Pablo de Lora, catedrático de Filosofía del Derecho, continúa su trayectoria intelectual, académica y cívica intentando que la legislación española sea correcta tanto desde el punto de vista tanto constitucional y jurídico como histórico y hasta estético. Varios libros y decenas de artículos suyos así lo acreditan. Recordar es político (y jurídico). Una desmemoria democrática es su último libro, por ahora, en que trata con rigor de depurar las normas recientes de toda la ganga ideológica que las contamina.

El hilo conductor para reflexionar sobre la memoria histórica y sobre la forma en que se ha legislado y se está interpretando y aplicando por el gobierno parte de lo sucedido a lo largo del mes de noviembre de 1936. Como es sabido, fueron asesinados entre dos mil y dos mil quinientos presos de cárceles y checas republicanas en Paracuellos del Jarama, junto al aeropuerto de Barajas. Entre ellos, su abuelo, Cecilio de Lora, militar retirado. El autor examina así los recodos de la reciente legislación sobre la memoria histórica selectiva.

Hay tres partes en el libro: una, la breve pero jugosa historia de la familia de Cecilio de Lora y los crímenes que se perpetraron entre julio y noviembre de 1936 en el Madrid republicano con el pretexto de aniquilar a la quinta columna. Las autoridades llevaron a presos fingiendo que los trasladaban al penal de Chinchilla, desviándolos a Paracuellos donde fueron asesinados en sucesivas madrugadas. El transporte se hizo muy organizado logísticamente, incluso en autobuses municipales de dos pisos. Por supuesto, nadie se ha hecho responsable de aquellas ‘sacas’ y hasta Santiago Carrillo dijo haberse enterado a posteriori, aunque era el Delegado de Orden Público, al tiempo que se quejaba de que el franquismo había dedicado “ríos de tinta” a este “suceso”. Muchos dirigentes republicanos lo “explicaron”, cuando no lo justificaron porque había el riesgo de que estos presos se incorporasen a la quinta columna.

La segunda parte del ‘Francoceno’ y de la Transición, las sucesivas amnistías de aquellos años y la interpretación que se está haciendo desde Zapatero, volviendo atrás para corregir los “olvidos” y establecer medidas por las que “se reconocen y amplían derechos en favor de los que padecieron persecución y violencia durante la Guerra civil y la dictadura” (Ley de Memoria histórica de 2007). Según el PSOE, se trata de “reparar moralmente a las víctimas de la guerra civil desaparecidas y asesinadas por defender valores republicanos”. Es decir, reparar a las víctimas del franquismo, no a todas las de la guerra civil, porque se da por supuesto que estas últimas ya fueron compensadas con creces por la dictadura franquista, como afirmó el historiador Julián Casanova en El País, el 22 de julio de 2022.

No se opone el autor en absoluto a la justa reparación, a exhumar tumbas de asesinados por franquistas y adláteres, pero hace unas preguntas incómodas como si es que hubiera, por ejemplo, que compensar a Serrano Poncela o a Cazorla, dos de los matarifes conocidos de Paracuellos entre muchos anónimos (¿y los conductores de los autobuses, y los guardianes, y los que escribían las listas de las sacas?, esos no mataban pero fueron cómplices), u olvidar las checas[1] y muchas atrocidades que no las nublan las del bando vencedor.

En la tercera parte se plantea la finalidad de estas leyes y la polarización que han promovido. Cita el poema de Gabriel Celaya, que todavía recordamos, pero que nadie quiere recordar:

¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos/Ni vivimos del pasado,/ni damos cuerda al recuerdo…

Y menciona también la reconciliación nacional que promovió el PCE en 1956. Quizás les vendría bien a los del gobierno y seguidores ver otra vez -si es que la han visto alguna vez- la película La guerre est finie, protagonizada por Yves Montand con guión de Jorge Semprún, nuestro viejo camarada Federico Sánchez.

Es muy pertinente la alusión que hace De Lora a la revocación del Edicto de Nantes por Louis XIV. Este Edicto fue promulgado por Henri IV al final de cuarenta años de guerras de religión en Francia. Era una transacción impuesta por la necesidad que declaraba católico el reino pero permitía el culto protestante. Se cicatrizaba así, en cierto modo, la profunda herida de las masacres de Saint Barthélemy de 1572. Se trataba, se dijo entonces, “del matrimonio de Francia con la paz”. Pero ochenta y siete años después, Louis XIV lo revocaba, en 1685, influenciado por su amante, madame de Maintenon. Esto provocó la salida del país de millares de hugonotes a países protestantes, llevándose consigo conocimiento, industria, espíritu de trabajo, riqueza. Unas consecuencias parecidas a la expulsión de los judíos por los reyes católicos en 1492. La revocación del Edicto de Nantes, un error que hasta el Papa entonces censuró, marcaría el principio del fin del reinado de Louis XIV.

Pablo de Lora alude oportunamente a aquella revocación como el fin de la convivencia, y de la tolerancia que había querido implantar un rey y fue negada por otro posterior. Es algo parecido a lo que pretende la Ley de Memoria democrática dado que en la Transición -tan vilipendiada por algunos ahora- se acordó el pasar página sin menoscabo de la honra a todas las víctimas. De Lora documenta perfectamente todas las declaraciones de políticos y de juristas, a izquierda y a derecha, que así lo entendieron y proclamaron. Pero los fantasmas de la guerra civil no se esfuman. La ley de 2022, en una especie de paso atrás (ese Back to the future, película a la que alude con humor el autor) impone serias restricciones a la libertad de expresión (hay hasta un Ministerio ‘guardián de la fe’, el de Política Territorial y Memoria democrática) y de investigación para sostener una interpretación unívoca y parcial de la guerra civil y del franquismo. Llevando al absurdo la lectura literal de la ley, podría ser que afirmar que bajo Franco se construyeron presas y se paliaron las consecuencias de tantas “pertinaces sequías” fuera considerado apología del franquismo. El problema del alcance de la ley estatal no es pacífico (nunca mejor dicho) pues la ley de memoria histórica aprobada por las Cortes de Aragón, que no es la misma que la estatal, ha sido recurrida por el gobierno ante el Tribunal Constitucional. Habrá interpretaciones y modificaciones para todos los gustos.

En mi opinión, como apostilla al libro, creo que sobre este afán de recuperar la memoria histórica planea una pregunta en la que De Lora no entra porque se limita a desmontar jurídicamente las normas. Asistimos a un curioso y tardío afán del PSOE de reivindicar la memoria histórica, o la memoria democrática. El PSOE -con una posición más que ambigua durante la Dictadura de Primo de Rivera, y una actuación irresponsable cuando la sublevación de Asturias en 1934-, asumió cargos importantes en los gobiernos republicanos durante la guerra civil. Es, por consiguiente, parcialmente responsable de los desafueros, crímenes y fracasos que, por falta de autoridad o incluso por complicidad, dejó hacer. Crímenes que tanto perjudicaron la causa republicana. En segundo lugar, el PSOE tuvo una muy limitada actuación contra el franquismo, resistencia que fue protagonizada sobre todo por el PCE. Incluso hubo más anarquistas y otros derivados comunistas que socialistas. En efecto, en las cárceles franquistas hasta 1975, había poquísimos miembros del PSOE o de UGT. Todo es curiosamente tardío, siendo ahora la tercera generación, la mayoría nacida después de 1975 o eran niños en los últimos años del franquismo, la más afanosa en “recuperar” la memoria democrática, la de los antifranquistas y represaliados.

Creo, por consiguiente, que hay dos objetivos, de un lado, un deseo de ‘blanquear’ la pasividad e inconsistencia de la oposición socialista a Franco y de otro, un deseo de ‘reconocimiento’ que pasa por el tan común y frecuente deseo de considerarse ‘víctima’. El papel de víctima y la victimización y des-responsabilización son muy rentables políticamente, como demostró el escritor Pascal Bruckner, en La tentación de la inocencia.

La Ley de Memoria democrática es como una autocondecoración póstuma que el PSOE se impone para adquirir carta de nobleza antifranquista y aplicar una especie certificado de limpieza de sangre a los que consideran verdaderos defensores del ideal republicano y democrático. Es como legitimarse de adalides antifranquistas a toro pasado, junto a otros que sí lo merecieron, todos esos presos mayoritariamente comunistas que lucharon contra el franquismo y que llenaron los penales de Burgos, Segovia, Ocaña, Carabanchel y tantas otras prisiones durante muchos años. Esos sí merecieron compensación, muchos pudieron ser aún honrados en vida (como Simón Sánchez Montero, como los condenados del Proceso 1001, como miles) pero, como dijo uno de ellos, “fueron voluntarios, no necesitaban que se les pagase”. Léase, por ejemplo, El TOP, la represión de la libertad (1963-1977), el libro del abogado y luego magistrado, Juan José del Águila, que también sufrió prisión en el franquismo, para comprobar quiénes fueron de verdad los más conspicuos luchadores contra el franquismo.

Los lectores de este libro y la actual abolición del diálogo

El lector, complemento indispensable del escritor, es esencial para que lo que se cuenta o se analiza tenga algún impacto. El problema de los libros es su trascendencia social. En este caso, el libro Recordar es político (y jurídico), debería interpelar a juristas y políticos, además de a cualquier persona interesada en la historia reciente de España. Sin embargo, hay que contar que muchos “ya están tan asidos y incorporados en su parecer, que no hay razón ni evidencia que dél los saque” (Don Quijote, I, XVIII).

Pero se da el fenómeno tan extendido en nuestra sociedad que es la alienación, que impermeabiliza a muchas personas para tomar conciencia de la realidad y, en consecuencia, para actuar. Salvo a unos cuantos jueces y algunos comentaristas, parece que a la sociedad española le resbalan todas estas querellas. El silencio de la mayoría de los intelectuales sobre tantas normas recientes que desafían un examen constitucional y aun racionalista es bastante preocupante.

Se da la paradoja de que, obtenida la libertad de expresión en España parece como si en estos últimos años, en vez de abrir los debates, los cerrase, con una proliferación de normas que restringen la libertad. Como consecuencia de ello, el diálogo político no existe, sino que prolifera la agresión verbal. Si en la transición muchos sufrieron del ‘desencanto’, ahora padecemos del ‘desengaño’.

“Bajo las formas denominadas corteses -dejar hablar respetuosamente al otro; que el otro deje, también, hablar a uno- se esconde, la mayoría de las veces, una impermeabilidad absoluta para lo ajeno y un desinterés suficiente como para convertir el diálogo en mero simulacro.” (Carlos Castilla del Pino, La condición del diálogo)

Este libro de Pablo de Lora deja una sensación de tristeza por dos razones: una, que nos obliga a recordar la funesta guerra civil con las atrocidades perpetradas en ambos bandos, y dos, porque no parece que vayamos hacia la reconciliación, casi noventa años después, hacia el futuro, sino todo lo contrario: desde el gobierno y varios partidos que le apoyan se está recrudeciendo la división del país.

Hay en España, o peor, se ha resucitado, una actitud todavía guerracivilista anclada en el resentimiento, binaria, por no decir maniquea, que abole todo diálogo. Se elimina el diálogo en esta y en todas las demás materias y temas de actualidad, desde el nombramiento de los jueces hasta la política europea. Del consenso y el diálogo se ha pasado al enfrentamiento sistemático, y no sólo por parte del gobierno sino como táctica de una oposición que se dedica sobre todo a descalificar todo lo que hace el gobierno, sea bueno o malo. De Lora, con una formación y una trayectoria de la izquierda liberal no ortodoxa ni dogmática, de los pocos académicos que ha levantado reiteradamente su voz para reconducir la legislación ideologizada, podría ser uno de los puentes entre los dos bandos constituidos de nuevo y fomentados por el gobierno, por sus normas y sus declaraciones.

Este libro, escrito sobre una base documental muy sólida (sentencias, declaraciones, artículos), que tiene hasta sus ribetes de humor, escrito desde una visión abierta, liberal, merece ser leído y sopesado. Pero no albergamos grande esperanza porque, como a esos mítines políticos a los que van los ya convencidos, me temo que este libro no lo leerán los del poder establecido ni los opuestos al autor. La descalificación y poner epítetos parece que son hoy la tendencia política.


[1] Sobre las checas, es importante el libro de Susana Frouchtmann, El hombre de las checas, Laurencic. Personalmente, recuerdo que estando yo preso en Carabanchel en 1973 le pregunté a Tranquilino Sánchez, dirigente de CCOO y camarada mío del PCE sobre las checas, y me dijo, delante de otros presos en el patio, que él “no había oído hablar de eso”; y estaba contando cómo iba de pionero, niño, en desfiles comunistas, durante la guerra en Madrid. Como esos almanes que no sabían nada de los campos de exterminio.