El silencio de Ortega y Gasset sobre el nazismo y el holocausto

Los lectores de Ortega y Gasset no podemos por menos que echar en falta una sola palabra suya, una sola frase sobre el nazismo y sobre el holocausto, sobre el exterminio de los judíos. Sin embargo, era Alemania, su historia, su filosofía, el principal hilo conductor del pensador español, y lo fue hasta el final de sus días.

No era ajeno Ortega a la realidad política y mundial, no era un mero pensador cultural, inerte frente al mundo, muy al contrario. Además de su intervención en la vida política española en el primer tercio de siglo, ya en 1920 escribe un ensayo muy crítico sobre el libro de Max Scheler El genio de la guerra y la guerra alemana (El espectador II). No comparte la tesis de Scheler de que la guerra sea un ejercicio de dominio espiritual por medio de la violencia, en el que éste prácticamente exculpa al Reich alemán de su responsabilidad en la guerra (la Primera mundial), en la violencia y muerte de millones de personas. De hecho, Ortega critica que “aquellas labores de exterminio llevadas a cabo contra los indios y los negros”, no sean consideradas como guerra, porque ésta tiene una altura, por así decirlo, de miras, mucho más ‘espiritual’, como pretendía el filósofo alemán. Ortega critica de paso el colonialismo despiadado,

“Con tranquila conciencia los pueblos europeos imponen violentamente a los pueblos oceánicos, africanos y asiáticos su voluntad política. Y es curioso notar cómo la manera de hacerlo guarda una peculiar gradación, según la calidad del pueblo: Alemania e Inglaterra no entran en la tierra de los Hereros y Somalíes lo mismo que la propia Inglaterra en Egipto o Francia en Marruecos.”

Ortega estaba perfectamente informado de las luchas coloniales y de los métodos de los Estados europeos para dominar a las poblaciones autóctonas. Esta diferencia de “métodos” se plasmaría años más tarde en cómo entró la Wehrmacht en Francia en comparación a cómo lo hizo en Polonia o Rusia. Pero ya de esto Ortega no hablará.

El pensador español también se percató inmediatamente de la naturaleza del fascismo italiano y lo criticó desde su aparición, tachándolo de ilegítimo y manteniendo que lo único que ejercía Mussolini era la fuerza bruta de sus Camisas Negras (Sobre el fascismo 1925). Pero no diría nada sobre los nazis.

También es verdad que ante lo indecible Ortega opta por la posición del brahmán

“Pero estoy seguro de que en tiempo de guerra, cuando la pasión anega a las muchedumbres, es un crimen de leso pensamiento que el pensador hable”.

lo que reiterará con más detalle en su artículo El silencio, gran brahmán (El espectador VII), cuando recomienda el silencio y, de alguna manera, se acoge a él.

Escribió esa obra memorable, entre muchas, que es La rebelión de las masas. Pero, de alguna manera, el III Reich, el nazismo y el holocausto contradijeron con los hechos toda su teoría sobre las minorías excelentes, sobre el ascenso del nivel histórico, sobre su idea de Alemania como nación. Él, que tan agudamente había percibido el peligro del ascenso de las masas, queda incólume ante lo que sucede en Alemania a partir de 1933.

Escribe: “quisiera vislumbrar el diagnóstico de nuestro tiempo”, pero resulta triste que no hiciera nunca, públicamente al menos, el diagnóstico del nazismo, de cómo gran parte de las élites pensantes (‘excelentes’, diría él) de Alemania lo apoyaron activamente, hasta Heidegger, su gran modelo. ¿Qué habría tenido que concluir sobre el uso de ciencia físico-química que tanto exalta y sitúa en el cuadrilátero Londres, Berlín, Viena, París, cuando hemos visto cuál ha sido el uso de la química y la física por los científicos del exterminio? Tanto análisis certero, atinado, del siglo XIX y hasta del primer tercio del XX y después, nada más. Quizás porque cuando escribió La rebelión de las masas tenía más en mente las masas bolcheviques, los motines y revueltas obreras, como “la acción directa de grupos realistas y sindicalistas de hacia 1900” (en Francia).

En La rebelión de las masas Ortega atisbaba los peligros que se cernían sobre Europa, pero no pasó de ahí. De hecho, en junio de 1941 todavía escribirá un artículo encomiástico sobre el libro del medievalista Johannes Haller, Las épocas de la historia alemana, sin hacer mención alguna al momento. También en 1954 publica en Frankfurt un artículo sobre el espacio, Algunos temas del Weltverkehr (no el espacio vital, el lebensraum, que era precisamente uno de los leitmotivs del nazismo pero el espacio de una nación), sin hacer mención a la tergiversación del concepto que hizo Hitler.

Precisamente los nazis son los que amenazan el equilibrio de fuerzas entre potencias que Ortega considera uno de los avances de la civilización europea. La intoxicación del pueblo alemán, de gran parte de sus intelectuales, no puede haberle pasado desapercibida. Después, el exterminio sistemático, las cámaras de gas, no fueron un secreto. Ante lo indecible, se diría que Ortega ha capitulado, ha renunciado a ver. Su credibilidad queda muy afectada porque no ha estado a la altura de las circunstancias, como hubiera dicho, si hubiera vivido, Antonio Machado.

Tras la guerra, Ortega irá de nuevo a su querida Alemania, a Berlín en 1949, a Darmstadt en 1951, a Munich en 1953. En todas sus conferencias tendrá un enorme éxito de público. Pero hablará de la historia alemana no reciente, de Heidegger (al que ensalza -con razón- como filósofo, escritor, investigador del lenguaje, pero sin entrar en su aquiescencia pasiva o activa del nazismo), de arquitectura. Mencionará ‘la ‘catástrofe’ sin decir a qué se refiere ni por qué ha acontecido, hablará de ‘victoria y derrota’, sin decir por qué ni cómo. Ortega elude deliberadamente toda crítica, incluso la más mínima mención, al nazismo y, por supuesto, al holocausto.

¿Qué sucedió? ¿Es el síndrome que anunciase Theodor Adorno, sobre si se podría escribir después de Auschwitz?, ¿o pensar después de Auschwitz?.

Creo que no, ni lo uno ni lo otro. Además de que sobre el nazismo, el exterminio como forma de lucha, no sólo de judíos, sino de gitanos, homosexuales, débiles mentales, prisioneros rusos, hubo en España un silencio generalizado y probablemente vergonzante de todos los intelectuales de la postguerra. Ni Julián Marías, ni Paulino Garagorri, ni Antonio Rodríguez Huéscar, los tres más egregios discípulos de Ortega dentro de España, dijeron una sola palabra ni sobre los campos de concentración ni, en general, sobre el fascismo italiano o el nazismo, como si entendieran que pues sobre el franquismo no podían hablar por tanto tampoco de sus aliados. Recordemos que Gregorio Marañón llegó a prologar un libro del nazi belga Léon Degrelle, refugiado tranquilamente en España como miles de alemanes y nazis de toda Europa. En España, donde la izquierda se pasa la vida hablando del fascismo, ha habido muy poco interés y sigue habiendo muy poco (salvo series o novelas más espectaculares), por el antisemitismo, en comparación con lo que sucede en los países europeos, donde este asunto y la responsabilidad de los intelectuales son una constante fuente de reflexión, de análisis histórico, de referencia y, por así decirlo con una palabra muy actual, de vacuna contra el totalitarismo.

Auschwitz, como dice Adorno, destruyó toda ilusión de un supuesto progreso histórico del hombre; la barbarie la perpetró la nación más culta del mundo. El sentido histórico de una nación, del hombre, queda destruido. Ortega, que era muy inteligente, probablemente también tuvo ese sentimiento y por eso calló: su construcción teórica sobre las masas la había desmoronado Hitler.

Hermann Broch, conocido en España prácticamente sólo por La muerte de Virgilio, escribió La teoría de la locura de las masas, que fue publicado en Francia ya en 1955. Según la pensadora francesa Cynthia Fleury, Broch desmonta la teoría de que hay una entidad mística como la masa. Broch, de hecho, en esta obra inacabada, plantea la antítesis de lo que Ortega propuso sobre las masas. No es casual que Broch, austríaco y judío, fallecido en 1951, haya escrito también Los sonámbulos y Los irresponsables. La irresponsabilidad, la no intervención de los intelectuales.

Lo que es extraño es que, habiendo habido tantos egregios escritores de lengua alemana que alertaron muy pronto sobre el nazismo, que lo vivieron y tuvieron que huir, contemporáneos suyos, como Thomas Mann, Broch, Zweig, Benjamin; Ortega, o no los leyó o -lo que es peor- no compartió sus tesis.

Pero esto no es sorprendente si tenemos en cuenta que, desgraciadamente, Ortega y Gasset, tampoco dijo nada sobre el franquismo aunque estaba exiliado y era una víctima del régimen; de penetrante pasa a ser romo, esa palabra que le había gustado usar. La guerra civil de España y luego la II Guerra Mundial parece que le dejaron literalmente sin voz, se desentendió, dejó de ser el espectador.

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Los ausentes y la no intervención

“Es difícil decidir si la irresolución hace al hombre más desgraciado que despreciable, o qué es menos conveniente, si tomar un mal partido que no tomar ninguno”.

La Bruyère

El exceso de prudencia lleva a la inacción. Y a veces esa inacción es culposa y causa más daño que la propia acción. Como dice Eclesiastés (11, 4), “El que el viento observa, no sembrará; y el que mira a las nubes, no segará”.

Hay dos clases de no intervención, la ideológica y la acomodaticia. Cuando evocamos la No intervención pensamos en aquella funesta y falsa neutralidad de Francia y Gran Bretaña que dejó las manos libres a Hitler y Mussolini para ayudar a Franco, ahogando literalmente la Segunda República. Y en 1938, también esa ‘no intervención’ de Francia y Gran Bretaña permitió a Hitler apropiarse de Checoslovaquia.

Pero la No Intervención no es solamente la geopolítica (como ahora con Afganistán), sino que continúa en nuestra propia casa, es algo personal, es una actitud ante el mundo o, mejor, una inactitud (pues apela a la no acción). Es ausentarse de la realidad, vivir en otro mundo, abstenerse. Abstenerse, ausentarse. Absentismo intelectual.

Hay dos formas de estar ausente, de no intervención personal: la ideológica disfrazada de objetividad y ecuanimidad, y la meramente hedonista. En ambos tipos me refiero a personas medianamente cultas, es decir, las que deberían tener alguna responsabilidad cívica y no la ejercen, a esos que llamamos, con mayor o menor motivo, intelectuales.

Lo que está aquí en juego es la responsabilidad de los intelectuales y su función de catalizadores y orientadores de la opinión, no de seres meramente contemplativos. Los intelectuales no son los encargados de cambiar el mundo, pero no deben callar. Deben desenmascarar las patrañas de las empresas, el control numérico y digital, desmontar las falsas ideologías, como el nacionalismo, la explotación del hombre, la manipulación bajo banderas nacionalistas o religiosas de tantos jóvenes sin orientación (como las bandas de islamistas de las afueras y banlieues y las de jóvenes que se apuntan al nacionalismo racista, que son parecidos).

De la primera, la ausencia o no intervención ideológica, tenemos muestras todos los días. La intelectualidad española ha decidido no intervenir en casi nada y muchos de nuestros pensadores parecen dormitar en sus bibliotecas. Salvo honrosas excepciones (Cercás, Marías, Pérez Reverte, entre otros), lo hemos comprobado con dos asuntos que afectan precisamente a los intelectuales: primero, con el Procés, con el silencio de tantos liberales de toda España y de Cataluña; segundo, lo hemos visto con la ley Celáa, ante la que tanto eximio escritor ha callado, aunque atenta contra la lengua castellana (España es el único país del mundo que ha rebajado su propia lengua en su propio territorio). Pero nadie del Instituto Cervantes ni casi ningún escritor ha abierto la boca.

Parece subsistir en estos ausentes, en este absentismo, aquella cantinela de ‘hacerle el juego al enemigo’ con la que los que éramos comunistas o de izquierda encubríamos o dejábamos en sordina las masacres y desastres del gulag y del estalinismo. Ahora ya no hay bloques, ahora hay libertad de expresión pero la usan y no la ejercen. Hay muchos ejemplos de ese silencio, como es la dictadura en Cuba, la opresión de los uigures, tibetanos, rohingyas. La izquierda oficial, uniformada, bien callada, pues sólo tiene ojos para los palestinos.

Hoy, el fiasco de Biden pone en evidencia esa ideologización, pues si hubiera sido Trump estarían las campanas intelectuales al vuelo. O el silencio de todas las activistas españolas del Me too y similares, incluidas conspicuas ministros que siempre hablan, como Belarra o Irene Montero, que no han dicho una palabra sobre lo que se cierne sobre las mujeres afganas.

Esto es más grave en la izquierda, o lo que resta de ella, que se suponía heredera del materialismo desde Diderot y que pensábamos que eran librepensadores. Los militantes de la casi extinta izquierda substituyen la realidad por su percepción de la realidad. No ejercen de materialistas aunque algunos presuman de marxismo (mal leído y peor digerido) sino que demuestran su completo idealismo, su ignorancia deliberada de la realidad. Para ellos no existe la dictadura china o birmana, pero sí el imperialismo americano. Todavía estamos esperando que la izquierda diga algo sobre Lukashenko, el dictador de Bielorrusia. Tienen siempre a su disposición un juego de medidas diferentes, su propia vara de medir, adaptadas a su ‘realidad’, según su conveniencia. Se fabrican su re-presentación del mundo en vez de observarlo.

Así, en España, los del PSOE no critican lo que hace el gobierno ni los conservadores critican al PP. Para no hacerle el juego a la derecha o para no hacerle el juego a la izquierda. Pero es inactitud produce considerables réditos: puestos en la administración, dádivas, favores, tribunas, palcos. Callado se está más cómodo.

Y hay otra No Intervención, otro absentismo moral e intelectual más solapado, que es la pasividad de los cobardes, los acomodaticios, los indiferentes y conformistas (que tan bien describió Moravia), los neutros, los pusilánimes. La de lo que nunca ‘se significan’, nunca se comprometen. Un ejemplo gracioso de esa actitud indolente es la descripción que hace Ramón J. Sender de Mr. Witt (Mr. Witt en el Cantón), quien le daba la razón a los cantonalistas y a sus oponentes, según hablase con unos u otros. Así mantenía su rara posición de neutralidad, sin ser atacado por ninguno de los bandos.

Es ésa que Rafael Argullol definió: «Sólo conozco una buena definición de la maldad: vivir de prestado. Malvado no es el criminal transitorio sino el espectador permanente. Aqué que rehúye bajar a la arena y desde su infame mirador considera las dificultades ajenas como aciertos propios» (El cazador de instantes, Eds. Destino, 1996).

Entre nuestros pensadores más egregios tenemos también varios ejemplos de esa no intervención histórica, como Ortega y Gasset, que fue un no intervencionista tras salir de España. Claro que siguió pensando, escribiendo, pero no levantó la voz contra la dictadura franquista (ni dijo una sola palabra sobre el Holocausto a pesar de ir a dar conferencias a Alemania después de 1945, cuando todavía estaban calientes las Cenizas de los hornos crematorios). María Zambrano, y muchos otros liberales de su generación como Luis Jiménez de Asúa, Manuel García Pelayo, Manuel Granell o Salvador de Madariaga, sí se comprometieron abiertamente contra el franquismo. Antonio Machado sí intervino, su hermano Manuel, no. Azorín también acató y calló, como Gregorio Marañón -que llegó a prologar un libro del nazi belga Léon Degrelle- y otros intelectuales cuya obra es relevante, magnífica, pero su actitud moral fue discutible. Pío Baroja calló, pero no acató. Curiosamente, algunos que podemos considerar del bando vencedor se manifestaron y se expusieron, se comprometieron, como José Luis Aranguren o Dionisio Ridruejo, incluso Laín Entralgo, por citar tres de los más egregios.

El que no interviene, el ausente, se suele refugiar en sutilidades, en la bazofia ecléctica que denunciara Engels, o se escabulle en la erudición y libros de tiempos pasados, o hace alarde de un sabio escepticismo, en fin, el no compromiso. Es como si careciera de células nerviosas o de retina o de tímpanos. O es pura egolatría la que le impide ver, oír y sentir lo que no sea su propio hedonismo. El absentista moral pone un tabique entre su yo y la realidad. El mundo para él es pura sensación.

Por último, hay que relacionar la no intervención con el tiempo, con la edad. Se suele intervenir más al ser más joven y menos en la senectud, debido a esa desgana, cansancio o desengaño de los que hablaba en este mismo cuaderno de bitácora o blog.

Si los intelectuales no luchan por la libertad, no ejercen su misión educadora, si se ausentan y no se comprometen, quien ejercerá (o va a seguir ejerciendo) la hegemonía cultural e ideológica serán los medios controlados por las empresas digitales, los nacionalismos más engañosos y xenófobos, como en Cataluña, o el poder del Estado o de las regiones con sus prebendas de cargos, premios, jurados y ediciones. En definitiva, los ciudadanos seguirán postergados, no escuchados. Para ausentes ya tenemos a los jefes, a los ministros, a los consejeros de empresas, a la mayoría de los diputados y políticos, a los alcaldes alejados de sus ciudadanos. Los intelectuales no deben abstenerse, especialmente cuando se trata de criticar o debelar -con las armas del pensamiento- la impostura, mendacidad y soberbia de los poderosos o para defender a los más humildes, por ejemplo, a los inmigrantes, a los jóvenes repartidores, a los sin techo.

“Así, el sabio, que no lo es, o lo es sólo en su imaginación, se coloca siempre por encima de todos los acontecimientos y todos los males”. (La Bruyère)

Banales dicterios contra los políticos

Parece un nuevo deporte: denigrar a los políticos. En España no es nuevo, ya lo decía don Antonio Machado, “bosteza de política banales dicterios al gobierno reaccionario…”: charlas de café, de barra de bar, inútiles para resolver nada, para aportar soluciones, pero excelentes para debilitar la democracia. Se apoyan en el desafecto claro hacia políticos que se han aprovechado el poder para beneficiar sus personas y amiguetes o que han sido notoriamente ineficientes, meros floreros del consejo de ministros. Y así hacen la amalgama.

Esto viene de antiguo. Ortega y Gasset, en Ideas sobre Pío Baroja, ya en 1916 decía que “los credos políticos son aceptados por el hombre medio, no en virtud de un análisis y examen directo de su contenido, sino merced a que se convierten en frases hechas.”

Una pintada en Lisboa que denota ese facilón y simplista desprecio a todos los políticos

Y el mismo Pío Baroja, tan hispano, se hacía eco de este sentimiento en sus Paseos de un solitario, “A mí me parece muy lógico que no guste la política –replica el médico Fournier- porque hay en ella demasiado lugar común (…) ya no hay los que leen con avidez los discursos parlamentarios y nadie cree que va a salir de ellos una solución o un cambio. Hoy la mayoría están desencantados de todo”.

“Los políticos son incompetentes”, “no están a la altura”, “están sobrepasados por los acontecimientos”, etc, muletillas y latiguillos en las redes sociales de muchos españoles. El fruto del denuesto generalizado son el menosprecio de la política, que fomenta los populismos de ambos extremos, el aventurerismo y, mucho más grave, la deslegitimación del parlamentarismo y la democracia.

El discurso sobre la decadencia e inepcia de los políticos está en nuestro código genético y ahora lo explotan Vox, la CUP, Rufián y Otegi, algunos de los cuales, si no hubiera democracia y Estado de Derecho y lo que llaman despectivamente “el régimen del 78”, estarían probablemente tras los barrotes.

Y en el resto de Europa, este mismo tipo de mensajes está haciendo el juego a los Trump y sus comparsas, a Bannon con su monasterio de Anagni, al evangélico Pompeo, a Le Pen, Orban, Salvini, Vox, Farage, y a un largo etcétera.

En este sentido, el Brexit, el secesionismo catalán y los ‘gilets jaunes’ forman parte del mismo síntoma, esa huída hacia atrás, hacia el soberanismo, el miedo al futuro. Criticar a las personas, personalizar en el insulto y la denigración es un nublado que oculta el problema de fondo, es decir, las disfunciones del sistema político y los abusos del capitalismo salvaje. Pero la solución no es tirar por la borda la democracia.

Ya se ha dicho que la extrema derecha hace a veces algunas preguntas interesantes, pero que las respuestas son siempre erradas. La desigualdad y las peores consecuencias de la crisis financiera de 2008, la inmigración no integrada (ni por activa ni por pasiva), el miedo a la delincuencia y al desorden, todo eso moviliza mucho y la izquierda no debe ignorarlo, como suele hacer con demasiada frecuencia (muchos de izquierda vivimos en zonas sin riesgo, en barrios burgueses, nos creemos por encima del bien y del mal, no tocamos la realidad).

Bajo una apariencia de insurgentes, de libertarios –los apolíticos o antipolíticos de toda la vida- se esconde la más siniestra reacción contra las libertades garantizadas por los Estados de Derecho y por la Unión Europea.

Ante las próximas elecciones europeas este machacar a los políticos se extiende por toda Europa. Lo que puede llevar a que Le Pen sobrepase a Macron, a que  Orban, antieuropeo y antidemócrata, como Salvini, refuercen su posición. A que Farage, un gritón de pub, gane más apoyos. Todo eso no irá contra los políticos ‘tradicionales’, a quienes quizás les darán una patada, sino contra las libertades, que serán mutiladas.

Que Jean-Claude Juncker haya sido probablemente el peor presidente de la Comisión no hace buenos a los antieuropeos. Ni la inutilidad de David Cameron o de Theresa May hacen bueno a Nigel Farage. Recomiendo para ver con otra perspectiva más racional cuáles son los retos de las próximas elecciones la lectura del Informe 2019 de la Fundación Alternativas, El estado de la Unión Europea, El parlamento europeo antes unas elecciones transcendentales https://www.fundacionalternativas.org/

Si ganan los populistas, Trump se regocijará pues cree que todo lo que perjudique y debilite a la Unión Europea le beneficia, lo que es, una vez más, un inmenso error. Sin una Unión Europea estable, coherente –no en manos de un personaje como Juncker, en eso estamos de acuerdo, porque ha sido un gravamen y no un valor- el mundo puede ser mucho más inflamable, como se ve ahora en el Golfo pérsico o con las veleidades militaristas norteamericanas para resolver el grave problema de Venezuela.

Necesitamos una Europa en la que los principios de la democracia y del internacionalismo tengan una clara supremacía. Si no, con tanto denigrar a los políticos, llevaremos el agua al molino de los Orban y Trump. Y las consecuencias no serán simplemente estéticas, sino de riesgo bélico.

Pedro de Moura e Sá, olvidado ensayista portugués

Pedro de Moura e Sá nació en Coimbra en 1908 y murió en Lisboa el año 1959. Pensador, crítico literario de gran profundidad, tuvo la mala suerte de vivir y escribir en pleno Estado Novo, de Salazar, lo que le restaría proyección internacional. Era, se excusa decir, un conservador liberal.

Gran admirador de Ortega y Gasset, a cuyas conferencias sin duda asistió en numerosas ocasiones cuando el filósofo español vivía en Lisboa. Indagó en su pensamiento, considerando muchas de las ideas de Ortega avanzadas –incluso ya en las Meditaciones del Quijote- sobre lo que luego sería la obra de Heidegger, El ser y el tiempo.

Padro de Moura e Sá

Pedro de Moura e Sá

Ortega se enfrenta al problema, al inconveniente, nos dice, de que sus teorías no tienen campo donde insertarse, pues la tradición filosófica española es enteca. Otra cosa hubiera sido, dice Moura, si Ortega hubiese sido alemán, inglés o francés.

También fue amigo de Gómez de la Serna, habiendo sido uno de los tertulianos del café de la «cripta» del Pombo, en la calle Carretas, cuando venía a Madrid, como Fidelino de Figueiredo, otro portugués olvidado.

Moura conocía profundamente España y dejó sus impresiones sobre Castilla, sobre el País Vasco, sobre Toledo, en muchas de sus crónicas que pueblicaba el Diario Popular, recogidas en la colección Espanha viva. Era una época en que los diarios prestaban gran atención al pensamiento mientras que los asuntos políticos les estaban vedados o estaban sometidos a una censura y una autocensura devastadoras. Entre otros escritores que admiraba figuran Azorín y Unamuno.

 Pedro de Moura nunca usó teléfono, ni automóvil, ni ningún medio mecánico. Era casi un espíritu puro, soltero empedernido. Cuando murió (de un ataque al corazón, en plena calle), su biblioteca, de no menos de 19.000 volúmenes, fue donada a la Universidad de Coimbra. Muchos escritores, y entre ellos varios franceses como Gabriel Marcel, el dadaista Philippe Soupault o Michel Déon, se unieron a los obituarios. De España, sólo el agregado de prensa de la embajada en Lisboa, Xavier de Echarri publicó una sentida y expresiva nota en el diario Arriba. El telón bajaba definitivamente, quedando para siempre Pedro de Moura e Sá, en el más injusto olvido, incluso en su propio país.

 A pesar del relativo aislamiento del país, conocería la literatura francesa y la italiana profundamente. Abrió líneas de lectura, dando a conocer a los portugueses escritores y filósofos contemporáneos. Pero eso no significa que se le pueda reducir a un divulgador, sino que se adentró en los problemas de la vida y la cultura cotidianas.

 Su obra está perdida y sólo en los alfarrabistas, los libreros de lance, se encuentra de tarde en tarde el apreciable y sugerente volumen, de título tan bien elegido, Vida e literatura (Ed. Bertrand, Lisboa, 1960), que contiene muchos atinados y lúcidos comentarios a la obra de escritores contemporáneos. Entre los ensayos, cortos, siempre interesantes, hay algunos como Paisagem e significado que son precursores.

 Un pequeño guiño a este crítico y ensayista es que era socio del Círculo Eça de Queiroz, ese club literario de Lisboa, sin parangón en España. En sus salas tenían lugar fructíferos encuentros con los intelectuales y escritores portugueses y franceses.