El conocido poema del teniente coronel canadiense McCrae, caído en combate en enero de 1918 en Boulogne sur Mer, norte de Francia, me han inspirado las cuatro pinturas que se exponen más abajo, la serie In Flanders Fields.
In Flanders fields the poppies blow Between the crosses, row on row, That mark our place; and in the sky The larks, still bravely singing, fly Scarce heard amid the guns below
We are the Dead. Short days ago
We lived, felt dawn, saw sunset glow,
Loved and were loved, and now we lie
In Flanders fields.
Take up our with the foe: To you from failing hands we throw The torch; be yours to hold it high. If ye break faith with us who die We shall not sleep, though poppies grow In Flanders fields
[En los campos de Flandes las amapolas florecen Entre las cruces, hilera tras hilera Marcando nuestro lugar; y en el cielo Las alondras cantan todavía, vuelan Pero poco se oyen entre los cañones de aquí abajo.
Somos los Muertos. Hace pocos días Vivíamos, veíamos el amanecer y el brillo de la puesta del Sol Amábamos y éramos amados, y ahora yacemos En los campos de Flandes.
Continúa el combate con el enemigo: Con manos ya débiles te pasamos La antorcha; tuya es, manténla bien alto. Si pierdes la fe en los que morimos No dormiremos, aunque las amapolas florezcan En los campos de Flandes.]
Hace un siglo todo cambió. El viejo orden acababa. La
Conferencia de Versalles iba a cerrar en mayo de 1919, con revanchismo y de
manera ignominiosa para Alemania, la Europa del Tratado de Viena de 1815. Se
desarbolaban y desmembraban con saña y codicia los dos grandes imperios, el
Otomano –que se repartían Inglaterra y Francia- y el Austro Húngaro (además del
ruso, que estuvo a punto de disgregarse con la guerra civil apoyada por las
potencias occidentales). Estos imperios mal que bien, habían asegurado un
cierto orden internacional. Ahora, Rusia estaba en plena revolución y Alemania,
al borde del colapso.
Los campos de Flandes, In Flanders Fields, 1918
En el arte, Kandinsky ya había escrito en 1912, De lo espiritual en el arte. La Bauhaus estaba a punto de iniciar el cambio total en la arquitectura y el diseño, uniendo arte y técnica. La pintura, la literatura, la música eran también revolucionarias. El rumano Tristan Tzara (Sami Rosentock), había lanzado su manifiesto Dada –de sí, sí, en eslavo, sí a la libertad creativa, sí a la vida- en abril de 1918. El psicoanálisis que había comenzado hacía diez años empezaba a difundirse como terapia. Oswald Spengler había publicado ya el primer volumen de su Decadencia de Occidente que todos leían con fervor, como Mann y Rilke.
Alemania en 1918
Cuando aun no se había firmado el armisticio (el 11 de noviembre), la revolución estallaba en Alemania, de norte a sur. Empezaron los marinos en Bremen y Hamburgo, el Kaiser Wilhem II huía a Holanda. El 8 de noviembre, en Munich, donde vivían Thomas Mann, Rilke y tantos literatos, se expulsaba pacíficamente al rey y se instauraba la república bávara. Daba comienzo la revolución maximalista capitaneada por el periodista y poeta Kurt Eisner y secundada por muchos intelectuales, entre ellos Ernst Toller, Gustav Regler y Oskar Maria Graf, hoy prácticamente olvidados. Les seguían soldados desmovilizados, obreros, estudiantes. Mientras, la burguesía se encerraba en sus casas, acobardada, a la espera.
Kurt Eisner, un socialdemócrata, no era ningún ignorante. Estaba formado como neo kantiano y había publicado un libro, Nietzsche, el apóstol del futuro. Había trabajado en el prestigioso ‘Frankfurter Zeitung’. Un año después de su asesinato eran publicadas sus obras completas.
Un joven reportero que luego se hizo famoso, Viktor
Klemperer, da cuenta de lo que sucede. Entre los rebeldes o revolucionarios que
desfilan por las avenidas muniquesas figura un cabo desmovilizado que acaba de
salir de un hospital militar en Pomerania, un tal Adolf Hitler, que incluso participará
en el funeral de Eisner en febrero. El director de orquesta Bruno Walter, amigo
de Mann, practicaba su música. En el funeral de Eisner, ‘el Judío’, como le
acusaban muchos, asesinado por un noble ultraderechista, Heinrich Mann
pronuncia unas palabras, así como el espartakista Max Levien, aunque había sido
su oponente.
Klaus Mann eligiría después a Eisner como el héroe de una de
sus piezas de teatro. Su hermano Thomas estaba escribiendo La Montaña mágica, trabajo que interrumpió mientras duraba esa
revolución. Su protagonista, Hans Castorp es en realidad un producto de esa
revolución, de la contradicción entre el progreso democrático y el comunismo de
vieja escuela, entre Settembrini y Naphta.
Pero había que acabar con el desorden. Los socialdemócratas alemanes, dirigidos por Friedrich Ebert, pactan con Hindenburg para derrotar a los revolucionarios en toda Alemania. Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg son asesinados en enero de 1919, como lo será días más tarde Kurt Eisner, el 21 de febrero.
A finales de abril de 1919, las tropas, la policía y los
freikorps ahogan en sangre, a base de ametralladoras, el sueño imposible de
aquellos poetas. El pequeño ejército rojo bávaro, de 15.000 soldados fue
aniquilado y dispersado rápidamente. La Asociación Thule, fundadora del Deutsche
Arbeiter Partei, que luego se convertiría en el NSDAP, estaba ya muy activa y
clamaba por la pureza de la raza alemana, por una dictadura y por la expulsión
de todos los judíos, a los que acusaba de ser los promotores de la revolución
muniquesa. El 1º de mayo desfilan por
las avenidas de la ciudad los húsares prusianos y los freikorps,
convenientemente uniformados. El experimento de los ‘soñadores’ ha terminado.
En España solamente Pío
Baroja, en Las veleidades de la fortuna, se hace eco de esta revolución,
Stolz les habló de la revolución comunista y les señaló los puntos
donde el estudiante Noske dio la batalla a los maximalistas bávaros. Stolz era reaccionario y antisemita.
Todos aquellos judíos mesiánicos, como Trotsky, Bela Kun y Zinoviev, le
parecían repugnantes. Kurt Eisner, el socialista asesinado en Munich era, según
él, uno de los hombres más pedantes y autoritarios.
(…)
-¿Y era curioso el aspecto de Munich durante la revolución?- preguntó
Pepita.
-Nada. Todo iba tomando un aire horrible. Era como el cieno que va
apareciendo cuando se revuelve un estanque.
(…)
– El alemán no puede vivir más que con disciplina estrecha. El
maximalismo aquí, como todo lo popular en Alemania, tomó aire de fiesta
gimnástica. Grupos marchando al paso y cantando la Internacional o la
Marsellesa, músicas, tambores, tuvimos todo este estrépito hasta que empezó la
canción de las ametralladoras (…)
La revolución de Munich, en la que participan espartakistas (mandados detener temporalmente por Eisner, como Max Levien, fundador del Partido Comunista Alemán), tolstoianos, utopistas, se plasma sobre todo en el papel: la prensa es nacionalizada, o más bien, socializada, se implanta la jornada de ocho horas (aunque la mayoría de las fábricas están paradas y hay miles de parados), se nacionaliza la industria minera. Las finanzas se guían por las teorías iluminadas de Silvio Gesell, Delegado del Pueblo, que considera la moneda como un residuo del pasado y propone que el dinero sea sujeto a una tasa semanal y sólo aceptado cuando los billetes lleven el sello de haber sido pagada; sostiene que el interés hace esclavos a los hombres, que la tierra y sus tesoros, su riqueza, pertenecen a todos, “no hay carbón inglés ni petróleo rumano, todo pertenece a la humanidad”. Pero sus teorías no eran tan disparatadas y serán estudiadas después, entre otros, por Keynes. Pretenden ingenuamente una paz separada de Baviera con la Entente (cuando Wilson, Clemenceau y Lloyd George lo que quieren es quitar a Alemania de en medio, quitarle sus colonias y someterla para siempre).
En conclusión, todo parece apuntar a que Eisner era un iluso, no sabía lo que quería, era pacífico, dudaba, y fue abandonado. Hará bueno ese aforismo alemán de que “quien sabe escribir un poema es un inútil en política”. Lenin, prudente y calculador, no había avalado el movimiento. La Tercera Internacional aun no se había constituido y la consigna era salvar la revolución en Rusia, no iniciar otras, de dudoso éxito. El camino hacia la constitución de Weimar quedaba despejado.
Esto y mucho más nos lo cuenta el libro de Volker Weidermann sobre aquellos sucesos: Dreamers, when the writers took power(Pushkin Press, 2018), Soñadores, cuando los escritores tomaron el poder, Alemania 1918.
No basta con ser culto, creativo y tener buena fe para
dirigir la política y menos una revolución.
Leyendo esta triste historia del llamado soviet de Baviera, no puedo por menos que ver un cierto paralelismo con otros sucesos históricos, esta vez españoles, que podría llevar el título titularse Cuando los ateneístas tomaron el poder. En efecto, don Manuel Azaña y tantos otros se encontraron con el poder en las manos en 1931, y sobre todo a partir de febrero de 1936, pero no supieron conservarlo ejerciendo la autoridad legítima de que disponían. El orden público se les fue a los republicanos de las manos, y el lumpenproletariado hizo de las suyas con las brigadas del amanecer, asaltos a cárceles y asesinatos sin cuento. Esta pérdida, esta carencia de poder cívico, netamente republicano, les fue enajenando voluntades tanto en España como en el extranjero y contribuiría en gran medida a su derrota.