En estos tiempos, el poeta croata Teodor Ceric, con su libro Jardines en tiempo de guerra, encuentra en los jardines la metáfora de nuestra vida: la fuerza, la muerte, la locura, la inocencia, el abandono de uno mismo, y sobre todo el silencio y la paz. Cuando era joven tuvo que huir del Sarajevo bajo las bombas serbias y vagabundeó por Europa haciendo todo tipo de trabajos para subsistir. Casi diríamos que iba huyendo de la guerra y fueron los jardines ocultos, desconocidos, abandonados o anónimos, que no figuran en las guías, su consuelo y su inspiración.
No se detiene Ceric en los jardines imperiales, reales o del Patrimonio estatal, cuidados, tallados, pulidos y maquillados hasta la saciedad para prestigio del lugar. Paisajismo, diseño, plantas exóticas, todo eso es dejado en segundo plano por Ceric, aunque también lo conoce pues trabajó en las Tullerías y en Painshill, en Surrey.
Desde el Hortus conclusus para herborizar de los monjes medievales o el de Erasmo en su casa de Anderlecht, en las afueras de Bruselas, hasta los jardines de la Alhambra, de inspiración oriental e italiana, el jardín y el huerto han sido siempre el compañero necesario del hombre sensato.
es su propósito, aislado en su jardín en las inmediaciones de Sarajevo.
Ceric describe desde la naturaleza fortalecida y recuperada por las plantaciones de un antiguo pacifista griego, Anatolios Smith, quien fue autor de la canción Lonely soldier, hasta la desnudez del pálido y enteco jardín francés de Samuel Beckett. O el jardín que crease en 1738 el ilustrado y amable misántropo Charles Hamilton.
En su libro evoca la fuerza y la resistencia de la vida (el Prospect Cottage de Derek Jarman), la locura y la inocencia (Anatolios Smith en Creta), el abandono y la historia (Monte Caprino), el desierto biológico (ese nefasto agrobusiness, en Seine et Marne), la soledad (Painshill), el trabajo (Tullerías) y el encierro en uno mismo (Graz, el jardín enclaustrado).
Ceric nos hace ver lo que a menudo miramos pero no vemos, nos descubre aspectos del jardín, de sus autores, de las plantaciones a veces desordenadas, desde los enclaves de reposo y sosiego hasta los vestigios de jardines antiguos, como el de la Roca Tarpeya o Monte Caprino, en Roma.
Tras leer a este poeta ya no miraremos los jardines, las plazoletas ajardinadas (esas que tan bien evocaran Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado) de la misma forma, sino con más afecto y menos pompa. ¿Alguien ha visto esas modestas plazoletas solitarias de algunos pueblos, como Llerena, Almagro o Villanueva de los Infantes, silenciosas, sobreviviendo en el duro clima hispano? Son espacios donde podemos soñar, pensar, conversar, mientras que nadie ha podido soñar o inspirarse en los perfectísimos jardines de Versalles, que exudan poder.
En Lisboa, por ejemplo, como en todo Portugal, hay magníficos jardines ocultos, que se atisban tras las tapias de viejas casas. Ahí podemos contemplar los restos de aquel buen gusto lusitano tras los portones pombalinos que hace muchos años se cerraron, podemos ver oscurísimos cipreses, ramos de buganvilias que caen como racimos.
Cuestas, un jardín abandonado tras unos muros
(del poema ‘Lisboa‘, del autor)
que desbordan de buganvilias, madreselvas;
en un cruce, una fuente de piedra
inservible, seca ya y polvorienta,
recuerdo de años prósperos, municipales.
Incluso hay jardines y parques deliciosamente medio abandonados, un abandono que no es negligencia, sino eso tan portugués que es más bien dejar estar a su suerte las cosas, y precisamente por eso tiene más encanto. Así, los tres jardines botánicos: el de Lisboa, con entrada por la rua da Escola Politécnica, que desciende hasta cerca de la praça da Alegría, el Botánico de Ajuda, por Belém, o la Tapada das Necessidades.