José Antonio Primo de Rivera (Madrid, 1903 – 1936, Alicante).-
Este es un capítulo, para muestra y promoción, del libro Los memorables de Vázquez Díaz. Una mirada al siglo XX.
Escrito por Rui Vaz de Cunha (heterónimo de Ignacio Vázquez Moliní y de Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye).
Se vende en la librería Pérgamo de Madrid y lo vende también el editor, Romero Libros, que es de Jabugo (Huelva), romeroediciones@telefonica.net.
Rui es un portugués reaccionario pero liberal, nada carca y bastante europeista (dentro de un orden) ; le gusta romper moldes y no ser políticamente correcto, esa plaga del pensamiento actual que paraliza las mentes más lúcidas (si Allen Ginsberg volviera escribiera otra vez Aullido -Howl– empezaría así: «Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la corrección política y la opinión pública, miedosas, reprimidas, culpables…».

Rui Vaz de Cunha
Tanto Rui como Ignacio Vázquez colaboran en www.estrelladigital.es con sendos blogs Cartas desde Lisboa y La mirada tranquila.-
El dirigente de la Falange, gran admirador de Rudyard Kipling, orteguiano, distinguido, de belleza clásica y visionario, fue como la némesis de Franco. A pesar de su apellido y parentesco –hijo del dictador y nieto de militares, como don Fernando Primo de Rivera, gobernador militar de Madrid y Castilla la Nueva en 1874-, no era un señorito ni un militar golpista sino una especie de filósofo de la acción futurista, un Marinetti de la política que, como él, quería “romper la superficie de la convención” (el futurista italiano se murió oportunamente en 1944, librándose probablemente del oprobio de la purga de la postguerra italiana), que, evidentemente, no pudo arraigar en la España de los terratenientes, de los clérigos de mesa camilla, de los banqueros vascongados y de políticos comilones. Su inspiración era dorsiana, como subraya Dionisio Ridruejo, con una gran influencia vascongada (los Mourlane, Maeztu, Sánchez Mazas, etc). Les robaba a las izquierdas votos en sus propios cazaderos y no gustaba del militarismo. Su muerte, execrable crimen y gran error, les hizo un favor a todos. Les vino bien. Curiosamente en Madrid, donde proliferan las placas romboidales conmemorando efímeros pasajes de algunos artistas y políticos perfectamente dispensables, no hay ninguna en la casa de la calle de Génova donde viviera José Antonio, a pesar de ese ejercicio penitente del que gustan tanto a nuestros hermanos españoles, siempre algo necrófilos, de memorias históricas y fusilados de hace ochenta años. En Portugal no tuvimos ningún equivalente a José Antonio (Homem Christo murió a tiempo en un accidente de automóvil en Italia), a pesar de tener un régimen dictatorial –teñido de un cierto despotismo ilustrado muy pombalino, a fin de cuentas- como el Estado Novo. A lo más que llegamos fue a los partidarios de la restauración de la monarquía, con Paiva Couceiro, y a los ‘viriatos’, una especie de juventudes uniformadas, más parecidos a boy scouts que a camisas pardas, negras o azules. Somos, efectivamente, un país de brandos costumes, bastante suave en comparación con otros.

Boceto al óleo
José Antonio no creía en la igualdad –aunque sí en el control de las riquezas de los poderosos y en la protección de los trabajadores- ni en la democracia, simple juego de multitudes sometido a la demagogia de cuatro charlatanes y las cantinelas de fabuladores políticos. Creía en el deber de las élites de prestar su servicio a las masas, guiándolas. Las necesidades del combate dialéctico, la premura de la lucha casi callejera, hicieron que José Antonio no puliera más sus escritos ni profundizase más en sus ideas, distantes del nazismo y del fascismo italiano entre otras cosas, porque reconocía la esencia cristiana de España y veía con enorme desconfianza el nihilismo nazi. Sus escritos, inmediatos, efímeros, de brega, parecen hoy demasiado panfletarios, aunque escritos en buen castellano. El, para combatir la vieja España, quería imponer la verdad por la fuerza, con la energía organizativa que limpiase el rancio polvo de la corte, la decadencia de los terratenientes holgazanes y la avaricia de banqueros sin escrúpulos. Ni adulaba ni halagaba. En cierto modo, creó una nueva estética política, una retórica, diferente de las decimonónicas monárquica y republicana. No era actor de la política. En ese sentido, era el anti-orador.
Yo recuerdo haber leído hace muchos años uno de sus libros. Tal vez Nicolás Franco, en los muchos años en los que fue embajador en Lisboa, se lo regalaría a mi padre. Luego se perdería entre el desorden inexcusable de los anaqueles de mi biblioteca de Alcácer, que algún día prometo remediar. El libro se titulaba La hora de los enanos. En un pequeño volumen bien encuadernado se reproducían los que hubieran sido discursos parlamentarios de José Antonio. Se había presentado a diputado en las Cortes constituyentes de la República Española con el objetivo único de reivindicar la memoria de su padre, el general Primo de Rivera fallecido en el exilio de París, dictador militar desde 1923. Sin embargo, al no conseguir el acta de diputado, José Antonio decidió pronunciar una serie de conferencias y publicar multitud de artículos con el propósito de honrar la memoria paterna. Todo aquello ocurrió varios años antes de la fundación de la Falange, en una etapa que algunos han denominado prefascista. Refiriéndose a los nuevos diputados republicanos, encabezados por Ortega y Gasset, afirmará aquello de “aquí están los ridículos intelectuales, henchidos de pedantería. Son la descendencia, venida a menos, de aquellos intelectuales que negaron la movilidad de la tierra y su redondez, y la posibilidad del ferrocarril, porque todo ello pugnaba con las fórmulas. ¡Pobrecillos!”
Poco después José Antonio Primo de Rivera apostaría definitivamente por el fascismo.
Todo ello se vino abajo con la guerra y el franquismo, quedando en boca de unos cuantos decepcionados seguidores, como la “revolución pendiente”, una especie de mesianismo político que alimentó unas cuantas mentes. Heredero de la tradición heleno-latina, detestaba las imposiciones germánicas y el racismo. En el fondo, fue mejor que no viviese para ver a muchos de sus secuaces convertidos en ministros, en adoradores del Tercer Reich o en estraperlistas , o en las tres cosas a la vez. Quiero pensar que, de haber vivido, hubiera sido más como Dionisio Ridruejo quien, dicho sea de paso, es un gran ausente en la galería de retratos de Vázquez Díaz.
El retrato expresa muy bien esa especie de figura apolínea del adalid de la Falange. De hecho, el cuadro pintado en 1944 se titula ‘Retrato espiritual de José Antonio’. Sin aditivos pilosos -a los que tan aficionados eran los viejos políticos de toda laya-, con un perfil de torero y una mirada fría, es el retrato de un desaparecido. José Antonio, hombre de alcurnia, era singular en la España de entonces. Conducía un descapotable rojo (escarlata, dice Ernesto Giménez Caballero), sabía vestir tanto el smoking como el mono azul, leía mucho. Además de ser un hombre con grandes dones de simpatía y buena educación, gracejo, decían algunos, emanaba de él una sinceridad que hasta sus adversarios, socialistas y nacionalistas no podían por menos que admirar. Su última carta expresa bien su carácter: “…esta muerte en la que no cabe la ironía (…) me horripila morir fulminado por el trallazo de las balas, bajo el sol triste de los fusilamientos, frente a caras desconocidas y haciendo una macabra pirueta…”. Tras su muerte (el recurso de casación había sido visto, pues estaba señalado par el 24 de julio de 1936, el director de la cárcel de Alicante entregó sus últimos escritos a Indalecio Prieto, quien los reproduce: “(los sublevados) un grupo de generales de honrada intención, pero de desoladora mediocridad política” (…) detrás está el viejo carlismo intransigente, cerril, antipático; las clases conservadoras, interesadas, cortas de vista, perezosas; el capitalismo agrario y financiero, es decir, la clausura en unos años de de toda posibilidad de edificación de la España moderna” y proponía “la deposición de las hostilidades y el arranque de una época de reconstrucción política y económica nacional sin persecuciones, sin ánimo de represalias, que haga de España un país tranquilo, libre y atareado”. No tenía nada que ver con lo que luego devendrían muchos falangistas de la segunda hora, revanchistas y aprovechados.
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