Llego a Orcera y veo la rotonda de las cooperativas con su césped en riego por aspersión, agua fresca abundante escurriendo asfalto abajo.
La bella iglesia de Orcera
Veo todas las noches el castillo de Segura iluminado, aunque no lo vea nadie.
Y veo La Puerta, Cortijos Nuevos, Orcera, Segura y sus aldeas que siguen profusamente iluminados, con sus farolas tan cercanas y potentes (más que en muchas ciudades grandes ¿quién planificó su posición?).
Luces por todas partes, nadie en las calles -pues a la gente por las noches les da por dormir-. Iberdrola y Endesa, encantadas de la vida, pues así facturan más.
Y no pasa nada, nadie dice nada, los ciudadanos no pintamos nada, porque sepan ustedes que aquí no hay sequía ni crisis de energía. Somos perfectos, inmunes, eso sólo les pasa a otros.
Aquí en la Sierra de Segura esto no cuenta, es un invento de la prensa anglosajona.
Toda persona culta y recta tiene un especial afecto por algunos países además del suyo, naciones cuya tierra conoce y cuyo espíritu ama.
Johan Huizinga
Ya dijimos bye, bye Lenin los que tuvimos veleidades marxistas leninistas en aquellos años del franquismo. Pero ahora es más grave, no decimos adiós a una ideología sino a un país. Un país que nos ha fascinado desde hace al menos dos siglos y medio por su cultura, por su personalidad, incluso por su revolución soviética, aunque ésta derivó inmediatamente hacia la dictadura del Partido. Incluso si la mayoría no hemos pisado Rusia, Pushkin, Tolstoi, Chéjov, Tchaikovski, y tantos otros han formado parte de nuestro acervo cultural, de nuestra imaginación.
Marzo, 1805. Isaac Levitan. Galería Tetryakov
Rusia, el país más cervantista del mundo, donde mejor se conocía el Quijote, donde se ha hecho quizás la mejor película sobre el caballero (Kozintsev, 1957), de repente se nos aleja entre la bruma que dejan sus misiles que arrasan barrios residenciales, se desvanece ante las masacres de Bucha y Mariúpol, ante la deportación de ucranianos a lugares desconocidos. Rusia ya no será nuestra Rusia por muchas décadas debido a personajes tan siniestros y fríos asesinos como Lavrov, gracias a esa indiferencia de la inmensa mayoría de los rusos que apoyan la masacre de ucranianos.
Costará mucho a los pocos rusos justos levantar de nuevo la confianza en su país, el amor a su cultura, el que volvamos a ver a turistas rusos como otros más. A Eugenio Oneguin le perseguirá la sombra del crimen, Leningrado y su resistencia ante los nazis pasará a ser un episodio lejano, una especie de Troya, pero será pasado, historia.
Casi me inclino a creer que los dirigentes rusos tienen una pulsión suicida, que desean hundir su país para siempre visto que ya no pueden recuperar el imperio de los zares ni de Stalin.
Es como si nos quitasen parte de nuestras bibliotecas, como si cerrasen salas de conciertos, como si fundiesen con plomo nuestros viejos vinilos en los que podíamos escuchar la inmensa, gloriosa, música rusa. El Kremlin arrasará parte de Ucrania, seguirá asesinando a miles de ucranianos, no cabe duda, aún no ha dicho su última palabra, será aún más horrible. Pero, además de eso, ha masacrado la idea, el espíritu, el alma de Rusia. Releer a Turgueniev será como algo arqueológico, como leer historias de un país desaparecido, y cuando contemplemos un cuadro de Ilya Repin sentiremos la nostalgia de un tiempo para siempre perdido, acabado.
No veremos renacer la Rusia que admirábamos en el tiempo que nos queda de vida.
La invención de la pólvora contribuyó a debilitar físicamente a los soldados, porque ya no necesitaban llevar una pesada armadura ni tener la fuerza física de un legionario romano, quitando a la guerra la necesidad de soldados que fueran individuos fuertes, diestros en el manejo de las armas; así lo reconoce Giacomo Leopardi en uno de sus ensayos (Zibaldone di pensieri) citando a Montesquieu.
Hoy, sin necesidad de enfrentarse cara a cara, los misiles ultrasónicos han quitado totalmente la necesidad de soldados valerosos. Por eso el ejército ruso puede utilizar hoy la morralla social, el lumpenproletariado inculto, la bestial, dispuesto a asesinar, a violar y a robar, y también a ser carne de cañón. Es para lo que sirven las masas de soldados, como nos ha demostrado ese soldado ruso, con inexpresivos ojos de ignorante, que ha sido condenado a cadena perpetua en Ucrania por asesinar a sangre fría a un anciano porque le apetecía. Su estólido rostro es el ejemplo de la banalidad del mal: imperturbable el ademán.
El ejército ruso, de siempre acostumbrado al uso masivo de artillería, conservó cierta honra, incluso en la Segunda guerra mundial, a pesar de los desmanes de la soldadesca con las mujeres alemanas en 1945. Pero ese ejército dejó hace mucho de ser el de Guerra y paz, hace mucho que los Kutuzov y los príncipes como Andrei Bolkonsky no existen. No deja de ser paradójico, casi una ironía de la historia, que Rusia haya dado los mayores ejemplos de escritores que describen héroes modernos, como Pushkin, Lermóntov, o el mismo Tolstoi.
Hoy podemos decir que el ejército ruso no es ya ni la sombra de lo que fue, como lo está demostrando en Ucrania, como lo ha demostrado en Siria y como lo hace en Mali, donde los mercenarios de Wagner asesinan en masa a los africanos en las aldeas que toman, sin distinguir entre yihadistas y población civil. La masa del ejército ruso ya no es necesaria sino para aterrorizar mujeres, viejos, niños.
La guerra se puede ganar hoy a miles de kilómetros de distancia o arrojando, como hicieron en Hiroshima, un ‘little boy’, como llamaban siniestramente a la Bomba. Antes, en marzo de 1945, 334 aviones norteamericanos bombardearon Tokio matando y quemando a cien mil personas (lo contó el recientemente fallecido Saotome Katsumoto). Nada nuevo, pues así como los alemanes arrasaron Coventry, así Churchill ordenó la incineración de Hamburgo y el allanamiento asesino de Dresde. Lean, si no, De la destrucción, de W. G. Sebald, para tener datos de la masacre de población civil perpetrada por la aviación aliada en muchas ciudades alemanas.
Por supuesto, el honor militar ha sido abolido y si Alfred de Vigny volviera a la tierra tiraría su Servitude et grandeur militaires a la basura. Probablemente haría lo mismo Ernst Jünger, que conservó, como oficial de la Wehrmacht, y como los Von Stauffenberg, por ejemplo, un sentido del honor del que no parece haber ni rastro en el ejército ruso.
En el primer cuarto del siglo XXI la historia se repite. La diferencia es que Ucrania no le había hecho nada a Rusia, como sí hicieron Japón y Alemania atacando otros países.
El daño que está causando Putin y sus adláteres al pueblo ruso, ensuciando su historia y prestigio, es incalculable e interminable. Tendrán que pasar muchos años para que logren ser perdonados, aceptados en la comunidad internacional. Tardaremos muchos años en olvidar a las masas enfervorizadas de rusos, millares de jóvenes, como en Krasnodar, alzando su bandera y apoyando con entusiasmo la masacre de ucranianos.
Pero Putin es solamente la herramienta, hay algo detrás, es un sistema, una forma de pensar. No son sólo el eurasianismo y el nacionalismo rusos, que son los armatostes ideológicos que sostienen esta guerra, pues detrás hay todo un sistema que ha tomado lo peor del capitalismo y lo peor del comunismo (el estalinismo) y ha configurado una forma de ver el mundo, las relaciones entre pueblos y naciones en la que nadie podremos estar seguros. Es parecido a la mentalidad rabiosa y perturbada del pistolero de Uvalde (Texas) pero a nivel de Estado.
Nos queda la esperanza de que, como la guerra ruso japonesa precipitó la revolución de 1905 y la Primera guerra mundial la caída del zarismo, ésta precipite un cambio a medio plazo. Pero vista la alienación de la inmensa mayoría de los rusos, habrá que esperar y, dado el talante de la sociedad rusa actual, el sustituto de Putin puede ser aún peor, porque el ejército es el reflejo de la sociedad de la que emana. No es él el único enfermo, sino la inmensa mayoría del pueblo ruso.
Nuno Júdice, poeta portugués comprometido con su tiempo, que tiene una obra considerable trabajada desde hace medio siglo, no sólo de poesía sino de ficción y ensayos, ha contribuido en el diario Syndic Literary Journal, http://www.syndicjournal.us con un poema contra la invasión, devastación y masacre que está perpetrando el ejército de Putin en Ucrania.
Amablemente, con su habitual generosidad (pues participa a menudo en lecturas en colegios, asociaciones y reuniones), nos ha permitido publicar este reciente poema y que lo traduzcamos. (Nuno Júdice, en España, es Premio Reina Sofía de Poesía y Premio Rosalía de Castro)
IMPREVISIBLE, EL APOCALIPSIS
En una ciudad de muros azules, las tejas cuando caen
rayan de rojo el azul. Por el suelo,
al que las personas se tiran para que el azul
y el rojo caigan sobre ellas, los perros
rebuscan los cuerpos de los pájaros y los tiran
al río, provocando uma riada
de pájaros muertos y los peces les arrancan
las alas para volar sobre las aguas. “Y nada
de ésto tiene lógica alguna”, dicen los dioses, sentados
Rusia era el país más impensable para una revolución socialista. Del zarismo se pasó a la Revolución de Octubre y a la toma del poder por Lenin y los bolcheviques, con una breve transición fallida tras la deposición del zar en febrero de 1917. Gramsci dijo que la revolución bolchevique, en cierto modo, desmentía a Marx. En efecto, Rusia era un país casi feudal donde la burguesía no había logrado imponerse, como hizo en Inglaterra, Francia o incluso en Alemania.
Lo que siguió también fue el desmentido más absoluto de una dictadura del proletariado. Se desvió hacia una dictadura del partido, y éste a su vez sería suplantado por sus dirigentes burócratas; así se llegó al estalinismo. La nueva clase de los ‘administradores’, la nomenklatura, fue tomando el poder, liquidó a los primeros bolcheviques en los procesos de Moscú de 1937, en la llamada yezhovina (por el gran verdugo, Nikolai Yezhov) y estos administradores se instalaron en el poder hasta la disolución de la URSS.
Tras la glasnost no se consiguió establecer una verdadera democracia burguesa ni una economía de mercado en el sentido de Adam Smith. Las privatizaciones vendieron al mejor postor los recursos industriales y mineros del país. Los descendientes y herederos de la nomenklatura se hicieron con el poder económico y han constituido la actual oligarquía. Occidente no ayudó en nada a la frustrada transición rusa, al contrario, parecía como si hubiera vencido, contentándose con ver pasar el cadáver de su enemigo. De ahí proviene parte del resentimiento ruso contra Occidente (ver https://laplumadelcormoran.me/2022/03/13/humillacion-y-resentimiento-claves-de-las-guerras/).
El poder no ha cambiado de naturaleza en Rusia. Se ha producido una continuidad perfecta, tiene un hilo conductor muy visible. El pueblo ruso, como siempre, ha estado ausente, amordazado, deportado, reprimido y con el cerebro lavado. De ahí, esa frustración, esa vuelta a las ‘raíces nacionales’. Hoy es el euroasianismo la ideología dominante, en la que participan incluso los herederos del nacionalismo más reaccionario, como los nacional-bolcheviques tipo Limónov. La Iglesia también ha aportado su ideología para completar el corsé.
El poder, en Rusia como en la URSS, ha precisado siempre de un enorme aparato represivo y de un gran aparato propagandístico. En los tiempos soviéticos, la terminología marxista sirvió de coartada pero no tenía nada que ver con lo que Marx y Engels pensaron que podía ser una transición al socialismo, aunque se aprovecharon de su terminología. El poder ruso se apoya en el trípode de los antiguos del KGB, de los militares y de los oligarcas, ayudados lateralmente por la Iglesia, como respaldo de ese asiento. La hegemonía de este cuadrúpedo es prácticamente invencible.
Por eso no es de extrañar que el ejército soviético, de obediencia ciega, sea inútil militarmente, pues ha sido formado como pilar del poder, para represión interna. En Afganistán fracasó, en Siria masacró. Sólo haciendo uso de los misiles de larguísimo alcance, de manera cobarde, es capaz de hacer algo, es decir, de matar indiscriminadamente, destruir hospitales, teatros, escuelas, casas. Ni honor militar, ni valentía ni gallardía. Bucha y fosas comunes, esa es su enseña y su huella.
Todo en Rusia sigue una lógica histórica perfecta, coherente. Nunca hubo revolución democrática, burguesa, los pocos pensadores rusos liberales -pienso en Herzen, en Plejánov, marxista, por ejemplo- fueron relegados al olvido. El marxismo fue utilizado como arma propagandística pero la realidad fue la masacre de los marinos comunistas de Kronstadt a manos de los bolcheviques y el Holodomor ucraniano organizado por Stalin, con millones de muertos de hambre. La revolución fue traicionada, dijo Trotski (aunque él apoyó la represión de Kronstadt). Victor Serge, otro trotskista, lo dejó muy claro en sus memorias. Rusia no ha sido ni será una democracia por mucho tiempo porque el espesor propagandístico, el control policial y militar son marmóreos, imposibles de erosionar. Los rusos obedecen, están acostumbrados a siglos de opresión. Y los oligarcas lo sostienen económicamente.
Un libro explica muy bien el origen del poder ruso actual. La Nomenklatura, los privilegiados en la URSS, de Michael Voslensky[1], fue publicado en 1981, en España con prólogo del comunista Fernando Claudín. Ha sido olvidado por la izquierda oficial y nunca reeditado. En él se describen con pormenor todos los entresijos del verdadero poder soviético, que no estaba ni en el proletariado industrial, ni en el pueblo, sino en esos ‘administradores’, antecesores de lo que hoy es el círculo de Putin, sus militares y sus oligarcas.
En este contexto de falta de espíritu crítico, ausente un pensamiento de izquierda de tipo gramsciano, no es de extrañar el desconcierto y desorientación de la izquierda que, con un reflejo pauloviano, siguen defendiendo, justificando o excusando a Putin y, de esa manera, apoyando la masacre en Ucrania. Nunca se ha visto mejor esa doble moral que hoy exhibe en España el Bloque Nacionalista Galego, la CUP, muchos de Podemos y millares de izquierdistas españoles a los que “les cae mal Zelensky”, o “les caen mal los ucranianos”. En Portugal, el Partido Comunista se ha opuesto incluso a que Zelensky hable al Parlamento y no han aprobado la declaración contra la guerra. Para todos estos, la OTAN es tanto o más culpable.
Parte de la izquierda, y la extrema izquierda europea, no están interesadas en pensar sino en mimetizarse con la idealizada herencia soviética, salvadora de los pueblos. Lo que, en cierto modo, se extiende también a la izquierda socialdemócrata, muy pusilánime en este caso, más preocupada con el precio de la energía y la inflación -que le pueden hacer perder las elecciones- que con Ucrania, sin darse cuenta que Ucrania es nuestro rompeolas de libertad. El egoísmo consumista de los europeos es paradigmático: la gasolina y la electricidad a precios confortables son más importantes que Mariúpol.
Apoteosis de la guerra, por Vasily Vereshchagin (1842-1904)
Como mucho, les mandamos unas cuantas armas y bloqueamos los yates y cuentas de unos ricachos que han hecho negocios muy discutibles, tolerados y aplaudidos en la UE. Ni siquiera hubiera sido necesario aplicarles sanciones, bastaba utilizar la legislación fiscal vigente. Además, ningún régimen ha caído nunca por sanciones económicas, ni el franquista, ni el castrista, ni la junta birmana.
[1] Michael Voslensky nació junto al Mar Negro, en Berdyansk, Ucrania, en 1920, fue dirigente del PCUS y formó parte de esa nomenklatura. Asqueado y decepcionado, pasó a Alemania, donde falleció, en Bonn, en 1997.
Nada les mueve a compasión. Ni a Putin, ni a todos sus servidores, ni a la mayoría de los rusos (que no quieren saber nada), pero tampoco a Mélenchon (tan sensible y favorable al separatismo catalán), ni a Le Pen, ni a los del Bloque Nacionalista Galego, ni a los de la CUP, ni a los del Partido Comunista Portugués, ni a Trump ni a muchos más, a un largo etcétera.
Una de las amargas sorpresas de esta guerra de hoy es cómo la sensibilidad y la compasión tiene fronteras en la ideología: las víctimas son compadecidas según de dónde sean, según de qué país o religión. Eso lo vemos todos los días en la prensa española, por ejemplo cuando un muerto palestino “es asesinado”, mientras un israelí solamente “ha muerto” (véase La Vanguardia del 7 de abril pasado, por ejemplo). Me recuerda a la prensa franquista cuando decía policías “gravemente heridos” y había habido tres obreros muertos (manifestación en julio de 1970 en Valladolid), “levemente muertos”.
Nuestra compasión está reglada, filtrada, condicionada. Las grandes izquierdas se manifiestan con gusto, premura, solicitud, si son los EEUU quienes atacan: Si es Rusia, cunde un inmenso silencio, una abstención total.
Al final, no se sabe qué es peor, si ver los destrozos y las masacres perpetradas por el ejército ruso, o si contemplar la pasividad, la indiferencia, el silencio de tantos personajes -ese mundo intelectual tan propenso a dar lecciones y a la ‘moralina’- que alzan la voz siempre, bien alto. Hoy, callan.
En fin, estoy esperando a ver si los humanistas de verdad, como António Guterres o como el Papa Francisco, van a Kiev (¡o a Mariúpol!), o si la FAO -que se supone trata de la alimentación, hace algo cuando el granero ucraniano, arrasado por el ejército de Putin, lleve a la carencia en tantos países africanos. La inutilidad de la ONU y todas sus agencias es pasmosa.
Pero, nada, como el agresor no es americano ni israelí, da igual todo.