La pluma del cormorán

Sobre, libros, escritores, la Sierra de Segura (Jaén) y comentarios de actualidad por Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye

La pluma del cormorán

Resentimiento sin rebelión ni revolución

El resentimiento es una plaga muy extendida. El resentimiento es la imposibilidad de la revuelta, la renuncia a la rebeldía colectiva. Es un sentimiento privado, interno, íntimo, oculto, solapado. Se manifiesta de muchas maneras: con la envidia, con la venganza, con la aversión al intruso; el resentimiento es en el fondo una cobardía. El resentido es fúnebre, taimado, envidioso, está instalado en el rencor. Quien no se rebela está condenado a ser un eterno resentido.

Yo he visto muchos resentidos, una especie de resentidos históricos. Esos que no miran a los ojos, que murmuran, que tratan de engañar, que al que odian le presentan una cara sonriente. La doblez, la hipocresía. Quizás provenga esto de la guerra civil y sus secuelas de represión, de prisiones, de silencio. Los pobres, los campesinos, los humillados tras aquella victoria, tras ese aplastamiento que fue la victoria, ya no podían rebelarse, era demasiado arriesgado, incluso se podía arriesgar la vida y no solamente la libertad. La única salida parecía ser el resentimiento. Un resentimiento sordo porque el resentimiento es callado.

Albert Camus escribió hace setenta años El hombre rebelde (L’homme revolté). En su ensayo describía la rebeldía como “un hacer frente a”. El que se rebela, arriesga. La rebeldía es colectiva, abierta, altruista; el resentimiento individual, egoísta, cerrado, traicionero. El resentimiento madura, fermenta en el silencio impuesto.

Un problema del resentimiento es que puede ser hereditario, se hace histórico: los pueblos colonizados aún siguen resentidos, los explotados, los descendientes de esclavos aún están resentidos. Los resentidos descienden de los que fueron humillados y se sintieron humillados. Los rebeldes, no. Los rebeldes, los revolucionarios (un nivel superior del rebelde) pasan de esa humillación u ofensa a la insatisfacción, al deseo de cambiar todo, de rebelarse. El resentido expresa su resentimiento de forma irracional, atacando no al culpable, sino al azar (robado, hurtando, rompiendo, incendiando, porque está resentido), mientras el rebelde, los rebeldes apuntan a un fin concreto, contra un objetivo o una clase social determinados.

En la guerra civil española los resentidos mataban en las cunetas y daban ‘paseos’, los rebeldes quemaban iglesias pero los verdaderamente revolucionarios luchaban en el frente.

Lo frecuente, sin embargo, lo habitual ante la humillación o la injusticia o el crimen es estar resentido para siempre, por eso siempre llama la atención y es noticia un sobreviviente del Holocausto que perdona a sus verdugos, que ama Alemania, que cuida del prójimo. O la víctima lateral de un crimen terrorista que perdona al asesino de su familiar.

Entre el resentido y el rebelde o revolucionario está el indiferente, el pasivo (ver Los ausentes y la no intervención, https://wordpress.com/post/laplumadelcormoran.me/5112). Por eso Marx era todo lo contrario a un resentido, era un rebelde que proclamaba la rebeldía, y mucho más, la revolución.

La razón de tanto resentimiento histórico en España, como se ve por ejemplo en el campo en Andalucía, quizás provenga de la conversión forzada de los moriscos, sojuzgados, marginados para siempre. Es una hipótesis. Otra, la mezcla de resignación cristiana con el fatalismo musulmán. Y, como se dice más arriba, la postguerra civil de represión, hambre, abandono, forzando a la emigración a millones de personas, esos mismos que hoy en Cataluña son independentistas y se sienten antiespañoles (y no es casual que haya tantos descendientes de andaluces entre los separatistas, contra esa España que maltrató a sus padres y abuelos). Cuando muchos mexicanos y peruanos acusan a España de todos sus males hay más resentimiento que rebelión.

¿Y qué decir de la tercera generación de árabes en Francia, jóvenes desorientados, abocados al terrorismo como una especie de revancha contra quienes humillaron a sus padres, a sus abuelos? Hay como un odio larvado que pide justicia de la manera más lamentable, estéril, cayendo en el crimen pero que puede tener una explicación, un origen, aunque no sea una justificación.

El resentido no es feliz, está profundamente descontento del mundo pero también de sí mismo, sin fuerza para sublevarse, cobarde, empleará otros medios, aleatorios, escogidos al azar, para vengar la injusticia de la que se considera víctima, o de la que considera fueron víctimas sus antepasados.

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Nuestra responsabilidad ante la naturaleza

La responsabilidad ante la naturaleza ha tenido históricamente en España pocos adalides. Quizás porque el español ha sido siempre más metafísico que físico. Pero podríamos señalar tres pensadores de distintos siglos que han alertado sobre la naturaleza, el paisaje, el equilibrio medioambiental. Jovellanos es quizás el más conspicuo y un precursor. Sus diarios, sus estudios, incluso el Informe sobre la Ley Agraria, pueden considerarse un avance para su época. Su preocupación por la plantación de árboles, la mejora de los campos, poner coto a la Mesta, son casi insólitos en su época. Pocos le siguieron, aunque podemos rastrear esta preocupación en un escritor como Miguel Delibes y hoy, en Eduardo Martínez de Pisón que además de ser profesor es alpinista, paisajista y escritor.

No deja de ser curioso que un pensador como Ortega y Gasset prácticamente no dedique ninguna reflexión a la naturaleza, aunque amaba el paisaje y había recorrido el país, de cuyos rincones nos ha dejado algunas líneas, pero no una profundización sobre la naturaleza como un todo. En su Teoría de Andalucía (1927), decía que el andaluz “se siente mero usufructuario de esa delicia terrena” (Andalucía). Si Ortega viera hoy en qué se han convertido muchas de sus costas… Quizás Unamuno pueda ser otra excepción, sobre todo en cuanto al paisaje, aunque no entraba nunca en las amenazas a la naturaleza.

Uno de los primeros en expresar la responsabilidad ante la naturaleza fue el filósofo alemán Hans Jonas, contemporáneo de Hannah Arendt aunque no compartiese todas sus teorías (a pesar de que él, como judío, había sufrido también la persecución nazi). Para Jonas (El principio de la responsabilidad, editorial Herder), la protección de la naturaleza es un principio ético porque nos plantea por lo pronto tres dilemas éticos.

El primero, si es necesario y lícito preservar la naturaleza, limitando los derechos de la población a instalarse donde y como quiera. El segundo, si es lícito incluir en nuestra apuesta de futuro los intereses de otros, o de los que aún no existen. Dicho de otra manera, ¿se puede limitar un tipo de crecimiento económico presente en aras del crecimiento en el futuro? Es el conflicto entre los derechos actuales y los derechos futuros; subrayaba que la responsabilidad del político, del encargado de la polis, no es simplemente contractual, sino que es parte de la negotiorum gestio e incluye la prevención, la ordenación y reparación, es decir, incluye el futuro. Para Jonas la responsabilidad política abarca un espacio de tiempo mayor, hacia el pasado y hacia el futuro, en correspondencia con la comunidad histórica. Por ejemplo, nadie pone en duda que el Estado debe velar por la identidad y continuidad de la patria, por la formación de las generaciones futuras y por elementos más intangibles como la lengua, la cultura, etc. Es decir, debe proteger los bienes más frágiles y necesitados de protección puesto que no entran en la contabilidad anual. Los valores de la naturaleza a menudo son intangibles, son la memoria histórica, la identidad, la armonía del país, no reducibles a un precio. En algunos países el paisaje es incluso considerado como el emblema de la identidad nacional, un bien necesitado de protección, por ejemplo la Constitución italiana consagra “la tutela del paisaje y del patrimonio histórico y artístico de la nación” como uno de los principios fundamentales de la república. El tercer interrogante es si nos pertenece la Naturaleza, el planeta, si somos sus dueños absolutos. No nos pertenece a quienes hoy vivimos sobre la Tierra ni podemos usarla con absoluta libertad para nuestros propósitos inmediatos, explotándola hasta su total agotamiento, como si de un pozo de petróleo se tratase. Únicamente somos sus depositarios y usufructuarios siendo nuestro deber mejorarla para las generaciones venideras.

El marxismo, o más bien, el marxismo leninismo, ha sido acusado de considerar la naturaleza como enteramente dominable, explotable. Los resultados de esa depredación se pueden comprobar en desastres naturales (o, mejor, artificiales) como la desecación del Mar de Aral, por poner sólo un ejemplo muy conocido. Sabemos que un científico de renombre internacional como Nicolai Vavilov (El origen de las plantas cultivadas, Editorial Labor) murió, por orden de Stalin, en 1940 en un campo de concentración. El estalinismo no amaba la naturaleza sino para explotarla hasta sus últimas consecuencias. El tristemente famoso caso Lysenko fue una patética muestra de ese dogmatismo.

Pero las obras de Marx y Engels deben ser mejor analizadas en este aspecto. Aunque el hombre se hace hombre en su oposición a la naturaleza, en su dominio de ésta mediante el trabajo, Engels, en su libro no concluido Dialéctica de la naturaleza (1875-76), ya advertía:

“Si embargo, no nos contentemos demasiado de nuestras victorias sobre la naturaleza. Ella se venga en nosotros de cada una de ellas (…) los pueblos que en Mesopotamia, en Grecia, en Asia Menor y otros lugares arrancaban los bosques para ganar tierra arable no se imaginaban que sentaban la base de la desolación actual de esos países”.

“Todos los modos de producción del pasado no han apuntado sino a conseguir el efecto más inmediato del trabajo. Se dejaban totalmente de lado las consecuencias lejanas, las que no intervenían sino mucho después (…) por el excedente de suelo disponible que dejaba un cierto margen para remediar las nefastas consecuencias de esa economía totalmente primitiva”.

Pone, desgraciadamente, entre otros, un ejemplo español:

“A los plantadores españoles en Cuba que incendiaron los bosques en las pendientes y encontraron en sus cenizas el abono necesario para una generación de árboles de café muy rentables ¿qué les importaba que, como consecuencia, los aguaceros tropicales se llevasen la capa superficial de tierra no protegida, no dejando tras de ellos más que rocas desnudas?”

Y afirma Engels, “de cara a la naturaleza como a la sociedad, principalmente en el modo de producción actual no se considera más que el resultado más inmediato, más tangible; y luego se extrañan de que las consecuencias lejanas de estas acciones sean todo lo contrario de lo deseado”. Estas líneas podrían ser muy bien aplicables, por ejemplo, al modelo de desarrollo turístico español así como al agrobusiness que fomenta la PAC (ver el artículo “La agricultura contra la naturaleza”, www.laplumadelcormoran.me, de 8 de enero de 2021).

Si el español es más metafísico que físico, los políticos son aún peor. En los programas de los partidos el tema de la naturaleza, en este país casi en vía de desertización, es un pequeño adorno secundario, con palabras hueras sobre la tan manoseada sostenibilidad. Para muestra, en aras de esa ‘sostenibilidad’, el alcalde socialista de Vigo, Abel Caballero, ha mandado cortar árboles centenarios.

El término ‘sostenibilidad’ se ha convertido en un comodín casi vacío de contenido, y concita adhesiones a menudo meramente propagandísticas para cubrir el expediente, mientras que la verdadera sostenibilidad es ya incluso un concepto obsoleto en muchos lugares del planeta pues, como ha señalado James Lovelock (La venganza de la Tierra, Planeta, 2007, The revenge of Gaia), “es como si un enfermo terminal de cáncer de pulmón dejase de fumar”.

‘Marx, grandeza e ilusión’, la biografía escrita por Gareth Stedman Jones

La crisis económica y financiera iniciada en 2008, de la que aun no hemos salido y cuyas consecuencias políticas se siguen notando, entre otras, por el auge de los populismos, por la sensación de inseguridad, han vuelto a poner el pensamiento de Marx en el candelero. No es ajeno a ello, también, el centenario de la revolución soviética este año.

Pero, por lo menos, el fin de la guerra fría ha permitido que podamos leer a Marx y su pensamiento de una manera menos militante, más objetiva, sin ideas tan preconcebidas, que nos separemos de las interpretaciones mediatizadas por el dogmatismo o la ortodoxia. Karl Marx ha sido, en efecto, uno de los pensadores más mal interpretados. Pero si su pensamiento sigue interesando es porque muchos de sus análisis siguen siendo válidos, certeros, aunque sus previsiones no se hayan cumplido. Al igual que los análisis de Adam Smith o de Malthus siguen siendo útiles, aunque no haya que seguirlos al pie de la letra.

Karl Marx, como persona, como pensador y como revolucionario ha ejercido desde hace más de un siglo una fascinación que no se apaga. Ya no estamos en la lucha de las ideologías ni en la Guerra fría y, sin embargo, el personaje y sus ideas no cesan de interesarnos.

Marx ha sido objeto de numerosas biografías de todo tipo, desde aquella de Franz Mehring o la casi canónica de Isaiah Berlin, hasta la de Jonathan Sperber, o la de Mary Gabriel, ésta más sobre la intimidad de los Marx, por citar las más recientes. No es ajena a esta densidad biográfica la eterna duda de por qué el marxismo llegó a producir monstruos, un poco como el sueño de la razón de Goya. Seguimos intentando entender por qué en nombre de Marx se han perpetrado dictaduras, gulags, guerras, algo tan ajeno a él mismo, un pensador que aun en los momentos más álgidos se comportó sin aventurerismo y se opuso a las soluciones violentas que otros defendían, como Blanqui o Bakunin.

Hoy, Gareth Stedman Jones, profesor de Cambridge y Londres, nos aporta otra biografía, muy completa pero que ha sido recibida de manera diferente por los distintos estudiosos. Para algunos, Jones es un cripto fabiano revisionista que no hace justicia a Marx, para otros su libro es fundamental para entender mejor el marxismo.

La obra de Jones tiene tres enfoques entrelazados, que no tres partes: la persona de Marx, a quien llama, para simplificar, Karl, su pensamiento y su actividad política. El propósito declarado de Jones es situarle en el contexto del pensamiento alemán y europeo del siglo XIX y entender qué ha sucedido con las distorsiones, dogmatismo y malas interpretaciones que le han seguido.

El personaje

Marx nace en Renania, territorio que había formado parte del Imperio napoleónico y que tras 1815 era parte de Prusia. Un país por tanto sometido a diversas influencias, en el cruce de todas las tendencias políticas y filosóficas, incluidas las revolucionarias francesas, en la que había unas clases alta y media cultivadas, donde proliferaban las instituciones académicas y unas publicaciones y prensa de alto nivel.

Jones profundiza bastante en la personalidad de Karl, en su impaciencia e intolerancia con sus oponentes, su actitud a veces inmisericorde frente a los detractores y críticos. Y también en su relativo hermetismo sentimental que Jones escarba y desmitifica, pues la relación que tuvo con su mujer y con sus hijas, sobre todo, distaba mucho de ser fría. Marx fue un esposo amoroso -con sus deslices- y un padre acogedor; sin entrar en cotilleos, nos describe muy bien al Karl padre, amigo, sus eternos agobios económicos, sus furias y su humor. Recuerda Jones lo que ya se ha señalado hasta la saciedad, como eran sus agobios económicos, su despreocupación “aristocrática” -como lamentaba su padre, Heinrich Marx- por el dinero. Las cartas que recoge Hans Magnus Enzensberger en ‘Conversaciones con Marx y Engels’ (Anagrama, 2009) son una buena muestra de su personalidad compleja, amable, y a veces también furibunda. Marx conservó muchos amigos toda su vida y mucha gente le apreciaba, a pesar de su intransigencia.

La cultura de Marx encuentra su raíz en los últimos destellos de la Ilustración, de la Revolución francesa (nace tres años después de la batalla de Waterloo), en la tradición filosófica alemana y en un gran conocimiento de la literatura clásica, del derecho y de la historia. Es, además, un representante de lo que se ha dado en llamar el ‘genio germano’, en ese incomparable contexto filosófico y cultural de Alemania en el siglo XIX.

También destaca su capacidad de liderazgo, su firmeza y tenacidad intelectual – a veces rayana en la arrogancia y la soberbia- incluso en los momentos en que más dudas había de que sus previsiones se cumpliesen, como las revoluciones frustradas de 1848, o el desastroso final de la Comuna de París. Pero, como nos dice su biógrafo, Marx tenía claridad incluso cuando se equivocaba.

Su pensamiento y su actividad política

El problema con los intérpretes de Karl Marx ha sido siempre el de distinguir entre lo que dijo, lo que quería decir y lo que sus seguidores querían que hubiera dicho.

Esta es la parte más interesante, profunda, y complicada, de la biografía de Jones.

Marx va a Berlín con diecinueve años, ciudad que era un hervidero de filosofía y pensamiento jurídico aun cuando era la capital de una Prusia donde no había parlamento ni jueces independientes. Estudia a fondo la jurisprudencia y las tesis de Savigny y de Gans sobre el derecho romano y el germánico.

Desgraciadamente, a pesar de su gran conocimiento del Derecho, nunca llegó a emprender lo que sería la cuarta parte del Capital o la Crítica de la Economía Política que quería dedicarlo al análisis del Estado moderno y de la burocracia. A ésta la considera como la encarnación institucionalizada de la alienación política, basándose en la realidad de todos los Estados alemanes, donde ejercía un papel retrógrado, un bloqueo de la sociedad. Pocos marxistas siguieron esta sugestión lo que explica la derivación fatal de la experiencia soviética y de los otros ensayos, hacia el totalitarismo y el Estado burocrático, lo que denunciaría Trotsky. El propio historiador soviético Pashukanis ya advirtió que toda ley se transforma en administración llegando a confirmar, por otra vía, el aserto de Hayek, el pensador liberal, de que el Estado no es sino una carga para la energía y creatividad de la sociedad.

Jones nos describe el contexto del pensamiento alemán en el que Marx se forma, en la tradición kantiana y de Fichte y, por supuesto, en la de Hegel. La dialéctica hegeliana será la herramienta preferida de Marx, aunque no siga el pensamiento conservador de Hegel. No es por azar que Marx dedique su tesis doctoral a Epicuro, al que considera el precursor de la libertad de conciencia y de la libertad individual, un tema que enredó los debates filosóficos alemanes durante décadas, en plena Ilustración.

Jones se detiene largamente en sus estudios y sus debates sobre el cristianismo, quizá porque la oposición en Renania entre católicos y el protestantismo prusiano corría paralela a los primeros planteamientos radicales y socialistas y condujo a los primeros revuelos después de las revoluciones de 1830. En efecto, la crítica de la religión fue una de las preocupaciones principales de Marx, en la estela de Strauss y de Feuerbach, sobre todo.

Muchas de estas ideas las plasmaba entonces en sus artículos en la Gaceta del Rhin, Rheinische Zeitung, junto con Bruno Bauer, que acabará siendo clausurada y prohibida 1843. Marx, sin trabajo ni ingreso alguno, con las Universidades que le cierran sus puertas, debe abandonar Alemania y se va a París, que es donde iniciará su amistad con Engels, al que ya había encontrado brevemente en la Gaceta.

A partir de entonces se distancia de los jóvenes hegelianos, de Bauer y Rüge, y deviene ‘comunista’. Es por esa época en la que se empieza a interesar por la economía política. Se convence de que la emancipación del hombre no se ha producido ni con el judaísmo ni con el cristianismo ni con el hegelianismo. La crítica teórica no ha sido suficiente, el fin de la alienación del hombre, sea por la religión o por el dinero, es históricamente necesaria.

Expulsado de Francia, su estancia en Bruselas marca el inicio de su critica de la economía política que Jones atribuye al pensamiento crítico francés, relativizando la supuesta originalidad de Marx en su descripción de la alienación del trabajo, en la acumulación primitiva de capital y el empobrecimiento y miseria de los trabajadores, los que serán los puntos más debatidos sobre el análisis marxista durante el siguiente siglo XX.

Marx es quien acaba con la Filosofía idealista alemana, sobre todo con Hegel. Sigue a Bruno Bauer y a Feuerbach, profundizando en el paralelismo de la alienación del trabajo y de la alienación en la religión, pero se separa de ellos porque, en su famosa frase, ya está bien de interpretar el mundo, “hay que cambiarlo”. Es el socialismo científico que rompe con el idealismo especulativo, con los socialistas utópicos, como él dice.

El concepto de alienación es esencial en su análisis de la economía política, para liberarse de la cual es preciso acabar con tres cosas: el patriarcado, la religión y la propiedad privada. El comunismo no será sino el retorno del hombre hacia sí mismo. En ese sentido, abre la vía a la interpretación humanista del marxismo que algunos autores cristianos exploraron después a fondo, como Yves Calvez. Recordemos que Marx sostenía que el hombre no era un ‘ser natural’, sino un ‘ser humano natural’ cuyo origen estaba en la historia, no meramente en la naturaleza. Era un ser histórico cuya salida del Paraíso consistía en haber adquirido la libertad de decisión, el famoso libre arbitrio, que le sería cercenada después por el poder, la propiedad y la religión. Aquí Marx entronca con la tradición idealista, a la que añade el materialismo como método de análisis, pero sin renunciar, al contrario, a la libertad del hombre, esencial para él.

El cambio histórico es sin embargo analizado por Marx de una manera bastante rígida (era un gran admirador de Darwin), con una carga de inevitabilidad y determinismo, el llamado socialismo científico, que dañará y perjudicará el marxismo en el futuro.

‘El Capital’ es una descripción sobre todo del capitalismo inglés tal como lo conocían Marx y Engels. Los postmarxistas lo han considerado a menudo como un dogma, cuando el propio Marx revisaba una y otra vez sus escritos y sus análisis. Por ejemplo, cuando se simplifica el pensamiento de Marx considerando que él afirmaba que la existencia determina la conciencia, de manera causalista y mecanicista. Su planteamiento era mucho más complejo y matizado: era el ser social del hombre lo que determinaba su conciencia.

Teoría y práctica

La Primera Guerra mundial se llevó por delante muchas de sus teorías, al igual que esta hecatombe causaría en el campo del arte, la literatura o la psicología. Las ‘tormentas de acero’ que admiraba Ernst Jünger, acabaron con muchas ideas recibidas. Cuando los socialistas alemanes defienden la guerra, cuando Jaurès es asesinado, podemos decir que acaba el marxismo tal y como lo propusiera Karl Marx. Diríamos que el marxismo sucumbe a la primera Guerra mundial, cuando el militarismo y el nacionalismo toman la delantera del internacionalismo proletario que la Segunda Internacional intentaba defender mal que bien.

Jones, como muchos otros biógrafos, intenta separar el marxismo de Karl de la aplicación que de él se haría en el siglo XX, el llamado materialismo mecanicista. En ese sentido, es cierto que Lenin, las tesis del socialismo en un solo país y, por supuesto, Stalin, enterraron todo el pensamiento de Marx.

Posteriormente la NEP, nueva política económica y socialismo en un solo país acabarán de dar al traste con la originales ideas marxistas. Además, en la historia del siglo XIX se estudia poco no ya la lucha de clases, sino las contradicciones en el seno de las propias clases burguesas, entre sectores republicanos y monárquicos o dinásticos. Algo que hasta observamos claramente en obras literarias como la novela ‘Lucien Leuwen’, de Stendhal.

Las ideas de Marx chocarían abruptamente con la realidad, principalmente porque la primera revolución que se hace en su nombre o supuestamente inspirada en su pensamiento y obra, acontece en el país menos previsible, en Rusia. Esto condicionará toda la visión que del marxismo tiene gran parte del mundo. Que haya habido dos revoluciones inspiradas en el marxismo en China y en Cuba, dos países “no industriales”, tampoco ha ayudado a depurar el pensamiento marxista de adherencias y confusiones originadas por otros pasados históricos, no contemplados o previstos por Marx.

Además, en cierto modo la “marca” marxismo fue expropiada, usurpada, por los socialdemócratas, de un lado, y por los totalitarios, de otro. Se apropian del término y en nombre del marxismo, que muchos consideraron una especie de profecía, y así se cometen inmensos errores de apreciación y de puesta en práctica de las ideas.

El biógrafo dedica una parte de su estudio al impacto que los movimientos revolucionarios alemanes y franceses tuvieron en la actividad intelectual de Marx. Más de cien páginas en las que pone de manifiesto que Marx desconcertó a menudo tanto a sus compañeros cómo a sus adversarios, pues los movimientos populares no ‘encajaban’ en sus premisas teóricas . A partir de 1870, el movimiento obrero seguirá unos pasos que Marx no había previsto exactamente y sus teorías se verán relativamente marginadas. Pero también es cierto que Marx menospreció la tradición liberal inglesa, la de Charles I, Charles II y James II, a pesar de que ésta era precisamente todo lo contrario del proceso político de Napoleón y de Prusia. Tampoco tuvo en cuenta el gran impacto que tendría la reforma electoral inglesa de 1867, que ampliaba el sufragio y abriría el paso a la futura socialdemocracia.

Jones señala tres cosas que Marx no tuvo en cuenta:

  • el republicanismo transnacional,
  • la abolición de la esclavitud y los cambios que operó en el mercado de trabajo en Norteamérica y en Inglaterra, principalmente, y
  • el enorme auge e importancia de los sindicatos (lo que Bakunin sí comprendería inmediatamente).

Hubiera sido necesario también que Jones se hubiera detenido en otra ausencia, la del pensamiento marxista sobre la naturaleza, asignatura pendiente que ha gravado el desarrollo económico de los países considerados socialistas con un desprecio casi total por el medio ambiente.

No es casual, como indica Jones, que la censura soviética ejerciera su papel cuidadosamente para expurgar las publicaciones, las de la Editorial Progreso, de todo atisbo de escritos de Marx que pusieran en tela de juicio la política de los dirigentes soviéticos. David Riazanov, uno de los mejores intérpretes de Marx, quien se encargó de archivar la documentación sobre el marxismo en el Instituto Marx-Engels que creó en Moscú, sería mandado ejecutar por Stalin en 1938. Todo un símbolo.

Marx, centrándose en los motivos económicos últimos de la evolución histórica, el materialismo histórico, no prestó demasiada atención al campesinado, al militarismo y al nacionalismo, y precisamente el nacionalsocialismo y el fascismo italiano triunfarían donde se creía imposible, siendo movimientos que eran percibidos por una gran parte de la clase obrera como los que “iban a mejorar el orden social”. Pero, curiosamente, Jones nos da cuenta del interés de Marx, en sus últimos años, por el supuesto comunismo de las antiguas tribus sajonas e incluso por el de las comunidades campesinas rusas, que era más bien servidumbre, y que desmontó Fustel de Coulanges. Marx, anteriormente siempre lo había considerado como un típico mito reaccionario y paneslavista que sostenía Herzen.

En conclusión, el libro de Jones es serio, documentado y muy analítico pero sobre todo académico, aunque tampoco encuentro que añada mucho a las biografías más importantes, ya citadas, ni a los análisis de su obra.

El lector verá frustrado su deseo de comprender qué es lo que ha sucedido con el marxismo después de Marx, que en la obra de Gareth Stedman Jones sólo se atisba. Tras la creación de la Segunda Internacional en 1883, poco tienen que ver el pensamiento y las teorías de Marx con lo que interpretaron o deformaron sus seguidores. Hubiera sido interesante que el autor hubiera explorado, al menos de forma orientativa, qué aportó Gramsci o la interpretación de Lenin, que cristalizó un tipo de dogma marxista que tendría funestas consecuencias. Esto completaría y daría sentido al título de la biografía, ‘Grandeza e Ilusión’.

De todas maneras, Jones nos deja un resquicio importante y es explicar, documentadamente, que Marx, si bien desatendió aspectos importantes de la democracia formal, no era partidario del totalitarismo ni de la violencia, sino que su visión revolucionaria era mucho más matizada. No convalidó, por ejemplo, el Terror de los Jacobinos, que para él era más una expresión de debilidad. Esto, en tiempos en que el autoritarismo parece que se enseñorea incluso de las democracias más asentadas, es importante recordarlo.

En cuanto a la política, si Marx no era un liberal en el sentido tradicional de la palabra, tampoco era un defensor de la dictadura pues apreciaba la cultura, las letras, la libertad de pensamiento y de expresión, cuyos límites y cortapisas experimentó repetidamente en su vida. De ahí su amor por Londres, que sus hijas y su mujer compartían, una ciudad donde, a pesar de todas sus vicisitudes, pudo investigar, expresarse y escribir con una libertad que no tuvo en Alemania, París y Bruselas. No desdeñaba la democracia, simplemente afirmaba que ésta no era suficiente para liberar al hombre de la alienación, de la explotación, de la desigualdad creciente.

Pero esto, como otros aspectos que se subrayan en esta nueva biografía, ya lo han dicho antes otros analistas muy claramente. Ya señaló Galbraith que Marx construyó el socialismo en la senda indicada por David Ricardo, sólo que orientándolo a la izquierda, sobre todo en el concepto de la desigualdad creciente entre la renta de los trabajadores y las ganancias acumulativas del capital, el inevitable empobrecimiento de las masas trabajadoras y la concentración progresiva del capital en cada vez menos manos. Pero mientras Malthus y Ricardo lo señalaron, Marx proponía cambiarlo, romper esa ‘ley del bronce’ de los salarios.

Al final de toda la lectura, debo confesar que la pequeña obra de teatro del norteamericano Howard Zinn, Marx en el Soho, con humor, conocimiento y fidelidad histórica, resume perfectamente los avatares del marxismo y de su posterior aplicación -distorsión- a manos de los dirigentes soviéticos (Editorial Hiru, 2002, ISBN 84-95786-24-9).

En tiempos de ansiedad, cuando las élites políticas se han distanciado de las necesidades cotidianas del pueblo (lo que los populistas recogen con fruición, como son la preocupación por la seguridad, las pérdidas de empleos, la disolución de los lazos sociales, etcétera), no estaría de más volver a la metodología marxista para analizar qué es lo que está sucediendo.

Marx, greatness and illusion (Marx, grandeza e ilusión).
Gareth Stedman Jones
Harvard University Press, 730 págs.
2016

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