álvarez de Toledo o lo poquísimo que cuentan muchas personalidades políticas de otras Comunidades Autónomas a la hora de decidir: los politburós de Ferraz y Génova son los únicos que de verdad cuentan.

Los madrileños somos más abiertos, más internacionales (casi diría que cosmopolitas) y más europeos que los políticos del lugar o ‘en’ el lugar. Hay puentes, ya no estamos aislados como en los tiempos del centralismo, pero las mentalidades políticas siguen siendo unas bastante centralistas y otras muy nacionalistas y localistas; hay puentes pero hay que cruzarlos en los dos sentidos.

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Cuatro trabajadoras

Por las calles y campos de España, miles de trabajadoras pasan desapercibidas todos los días. Son las que, con pequeños salarios o con escuetas pensiones, nos hacen la vida más fácil, que con sus palabras, con su sonrisa (que se ve ahora en sus ojos, las bocas tapadas con mascarillas) o su gracia sencilla, nos dejan un buen recuerdo. Aquí hablo de algunas.

Madrid

Ojos negros, terciopelo,
lindas cejas naturales,
es Marina,
con nombre de la zarzuela
favorita de su padre,
del autor Emilio Arrieta.
Agradable y diligente,
de aromas, colonias,
y jabones
los detalles reconoce
la perfumera de Narváez.

Infantes

Es joven, de piel bien clara
no pálida,
cabello negro brillante,
recogido, tan sedoso,
bata blanca almidonada,
con cuidado y esmero despacha
-todo, impoluto, ordenado-
pan candeal hecho del trigo
de los campos aledaños,
quevedescos, cervantinos,
bien cocido en viejo horno
caldeado con sarmientos.
Por el pueblo, aire limpio y
transparente de La Mancha.

Mérida

De ojos azules y tan suaves,
sirve ella a parroquianos
café, churros, chocolate.
Invernal ha amanecido
en la plazuela
al final del decumano.
Modesta y delicada
te pregunta
si prefieres
los llamados ‘madrileños’.

Jaén

La abuela Magdalena
que reclama:
“¡si estamos más encerrados que los cochinos!”,
al preguntarle
cómo está con lo que pasa.

Ojos azules que chispean
tras gruesas lentes de antiparras,
más sabia y espabilada
que doctores
de títulos, papeles y diplomas.

En la Sierra de Segura,
de un monte umbrío en la ladera,
su aldea, su vida,
cuidar de faenas caseras
y de sus nietos.

Dos libros de Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye disponibles en edición digital (amazon.es)

Jaime-Axel  Ruiz Baudrihaye, autor de este blog, da al público, en formato digital (la negativa de las editoriales se  presiente  y se siente), una novela, Declaración de ausencia, y un relato de sus años estudiantiles y antifranquistas, Comunistas y Pilaristas.

En Declaración de ausencia, la historia sucede en el Madrid del otoño de 1963, un acontecimiento inesperado, inoportuno, sacará de su rutina acomodaticia a un abogado sin historia y le hará cambiar de vida. Todo lo que era aceptado, todo el manto de olvido y engaño de una familia se pone al descubierto. La mano del ángel se ha manifestado.

Es una historia verosímil y, por tanto, una descripción un tanto notarial. Historias parecidas probablemente no serían infrecuentes en aquellos años. Hace medio siglo las secuelas de la guerra civil todavía estaban latentes y las actitudes morales de vencedores y vencidos no eran tan puras. Hay algunos datos y hechos reales y otros ficticios. El grupo del Liceo existió, así como las actuaciones de la policía política española, había muchos colaboracionistas franceses refugiados, emboscados, en Madrid, la vida en Casablanca durante la Segunda Guerra mundial y la entrega de alemanes a los nazis por las autoridades francesas de Vichy ocurrió, la  vida en el Congo Belga, entre otros sucesos que ocupan estas páginas, responden en gran parte a la realidad.

En Comunistas y Pilaristas, se cuenta la historia, autobiográfica de un estudiante de la clase media madrileña pasa del colegio religioso y privado, el Pilar de la calle Castelló, al fragor de la Universidad de 1968. En pocas semanas muchas de sus ideas van a cambiar; descubre un país diferente que, curiosamente, no terminaba en la Castellana, y dará el paso a integrar la lucha contra una dictadura, que si ya entonces estaba algo reblandecida, todavía era lo suficientemente violenta, zafia y ajena al entorno europeo para concitar la animadversión de liberales y personas con sentido común. Entre la familia conservadora, las inquietudes culturales, el papel del Partido Comunista de España en la lucha antifranquista de aquellos últimos años, la clase obrera de cuya existencia apenas sabía, los despachos laboralistas, se pondrán de manifiesto las contradicciones de este joven burgués, su romanticismo atrasado, su altruísmo y sus flaquezas.

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La búsqueda del coche perdido. Bruselas (6ª entrega)

Tío Pablo.-

C´était au temps où Bruxelles bruxellait, como cantase Jacques Brel. Había llegado tío Pablo y mi padre, su gran amigo, me dijo “asómate al balcón y verás qué coche ha traído”. Solitario e imponente, había aparcado un inmenso Ford 1952 Crestline Sunliner descapotable azul cobalto. Era en la pequeña rue des Six Aunes (calle de los Seis Alisos, árboles que allí debieron existir hace siglos),

Rue de Six Aunes BXLuna vía del viejo Bruselas, de casas oscuras y algún modesto comercio. En aquel piso empecé a jugar con los cochecillos de hierro (los legendarios Gasquy) que me regalaban y desde la azotea ventosa contemplaba la ropa congelada en las cuerdas y el perfil oscuro de lejanos edificios, cúpulas y torres. Cuando he vuelto, muchos años después, la he visto convertida, como en un mal sueño, en un pasadizo del Ministerio del Interior belga. Fueron demolidas todas las casas de vecinos y sólo el viejo adoquinado recuerda que fue una modesta calle normal y acogedora si bien algo triste.

Tío Pablo enseguida organizó una excursión al Bois de la Cambre, su paraíso particular, su escapatoria, pues vivía no lejos de allí, en la Avenue Louise. Paul Fayt, tío Pablo, siempre me sorprendía con sus automóviles. El primer coche en que yo monté era suyo, un Ford Custom 1949. Cuando años atrás veía alguno, rara vez, por Madrid, sentía siempre una pequeña punzada de algo ya visto en una ciudad gris y lluviosa, como dibujada con tinta china, cuyas mejores fotografías son en blanco y negro, de parques muy umbríos y un lago donde la gente, los días de sol, se tumbaba en la hierba. Años después reconocí aquel lago como el gran lago del Bois de la Cambre, donde íba con mi padre y tío Pablo en su Ford. Paul Fayt pertenecía a una familia de alcurnia, entre cuyos antepasados se contaba el pintor Jan Fijt (Amberes 1611-1661), uno de cuyos cuadros está en el Museu de Arte Antiga de Lisboa.

Con parabrisas partido, un adorno en forma de proyectil en el centro del radiador y sus pilotos traseros transversales sobresaliendo un poco en las aletas, ha sido uno de mis coches totémicos. El Ford 1949, Ford Fordor Sedán, fue el primer modelo de la posguerra fabricado tras la reorganización de la fábrica. Los colores más comunes eran el negro, como el de tío Pablo, y el azul oscuro, aunque se fabricó en once colores. También existía una versión descapotable y otra de dos puertas. Del Ford 1949-50 se fabricaron 841.000 unidades, más que del Citroën Tracción Delantera, por ejemplo.l

Ese Ford ha sido inmortalizado en On a marché sur la Lune, es el coche del ingeniero. Hergé, para dibujar esos automóviles que tan bien ilustran los albumes de Tintin, se inspiró en el magnífico parque automovilístico belga, además de en los Dinky Toys, según dicen. Los tintines los descubrí a los doce años en un club de Madrid donde tenían toda la colección. Primero me atrayeron los excelentes dibujos de los coches, luego las historias. Y sobre todo flotaba ese ambiente belga que me traía como recuerdos perdidos. Probablemente recordaba esos dibujos de mis primeros años, pues existían desde los años treinta.

Una de las razones de que tío Pablo tuviera siempre buenos autos era porque no podía viajar en avión a causa de una dolencia cardíaca. Su transporte siempre era terrestre o marítimo. Todos sus coches fueron americanos, hasta que se pasó al Peugeot 403, ya en 1959. Viajaba por toda la España polvorienta de los cincuenta con sus lujosos coches, se albergaba en los Paradores, leía libros españoles, estaba suscrito al ABC y era uno de los pocos belgas que podían pronunciar ‘carretera’ con todas las erres.

Tio Pablo tenía dinero por su familia (negocios en el Congo) y fue uno de los numerosos jóvenes belgas, muchos con orígenes del catolicismo boy scout, que pasaron a Francia y de ahí a España para terminar en un inmenso campo para prisioneros aliados en Miranda de Ebro. Este era el filtro desde el que se dirigían a Lisboa o a Tánger para incorporarse a las fuerzas aliadas en Londres, o que cruzaron clandestinamente el Canal de la Mancha. Todavía recordaba, entre bromas, lo mal que cocinaban los ingleses en aquel Londres que resistía estoico bajo las V1 y las V2. Estas bombas, los primeros missiles, también cayeron en la capital belga y en Amberes, entre octubre y diciembre de 1944. Cuando iba a caer una V1 –recuerda mi familia- primero se oía como el zumbido del motor de un avión que de repente se paraba, entonces durante casi un eterno minuto una especie de tic tac y después era cuando la bomba se precipitaba, se desplomaba literalmente al suelo. Durante esos apenas sesenta segundos, los bruseleses contenían el aliento y esperaban resignados la sacudida de la explosión.Sin título-Escaneado-14

En los años 50, tío Pablo disfrutaba de la vida y por tanto de los buenos automóviles. Empezó a comprarse las maravillosas exageraciones americanas después de haber incrustado su pequeño enigual negro (el Volswagen) bajo la trasera de un camión y salir vivo de milagro. En sus coches hice mis primeras excursiones. Años después, tras la muerte de mi padre, tío Pablo fue mi único y último vínculo con la Bélgica brumosa y gris, añorada, de mi primera infancia. Me traía pequeños regalos pero sobre todo era como si el espíritu de mi padre volviera por unas horas con él. La última vez que le ví acababa de volver de un viaje por el sur de España, como siempre, en solitario, y recordaba con emoción cómo había vislumbrado a lo lejos en la noche las luces de La Puerta de Segura, cuando iba de Córdoba a Valencia. Esa sería la última y fugaz visión de aquellas tierras que su gran amigo español le enseñó a amar.

En otro viaje anterior se quedó a dormir en El Escorial, en el Hotel Felipe II, para poder absorber demoradamente el espíritu de un rey que él, a pesar de ser belga, admiraba a contracorriente de la leyenda negra que en aquellos años cincuenta estaba de moda en Bélgica (ya me decían en el colegio que los belgas eran malos y eran enemigos de España), y vino en un Plymouth Plaza que relucía como un transatlántico frente a las escalinatas del hotel. Tío Pablo tenía más de Egmont que de Orange e interpretaba la historia sin los prejuicios imperantes.

Tío Pablo murió en 1968 al volante de un demasiado veloz y ligero BMW, estrellado contra el pilar de un puente cerca de Namur, tras patinar sobre el agua que caía a torrentes. Su final, sólo cinco años después de mi padre (a cuyo fin llegaría demasiado tarde por no poder coger un avión; me lo encontré, alto y elegante, con una sonrisa afable y reconfortante de hombre, que no olvidaré nunca, a la vuelta del cementerio), coincidía con el fin de una etapa de mi vida.

(continuará…)

La búsqueda del coche perdido (5ª, de Bruselas a Madrid)

De Bruselas a Madrid.-

Esta etapa de mi vida se inicia hacia 1952 o 1953, donde alcanza mi más lejana y nebulosa memoria, cuando empecé a hablar y a distinguir objetos y, naturalmente, los coches. Empieza en Bélgica, lo que tiene hasta un involuntario simbolismo ya que fue un jesuita belga quien inventó la propulsión mediante vapor en 1768; su nombre era Ferdinand Verbiest. En Bélgica destacarían también, en la primera mitad del siglo, dos marcas precursoras de la industria del automóvil, la Minerva y la Métallurgique. Minerva comenzó su historia con los hermanos De Jong, fabricantes de bicicletas y de motores que en 1900 construyen su primer automóvil, de 6 caballos, dos cilindros, transmisión por cadena y tres velocidades. En el Salón de Bruselas de 1908 presentaron un coche de 38 caballos con un motor sin válvulas, adelantándose incluso a los Daimler. Los Minerva ganaron muchos premios con ese tipo de motor en los años que precedieron a la Gran Guerra aunque las malas lenguas (¿de la competencia?) dijeran que la única forma de que un Minerva pudiese ganar una carrera era ponerlo delante de todos a la salida porque entonces las carreteras eran bastante estrechas y era muy difícil adelantar. Después de 1935 los Minerva deportivos y civiles prácticamente desaparecieron. Los últimos se fabricaron a finales de los cuarenta y eran una especie de Land Rover de injerto, los Land Rover belgas, de los que aún se pueden ver algunos (el último lo ví en la Chaussée d’Alsemberg, en Uccle). Sólo era posible destruir uno de estos Minerva todo terreno y militares serrándolo por la mitad. Pero la fábrica cerró en 1956.

Otros belgas célebres fueron los Métallurgique, marca que tuvo una vida corta pero brillante, especializada en vehículos de carreras y de sport. A partir de 1905 Métallurgique se dedicó a fabricar automóviles rápidos y en 1908 tenían ya cuatro velocidades, lo que era una novedad que no se generalizó hasta 1911. La mayoría de los Métallurgique eran –cómo no- exportados a Inglaterra y llevaban carrocería de Vanden Plas, carrocero que aún hoy existe. La empresa fue después adquirida por Minerva y también desapareció, dejando Bélgica de ser un país fabricante.

El automóvil en Bélgica deja huella cultural muy pronto y el mismo Maurice Maeterlinck, dramaturgo y poeta, será un enamorado de los autos y de la velocidad.

Mi padre había salido de la España seca y agostada y en París el azar un amor veinteañero lo llevó a la antigua provincia española. Hombre del sur, nací en el norte umbrío, gris y confortable de una Bruselas de casas con paneles de madera, buena calefacción, alfombras y parqués. Vieron mis días las impolutas y asépticas salas del hospital Edith Cavell, en honor de la valiente enfermera inglesa fusilada por los alemanes por albergar heridos y fugitivos británicos durante la primera guerra mundial. Es todavía una de las mejores clínicas de Bruselas y conserva sus cuidados y severos pabellones de ladrillo rojo en el barrio de Uccle.

Mis primeros recuerdos se remontan al Palais de Justice, desde el que se contemplaba en la bruma toda la ciudad antigua y a los pies, el barrio des Marolles, bruegheliano y español. La ciudad coronaba a Balduino -yo atisbaba el desfile en una gran avenida sobre los hombros de mi padre que me alzaba sobre la multitud de sombreros grises; era una Bruselas que se rehacía, capital neutra entre París y Bonn. Bélgica era el lugar del cruce de culturas, un país tampón y algo artificial entre Alemania y Francia creado en 1830. La capital tenía sin embargo personalidad propia desde el fin de la Edad Media. En el siglo XIX había conseguido un statu quo de ciudad cosmopolita, liberal y hospìtalaria (Victor Hugo, Rimbaud, Verlaine y Baudelaire, entre otros muchos, como el poeta catalán Josep Carner, allí encontrarían refugio), elegante y que todavía había mantenido sus gentes, sus barrios y sus costumbres, que a veces se remontaban a la época de la dominación española. El Congo todavía le suministraba sus diamantes y la vida era bella o lo parecía. Entonces todavía Bruselas bruxellait, como añoraba Brel. Hoy la Place de Brouckère y el Boulevard Anspach son apenas una frontera, una barrera frente a los barrios degradados más allá del bulevar de Midi, abandonadas por los bruseleses y ocupadas por almacenes de ropa usada, comida china barata y lugares bastante infrecuentables.

Sin título-Escaneado-02Era una Bruselas ordenada y civil. Pero hay un Bruselas de antes y después de la Expo. Antes, era una bella ciudad, de distinguidas, singulares construcciones (de arquitectos como Victor Horta o Paul Hankar), sus bulevares y plazas eran un modelo de urbanismo que conjugaba la comodidad con el respeto a la historia. La Avenue Louise, que tan bien evoca Marguerite Yourcenar en ‘Souvenirs Pieux’, tenía paseos enarenados para los caballeros y amazonas que cabalgaban hacia al contiguo Bois de la Cambre, un gran bosque de hayas en medio de la ciudad que es lo que resta, junto con el bosque de Soignes, de la antigua Silva Magna (bosque grande) que dividía la actual Bélgica en dos mitades y que explica la división entre los flamencos del norte y los valones del sur. Sus avenidas y calzadas de bello adoquinado y sus barrios no habían sido aún sacrificados al automóvil. Después de 1958, Bruselas quedó desfigurada para siempre, llena de cicatrices de hormigón, de túneles horadados en sus bulevares y de barrios destartalados como Midi y St. Gilles. Schuiten y Peeters dibujan una Brüssel de pesadilla en un álbum de tiras dibujadas o tebeo, en la que la destrucción ha llegado al absurdo. Afán demoledor que no ha parado y que se ha propagado por todo el mundo, desde Alejandría a Casablanca, desde Madrid a Moscú. Destruir lo bello para hacer más vías rápidas, más túneles, más bloques y garajes. Nadie sabe lo que esa ciudad ha padecido. Si los bombardeos casi la respetaron en las dos guerras mundiales, el verdadero lo perpetraron los mismos belgas a finales de los cincuenta.

Cuando salí de Bruselas empezó una vida muy diferente. Un día (todavía no acierto a saber si bueno o aciago) yo salí de aquella ciudad en un Super Constellation cuatrimotor de la Sabena con mi padre y mi hermana en un cesto y abrí los ojos al uso de razón en un Madrid deslumbrante de luz, con mujeres de vestidos claros, viejos taxis y autobuses de dos pisos, tranvías atestados y los brazos abiertos y la amplia sonrisa de Clark Gable de tío Juan en la terminal de Neptuno. A partir de aquel día las imágenes de Bruselas se desvanecieron como por ensalmo, y sólo retazos de conversaciones, interrumpidas al aparecer yo en la sala, dejaban caer algunas palabras que recordasen el país abandonado. Fui olvidando hasta el francés, que dejó paso al castellano …y en el primer colegio ya no era más que el belgicano.

En Madrid, la Castellana y el Paseo de Coches del Retiro, eran el lugar del paseo parsimonioso en buenos automóviles, que eran muy escasos. Los coches buenos eran de los muy ricos, de los nuevos ricos o de los diplomáticos, que por aquel entonces podían traerse algo así como un coche al año, gracias a su franquicia, que revendían a familiares y allegados. Los taxis eran los buenos Austin, muchos Citroën 8 de principios de los años treinta, y después empezaron a circular los Peugeots 203 Familiar y Citroën 15 Six, algún Renault Colorale, todos con transportín (donde a mí me gustaba ir); otros eran reliquias que habían atravesado la guerra civil y sobrevivido a las requisas y a los bombardeos y tenían matrículas anteriores al 60.000 que era donde se había detenido la numeración en 1936. Los taxistas iban con uniforme azul oscuro, un poco más oscuro que el azul de Vergara y con una gorra con visera acharolada. Los autos se concentraban semanalmente para la revisión municipal en el Paseo de Coches, cerca de la Casa de Fieras, lo que me permitía revisarlos a mí también, pues ese era mi territorio con mi coche de pedales, aquella grúa Austin de Tri-Ang enviada desde Bélgica, una auténtica originalidad entre los juguetes cutres de los niños españoles.Sin título-Escaneado-13

Después vendrían los Seats 1400 B y paulatinamente el cosmopolita parque de taxis iría perdiendo variedad, y después también singularidad cuando un avispado munícipe decidió que los taxis tenían que ser blancos en lugar de negros con su raya roja. Menos mal que en Barcelona no han cometido semejante tontería y mantiene sus taxis negros y amarillos que son una reminiscencia de los colores de los años veinte. En la ciudad condal tienen seny, se nota en todo.

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La búsqueda del coche perdido. El Seat 600 (2ª entrega)

Adelante, hombre del 600.-

 …la carretera nacional es tuya”; una canción cañí y jocosa con la letra de Moncho Alpuente sacó a la palestra el humilde y maravilloso 600. Este auto es el que más ha tenido protagonismo en el paisaje español y hasta en el folclore. El modelo de Barcelona era una réplica exacta del Fiat italiano. Con cuatro plazas (un decir, porque íbamos hasta seis), un peso de 500 kilos, y una velocidad máxima de 90 por hora, fué mejorando durante sus diecisiete años de vida activa (que la pasiva, en manos de piadosos nostálgicos, dura hasta ahora). Dotado al principio de una cilindrada de 600 centímetros cúbicos, pasó después a ser de 767, con más fuerza para llevar a las todavía algo numerosas familias españolas. Las innovaciones incluyeron versiones descapotables y también aquella de cuatro puertas, el feo y desgraciado Seat 800 -que nada tenía que ver con el curioso Fiat 600 Multipla, que parecía un coche al revés. Del Seiscientos se hicieron cerca de cuatro millones de vehículos, en Turín, Barcelona y alguna otra fábrica; sólo en España, casi 800.000.

España, a principios de los sesenta del pasado siglo se dividía, automovilísticamente, en cinco clases: los que tenían un Seat 1400 C o más, los que tenían un Seat 600, los que iban en las Guzzis, los de las bicicletas y los del burro o la alpargata. Gracias a López Rodó, la clase ‘b’ iba ganando terreno.

Nosotros también tuvimos dos Seiscientos, el primero blanco (M-183.724) y el segundo, azul (M-246.855). Con el primero, mis padres llegaron hasta Bruselas a visitar la Expo de 1958. Luego se acercaron por Holanda y Alemania. A la vuelta, el 600 venía tan campante, cargado de juguetes, ropa buena y una televisión Saba. En España, la televisión fue simultánea al Seiscientos. Los hispanos ya estábamos motorizados y entretenidos, aunque sólo unas horas, porque no había programación todo el día. Las marionetas de Herta Frankel, los policías montados del Canadá y Rin Tin Tin entraban en nuestras salitas.

La calle Alcalde Sainz de Baranda, uno de los pocos bulevares que nos han dejado en Madrid, junto con su paralelo de la calle Ibiza fue mi primer paisaje madrileño. Me llevaban al Retiro con mi coche de pedales que suscitaba la envidia, la demanda y el compromiso de todos los niños del parque y allí estrenamos el 600 blanco o gris claro. Todavía recuerdo ir a tomar las curvas en la Glorieta del Angel Caído –el único monumento a Lucifer que existe en España -. En el primer piso de nuestra casa, el 21 de la calle, había hasta una casa de citas, un meublé y recuerdo el fuerte y turbador perfume que dejaban algunas de sus huéspedas. En la acera de enfrente, el cine Sainz de Baranda, donde iba a ver películas del Oeste y de guerra, como Duelo en el Atlántico; más allá, el mercado y la siniestra casa escenario del famoso crimen de Jarabo, donde daba la vuelta el tranvía 61. Menéndez Pelayo era también un larguísimo bulevar y hacia la calle Doce de Octubre, estaba todavía la estación de ferrocarriles de Vicálvaro, por detrás del hospital del Niño Jesús y unos enormes e interesantes descampados llenos de cascotes, latas y gatos muertos.Sin título-Escaneado-01

Con aquellos Seiscientos íbamos los domingos de excursión a los pueblos de la sierra, con nuestras tarteras, llenas de abundantes y jugosas tortillas de patatas, croquetas, manteles de colores y cestas con embutidos. Las favoritas eran al Monte del Pardo, donde mientras jugábamos a la guerra en los restos de los nidos de ametralladoras, los mayores, los Leonato, los Alarcón, los O’Connor (con una de cuyas pecosas chicas tuve yo mi primer flechazo no correspondido), los Baquera, se refrescaban en alguno de los aguaduchos que por allí había. Las excursiones eran todavía fáciles, Madrid terminaba en Moncloa y en las Rondas, la Castellana era una carretera que iba hasta el destartalado pueblo de Fuencarral, y a la vuelta no había atascos. Cercedilla, El Escorial, Guadarrama tenían más campo que urbanizaciones y de vez en cuando se paraba en alguna casa de comidas donde los mayores echaban un vinito con un cigarro.

En verano emprendíamos la gran odisea de llegar hasta Andalucía. En España, los automóviles iban por delante de las obras públicas. La salida de Madrid tenía varios pasos a nivel, entre las chabolas y chatarreros del barrio de los Ángeles, incluído el de Aranjuez; la cuesta de la Reina era nuestra primera prueba para el mareo. Tras comer en alguna sombra o en un bar de Valdepeñas llegábamos a Infantes y a partir de allí seguíamos por las carreteras sin asfaltar de los polvorientos Campos de Montiel, con baches abismales; pasado Albaladejo, para atravesar Sierra Morena, nos daba la bienvenida un triágulo oxidado que decía ‘tres curvas’, y eran como cien, y una encina de la que colgaban muertas y semipodridas las alimañas que cazaban los pastores y que ofrecía despojos interesantes.  Aquellos polvorientos y cervantinos caminos –desde Don Quijote no había pasado nadie por allí- podían convertirse en barrizales, como a la salida de Montiel donde ya nos quedamos atascados varias veces y nos tuvieron que sacar un par de mulos del barro. En Montiel las casas tenían como un zócalo rojo de las salpicaduras del barro y la gente miraba pasar los rarísimos coches que por allí se aventuraban como si fueran alucinaciones. En aquellos viajes de estío nos dábamos por contentos cuando no teníamos ningún pinchazo y cogíamos los sesenta por hora algún rato. Ya nos tuvimos que volver alguna vez por una junta de culata quemada o quedarnos las horas muertas tras dos pinchazos sucesivos por El Bonillo, en otra ruta que por un tiempo intentamos abrir. Cuando llegábamos por fin al pueblo, sudados, aturdidos y con olor a vómito, el coche tenía una capa de fino polvo rojo que lo africanizaba.

Una vez en el campo, no nos volvíamos a mover hasta finales de septiembre o incluso primeros de octubre, los trayectos eran cortos y el Seiscientos lo más que hacía, que no era poco, era volver a la cercana Sierra Morena a llevar de caza al personal o subir a Santiago de la Espada a la codorniz. Las bicicletas, el carro y el puro borceguí sustituían al automóvil.

(continuará…)

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