De Bruselas a Madrid.-
Esta etapa de mi vida se inicia hacia 1952 o 1953, donde alcanza mi más lejana y nebulosa memoria, cuando empecé a hablar y a distinguir objetos y, naturalmente, los coches. Empieza en Bélgica, lo que tiene hasta un involuntario simbolismo ya que fue un jesuita belga quien inventó la propulsión mediante vapor en 1768; su nombre era Ferdinand Verbiest. En Bélgica destacarían también, en la primera mitad del siglo, dos marcas precursoras de la industria del automóvil, la Minerva y la Métallurgique. Minerva comenzó su historia con los hermanos De Jong, fabricantes de bicicletas y de motores que en 1900 construyen su primer automóvil, de 6 caballos, dos cilindros, transmisión por cadena y tres velocidades. En el Salón de Bruselas de 1908 presentaron un coche de 38 caballos con un motor sin válvulas, adelantándose incluso a los Daimler. Los Minerva ganaron muchos premios con ese tipo de motor en los años que precedieron a la Gran Guerra aunque las malas lenguas (¿de la competencia?) dijeran que la única forma de que un Minerva pudiese ganar una carrera era ponerlo delante de todos a la salida porque entonces las carreteras eran bastante estrechas y era muy difícil adelantar. Después de 1935 los Minerva deportivos y civiles prácticamente desaparecieron. Los últimos se fabricaron a finales de los cuarenta y eran una especie de Land Rover de injerto, los Land Rover belgas, de los que aún se pueden ver algunos (el último lo ví en la Chaussée d’Alsemberg, en Uccle). Sólo era posible destruir uno de estos Minerva todo terreno y militares serrándolo por la mitad. Pero la fábrica cerró en 1956.
Otros belgas célebres fueron los Métallurgique, marca que tuvo una vida corta pero brillante, especializada en vehículos de carreras y de sport. A partir de 1905 Métallurgique se dedicó a fabricar automóviles rápidos y en 1908 tenían ya cuatro velocidades, lo que era una novedad que no se generalizó hasta 1911. La mayoría de los Métallurgique eran –cómo no- exportados a Inglaterra y llevaban carrocería de Vanden Plas, carrocero que aún hoy existe. La empresa fue después adquirida por Minerva y también desapareció, dejando Bélgica de ser un país fabricante.
El automóvil en Bélgica deja huella cultural muy pronto y el mismo Maurice Maeterlinck, dramaturgo y poeta, será un enamorado de los autos y de la velocidad.
Mi padre había salido de la España seca y agostada y en París el azar un amor veinteañero lo llevó a la antigua provincia española. Hombre del sur, nací en el norte umbrío, gris y confortable de una Bruselas de casas con paneles de madera, buena calefacción, alfombras y parqués. Vieron mis días las impolutas y asépticas salas del hospital Edith Cavell, en honor de la valiente enfermera inglesa fusilada por los alemanes por albergar heridos y fugitivos británicos durante la primera guerra mundial. Es todavía una de las mejores clínicas de Bruselas y conserva sus cuidados y severos pabellones de ladrillo rojo en el barrio de Uccle.
Mis primeros recuerdos se remontan al Palais de Justice, desde el que se contemplaba en la bruma toda la ciudad antigua y a los pies, el barrio des Marolles, bruegheliano y español. La ciudad coronaba a Balduino -yo atisbaba el desfile en una gran avenida sobre los hombros de mi padre que me alzaba sobre la multitud de sombreros grises; era una Bruselas que se rehacía, capital neutra entre París y Bonn. Bélgica era el lugar del cruce de culturas, un país tampón y algo artificial entre Alemania y Francia creado en 1830. La capital tenía sin embargo personalidad propia desde el fin de la Edad Media. En el siglo XIX había conseguido un statu quo de ciudad cosmopolita, liberal y hospìtalaria (Victor Hugo, Rimbaud, Verlaine y Baudelaire, entre otros muchos, como el poeta catalán Josep Carner, allí encontrarían refugio), elegante y que todavía había mantenido sus gentes, sus barrios y sus costumbres, que a veces se remontaban a la época de la dominación española. El Congo todavía le suministraba sus diamantes y la vida era bella o lo parecía. Entonces todavía Bruselas bruxellait, como añoraba Brel. Hoy la Place de Brouckère y el Boulevard Anspach son apenas una frontera, una barrera frente a los barrios degradados más allá del bulevar de Midi, abandonadas por los bruseleses y ocupadas por almacenes de ropa usada, comida china barata y lugares bastante infrecuentables.
Era una Bruselas ordenada y civil. Pero hay un Bruselas de antes y después de la Expo. Antes, era una bella ciudad, de distinguidas, singulares construcciones (de arquitectos como Victor Horta o Paul Hankar), sus bulevares y plazas eran un modelo de urbanismo que conjugaba la comodidad con el respeto a la historia. La Avenue Louise, que tan bien evoca Marguerite Yourcenar en ‘Souvenirs Pieux’, tenía paseos enarenados para los caballeros y amazonas que cabalgaban hacia al contiguo Bois de la Cambre, un gran bosque de hayas en medio de la ciudad que es lo que resta, junto con el bosque de Soignes, de la antigua Silva Magna (bosque grande) que dividía la actual Bélgica en dos mitades y que explica la división entre los flamencos del norte y los valones del sur. Sus avenidas y calzadas de bello adoquinado y sus barrios no habían sido aún sacrificados al automóvil. Después de 1958, Bruselas quedó desfigurada para siempre, llena de cicatrices de hormigón, de túneles horadados en sus bulevares y de barrios destartalados como Midi y St. Gilles. Schuiten y Peeters dibujan una Brüssel de pesadilla en un álbum de tiras dibujadas o tebeo, en la que la destrucción ha llegado al absurdo. Afán demoledor que no ha parado y que se ha propagado por todo el mundo, desde Alejandría a Casablanca, desde Madrid a Moscú. Destruir lo bello para hacer más vías rápidas, más túneles, más bloques y garajes. Nadie sabe lo que esa ciudad ha padecido. Si los bombardeos casi la respetaron en las dos guerras mundiales, el verdadero lo perpetraron los mismos belgas a finales de los cincuenta.
Cuando salí de Bruselas empezó una vida muy diferente. Un día (todavía no acierto a saber si bueno o aciago) yo salí de aquella ciudad en un Super Constellation cuatrimotor de la Sabena con mi padre y mi hermana en un cesto y abrí los ojos al uso de razón en un Madrid deslumbrante de luz, con mujeres de vestidos claros, viejos taxis y autobuses de dos pisos, tranvías atestados y los brazos abiertos y la amplia sonrisa de Clark Gable de tío Juan en la terminal de Neptuno. A partir de aquel día las imágenes de Bruselas se desvanecieron como por ensalmo, y sólo retazos de conversaciones, interrumpidas al aparecer yo en la sala, dejaban caer algunas palabras que recordasen el país abandonado. Fui olvidando hasta el francés, que dejó paso al castellano …y en el primer colegio ya no era más que el belgicano.
En Madrid, la Castellana y el Paseo de Coches del Retiro, eran el lugar del paseo parsimonioso en buenos automóviles, que eran muy escasos. Los coches buenos eran de los muy ricos, de los nuevos ricos o de los diplomáticos, que por aquel entonces podían traerse algo así como un coche al año, gracias a su franquicia, que revendían a familiares y allegados. Los taxis eran los buenos Austin, muchos Citroën 8 de principios de los años treinta, y después empezaron a circular los Peugeots 203 Familiar y Citroën 15 Six, algún Renault Colorale, todos con transportín (donde a mí me gustaba ir); otros eran reliquias que habían atravesado la guerra civil y sobrevivido a las requisas y a los bombardeos y tenían matrículas anteriores al 60.000 que era donde se había detenido la numeración en 1936. Los taxistas iban con uniforme azul oscuro, un poco más oscuro que el azul de Vergara y con una gorra con visera acharolada. Los autos se concentraban semanalmente para la revisión municipal en el Paseo de Coches, cerca de la Casa de Fieras, lo que me permitía revisarlos a mí también, pues ese era mi territorio con mi coche de pedales, aquella grúa Austin de Tri-Ang enviada desde Bélgica, una auténtica originalidad entre los juguetes cutres de los niños españoles.
Después vendrían los Seats 1400 B y paulatinamente el cosmopolita parque de taxis iría perdiendo variedad, y después también singularidad cuando un avispado munícipe decidió que los taxis tenían que ser blancos en lugar de negros con su raya roja. Menos mal que en Barcelona no han cometido semejante tontería y mantiene sus taxis negros y amarillos que son una reminiscencia de los colores de los años veinte. En la ciudad condal tienen seny, se nota en todo.
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